Alex

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Segunda parte » Capítulo 33

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En teoría, el camino de Pascal Trarieux nunca se cruzó con el de Stefan Maciak, que a su vez nunca coincidió con el de Gattegno. Camille lee los informes en voz alta.

—Gattegno, nacido en Saint-Fiacre, estudia en el Instituto Técnico de Pithiviers, donde trabaja como aprendiz. Seis años después abre su propio taller en Étampes y más adelante (tenía entonces veintiocho años) adquiere el taller de su antiguo maestro, también en Étampes.

El despacho de la brigada.

El juez ha pasado por allí para lo que llama «el briefing». Pronuncia la palabra con un acento inglés muy marcado, a medio camino entre la afectación y el ridículo. Hoy se ha puesto una corbata azul celeste; en su caso, el colmo de la extravagancia indumentaria de la que es capaz. Permanece impasible, con las manos extendidas sobre la mesa como estrellas de mar. Quiere causar impresión.

—Ese tipo no recorrió más de treinta kilómetros entre su nacimiento y su muerte —prosigue Camille—. Casado, tres hijos y, de repente, a los cuarenta y siete años le apetece echar una cana al aire. Eso lo vuelve loco y luego lo mata. Ninguna relación con Trarieux.

El juez permanece en silencio. Le Guen tampoco dice nada, pues con Camille Verhoeven nunca se sabe cómo van a acabar las cosas.

—Stefan Maciak, nacido en 1949. Familia polaca, modesta, trabajadora, un ejemplo para la Francia integradora.

Excepto el juez, todos conocen ya esos datos, y la voz de Camille deja traslucir el fastidio y la impaciencia que le causa tener que resumir una investigación para una sola persona. En esos casos, Le Guen y Louis cierran los ojos como si quisieran transmitirle calma y serenidad por telepatía. Camille no se excita fácilmente, pero de vez en cuando se deja dominar por la impaciencia.

—El alcoholismo de nuestro Maciak hace de él un perfecto ejemplo de integración. Bebe como un cosaco, o mejor dicho como un polaco, y eso lo convierte en un buen francés. De los que quieren nacionalizarse. Y entonces empieza a trabajar en la restauración: lavaplatos, camarero y luego ayudante de chef. Tenemos ante nuestros ojos un maravilloso ejemplo de ascenso social gracias al descenso por el buche. En un país trabajador como el nuestro, el esfuerzo siempre se ve recompensado. Maciak tuvo su propio café a los treinta y dos años, en Épinay-sur-Orge; lo regentó durante ocho años. Finalmente, en la cima de su ascenso social y con la ayuda de un pequeño préstamo, compró la taberna de los alrededores de Reims donde encontrará la muerte en las circunstancias que ya conocemos. Nunca estuvo casado. Eso tal vez explique el flechazo que lo trastocó cuando una turista de paso se interesó un día por él. Le costó dos mil ciento treinta y siete con ochenta y siete euros (a los comerciantes les gustan las cuentas exactas) y la vida. Su carrera fue laboriosa y su pasión, fulgurante.

Silencio. No se sabe si se debe a la irritación (el juez), la consternación (Le Guen), la paciencia (Louis) o el júbilo (Armand), pero todos guardan silencio.

—Según usted, las víctimas no tienen nada en común, nuestra asesina mata a esos hombres al azar —dice finalmente el juez—. Cree que no se trata de crímenes premeditados.

—Si son premeditados o no, lo ignoro. Me limito a constatar que las víctimas no se conocían y que no obtendremos nada por esa vía.

—¿Por qué en ese caso nuestra asesina cambia de identidad, si no es «para» matar?

—No es «para» matar, sino «porque» ha matado.

Basta que el juez plantee una hipótesis para que Camille eche marcha atrás. Se explica:

—Hablando con propiedad, no cambia de identidad; se hace llamar de otra manera, no es lo mismo. Le preguntan cómo se llama y dice «Nathalie», o «Léa», y nadie le pide su documento de identidad. Se hace llamar de otra manera porque ha matado a esos hombres, a tres que sepamos, aunque puede que haya más. Borra su rastro como puede.

—Pues, en mi opinión, lo hace bastante bien —señala el juez.

—Reconozco que… —dice Camille.

