Alex

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Primera parte » Capítulo 6

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La portera les ha cedido la portería, se ha acostado y ha roncado durante toda la noche. Le han dejado dinero por el café y Louis ha añadido una nota dándole las gracias.

Son las tres de la madrugada. Todos los equipos se han marchado. Seis horas después del rapto, el resultado de la investigación cabría en una caja de cerillas.

Camille y Louis están en mitad de la acera. Volverán a sus casas, se darán una ducha y volverán a reunirse inmediatamente después.

—Cógelo tú —dice a Camille.

Están frente a una parada de taxis. Camille se niega.

—No, andaré un rato.

Se separan.

Camille ha esbozado el retrato de la chica un número incalculable de veces, tal como la imagina, caminando por la acera y haciendo una señal al conductor del autobús, pero una y otra vez ha vuelto a empezar porque siempre había en ella algo de Irène. Solo de pensar en ello, Camille se siente mal. Acelera el paso. Esa chica es otra persona. Eso es lo que debe recordarse.

Y, sobre todo, una terrible diferencia las separa: puede que encuentren a la chica con vida.

La calle está muy tranquila, apenas hay coches.

Trata de aplicar la lógica. La lógica es lo que, desde el principio, lo desconcierta. No se rapta a alguien al azar, por lo general se secuestra a alguien a quien se conoce. A veces poco, pero lo suficiente para tener al menos un móvil. Así que, a buen seguro, el secuestrador sabe dónde vive la chica. Camille se lo repite desde hace una hora. Acelera el paso. Y si no la ha raptado en su casa o frente a su edificio, es porque tal cosa no era posible. No se sabe por qué, pero no era posible; de lo contrario no lo habría hecho en mitad de la calle, con los innumerables riesgos que eso comporta. Y, sin embargo, lo hizo.

Camille acelera el paso y sus pensamientos le siguen el ritmo.

Hay dos posibilidades: el tipo la sigue o la espera. ¿Seguirla con su furgoneta? No. Ella no coge el autobús, camina por la acera, ¿y él la sigue con la furgoneta? ¿Despacio? A la espera del momento en que… Es completamente absurdo.

Así que la acecha.

La conoce. Conoce su itinerario, necesita un lugar que le permita verla aproximarse… y tomar impulso para asaltarla. Y ese escondite tiene que preceder forzosamente al lugar en que la ha raptado porque la calle es de sentido único. La ve, ella lo adelanta, él la alcanza y la rapta.

—Eso es lo que ha ocurrido.

No es extraño que Camille hable consigo mismo en voz alta. No hace tanto que enviudó, pero las costumbres de hombre solitario se adquieren enseguida. Por esa razón no le ha pedido a Louis que lo acompañe, ha perdido el hábito de trabajar en equipo, ha pasado demasiado tiempo solo, demasiado tiempo devanándose los sesos y pensando solo en sí mismo. Sería capaz de pegarse a sí mismo. No le gusta en lo que se ha convertido.

Camina unos minutos dándole vueltas a esos pensamientos. Busca. Es de ese tipo de personas capaces de empecinarse en un error hasta que los hechos le den la razón. Es un penoso defecto en los amigos, pero una apreciable cualidad en un policía. Cruza una calle, avanza, llega a la siguiente, no se le ocurre nada. Y por fin algo se ilumina en su mente.

Rue Legrandin.

Un callejón sin salida de apenas treinta metros pero lo bastante ancho para que puedan estacionarse vehículos a ambos lados. Si él fuera el secuestrador, habría aparcado allí. Camille avanza y luego se vuelve hacia la calle.

En la esquina, un edificio. En la planta baja, una farmacia.

Alza la vista.

Hay una cámara a cada lado del escaparate.

Pronto dan con la imagen de la furgoneta blanca. El señor Bertignac es un hombre cortés hasta el empalago, el tipo de comerciante que adora colaborar con la policía. A Camille, esa gente siempre lo pone nervioso. En su despacho de la trastienda, Bertignac está sentado ante una gigantesca pantalla de ordenador. No hay una fisonomía característica de los farmacéuticos, pero sí una manera de ser. Camille lo sabe, su padre era farmacéutico. Cuando se jubiló, parecía un farmacéutico jubilado. Murió hace menos de un año. Incluso de cuerpo presente, Camille no pudo evitar pensar que tenía aspecto de farmacéutico muerto.

Así que Bertignac les presta su ayuda. Para algo así, está dispuesto a levantarse de la cama y atender al comandante Verhoeven a las tres y media de la madrugada.

