Algo

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Episodio de viage

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EPISODIO DE VIAGE

Yo quisiera hacer un viaje

rápidamente, de un vuelo,

como las aves del cielo,

sin billete ni equipaje,

pero la materia vil

tal hazaña no consiente,

y así es fuerza que te cuente

un viaje en ferrocarril.

Es decir un viaje no,

redúzcome á un episodio,

que las descripciones odio,

y á ésta no sabría yo

prestar ningún interés,

y, por lo tanto, la omito

y á Campoamor me remito:

vuelve á leer El tren exprés.

Cuatro ó cinco horas hacía

que estaba dentro del coche,

y, ya de cerca, la noche

al poniente sol seguía,

cuando, mientras el ocaso

brillaba en rojo crespón,

llegamos á una estación

cuyo nombre no hace al caso.

Al ver el tren que llegaba,

un confuso griterío

escapose del gentío

que aquel andén ocupaba.

Según oí que á mi lado

se refería en un grupo,

recogíamos el cupo

que al pueblo había tocado.

Y por el ferrocarril,

y en ocasión oportuna,

había llegado alguna

fuerza de guardia civil.

Mil lamentos y otras tantas

blasfemias y maldiciones

salían á borbotones

de enronquecidas gargantas;

graves encargos prolijos

de padres que amonestaban,

madres que nunca acababan

de despedir á sus hijos,

y parientes y allegados

y hermanos y conocidos,

ayes lanzando y gemidos,

bullendo por todos lados.

Los quintos con su pañuelo

anudado á la cabeza,

fingían mayor firmeza

ante tanto desconsuelo,

y, mal reprimiendo el llanto,

al oír de un jefe las voces

al tren corrieron veloces

alzando inseguro canto.

Transcurrió una breve pausa,

las mujeres se acercaron

y sus ayes redoblaron,

mas sin saber por qué causa,

huir de repente mirelas,

y turbó sólo el reposo

el seco y estrepitoso

cerrar de las portezuelas.

No quedaba un coche abierto

ni se escuchaba un gemido,

la máquina dio un silbido

y el andén miré desierto,

pero no echamos á andar;

otro silbido estridente

lanzó el vapor nuevamente,

y otra vez volvió á silbar,

y otra, y otra, y otras ciento,

con salvaje melodía,

pero, nada: el tren seguía

sin ponerse en movimiento.

El gefe de la estación

en vano gesticulaba,

y aun el conductor bajaba

y subía del furgón.

Hasta nosotros venían,

sin poderlos definir,

ecos raros, y al oír

portezuelas que se abrían,

bajamos del coche, fuimos,

corriendo por el andén,

a la cabeza del tren…,

y cien madres allí vimos

en la mitad de la vía,

pálidas y desgreñadas,

y en los topes abrazadas

de la máquina, que ardía,

sin exhalar un lamento

perdida tal vez el habla,

cual el náufrago á su tabla

postrera de salvamento.

El vapor, mal comprimido,

que silbando se escapaba,

su triste rostro caldeaba

y dejaba humedecido;

y en pos de ellas sus esposos,

sus padres y sus hermanos,

niños, jóvenes y ancianos,

de detener afanosos

la máquina con sus brazos

que, por más que el valor pueda,

a una vuelta de la rueda

quedarán hechos pedazos.

—¡No marcharán! —exclamaban

y de allí no se movían.

—¡No marcharán! —repetían

los que aquello presenciaban.

Y de todas las miradas

era blanco el maquinista

que allí, apartando la vista,

de sus mejillas tiznadas

enjugaba, con rubor,

una lágrima furtiva,

fingiendo que sólo iba

enjugándose el sudor.

(No acierta á pintar mi pluma

tan desgarradora escena

y al silencio la condena

la impotencia que me abruma).

De cuanto allí miré yo

guardo un recuerdo confuso;

el sol los montes traspuso,

la noche nos sorprendió

y de pronto sé que oí,

y de terror quedé helado,

decir á un jefe irritado:

—¡Que se las barra de ahí!

Y apenas fué pronunciada

tal orden, un pelotón

de guardias vi marchar, con

la bayoneta calada.

Otro cuadro adivinando,

tal vez más triste y cruento,

de allí me aparté al momento

y al coche subí temblando.

Después oí en confusión

una infernal gritería…,

y quedó libre la vía

y huimos de la estación,

partió como un rayo el tren…,

y vi madres que lloraban…,

y brazos que amenazaban

en vano desde el andén.

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