Alex

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Segunda parte » Capítulo 36

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Alex comprueba que el sufrimiento en la jaula la ha trastornado, que vive en la estela de ese hecho. El miedo a morir de aquella manera, las ratas…, siente escalofríos con solo pensarlo y, de golpe, pierde el norte. No logra mantener el equilibrio, seguir en pie. Su cuerpo está fatigado, fulgurantes contracciones musculares la despiertan por la noche, como la huella de un dolor que se negara a desaparecer. En el tren, en plena noche, lanza un grito. Suele decirse que, para que podamos sobrevivir, el cerebro desecha los malos recuerdos para conservar solo los buenos. Aunque es posible, eso debe de llevar tiempo, porque en cuanto cierra los ojos mucho rato Alex revive su terror hasta en las entrañas, esas putas ratas…

Sale de la estación, atolondrada, es casi mediodía. En el tren ha acabado por dormirse, y hallarse en la acera en medio de París es como salir de una pesadilla.

Arrastra su maleta con ruedas bajo un cielo uniformemente gris. En la rue Monge, un hotel, una habitación libre que da al patio, con un leve olor a tabaco. Se desnuda de inmediato y se mete bajo el agua hirviendo de la ducha, luego tibia, luego fría, y se cubre con el inevitable albornoz blanco de rizo que transforma los hoteles sin gloria en los palacios del pobre. Con el cabello mojado, anquilosada, hambrienta, se contempla de cuerpo entero en el espejo. Lo único que realmente le gusta son sus pechos. Cuando se seca el cabello, se los mira. Sus senos crecieron muy tarde, ya no los esperaba, aparecieron de repente, ¿a los trece años?, quizá más tarde, a los catorce. Antes, lo que oía siempre en el colegio era «lisa como una tabla de planchar». Sus amigas lucían escote desde hacía años, vestían camisetas ajustadas y algunas tenían unos pezones puntiagudos que parecían de titanio, mientras que ella, nada. También la llamaban «pala de pan», aunque nunca supo qué era exactamente una pala de pan, nadie lo sabía, salvo que eso servía para denunciar su pecho plano a ojos del mundo entero.

Y el resto llegó aún más tarde, cuando ya iba al instituto. A los quince años todo se puso en su sitio, perfectamente, los pechos, la sonrisa, las nalgas, los ojos, la silueta entera, los andares. Antes Alex era francamente fea, con eso que púdicamente se da en llamar un físico poco agraciado, un cuerpo que no se decidía a existir, una especie de intermedio, que no sugería nada, sin gracia, sin personalidad, solo se veía que era una chica, nada más. Incluso su madre se refería a ella llamándola «mi pobre hija» y, aunque pareciera preocupada, de hecho veía en ese físico poco agraciado la confirmación de cuanto pensaba acerca de Alex. Que no valía para nada. Cuando Alex se maquilló por primera vez, su madre se echó a reír sin decir una palabra, nada. Alex corrió al baño, se lavó la cara, se miró al espejo y sintió vergüenza. Cuando volvió a bajar, su madre siguió sin abrir la boca. Solo una sonrisa irónica, muy discreta, que valía por todos los calificativos. Y luego, cuando empezó la verdadera transformación, su madre fingió no darse cuenta.

Hoy, todo eso queda muy lejos.

Se pone las bragas y el sujetador y rebusca en su maleta, le es imposible recordar qué hizo de ella. No la ha perdido, no, seguro que no, está segura de que la encontrará, revuelve su maleta y esparce el contenido sobre la cama, hurga en los bolsillos laterales, trata de recordar, se ve en la acera, ¿qué llevaba aquella noche?, entonces lo recuerda y hunde la mano entre su ropa en busca de un bolsillo.

—¡Aquí está!

Es una victoria incontestable.

—Eres una mujer libre.

La tarjeta está un poco arrugada, descantillada, ya lo estaba cuando se la dio, con un profundo doblez que la atraviesa. El tiempo de marcar el número. Con la mirada fija en la tarjeta, dice:

—Hola, buenos días, ¿Félix Manière?

—Sí, ¿de parte de quién?

—Hola, soy…

¿Qué nombre le dijo?

—¿Julia? ¿Eres Julia?

Lo ha dicho casi en un grito. Alex respira, sonríe.

—Sí, soy Julia.

Su voz parece lejana.

—¿Estás conduciendo? —pregunta ella—. ¿Te molesto?

—No, sí, vamos, no…

Está realmente contento de oírla. Ha perdido los papeles.

—¿Que sí o que no? —pregunta Alex riendo.

Encaja el golpe, pero es buen jugador.

—Para ti siempre es que sí.

