Alex

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Primera parte » Capítulo 16

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16

Las siete de la mañana. El comisario ha hecho un aparte con Camille.

—Esta vez ándate con pies de plomo, ¿de acuerdo?

Camille no le promete nada.

—Esto promete… —concluye Le Guen.

Dicho y hecho. Cuando llega el juez Vidard, Camille no puede evitar abrir la puerta y mostrarle las fotografías de la joven colgadas en la pared.

—Puesto que le gustan tanto las víctimas, señoría, va a estar encantado. Tenemos una que lo va a dejar fascinado.

Las ampliaciones de las fotografías colgadas de la pared son de un voyeurismo sádico y revuelven el estómago. En una se ve la mirada casi delirante de la chica, que queda limitada a la línea horizontal que forma el hueco entre dos tablas; en otra, su cuerpo hecho un ovillo, aplastado, desmadejado, con la cabeza recostada y aprisionada contra la tapa de la jaula; más allá, un primer plano de sus manos con las uñas ensangrentadas, seguramente de rascar la madera. Luego de nuevo las manos y una botella de agua que parece demasiado grande para que pueda pasarla entre las tablas. Es fácil imaginar a la cautiva bebiendo del hueco de su mano con la avidez de un náufrago, con el cuerpo sucio y confinada en una jaula de la que no puede salir ni siquiera para hacer sus necesidades. Está contusionada, se ve que la han abofeteado, golpeado y sin duda violado. Saber que está viva convierte el conjunto en una escena aún más escalofriante. Nadie se atreve siquiera a imaginar lo que le espera.

Sin embargo, ante tal espectáculo y a pesar de la provocación de Camille, el juez Vidard permanece impasible y observa una a una las fotografías.

Todos los presentes permanecen en silencio: Armand, Louis y los seis investigadores a los que Le Guen ha convocado. Contar con tantos efectivos no ha resultado nada fácil.

El juez pasea por delante de las fotografías con expresión grave. Parece un secretario de Estado inaugurando una exposición. «Es un gilipollas con ideas de hijo de puta», piensa Camille, pero se vuelve hacia él con valentía.

—Comandante Verhoeven —le dice—, desaprueba usted mi decisión de entrar en el domicilio de Trarieux y yo desapruebo la manera en que está llevando este caso desde el principio.

Cuando Camille abre la boca, el juez lo interrumpe alzando la palma de la mano.

—Le propongo que resolvamos nuestras diferencias más tarde. Me parece que lo más urgente, independientemente de lo que usted crea, es dar lo antes posible con… esta víctima.

Hijo de puta pero innegablemente hábil. Le Guen deja pasar dos o tres segundos de silencio y luego tose. El juez, sin embargo, se vuelve hacia el equipo y retoma la palabra.

—Me permitirá también, señor comisario, que felicite a sus hombres por haber dado tan rápidamente con Trarieux a pesar de contar con muy pocos datos. Ha sido un trabajo excelente.

Ahí, evidentemente, exagera.

—¿Está en campaña electoral? —pregunta Camille—. ¿O es que lo lleva en la sangre?

Le Guen vuelve a toser. Un nuevo silencio. Louis frunce los labios con deleite, Armand sonríe mirándose los zapatos y los demás se preguntan dónde se han metido.

—Comandante —responde el juez—, conozco su hoja de servicio. Conozco también su historia personal, tan íntimamente ligada a su oficio.

Esta vez, a Louis y a Armand se les hiela la sonrisa. Las mentes de Camille y de Le Guen se ponen en alerta máxima. El juez ha dado un paso adelante sin acercarse demasiado a Camille para no dar la impresión de querer intimidarlo.

—Si tiene la sensación de que este caso…, cómo se lo diría…, le afecta demasiado, seré el primero en comprenderlo.

La advertencia es clara y la amenaza apenas velada.

—Estoy seguro de que el comisario Le Guen podrá asignar este caso a alguien menos implicado. Pero, pero, pero, pero… —abre las manos y las extiende en el aire como si quisiera cazar una nube—, pero… lo dejo en sus manos, comandante. Tiene mi absoluta confianza.

