Alex

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Primera parte » Capítulo 10

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Cuatro días. Hace cuatro días que la investigación está encallada. Los análisis son en vano y los testimonios inservibles. Unos dicen que la furgoneta era blanca y otros que era azul. Algunos han creído que una de sus vecinas había desaparecido, pero la localizan en el trabajo. Otra mujer a la que investigaban regresa de casa de su hermana; el marido no sabía que tenía una hermana, y ello causa un embrollo tremendo…

El juez al que han asignado el caso, un tipo joven que enseguida se pone manos a la obra, pertenece a esa generación amante del ritmo trepidante. La prensa, por su parte, apenas ha informado del caso. El suceso se mencionó de pasada y de inmediato quedó sepultado por el alud cotidiano de noticias. El balance se reduce a que aún no han localizado al secuestrador y tampoco saben quién es la víctima. Todas las desapariciones denunciadas han sido comprobadas, y ninguna tiene relación con la de la rue Falguière. Louis ha ampliado la búsqueda a todo el territorio y ha investigado a fondo las desapariciones de los días, las semanas y los meses precedentes, en vano. Ninguna de ellas coincide con el perfil de una mujer joven y aparentemente bastante atractiva cuyo trayecto plausible discurre por la rue Falguière, en el distrito XV de París.

—¿Es que nadie conoce a esa chica? ¿Nadie se ha preocupado al no verla desde hace cuatro días?

Son casi las diez de la noche.

Están sentados en un banco y contemplan el canal, formando una curiosa estampa. Camille ha dejado al nuevo agente en prácticas en el despacho y ha salido a cenar con Louis y Armand. En lo que respecta a restaurantes, no tiene ni imaginación ni memoria para recordar las direcciones de los buenos locales, así que ese tema siempre se convierte para él en un calvario. Preguntarle a Armand sería una bobada, pues no ha pisado un restaurante desde la última vez que lo invitaron, y el establecimiento debe de haber cerrado ya hace mucho. En cuanto a Louis, sus posibles recomendaciones no están al alcance del bolsillo de Camille, pues acostumbra a cenar en los exclusivos restaurantes Taillevent o Ledoyen. Así que Camille se decide por La Marine, en el quai de Valmy, casi al pie de su edificio.

Tendrían muchas cosas que contarse. Cuando formaban equipo y acababan tarde, solían cenar juntos antes de regresar a casa. La regla era que siempre pagaba Camille. Según él, dejar que Louis pagara la cuenta habría sido de mal gusto de cara a los otros dos, pues les habría recordado que, a pesar de su salario de funcionario, el dinero no era un problema para él. En cuanto a Armand, a nadie se le habría pasado por la cabeza, ya que proponerle que salieran a cenar implicaba que pagara quien se lo había propuesto. Maleval, por su parte, siempre tenía problemas de dinero y es bien sabido cómo acabó.

Esa noche, Camille está contento de pagar. No lo dice, pero se siente feliz de contar con sus dos hombres. Es algo inesperado. Tres días antes, ni siquiera lo hubiera imaginado.

—No lo entiendo… —dice.

La cena queda ya lejos, han cruzado la calle y caminan junto al canal contemplando las barcazas amarradas.

—¿Nadie de su trabajo? ¿Sin marido, sin novio, sin un ligue o una amiga, nadie? ¿Sin familia? Y a la vez, en una ciudad como esta y en los tiempos que corren, que nadie denuncie su desaparición…

La conversación de hoy recuerda a las que mantenían antaño, puntuada con largos silencios. Cada uno de ellos tiene el suyo: pensativo, reflexivo o concentrado.

—¿Tú llamabas a tu padre cada día? —pregunta Armand.

No, por supuesto, ni siquiera cada tres días. Su padre habría podido morir de repente y pasar una semana antes de que… Tenía una amiga a la que veía a menudo, y fue ella quien encontró el cadáver. Camille la conoció solo dos días antes del entierro. Su padre la había mencionado distraídamente, como si se tratara de una relación superficial. Y fueron necesarios tres viajes en coche para trasladar a casa de ella todo lo que había dejado en casa de él. Una mujer menuda, fresca como una rosa, con unas leves arrugas. Olía a lavanda. Para Camille, que esa mujer hubiera ocupado el lugar de su madre en la cama de su padre era algo inimaginable. No tenían nada que ver una con la otra, pertenecían a mundos distintos. Aquello llevaba a Camille a preguntarse qué relación había existido entre sus padres, si es que tal relación había existido alguna vez. Maud, la artista, se había casado con un farmacéutico, a saber por qué. Se había hecho esa pregunta miles de veces. Su nueva compañera, en cambio, tenía algo más natural. Por más vueltas que le demos, qué hacían juntos nuestros padres suele seguir siendo un misterio inescrutable y para siempre. Después de aquello, unas semanas más tarde, Camille descubrió que aquella mujer menuda y fresca como un rosa había dilapidado en unos meses buena parte de los ahorros del farmacéutico. Camille se rio. Fue una lástima perderla de vista, debía de ser todo un personaje.

—Mi padre estaba en una residencia —prosigue Armand—, no es lo mismo. Pero tratándose de alguien que vive solo, qué quieres que te diga. Si muere, es necesario un verdadero golpe de suerte para darse cuenta de inmediato.

Esa idea deja perplejo a Camille. Recuerda algo a ese respecto y lo cuenta. Un tipo que se llamaba Georges. Por un cúmulo de circunstancias, nadie se sorprendió de no tener noticias suyas durante más de cinco años. Desapareció administrativamente sin que nadie se hiciera preguntas, y cortaron el agua y la electricidad de su casa. La portera creía que estaba en el hospital desde 1996, de donde había regresado sin que nadie se diera cuenta. Hallaron su cuerpo en 2001.

