Alex

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Primera parte » Capítulo 22

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Champigny-sur-Marne. Un enorme chalé de ladrillos rojos a orillas del río. La dirección de una de las últimas llamadas realizadas por Trarieux antes de raptar a la chica.

La inquilina se llama Sandrine Bontemps.

Cuando Louis ha llegado, la mujer acababa de desayunar y se disponía a ir al trabajo. Ha tenido que llamar para avisar del retraso, y el joven policía le ha cogido amablemente el teléfono de las manos para justificar su ausencia y explicarle a su jefe que la retenía una «investigación prioritaria» y que haría que un agente la acompañase en cuanto fuera posible. Para ella, todo ha ido muy deprisa.

Es una joven pulcra, algo afectada, de unos veinticinco o veintiséis años, y está impresionada. Sentada sobre una nalga en un extremo de un sofá de Ikea, Camille puede adivinar el rostro que tendrá dentro de veinte o treinta años, y es un rostro triste.

—Ese señor…, Trarieux. Insistió por teléfono, insistió mucho… —explica—. Y luego se presentó aquí. Me asustó.

Ahora es la policía la que le da miedo. Sobre todo el agente bajito y calvo, el enano, el que manda. Su joven colega lo ha llamado por teléfono y ha llegado enseguida, en apenas veinte minutos. Parecía tener mucha prisa. Y, sin embargo, ahora parece que no la escuche, va de una habitación a otra, lanza sus preguntas al vacío, desde la cocina, sube al primer piso y vuelve a bajar, está muy nervioso, como un perro olfateando a su presa. De entrada, ya la ha prevenido: «No tenemos tiempo que perder», y en cuanto cree que las cosas no avanzan lo suficientemente rápido, la interrumpe. Ni siquiera sabe aún de qué se trata. Mentalmente, trata de recomponer sus ideas, pero se ve bombardeada a preguntas.

—¿Es ella?

El hombrecillo le muestra el dibujo de un rostro femenino. Un retrato robot, como los que se ven en las películas o en los periódicos. La reconoce de inmediato, es Nathalie. Pero no como la conoció. En el dibujo es más guapa que en la realidad, más altiva, y sobre todo más delgada. Y más limpia. El peinado tampoco coincide. Los ojos también parecen algo distintos, eran azules y en la imagen en blanco y negro no se sabe de qué color son, pero en cualquier caso no parecen tan claros como lo son en realidad. A primera vista, se diría que es ella… y a la vez que no lo es. Los policías quieren una respuesta, tiene que ser sí o no, no cabe una cosa y la otra. Finalmente, más allá de sus dudas, Sandrine se muestra categórica: es ella.

Nathalie Granger.

Los dos policías se han mirado. El hombrecillo ha dicho «Granger…» con un tono escéptico, y el joven ha cogido su móvil y ha salido a telefonear desde el jardín. A su regreso, ha negado con la cabeza y el hombrecillo le ha respondido con un gesto que significaba «lo sabía…».

Sandrine ha hablado del laboratorio donde trabajaba Nathalie, en la rue Planay, en Neuilly-sur-Marne, en el centro de la ciudad.

El joven ha salido hacia allí de inmediato. Sandrine está segura de que ha sido él quien ha telefoneado media hora más tarde. El hombrecillo parecía muy escéptico y respondía sin parar, «ya veo, ya veo, ya veo». A Sandrine, eso la pone de los nervios. Al parecer el tipo lo sabe y le da igual. Tras la conversación se muestra decepcionado. Durante la ausencia del joven inspector, la ha acribillado con preguntas sobre Nathalie.

—Siempre tenía el cabello sucio.

Hay cosas que no pueden decirse a un hombre, incluso si se trata de un policía, pero a veces Nathalie era realmente dejada, poco limpia, de las que no recogen la mesa, sin contar la vez que encontró tampones usados en el baño…, ¡qué asco! La convivencia entre ellas no duró mucho y, sin embargo, se las tuvieron más de una vez.

—No estoy segura de que hubiéramos podido seguir viviendo juntas.

Nathalie respondió al anuncio que Sandrine había publicado y fue a ver la casa. Aquel día tenía un buen aspecto y le pareció simpática. Dijo que el jardín y la habitación abuhardillada eran lugares muy románticos, y Sandrine no le contó que en pleno verano esa habitación se convertía en un horno.

—Tiene defectos de aislamiento, ya sabe…

El hombrecillo la mira con indiferencia. Por momentos parece que tenga un rostro de porcelana, que esté pensando en otra cosa.

Nathalie pagó en el acto, en metálico.

