Alex

Alex


Primera parte » Capítulo 11

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Alex apenas come, se ha debilitado terriblemente, y sobre todo, lo más importante, su mente se ha deteriorado. Esa jaula estruja el cuerpo y envía el cerebro a la estratosfera. Una hora en esa posición, y se echa uno a llorar. Un día, y piensa que va a morir. Dos, y delira. Tres, y enloquece. Y ahora ya no sabe exactamente cuánto tiempo lleva encerrada y suspendida. Varios días. Muchos días.

Ella ya no se da cuenta, pero su vientre emite permanentemente quejas de dolor. Gime. Se le han agotado las lágrimas y se golpea la cabeza contra las tablas, a la derecha, una vez, otra y otra más, y otra, y otra, da cabezazos hasta tener la frente ensangrentada, se golpea la cabeza una y otra vez y su gemido se convierte en un grito. La locura resuena en su cabeza, quiere morir lo antes posible porque vivir se ha vuelto insoportable.

Solo deja de gemir en presencia del hombre. Cuando está con ella, Alex habla y pregunta aun sabiendo que él nunca le habla y que no le va a responder, porque en cuanto se marcha se siente terriblemente sola. Ahora comprende lo que sienten los rehenes. Tan tremendo es el miedo que tiene a quedarse sola, a morir sola, que le suplicaría que se quedara. Es su verdugo, pero a la vez tiene la sensación de que mientras él esté presente ella seguirá con vida.

Y en realidad es justamente lo contrario.

Se lastima.

Voluntariamente.

Trata de matarse porque nadie acudirá en su ayuda. Ya no puede controlar ese cuerpo roto y paralizado: se orina encima, se ve sacudida por espasmos, rígida de la cabeza a los pies. Y, desesperada, restriega su pierna contra la arista de la tabla rugosa. Al principio le produce una quemadura, pero Alex continúa, continúa y continúa porque odia ese cuerpo en el que sufre, quiere matarlo, y frota la pierna contra la tabla con todas sus fuerzas y la quemadura se convierte en herida. Sus ojos miran fijamente un punto imaginario. Se le ha clavado una astilla en la pantorrilla. Alex restriega una y otra vez, espera que la herida sangre. Eso es lo que quiere y espera: desangrarse, morir.

Ha sido abandonada. Ya nadie vendrá a socorrerla.

¿Cuánto tiempo se tarda en morir? ¿Y cuánto tiempo pasará hasta que hallen su cadáver? ¿Lo hará desaparecer, lo enterrará? ¿Dónde? Tiene pesadillas en las que ve su cuerpo inerte en una bolsa, desmadejado, de noche, en un bosque, hay unas manos que lo arrojan a una zanja, un ruido siniestro y desesperante. Se ve muerta. Ya está casi muerta.

Hace una eternidad, cuando aún podía saber qué día era, Alex pensó en su hermano. Pero de nada le sirve pensar en él. La desprecia y ella lo sabe. Siempre tendrá siete años más que ella, toda la vida. Siempre sabrá más que ella y puede permitirse cualquier cosa. Siempre ha sido más fuerte que ella, desde el primer día. La alecciona. La última vez que se vieron, ella sacó un tubo de comprimidos para dormir, y él se lo arrancó de la mano y le preguntó:

—¿Qué es esa tontería?

Siempre pretendiendo ser su padre, su director espiritual, su superior, creyendo tener autoridad sobre su vida. Desde siempre.

—¿Me oyes? ¿Qué es esa tontería?

Tenía los ojos desorbitados. Es colérico, fiero, se irrita con facilidad. Ese día, Alex extendió el brazo para calmarlo y le mesó lentamente los cabellos, con tan mala fortuna que su anillo se enganchó en un mechón y retiró la mano demasiado deprisa. Entonces él dio un grito y la abofeteó sin pensárselo dos veces, ante todo el mundo.

Para él, la desaparición de Alex… será un alivio. Pasarán al menos dos o tres semanas antes de que empiece a preguntarse dónde está.

Alex pensó también en su madre. No suelen hablar con frecuencia, pueden estar un mes sin telefonearse. Y nunca es su madre quien llama.

En cuanto a su padre… Es en esos momentos cuando le gustaría tener un padre. Imaginar que va a venir en tu ayuda, que te va a rescatar, creerlo, esperarlo, debe de arrullarte y también desesperarte. Alex ignora qué es tener un padre y no suele pensar en ello.