Para Camille, es definitivo: ese tipo es un hijo de la gran puta.

Mil veces en su vida Camille ha comprendido lo que pueden llegar a sentir los criminales ocasionales, esos que han matado sin intención de hacerlo, cegados por la ira, ha detenido a docenas de ellos. Hombres que han estrangulado a su esposa, mujeres que han apuñalado a su marido, hijos que han empujado a su padre por la ventana, amigos que han disparado a sus amigos, vecinos que han asesinado al hijo de otro vecino, y rastrea en sus recuerdos si hay algún caso de un comandante de la policía que haya sacado su arma reglamentaria para pegarle un tiro a un juez y saltarle la tapa de los sesos. En lugar de eso, calla y se limita a asentir con la cabeza. Le cuesta denodados esfuerzos mantenerse en silencio tras la mezquina referencia del magistrado al caso de Irène, pero es justamente por eso por lo que se obliga a permanecer callado, porque una mujer ha sido raptada y él ha jurado encontrarla con vida. El juez lo sabe, lo comprende y se aprovecha de su mutismo.

—De acuerdo —dice con pronunciada satisfacción—, ahora que los egos han dejado paso al sentido del deber, creo que pueden volver al trabajo.

Camille acabará por matarlo. Está seguro. Le llevará el tiempo que sea necesario, pero lo hará. Con sus propias manos.

El juez se vuelve hacia Le Guen y prepara una salida brillante.

—Por supuesto, señor comisario —dice con voz estudiada—, manténgame informado al detalle.

—Hay dos tareas urgentes —explica Camille a su equipo—. La primera, hacer un retrato de ese Trarieux, alcanzar a comprender su vida. Ahí podríamos encontrar el rastro de esa chica y tal vez su identidad. Ese es el primer problema: todavía no sabemos nada acerca de ella, ni quién es ni, lo más importante, por qué la raptó. Eso nos lleva a la segunda tarea: el único hilo del que podemos tirar son los contactos que figuran en el teléfono de Trarieux y en el ordenador de su hijo, que sabemos que utilizó. A priori son cosas antiguas, de hace varias semanas si confiamos en los historiales, pero es todo cuanto tenemos.

Apenas nada. Por el momento, las únicas certezas que tienen son alarmantes. Nadie puede decir qué tenía intención de hacer Trarieux con la chica para haberla encerrado en esa jaula colgante, pero, una vez muerto, no cabe la menor duda de que a ella no le queda mucho tiempo de vida. Nadie pone nombre a la naturaleza del peligro, se llama deshidratación, se llama inanición, y saben que es una muerte dolorosa, interminable. Sin contar las ratas. Marsan es el primero en intervenir. Es el técnico que servirá de intermediario entre la brigada de Verhoeven y los equipos técnicos que intervienen en el caso.

—Incluso si la encontramos con vida —dice—, la deshidratación puede haber provocado secuelas neurológicas irreversibles. Quizá esté en estado vegetativo.

No se anda con rodeos. «Tiene razón —piensa Camille—. Yo no me atrevo a decirlo porque tengo miedo, y con miedo no encontraré a la chica». Resopla.

—¿Y la furgoneta? —pregunta.

—Anoche la examinaron a fondo —responde Marsan consultando sus notas—. Se han encontrado cabellos y rastros de sangre, así que tenemos el ADN de la víctima, pero seguimos sin conocer su identidad porque no está fichada.

—¿Y el retrato robot?

Trarieux llevaba, en un bolsillo interior, una foto de su hijo tomada en una feria. Está acompañado por una chica a la que abraza por el cuello, pero la foto está manchada de sangre y además, se ve a mucha distancia. Es una muchacha rolliza y no están seguros de que se trate de la misma persona. Las fotos guardadas en el móvil son más prometedoras.

