Alex

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Segunda parte » Capítulo 50

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El establecimiento está patas arriba. Accesos bloqueados, el aparcamiento acordonado, faros, vehículos y uniformes. A los clientes les parece una serie de televisión, salvo que no es de noche. Y en las series, esas cosas suceden a menudo por la noche. Son las siete de la mañana, el momento en que todo se pone de nuevo en marcha, las salidas, la agitación es incontenible. Desde hace una hora el director se desespera por sus clientes, se deshace en excusas y asegura lo que haga falta a derecha e izquierda, aunque nadie sabe qué debe de estar prometiendo.

Cuando llegan Camille y Louis, el director del hotel los está esperando en la entrada. En cuanto se hace una idea de la situación, Louis se adelanta a su jefe, está acostumbrado a hacerlo y prefiere ser él quien hable primero con el director. En ese tipo de circunstancias, dejar hablar a Camille puede desencadenar una guerra civil al cabo de media hora.

Louis, amable y comprensivo, aleja al director y despeja el paso. Camille sigue a un agente de la comisaría local que ha sido el primero en llegar.

—He reconocido de inmediato a la chica del aviso de búsqueda.

Espera en vano ser felicitado, ese policía canijo es cualquier cosa menos amable, camina deprisa y parece concentrado en sí mismo, absorto. Rechaza tomar el ascensor y suben a pie por la escalera de hormigón que nadie utiliza y que resuena como una catedral.

A pesar de todo, el agente añade:

—No hemos permitido que entrara nadie, esperando a que llegara usted.

Suceden cosas curiosas. Como se ha prohibido la entrada en la habitación a la espera de los técnicos de identificación y Louis se ha quedado en la planta baja para calmar al director, Camille entra solo, como si fuera un familiar, como si acudiera a velar a un allegado, y por pudor, respetaran su intimidad y lo dejaran unos minutos a solas junto al cadáver.

En los lugares carentes de grandeza, la muerte siempre es un hecho trivial que esa joven no ha logrado eludir. Su cuerpo se ha enroscado y las convulsiones han hecho que la sábana se enredara aún más, como el cadáver de una egipcia que va a ser momificada. Su mano pende fuera de la cama, lánguida, terriblemente humana y femenina. La mirada, fija, se pierde hacia el techo. Tiene heridas en el rostro y restos de vómito que rebosan por la comisura de sus labios. El conjunto forma una imagen muy dolorosa.

En la habitación se siente la presencia de un misterio, de la muerte. Camille permanece en la entrada. Está acostumbrado a los cadáveres, en sus veinticinco años de carrera ha visto muchos, quizá un número equivalente a los habitantes de un pueblo, un día tendría que contarlos. Hay cadáveres que lo impresionan y otros que no le causan ninguna sensación. El inconsciente se ocupa de seleccionarlos. Y ese cadáver le duele, no sabe por qué. Lo hace sufrir.

Primero ha pensado que, indiscutiblemente, siempre llega tarde. Irène está muerta a causa de su tardanza, no tuvo los suficientes reflejos, se obcecó, no llegó a tiempo y ella ya estaba muerta. Pero no, ahora, en esa habitación, sabe que no es cierto, que la historia no se ha repetido, que nadie puede ocupar el lugar de Irène. Sobre todo porque Irène era una mujer inocente y esa chica no lo es.

Sin embargo, su inquietud es patente. Es incapaz de explicarlo.

Siente, sabe que hay algo que se le escapa. Tal vez incluso desde el principio. Y esa chica se ha llevado sus secretos consigo. A Camille le gustaría poder aproximarse, mirarla de cerca, inclinarse sobre su cuerpo, comprender.

La ha perseguido mientras estaba viva, la ve muerta y sigue sin saber nada acerca de ella. ¿Cuántos años tiene? ¿De dónde procede?

¿Cómo se llama en realidad?

Junto a él, sobre la silla, está el bolso. Saca unos guantes de látex de su bolsillo y se los pone. Coge el bolso, lo abre y encuentra el documento de identidad. La cantidad de cosas que puede llegar a haber en el bolso de una chica es increíble.

Treinta años. Los muertos nunca se parecen a los vivos que fueron. Mira la foto del documento y luego a la joven muerta, sobre la cama. Ninguno de los rostros se parece a los innumerables retratos que de ella ha hecho a lo largo de las últimas semanas partiendo del retrato robot. De repente, el rostro de esa mujer es inaprensible. ¿Cuál es el verdadero? ¿El del documento de identidad, ya antiguo? En esa fotografía debe de tener unos veinte años, el peinado está pasado de moda, no sonríe y mira hacia el frente con pose poco natural. ¿O es el retrato robot de la asesina en serie, frío, fijo, amenazador y reproducido en miles de copias? ¿O tal vez lo sea el rostro inerte de la joven muerta allí tendida, cuyo cuerpo está habitado por dolores incomunicables?

A Camille le parece extrañamente parecida a La víctima, de Fernand Pelez; el turbador efecto que produce la muerte cuando se abate sobre un cuerpo.

Fascinado por aquel rostro, Camille ha olvidado que aún ignora cómo llamarla. Vuelve a estudiar el documento de identidad.

Alex Prévost.

Camille se repite ese nombre.

Alex.

Nada de Laura, ni Nathalie, ni Léa ni Emma.

Es Alex.

Es… Era.

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