—Fue a principios de junio. Después de que mi novio se marchara, necesitaba encontrar rápidamente a alguien con quien compartir la casa…

Al policía canijo no le interesan en absoluto los detalles de la historia personal de Sandrine. El novio que se instala en su casa, la gran historia de amor… y al cabo de dos meses se larga sin avisar. No ha vuelto a verlo. Debe de tener un abono vitalicio a las partidas precipitadas, porque primero fue su novio y luego Nathalie. Le confirma la fecha: 14 de julio.

—De hecho, no se quedó mucho tiempo, conoció a su novio justo después de instalarse aquí, así que por fuerza…

—¿Por fuerza, qué?

—Pues que debió de creer más conveniente irse a vivir con él. Es normal, ¿no?

—Ah…

Se muestra escéptico, como si dijera: «¿No es más que eso?». Ese tipo no sabe nada acerca de las mujeres, salta a la vista. El policía joven ha vuelto del laboratorio, ha oído de lejos su sirena. Actúa deprisa, pero con tal elegancia que parece que se pasee. Sandrine se ha fijado enseguida en que viste ropa de marca, de muy buenas marcas. De un solo vistazo, ha calculado que el precio de los zapatos doblaba su salario. Que los policías ganen tanto dinero es un absoluto descubrimiento para ella. Viendo a los que salen en televisión, nunca lo hubiera dicho.

Los dos agentes conversan en un aparte. Sandrine solo ha oído al joven decir: «No la han visto nunca…». Y también: «… sí, él también fue…».

—Yo no estaba cuando se marchó, paso el verano en casa de mi tía, en…

Al policía bajito eso lo pone nervioso. Las cosas no salen como él querría, pero ella no tiene la culpa. Suspira y manotea como si quisiera espantar una mosca. Al menos podría ser educado. Su joven colega sonríe amablemente, queriendo decir: «Es siempre así, no se enoje, concéntrese». Es él quien le muestra otra foto.

—Sí, ese es Pascal, el novio de Nathalie.

No tiene ninguna duda. Aunque esté un poco borrosa, tampoco tiene dudas cuando le muestran la foto de la feria. En su visita del mes pasado, el padre de Pascal buscaba también a Nathalie, no solo a su hijo, y le mostró esa misma foto. Sandrine le dio la dirección de donde trabajaba Nathalie cuando se instaló en su casa. Después, no tuvo más noticias.

Basta con mirar la foto para comprenderlo. Pascal no era muy listo. Ni muy guapo. Y vestía una ropa que a saber dónde la había comprado. Nathalie, por su parte, aunque estuviera gorda, tenía un rostro bonito. Estaba claro que, si ella hubiera querido, habría podido… Mientras que él parecía…, cómo decirlo…

—Un poco retrasado, llamémosle por su nombre.

Quiere decir sin muchas luces. Adoraba a su Nathalie. Estuvo en su casa dos o tres veces, pero no se quedaba a dormir. Sandrine llegó a preguntarse si se acostaban o no. Cuando la visitaba, Sandrine veía que estaba muy excitado, que babeaba de deseo cuando miraba a su Nathalie. Sus ojos de merluzo solo esperaban una cosa: la autorización para lanzarse sobre ella.

—Excepto una vez. Se quedó a dormir solamente una vez. Recuerdo que fue en julio, justo antes de que me marchara a casa de mi tía.

Pero Sandrine no los oyó retozar.

—Y eso que dormía justo en la habitación de debajo.

Se muerde los labios porque eso significa que estuvo escuchándolos. Se sonroja y no insiste más en el asunto, ya lo han comprendido. No oyó nada, y sin embargo le hubiera gustado. «Nathalie y su Pascal debieron de hacerlo no sé cómo, yo… Quizá de pie. O puede que no hicieran nada, porque ella no quería». Sandrine lo entiende, porque ese Pascal…

—Si de mí hubiera dependido… —comienza con repelús.

El poli bajito reconstruye la historia completa en voz alta. No es alto pero tampoco es idiota, se diría incluso que es bastante listo. Cuando Nathalie y Pascal se marcharon, dejaron el dinero por dos meses de alquiler sobre la mesa de la cocina, además de provisiones para un mes y de las cosas que no se llevó.

—¿Cosas? ¿Qué cosas? —pregunta de inmediato.

De repente, el policía parece inquieto. Sandrine no se quedó nada. Nathalie vestía dos tallas más que ella y, de todas formas, llevaba una ropa horrorosa… Sí, el espejo de aumento que hay en el baño era suyo, pero no se lo dice a la policía, lo utiliza para sacarse las espinillas y los pelos de la nariz, y eso no les incumbe. Enumera, sin embargo, las otras cosas: la cafetera eléctrica, la tetera en forma de vaca, el recuperador y los libros de Marguerite Duras; parecía que solo leyera eso, tenía casi todas sus obras.