—Deberíamos poder obtener una imagen clara —dice Marsan—. Es un teléfono de gama baja, pero hay buenos encuadres del rostro, desde diversos ángulos, prácticamente todo cuanto necesitamos. Tendrá los resultados esta tarde.

El análisis del lugar en que se halla la víctima es importante, pero las fotografías muestran primeros planos o planos muy cerrados, y se aprecian muy pocos detalles del local donde está encerrada la joven. Los técnicos las han escaneado, medido, analizado, proyectado, investigado…

—Seguimos sin identificar de qué tipo de edificio se trata —comenta Marsan—. En función de la hora a la que fueron tomadas las fotografías y de la calidad de la luz, estamos seguros de que está orientado al noreste, algo muy habitual. Las fotos no ofrecen perspectiva ni profundidad, así que es imposible evaluar las dimensiones de la sala. La luz cae desde arriba, así que calculamos que el techo debe de estar a unos cuatro metros, tal vez más. El suelo es de hormigón, y sin duda hay escapes de agua. Todas las fotos están tomadas con luz natural, y existe la posibilidad de que no haya electricidad. Por lo que respecta al material utilizado por el secuestrador y basándonos en lo poco que puede verse, no hay nada notable. La jaula es de madera corriente sin desbastar y está atornillada, el aro de acero inoxidable que la sostiene es estándar, así como la cuerda, de cáñamo clásico, nada singular. Las ratas, a priori, no son animales de cría. Así que deducimos que se trata de un edificio vacío, abandonado.

—La fecha y la hora confirman que Trarieux la visitaba al menos dos veces al día —dice Camille—. Por lo tanto, el perímetro de búsqueda se limita a los alrededores de París.

A su alrededor, los demás hombres asienten con la cabeza y aprueban, y Camille se da cuenta de que todos sabían ya lo que acaba de decir. En ese instante se imagina en su casa con Doudouche. Ya no le apetece encargarse del caso, tendría que haber cedido el relevo al regreso de Morel. Cierra los ojos. Recobra el dominio de sí mismo.

Louis propone que Armand se ocupe de redactar una somera descripción del lugar sobre la base de los elementos de que disponen y que se distribuya en todo Île-de-France insistiendo en el carácter urgente. Camille está de acuerdo, por supuesto. No se hacen ilusiones. La información es tan sucinta que podría aplicarse a tres de cada cinco edificios, y según ha averiguado Armand en las prefecturas, en la región parisina hay sesenta y cuatro lugares calificados como «terrenos industriales abandonados», sin contar varios cientos de edificios y de locales diversos vacíos.

—¿Informamos a la prensa? —pregunta Camille mirando a Le Guen.

—¿Bromeas?

Louis ha tomado el pasillo hacia la salida, pero regresa, preocupado, sobre sus pasos.

—A pesar de todo… —le dice a Camille—, la idea de construir un antiguo instrumento de tortura no encaja con lo que sabemos de Trarieux, ¿no os parece? ¿No requiere demasiados conocimientos para alguien como él?

—No, Louis, eres tú quien tiene demasiados conocimientos para Trarieux. Ese hombre no ha construido un antiguo instrumento de tortura. Eso es una referencia tuya, una impagable referencia histórica que demuestra que eres un hombre cultivado. Él ha construido simplemente una jaula. Y es demasiado pequeña.

Le Guen, retrepado en su sillón de director, cierra los ojos mientras escucha a Camille y parece que duerma. Es su manera de concentrarse.

—Jean-Pierre Trarieux —dice Camille—, nacido el 11 de octubre de 1953, hace cincuenta y tres años. De formación profesional ajustador, empezó a trabajar en la empresa aeronáutica Sud Aviation en 1970 y fue despedido por causas económicas en 1997. Dos años de paro y encuentra trabajo en el servicio de mantenimiento del hospital René-Pontibiau, lo despiden y vuelve al paro. En 2002 obtiene el puesto de vigilante de la zona industrial abandonada. Deja su apartamento y se instala a vivir allí.

—¿Violento?