—Lo leí en…

El título no le viene a la cabeza.

—Edgar Morin, algo así como El pensamiento… no sé qué más.

Por una política de civilización —añade Louis sobriamente.

Se aparta el flequillo con la mano izquierda en señal de disculpa.

Camille sonríe.

—Es agradable que hayamos vuelto a encontrarnos, ¿verdad?

—Me recuerda el caso de Alice —suelta Armand.

Evidentemente. Alice Hedges, una chica de Arkansas a la que hallaron muerta en un contenedor a orillas del canal del Ourcq y cuya identidad no se descubrió hasta tres años después. Al fin y al cabo, desaparecer sin dejar rastro no es tan raro como pueda parecer. Sin embargo, da que pensar. Cuando uno se halla frente a las verdes aguas del canal Saint-Martin y sabe que al cabo de unos días el caso se dará por cerrado, no puede evitar pensar que la desaparición de esa chica desconocida quizá no haya inquietado a nadie. Su vida no es más que una onda en la superficie del agua.

Nadie ha abordado la cuestión de que Camille siga con el caso que se negaba a aceptar. Anteayer, Le Guen lo llamó para confirmarle el retorno de Morel.

—No me jodas con tu Morel —le respondió Camille.

Entonces Camille comprendió que, desde el principio, sabía que aceptar provisionalmente un caso como aquel significaba trabajar en él hasta el final. No sabe si debe o no estar agradecido a Le Guen por haberlo implicado en esa historia. A los ojos de la jerarquía, ya ha dejado de ser prioritaria. Un secuestrador anónimo ha raptado a una mujer desconocida, y exceptuando la declaración de un testigo, interrogado una y otra vez, nada «prueba» ese secuestro. Sí son hechos probados el vómito en el charco de la acera, el chirrido de los neumáticos de la furgoneta que oyeron varias personas y el testimonio de un vecino que estacionaba su coche y que recuerda la camioneta mal aparcada en mitad de la acera. Pero todo eso no es nada sin el hallazgo de un cadáver de carne y hueso, y por ese motivo Camille ha debido afrontar no pocas dificultades para poder seguir contando con la colaboración de Louis y Armand. Sin embargo, en el fondo, Le Guen, como todos los demás, está contento al ver que la brigada Verhoeven ha vuelto a formarse. No va a durar mucho, uno o dos días a lo sumo, así que de momento hace la vista gorda. Para Le Guen, aunque ya no sea un caso, sí es una inversión.

Después de cenar, los tres hombres han dado un paseo y luego se han sentado en un banco desde el que observan el deambular de los paseantes junto al muelle, sobre todo parejas y gente que pasea a sus perros. Diríase que se hallan en una ciudad de provincias.

«Formamos un equipo curioso —se dice Camille—. A un lado, un hombre riquísimo; al otro, un avaro incurable. ¿No tendré un problema con el dinero?». Es curioso que piense en eso. Hace unos días recibió los documentos con la información acerca de la próxima venta en subasta de las obras de su madre y no ha llegado a abrir el sobre.

—En ese caso —dice Armand—, es que no deseas venderlas. En mi opinión, es mejor así.

—Evidentemente, en tu opinión, habría que guardarlo todo.

Sobre todo las obras de Maud. Armand aún no ha podido digerir esa cuestión.

—No, todo no —dice—. Pero los cuadros de la propia madre, al menos…

—¡Parece que hables de las joyas de la Corona!

—Bueno, a fin de cuentas, es como si fueran las joyas de la familia, ¿no?

Louis no se pronuncia. En cuanto la conversación se adentra en el terreno personal…

Camille vuelve al asunto del rapto.

—¿Qué has averiguado acerca de los propietarios de furgonetas? —le pregunta a Armand.

—Seguimos en ello…

Por el momento, la única pista sigue siendo la foto del vehículo. Conocen el modelo de la furgoneta gracias a la imagen captada por la cámara de seguridad de la farmacia Bertignac. Hay varias decenas de miles en circulación. El equipo científico ha analizado la inscripción que se intuía bajo la pintura y les ha proporcionado una primera lista de nombres, de «Abadjian» a «Zerdoun». Trescientos treinta y cuatro posibles nombres. Armand y Louis los repasan uno a uno. En cuanto dan con el nombre de alguien que ha tenido o alquilado una furgoneta de ese tipo, lo comprueban, investigan a quién fue revendida, si puede haber una relación con el hombre al que buscan y envían a alguien para que examine el vehículo.

—Si hubiera ocurrido fuera de la capital, nos habría sido más fácil encontrarlo.

Además, esas furgonetas no dejan de venderse y revenderse, y hallar a sus actuales propietarios y conseguir hablar con ellos se convierte en una tarea muy laboriosa. Cuantos menos localizan, más difícil es y más se entusiasma Armand. Aunque «entusiasmarse» quizá no sea el término que más le convenga. Camille ha estado observándolo trabajar esa mañana, vestido con un chándal viejo y tomando notas en una hoja de papel reciclado con un bolígrafo promocional que lleva el logotipo de la lavandería Saint-André.

—Esto nos va a llevar semanas… —concluye Camille.

Pero no es cierto.

Su teléfono vibra.

Es el agente en prácticas, nervioso. Farfulla y olvida incluso cómo dirigirse a Camille.

—¿Jefe? El secuestrador se llama Trarieux, acaban de localizarlo. El comisario desea que se presente usted de inmediato.

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