Habla distraídamente, su mirada está en otro sitio. Todos los ojos se han vuelto hacia la ventana. El tiempo ha cambiado. Finales de septiembre. Son solo las nueve de la mañana, pero la luz ha disminuido de repente. La tormenta que fustiga las vidrieras del palacio de justicia arrecia y golpea los cristales con furiosa violencia; ha comenzado hace más de dos horas y se hace difícil imaginar qué la detendrá. Camille observa el desastre con inquietud. Aunque las nubes no muestran aún el aspecto feroz del Diluvio de Géricault, en el aire flota ya algo más que una simple amenaza. «En nuestras minúsculas vidas —piensa Camille—, tenemos que ser desconfiados porque el fin del mundo no se anunciará de manera espectacular. Quizá empiece así, como una tontería».

—¿Y el móvil? —pregunta el juez—. Es poco probable que lo haga por dinero…

—Estamos de acuerdo. Solo se lleva pequeñas sumas y si lo hiciera por dinero calcularía mejor sus golpes, elegiría presas más adineradas. Al padre de Trarieux le robó seiscientos veintitrés euros, en el caso de Maciak fue la recaudación del día y el dinero que encontró en el baño. Con Gattegno, vació el saldo de las tarjetas de crédito.

—Así que los asesina y de paso se lleva un pellizco.

—Es posible. Pero me inclino más por la pista falsa. Pretende confundir a los investigadores simulando un robo.

—En ese caso, ¿cuál es el móvil? ¿La locura?

—Tal vez. En cualquier caso, es de índole sexual.

Por fin la gran palabra que abre de inmediato una nueva vía.

El juez tiene una idea acerca de la cuestión. Camille no apostaría nada por su experiencia sexual, pero tiene estudios y no teme plantear una teoría.

—Ella… Si es que se trata de ella…

Desde el principio, al juez le gusta alardear de ese efecto. Seguro que debe convertirlo en un leitmotiv en todos los casos: la referencia tácita a las reglas, la presunción de inocencia, la necesidad de apoyarse en hechos tangibles. Se pavonea con satisfacción de su capacidad para dar lecciones. Con esas palabras pretende recordarles que no hay nada probado, y siempre deja un segundo de silencio para que todos comprendan bien el alcance y el significado implícito de su discurso. Le Guen da su opinión. Más adelante, dirá: «¡Y no nos quejemos! A nosotros nos ha tocado soportarlo siendo adulto. ¿Te imaginas a ese tipo en el instituto, lo cabrón que debía de ser?».

—Vierte ácido en la garganta de sus víctimas —prosigue finalmente el juez—. Si fuera un móvil sexual, como usted plantea, me parece que lo utilizaría de otra manera, ¿no cree?

Es una alusión, una indirecta. La teoría lo aleja de la realidad. Y eso no falla.

—¿Puede ser más preciso? —pregunta Camille.

—Bien…

Un segundo de titubeo de más, y Camille ataca.

—¿Sí…?

—Bien, el ácido lo vertería más bien…

—¿En la polla? —lo interrumpe Camille.

—Ehh…

—¿O tal vez en las pelotas? ¿O en ambos sitios?

—Eso creo, en efecto.

Le Guen alza la vista hacia el techo. Cuando oye que el juez retoma la palabra, se dice: «Segundo asalto». Y se cansa solo de pensar en lo que viene a continuación.

—Comandante Verhoeven, sigue usted creyendo que esa mujer fue violada, ¿no es cierto?

—Sí. Creo que mata porque fue violada. Se venga de los hombres.

—Y vierte ácido sulfúrico en la garganta de sus víctimas…

—A causa del mal recuerdo que tiene de las felaciones. Eso sucede, ya lo sabe…

—Por supuesto —dice el juez—. Incluso es más frecuente de lo que se cree. Por suerte, no todas las mujeres que sufren un shock por esa práctica se convierten en asesinas en serie. O al menos, no matan de esa manera…

Sorprendentemente, el juez sonríe y Camille se siente desconcertado. Es una sonrisa a destiempo, difícil de interpretar.

—En cualquier caso, cualesquiera que sean las razones —prosigue Camille—, es lo que hace. Sí, lo sé, si es que se trata de ella…

Camille hace girar el índice en el aire muy rápido, ya conoce la canción.

El juez sigue sonriendo, asiente y se pone en pie.

—En cualquier caso, sea eso o no, a esa chica se le quedó algo atragantado.

El comentario los deja sorprendidos. Sobre todo a Camille.

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