Alex

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Segunda parte » Capítulo 42

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Son casi las diez de la noche. Fiasco. Camille ha recuperado la calma a costa de grandes esfuerzos. Evita pensar sobre todo en el rostro burlón del conserje del guardamuebles, un cretino de tez pálida con gafas gruesas y sucias, unas auténticas gafas de culo de botella.

Su limitada capacidad de comunicación lo ha sacado de quicio: «La chica, ¿qué chica?, el coche, ¿qué coche?, las cajas, ¿qué cajas?». Cuando han abierto el box, todos se han sobresaltado. Ahí estaba todo, diez cajas precintadas con cinta adhesiva, las pertenencias de la chica, sus cosas. Se han lanzado sobre ellas, Camille hubiera querido abrirlas allí mismo, pero hay un procedimiento, hay que hacer un inventario, que se ha acelerado con una llamada al juez, y se lo han llevado todo, las cajas, los muebles desmontados. Al fin y al cabo, el conjunto no pesa demasiado y tienen la esperanza de hallar objetos personales que los ayuden a descubrir su identidad. El caso se halla en un momento crucial.

La débil esperanza de las cintas de vídeo de vigilancia de cada una de las plantas se ha desvanecido con rapidez. Y no porque ya se hubieran borrado las grabaciones, sino porque las cámaras son falsas.

—Son decorativas, si lo prefieren —apunta el conserje, divertido.

Han dedicado la tarde entera a hacer el inventario y a que los técnicos tomaran las muestras indispensables. Han dejado de lado los muebles, que pueden proceder de cualquier sitio, que se venden en todas partes, estanterías, una mesa de cocina cuadrada, una cama con somier y un colchón sobre el que los técnicos se han abalanzado con sus varillas de algodón y sus pinzas. Acto seguido, han examinado el contenido de las cajas. Ropa de deporte, ropa de playa, ropa de verano, ropa de invierno.

—Todo esto se vende en cualquier gran superficie de cualquier país del mundo —dice Louis.

Libros, casi dos cajas. Ediciones de bolsillo, exclusivamente: Céline, Proust, Gide, Dostoyevski, Rimbaud. Camille lee los títulos: Viaje al final de la noche, Un amor de Swann, Los falsificadores de moneda, pero Louis sigue pensativo.

—¿Qué? —pregunta Camille.

Louis no responde de inmediato. Las amistades peligrosas, El lirio del valle, El rojo y el negro, El gran Gatsby, El extranjero.

—Parece la biblioteca de una estudiante de instituto.

En efecto, la selección es muy aplicada, ejemplar. Todos los libros han sido leídos y a menudo releídos, algunos se caen literalmente a pedazos, tienen párrafos enteros subrayados, a veces hasta la última página. Hay signos de exclamación y de interrogación, cruces grandes y pequeñas, a menudo con bolígrafo azul; en algunos, la tinta casi ha desaparecido.

—Lee lo que hay que leer, quiere hacer bien las cosas y es aplicada —insiste Camille—. ¿Inmadura?

—No lo sé. Tal vez regresiva.

Camille se pierde a veces en los cultismos de Louis, pero capta el mensaje esencial. Las facultades de la chica están mermadas. O sufre algún tipo de retraso.

—Habla algo de italiano y de inglés. Empezó a leer algunos clásicos extranjeros, pero no los terminó.

Camille anota eso también: Los prometidos, El amante sin domicilio fijo, El nombre de la rosa y Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, El retrato de Dorian Gray, Retrato de una dama o Emma están en la lengua original.

—La chica del asesinato de Maciak, apuntaron que tenía acento extranjero, ¿verdad?

Algunos folletos turísticos lo confirman.

—No es tonta, ha estudiado, habla idiomas y eso, aunque no siempre, supone estancias en el extranjero… ¿Te la imaginas con Pascal Trarieux?

—¿O seduciendo a Stefan Maciak? —añade Louis.

—¿O asesinando a Jacqueline Zanetti?

Louis toma notas con rapidez. Gracias a los folletos tal vez pueda reconstruir el itinerario de la chica o al menos una parte, en algunos catálogos de agencias de viaje figura la fecha de publicación y quizá le sea posible relacionar algunos hechos, pero entre todos esos objetos no hay ningún nombre. Ni un solo documento oficial. Ni una pista que pueda identificarla. ¿Qué vida tiene una chica con tan pocas pertenencias?

Al acabar el trabajo, la conclusión cae con el peso de una certeza.

—Ha hecho una selección. No hay nada personal. Por si la policía lo descubriera. No hay nada que pueda ayudarnos.

Ambos hombres se levantan. Camille se ha puesto la chaqueta. Louis titubea, se quedaría allí un rato más, buscando y rebuscando.

—No te dejes la vista en eso, muchacho… —dice Camille—. Tiene una buena carrera a sus espaldas y, viendo cómo se organiza, diría que también le espera un largo futuro.

Le Guen piensa lo mismo.

Sábado a primera hora de la tarde. Quai de Valmy.

Ha llamado a Camille y se han acomodado en la terraza de La Marine. Tal vez sea un efecto del canal, que invita a pensar en el pescado, lo que les ha impulsado a pedir dos copas de blanco seco. Le Guen se ha sentado con cuidado. Ya se ha encontrado con sillas que no pueden sostenerlo, pero esa resiste su peso.

Cuando conversan fuera del despacho suelen seguir un mismo esquema, charlan de todo un poco, y si hablan del trabajo, es en los últimos segundos, dos o tres frases.

Evidentemente, lo que pasa por la cabeza de Camille ese día es la subasta. Se celebrará el domingo por la mañana.

—¿No te quedas nada? —se sorprende Le Guen.

—No, lo liquido —dice Camille—. Voy a donarlo todo.

—Creía que los vendías.

—Vendo los cuadros, pero voy a donar el dinero. Todo.

A Camille le es imposible saber cuándo tomó esa decisión, le vino a la cabeza de repente y siente que es una decisión madura. Le Guen reprime un comentario. Pero, a pesar de todo, puede más que él.

—¿A quién?

Ese es un detalle en el que Camille aún no ha pensado. Quiere donar el dinero, pero todavía no sabe a quién.

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