Alex deja pasar unos segundos, el tiempo de apreciar la réplica, de saborear lo que significa esa respuesta.

—Eres muy amable.

—¿Dónde estás? ¿En tu casa?

Alex se sienta en la cama y mueve las piernas.

—Sí, ¿y tú?

—En el trabajo…

El breve silencio que sigue provoca entre ellos cierto titubeo, uno y otro aguardan a que el otro continúe. Alex está muy segura de sí misma. Eso no falla.

—Me alegro de que me hayas llamado, Julia —dice por fin Félix—. Me hace muy feliz.

Y que lo digas. Alex lo ve aún con más claridad ahora que oye su voz, ese físico de hombre derrotado por el esfuerzo y en quien la edad empieza a causar los primeros estragos, esa silueta paticorta y ese rostro… Se turba solo con pensar en ese rostro, en el efecto que le producen sus ojos vagamente tristes, idos.

—¿Y qué haces en el trabajo?

Alex se tiende sobre la cama, de cara a la ventana abierta.

—Estoy haciendo las cuentas de la semana, porque mañana me marcho y si no lo dejo todo listo, después no me acordaré, ya sabes…

Se detiene en seco. Alex sigue sonriendo. Es divertido, no tiene más que levantar una ceja o callarse para detenerlo o ponerlo en marcha. Si estuviera frente a él, le bastaría con sonreír de una determinada manera, mirarlo volviendo ligeramente la cabeza para que interrumpiera su frase o la acabara de otro modo. Y eso es lo que acaba de hacer. Ha dejado de hablar y él se ha detenido, ha sentido que no era la respuesta correcta.

—Bueno, qué más da —dice—. Y tú, ¿qué haces?

La primera vez, al salir del restaurante, ella quiso darle la impresión de que sabía provocar a los hombres. Conoce la fórmula. Sus andares indolentes, la manera de dejar caer los hombros, la cabeza ladeada y los ojos muy abiertos, casi inocentes, los labios derritiéndose ante su ávida mirada… Aquella noche, en la acera, recuerda a Félix azorado ante la idea de poseerla. Transpiraba deseo por todos los poros de su cuerpo. Así que no le es difícil.

—Estoy tumbada —dice Alex—. En mi cama.

No ha exagerado, no ha utilizado una voz grave y aterciopelada, no le ha dado detalles inútiles, solo lo necesario para sembrar la duda, la turbación. Por el tono, es pura información; por el contenido, un pozo sin fondo. Silencio. A ella le parece oír la avalancha neuronal que se ha desencadenado en la mente de Félix. Incapaz de dar con una palabra, se ríe tontamente, y como ella no reacciona, sino que, al contrario, añade a su silencio toda la tensión de la que es capaz, la risa de Félix se ahoga y se apaga:

—En tu cama…

Félix ha salido de sí mismo. En ese instante acaba de fundirse con su teléfono móvil, con las ondas que se propagan a través de la ciudad, hacia ella, es el aire que ella respira y que hincha lentamente su vientre firme coronado por esas diminutas braguitas blancas, que imagina tan pequeñas, es esas mismas braguitas, es la tela de esas braguitas, es la atmósfera de la habitación, las micropartículas de polvo que la rodean y la bañan, no puede decir nada más, es incapaz de hacerlo. Alex sonríe dulcemente. Él la oye.

—¿Por qué sonríes?

—Porque me haces reír, Félix.

¿Ya lo ha llamado por su nombre?

—Ah…

No sabe muy bien cómo tomárselo.

—¿Qué haces esta noche? —encadena Alex.

Él trata de tragar saliva por dos veces.

—Nada…

—¿Me invitas a cenar?

—¿Esta noche?

—Bueno —dice Alex—, si no he llamado en buen momento, lo siento…

Y su sonrisa se ensancha al oír el torrente de excusas, justificaciones, promesas, explicaciones, detalles, razones y motivos a lo largo del cual ella consulta su reloj, son las siete y media, y lo interrumpe con tres palabras:

—¿A las ocho?

—¡Sí, a las ocho!

—¿Dónde?

Alex cierra los ojos. Cruza las piernas sobre la cama, ha sido verdaderamente fácil. Félix necesita más de un minuto para proponer un restaurante. Ella se inclina hacia la mesilla de noche y apunta la dirección.

—Está muy bien —asegura él—. Vamos, está bien… Ya verás. Y si no te gusta, podemos ir a otro sitio.

—Si está bien, ¿por qué tendríamos que ir a otro sitio?

—Es… cuestión de gustos…

—Precisamente, Félix, me interesa descubrir qué te gusta.

Alex cuelga y se despereza como una gata.

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