—Brutal. Su historial está plagado de peleas y toda clase de enfrentamientos, uno de esos tipos que enseguida pasan a las manos. Al menos eso es lo que debe de pensar su exesposa, Roseline. Se casó con ella en 1970. Tuvieron un hijo, Pascal, nacido ese mismo año. En este punto la cosa se pone interesante, volveré sobre ello.

—No —lo interrumpe Le Guen—, explícamelo ahora.

—El hijo desapareció en julio del año pasado.

—Cuenta.

—Todavía no tengo todos los datos pero, grosso modo, el tal Pascal fracasó en casi todo: escuela, instituto, formación profesional, prácticas, trabajo… En cuestión de fracasos, hizo el pleno. Trabajó de peón, de mozo de carga, ese tipo de empleos. Inestable. En 2000, el padre consigue que lo contraten en el hospital donde trabaja. Solidaridad obrera, se hacen compañeros y los despiden al año siguiente. Cuando el padre obtiene el puesto de vigilante en 2002, el hijo se instala con él. Otra precisión, el tal Pascal ¡tiene treinta y seis años! Vimos su habitación en el apartamento del padre. Consola de videojuegos, pósteres de fútbol y páginas porno en internet. Con la excepción de las decenas de latas de cerveza vacías debajo de la cama, parecía la habitación de un adolescente. Si se tratara de una novela, el autor lo habría descrito seguramente como un «eterno adolescente». En julio de 2006, el padre denuncia la desaparición de su hijo.

—¿Se investigó?

—A medias. El padre se inquieta. La policía, a la vista de las circunstancias, echa balones fuera. El hijo ha huido con una chica llevándose su ropa, sus cosas y el saldo de la cuenta bancaria de su padre, seiscientos veintitrés euros, ya ves el cuadro… Como se trata de la huida voluntaria de una persona mayor de edad, remiten al padre a la prefectura. Rastrean la región sin dar con él. En marzo, amplían la búsqueda al ámbito nacional. Nada. Trarieux pone el grito en el cielo, quiere que le den una respuesta. A principios de agosto, un año después de la desaparición de su hijo, le entregan un «certificado de búsqueda en vano». A día de hoy, el hijo sigue en paradero desconocido. Supongo que dará señales de vida cuando se entere de la muerte de su padre.

—¿Y la madre?

—Trarieux se divorció en 1984. Para ser exactos, fue su mujer quien se divorció por malos tratos, agresión y alcoholismo. El hijo se quedó con el padre. Al parecer se llevaban bien. Al menos hasta que Pascal decidió largarse. La madre volvió a casarse y vive en Orléans. Ahora es la señora de… —consulta su cuaderno de notas, pero no encuentra el dato—, no importa, qué más da, ya he ordenado que la fueran a buscar y la traen de camino.

—¿Algo más?

—Sí, Trarieux utilizaba un teléfono móvil de empresa. Su jefe quiere poder ponerse en contacto con él en cualquier momento, aunque esté en la otra punta del recinto. El análisis demuestra que apenas lo utilizaba, pues casi todas las llamadas que hacía eran a su jefe o por «necesidades del servicio», como suele decirse. Y, de repente, empezó a usarlo más a menudo. No mucho, pero era una novedad. Entre sus contactos aparecen inesperadamente una docena de destinatarios, gente a la que llama una, dos, tres veces…

—¿Y?

—Pues que esa repentina ola de llamadas comienza dos semanas después de que le entregaran el certificado de «búsqueda en vano» relativo a su hijo y se interrumpe tres semanas antes del secuestro de la chica.

Le Guen frunce el ceño. Camille llega a una conclusión:

—Trarieux consideró que la policía no hacía nada para resolver el caso y se puso a investigar por su cuenta.

—¿Crees que el hijo se largó con la chica de la jaula?

—Eso creo.

—Me dijiste que la chica de la foto estaba gorda, y la nuestra no lo está.

—Una chica gorda, una chica gorda… Tal vez haya perdido peso, qué sé yo. En cualquier caso, creo que es la misma. Pero quién sabe dónde puede estar el tal Pascal…

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