Y no le guarda rencor a la policía, a pesar de que hayan atracado cinco veces la farmacia Bertignac. Ante la creciente codicia que las farmacias despiertan en los traficantes de drogas, su respuesta es tecnológica. Cada vez que lo asaltan, compra una nueva cámara. Cuenta ya con cinco, dos en la calle, una enfocada a cada lado de la acera, y las otras en el interior. Las grabaciones se conservan veinticuatro horas y, transcurrido ese tiempo, se borran automáticamente. Bertignac, orgulloso de su equipo, no ha exigido una orden judicial para mostrar las cintas. Han bastado unos pocos minutos para encontrar la parte del callejón vigilada por la cámara y no han logrado ver gran cosa, solo los bajos y las ruedas de los coches estacionados junto a la acera. A las nueve y cuatro minutos llega la camioneta blanca, aparca y avanza lo suficiente para que el conductor pueda ver la rue Falguière. A Camille le hubiera gustado no solo confirmar su teoría (y eso ya le gusta, adora tener razón), sino poder ver algo más que el vehículo; sin embargo, la imagen congelada por Bertignac se reduce a los bajos de la carrocería y las ruedas delanteras. Ha averiguado más datos sobre el modus operandi y el horario del rapto, pero no sobre el secuestrador. Para su desesperación, en la grabación no sucede absolutamente nada. Nada. Lo dejan estar.

Y, sin embargo, Camille no logra decidirse a marcharse de allí, porque le fastidia tener al secuestrador tan cerca mientras esa cámara filma tontamente un detalle que no le importa a nadie… A las nueve y veintisiete minutos, la camioneta abandona el pasaje. Y en ese momento salta la liebre.

—¡Ahí!

Bertignac se las da orgullosamente de ingeniero de estudio. Rebobina. Congela la imagen. Camille se acerca a la pantalla y le pide que la aumente. Bertignac a los mandos. En el momento en el que la camioneta avanza para abandonar su estacionamiento, los bajos de la carrocería muestran que el vehículo ha sido pintado a mano, y aún se aprecia la rotulación que figuraba en ambos lados. Sin embargo, es imposible identificar con claridad las letras. Apenas se distinguen y, además, están cortadas horizontalmente por la parte superior de la pantalla, en el límite del encuadre de la cámara de vigilancia. Camille pide una impresión en papel y el farmacéutico le presta complacido un dispositivo USB en el que copia la grabación. Con el máximo contraste, en el motivo impreso se puede leer algo parecido a esto:

Parece morse.

En los bajos de la carrocería de la furgoneta hay algunos arañazos y también se distinguen unos leves trazos de pintura verde. Trabajo para la policía científica.

Camille regresa por fin a su casa.

La velada le ha causado un impacto tolerable. Sube los peldaños. Vive en el cuarto y, por una cuestión de principios, nunca coge el ascensor.

Han hecho lo que han podido. Ahora viene la peor parte. Esperar. Que alguien alerte de la desaparición de una mujer. Eso puede llevar un día, dos o más. Y durante ese tiempo… Cuando secuestraron a Irène, la hallaron muerta apenas diez horas después. Ahora, bien entrada la madrugada, ha transcurrido ya más de la mitad de ese tiempo. Si los agentes de la brigada de identificación hubieran dado con algún indicio válido, ya lo sabría. Camille conoce la música triste y lenta de las pistas, esa guerra de desgaste que lleva una eternidad y que destroza los nervios.

Piensa en esa noche interminable. Está agotado. Solo tendrá tiempo de darse una ducha y tomarse un café.

No conservó el apartamento que ocupaba con Irène, no quiso, se le hacía cuesta arriba sentirla por toda la casa y permanecer allí requería un coraje inútil que era mejor invertir en otras cosas. Camille se preguntó si vivir tras la muerte de Irène era cuestión de coraje o de voluntad. ¿Cómo aguantar solo cuando alrededor todo se derrumba? Tenía que frenar su propia caída. Sentía que aquel apartamento lo hundía en la desesperación, pero carecía del valor para abandonarlo. Preguntó a su padre (aunque quizá no fuera la persona más indicada para responder con claridad a ciertas cuestiones), y luego a Louis, que le respondió con una máxima taoísta: «Si no consigues soltarte, no podrás salir del agua». Camille no estaba seguro de haberla comprendido.

—O si lo prefieres, la fábula de El roble y el junco.

Camille lo prefería.

Entonces vendió el apartamento y desde hace tres años vive en el quai de Valmy.

Entra en su casa. Doudouche aparece de inmediato. Ah, sí, también está Doudouche, una gatita atigrada.

—Un viudo con gato, ¿no te suena a tópico? —preguntó Camille.

—Eso depende del gato, ¿no? —respondió Louis.

Ese es el problema. Por amor, por deseo de armonía, por mimetismo, por pudor, quién sabe, Doudouche es increíblemente pequeña para su edad. Tiene una cara bonita, las patas arqueadas como un vaquero y es minúscula. Tan profundo era el misterio sobre esa cuestión que ni siquiera Louis se había formado una hipótesis.

—¿No crees que también ella exagera? —inquirió Camille.

El veterinario se sintió muy incómodo cuando Camille le llevó a su gata y le preguntó por la cuestión de la talla.

Sea cual sea la hora a la que regrese a casa, Doudouche se despierta, se levanta y va a verlo. Esa noche, esa madrugada, Camille se contenta con rascarle el espinazo. No le apetece desahogarse. Han sido demasiadas cosas en un solo día.

Primero, el rapto de una mujer.

Luego, el hecho de encontrarse con Louis en esas circunstancias le lleva a preguntarse si no sería que Le Guen…

Camille se detiene bruscamente.

—¡Será cabrón!

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