El policía joven ha dicho:

—Nathalie Granger… Creo que es el nombre de un personaje de Duras.

—¿Ah, sí? —ha preguntado el otro—. ¿De dónde?

El joven ha respondido, agobiado:

—En una película titulada… Nathalie Granger.

El hombrecillo se ha llevado la palma de la mano a la frente, como si se dijera «qué tonto soy», pero a Sandrine le ha parecido que exageraba.

—Un depósito para el agua de lluvia —precisa ella.

Porque el pigmeo ha vuelto a preguntarle por el recuperador. Sandrine pensaba en ello desde hacía tiempo, tiene conciencia ecológica, y con tanta lluvia y decenas de metros cuadrados de tejado sobre esa casa tan grande, sería una lástima desaprovechar el agua. Lo comentó con la agencia y con el propietario, y no hubo manera de convencerlos. Pero el asunto de la ecología tampoco interesa al policía canijo, lo cual hace que Sandrine se pregunte qué puede interesarle.

—Lo compró justo antes de marcharse. Lo descubrí al volver, me había dejado una nota en la que se excusaba por su precipitada marcha y el recuperador era una especie de compensación, una sorpresa.

Una sorpresa, eso sí le ha gustado al canijo.

Se planta frente a la ventana que da al jardín y aparta la cortina de muselina. En realidad, ese gran depósito de plástico verde no queda precisamente bonito en la esquina de la casa por la que descienden los canalones de cinc. Es una chapuza. Pero no es eso lo que mira. Tampoco escucha lo que ella le dice porque, cuando está a mitad de una frase, el hombrecillo descuelga el teléfono:

—¿Jean? —dice—, creo que he encontrado al hijo de Trarieux…

Se hace tarde y Sandrine ha tenido que llamar de nuevo a su jefe. El joven inspector se ha vuelto a poner al teléfono, pero esta vez no ha hablado de una investigación urgente, sino que ha dicho: «Estamos procediendo a una toma de muestras». Es una frase ambigua, porque Sandrine trabaja precisamente en un laboratorio. Como Nathalie. Ambas eran biólogas, pero Nathalie nunca quería hablar de su trabajo. Decía: «Yo, en cuanto salgo, me olvido».

Y veinte minutos más tarde, zafarrancho de combate. Han cortado la calle y el jardín se ha llenado de técnicos equipados con trajes de cosmonauta, maletines, proyectores y cubiertas de lona. Han pisoteado las flores, han tomado medidas del recuperador y lo han vaciado con una precaución impensable: no querían que el agua se derramara por el suelo.

—Sé lo que van a encontrar —ha dicho el policía canijo—, no tengo ninguna duda. Me voy un rato a dormir.

Le ha preguntado a Sandrine dónde estaba la habitación que ocupó Nathalie. Se ha tumbado vestido. La chica está segura de que ni siquiera se habrá quitado los zapatos.

El policía joven se ha quedado en el jardín.

El chico es realmente guapo, y con esa ropa y esos zapatos… ¡Incluso sus modales! Sandrine ha intentado trabar una conversación más personal («es una casa muy grande para una chica sola», ese tipo de frases), pero no ha dado frutos.

Está convencida de que es homosexual.

Los técnicos han vaciado el recuperador y lo han desplazado. Tras cavar a escasa profundidad, han dado con un cadáver envuelto en una lona de plástico como las que se venden en las tiendas de bricolaje.

Sandrine se ha quedado muy impresionada. Los agentes la han apartado, «no se quede ahí, señorita», ha entrado en casa y ha mirado por la ventana. Al menos, eso nadie se lo podía prohibir, pues al fin y al cabo está en su casa. La ha desconcertado ver cómo entre varios hombres alzaban la lona para dejarla sobre una camilla. Enseguida se ha dado cuenta de que se trataba de Pascal Trarieux.

Ha reconocido sus zapatillas deportivas.

Cuando han apartado la lona, algunos de ellos se han inclinado y se han llamado unos a otros para enseñarse algo que ella no alcanzaba a ver. Entonces ha abierto la ventana para escuchar.

Un técnico decía:

—Oh, no, eso no provocaría este desastre.

En ese momento, el hombrecillo ha salido de la habitación.

Ha llegado al jardín dando saltitos e inmediatamente se ha interesado por lo que sucedía con el cuerpo.

Ha meneado la cabeza, muy sorprendido por lo que ha visto.

Y ha dicho:

—Estoy de acuerdo con Brichot, solo el ácido puede haber hecho eso.

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