Esos pensamientos le rondaban la cabeza al inicio de su encarcelamiento. Hoy ya no sería capaz de articular dos o tres ideas cabales seguidas, pues su mente se ha trastornado y se limita a registrar el sufrimiento que el cuerpo le inflige.

Antes, Alex pensó también en su trabajo. Cuando el hombre la raptó, acababa de terminar una sustitución. Deseaba dar por acabado lo que tenía entre manos, en su casa, en fin, en su vida. Guarda algo de dinero ahorrado, puede mantenerse sin agobios dos o tres meses y tiene pocos gastos, así que no había solicitado un nuevo destino. Nadie la va a echar en falta. A veces, cuando trabaja, la llaman algunas compañeras, pero en este momento no tiene a nadie.

Ni marido, ni novio, ni siquiera un ligue. No tiene a nadie.

Tal vez alguien se preocupe por ella meses después de que haya muerto en esa jaula, agotada y loca.

Si su mente siguiera funcionando, Alex ya ni siquiera sabría qué preguntarse: ¿cuántos días de vida le quedaban? ¿Cuánto sufriría al morir? ¿Cómo se pudre un cadáver tras la muerte?

«Por el momento aguarda mi muerte, eso es lo que ha dicho: “Verte reventar”». Y eso es lo que está sucediendo.

Y ese «por qué» lacerante ha explotado de repente como una pompa de jabón y ha hecho que sus ojos se abrieran. Daba vueltas a esa idea sin saberlo, sin querer, y la idea ha germinado en lo más hondo, como una mala hierba. A pesar del desorden que reina en su mente, el disparador se ha activado. No sabe cómo. Como una descarga eléctrica.

No importa, ahora lo sabe.

Es el padre de Pascal Trarieux.

Esos dos hombres no se parecen, son tan distintos que se diría que ni siquiera se conocen. Sí, tal vez la nariz. Tendría que haber caído antes en la cuenta. Es él, no hay duda, y es una muy mala noticia para Alex porque está convencida de que decía la verdad: la ha enjaulado para dejarla morir.

Quiere verla muerta.

Hasta ese momento, se había negado a creerlo. Esa certeza se imprime en su mente como en los primeros momentos, intacta, y bloquea todas las puertas y funde sus últimos y minúsculos vestigios de esperanza.

—Ah, ya está…

Presa del miedo, ni siquiera lo ha oído llegar. Retuerce el cuello para verlo, pero antes de conseguirlo la caja oscila ligeramente y empieza a girar. Entonces el hombre entra en su campo de visión. Está junto a la pared, haciendo bajar la jaula. Cuando la tiene a la altura apropiada, ata la cuerda y se acerca. Alex frunce el ceño porque no actúa como de costumbre. No la mira, parece que lo haga a través de su cuerpo y camina muy lentamente, como si temiera pisar una mina. Ahora que lo ve más de cerca, repara en esa expresión obstinada que le procura cierta semejanza con su hijo.

Se detiene a dos metros de la jaula y saca el teléfono móvil. Alex empieza a oír entonces una serie de correteos sobre su cabeza y trata inútilmente de volverse. Lo ha probado mil veces y es imposible.

Se siente absolutamente desvalida.

El hombre sostiene el teléfono con el brazo extendido y sonríe, una mueca que no presagia nada bueno. Oye de nuevo los correteos sobre su cabeza y luego el chasquido del obturador de la cámara. Él asiente a no se sabe qué, vuelve al rincón de la sala y hace subir la jaula.

En ese momento, Alex mira hacia la cesta llena de croquetas, justo a su lado. Se balancea de una manera extraña, a sacudidas, casi parece que esté viva.

De súbito, Alex lo comprende. No se trata de croquetas para gato o para perro, como había creído.

Lo comprende al ver la cabeza de la enorme rata que asoma de la cesta. En su campo de visión, sobre la tapa de la jaula, otras dos siluetas oscuras pasan rápidamente, acompañadas por aquel sonido de correteo. Las dos siluetas se detienen y meten la cabeza entre las tablas, por encima de Alex. Dos ratas, más grandes que la anterior, de ojos negros y brillantes.

Es incapaz de contenerse y chilla hasta desgañitarse.

Esa es la razón de que le deje las croquetas. No son para alimentarla. Son para atraerlas.

No será el hombre quien la mate.

Serán las ratas.

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