Alex

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Segunda parte » Capítulo 32

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Alex se aloja en el primer hotel que encontró, frente a la estación. No ha pegado ojo en toda la noche a causa del ruido de los trenes. Mientras, las ratas aguardan su turno para poblar sus sueños en cualquier otro hotel… La última vez, la rata gorda negra y rojiza medía cerca de un metro, había puesto sus bigotes y su hocico reluciente ante el rostro de Alex, sus ojos negros y brillantes la atravesaban de parte a parte y sus afilados dientes asomaban bajo el morro.

Al día siguiente da con lo que busca en las páginas del listín. Hotel du Pré Hardy. Por suerte, quedan habitaciones libres y a un precio asequible; es limpio, aunque quizá esté un poco alejado de cualquier sitio. La ciudad le gusta, ha estado paseando por sus calles como si estuviera de vacaciones y tiene una luz muy bonita.

Al llegar al hotel, sin embargo, está a punto de marcharse de inmediato.

La causa es la dueña del hotel, la señora Zanetti, «pero aquí todos me llaman Jacqueline». A Alex, de entrada, le disgusta esa inesperada y amistosa efusividad. «Y usted, ¿cómo se llama?». Y se ha visto obligada a responder.

—Laura.

—¿Laura…? —ha repetido la propietaria, fascinada—. ¡Pero si así se llama mi sobrina!

Alex no ve por qué eso le resulta tan curioso. Todo el mundo tiene un nombre: las propietarias de hoteles, sus sobrinas, las enfermeras, todo el mundo. Pero a la señora Zanetti parece sorprenderla sobremanera. Y eso es lo que ha incomodado a Alex, su manera tan espantosamente comercial de inventarse lazos con cualquiera. Es una mujer «relacional», y a medida que envejece refuerza su talento comunicativo con una pizca de impulso protector. Alex también encuentra irritante esa manera de querer ser amiga de una mitad del mundo y madre de la otra mitad.

Físicamente, es una mujer que fue bella y ha querido seguir siéndolo, y eso lo ha estropeado todo. A veces, el resultado de las operaciones estéticas soporta mal el paso del tiempo. En este caso es difícil saber lo que no funciona, da la impresión de que nada ocupa el lugar que le corresponde y de que el rostro, aunque siga tratando de parecer un rostro, huya ahora de toda exigencia de proporcionalidad. Es una especie de máscara excesivamente tensada con unos ojos de serpiente ahogados en sus órbitas, cientos de pequeñas arrugas que convergen hacia unos labios de un volumen asombroso y una frente tan tersa que las cejas parecen arqueadas a la fuerza. Los carrillos han retrocedido y penden a ambos lados de la cabeza, como unas patillas; el cabello, teñido de negro azabache, tiene un volumen pasmoso. Cuando la cabeza de bruja de esa mujer ha aparecido detrás del mostrador de la recepción, Alex ha tenido que reprimirse para no dar un salto hacia atrás. Enfrentarse a semejante monstruosidad nada más llegar anima a tomar decisiones rápidas, y aunque Alex ya había decidido acabar pronto en Toulouse y regresar, la dueña del hotel la invita a tomar una copa en su salón privado la primera noche.

—¿Le apetece charlar un rato conmigo?

El whisky es excelente y el salón agradable, decorado estilo años cincuenta, con un gran teléfono negro de baquelita y un tocadiscos Teppaz en el que hay un álbum de los Platters. Después de todo, es una mujer amable que le explica anécdotas divertidas de sus antiguos clientes. Además, Alex acaba por acostumbrarse a ese rostro. Lo olvida. Como también la señora Zanetti ha debido de olvidarlo, algo propio de todos los defectos: llega un momento en que ya solo los demás los perciben.

Luego descorchan una botella de Burdeos. «No sé qué me queda, pero si le apetece cenar…». Alex ha aceptado, por comodidad. La velada se alarga agradablemente, y se ve sometida a una batería de preguntas en cuyas respuestas miente razonablemente. La ventaja de esas conversaciones casuales es que no se está obligado a decir la verdad, pues lo que se dice no tiene importancia para nadie. Cuando se levanta del sofá para dirigirse a su habitación, es más de la una de la madrugada. Se despiden con un beso en la mejilla y se dicen que han pasado una velada maravillosa, lo cual es a la vez verdad y mentira. En cualquier caso, el tiempo ha pasado sin que Alex se diera cuenta. Se acuesta más tarde de lo que había previsto, abatida por el cansancio, y se reencuentra con sus pesadillas.

Al día siguiente da un paseo por las librerías y, para finalizar la jornada, se regala una siesta inesperada de una profundidad casi dolorosa.

El hotel «dispone de veinticuatro habitaciones y fue renovado enteramente hace cuatro años», ha dicho Jacqueline Zanetti. «Llámeme Jacqueline, sí, sí, insisto». La habitación de Alex está en la segunda planta, así que se cruza con pocos clientes aunque sí oye los ruidos de unos y otros, pues la renovación no incluyó la insonorización. Por la noche, en el momento en que Alex trata de salir discretamente a la calle, Jacqueline aparece detrás del mostrador de recepción. Imposible negarse a una copa, imposible. Jacqueline está más en forma que nunca, centelleante, ríe, sonríe y gesticula mientras va de un lado a otro sirviéndole generosamente aperitivos. Hacia las diez de la noche, al tercer whisky, muestra por fin sus cartas:

—¿Vamos a bailar…?

El entusiasmo de la propuesta debería provocar una adhesión inmediata, salvo que a Alex, el baile… Además, esos sitios la dejan perpleja.

—¡Oh, no, en absoluto! —jura Jacqueline, fingiéndose exageradamente ofendida—. Vamos solo a bailar, ¡se lo aseguro!

Como si realmente creyera en lo que dice.

Alex se hizo enfermera a instancias de su madre, pero en el fondo es enfermera vocacional. Le gusta hacer el bien, y puesto que Jacqueline se ha tomado realmente muchas molestias para escenificar su propuesta, acaba por ceder. Mientras le sirve unas brochetas, le explica que el local es muy divertido, que se puede ir a bailar dos veces por semana y que siempre le ha gustado. «Bueno —reconoce haciendo melindres—, y también es un sitio de encuentros».

Alex sorbe su Burdeos, ni siquiera se ha dado cuenta del tiempo que llevan sentadas a la mesa y ya son las diez y media. «Así pues, ¿nos vamos?».

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