Alex

Alex


Primera parte » Capítulo 3

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La despierta el frío. Y las contusiones, porque el trayecto ha sido largo. Atada, no ha podido hacer nada para evitar que su cuerpo rodara y golpeara contra las paredes del vehículo. Posteriormente, cuando la furgoneta por fin se ha detenido, el hombre ha abierto la puerta y la ha metido en lo que parecía un saco de plástico, lo ha atado y luego se lo ha cargado al hombro. Es espantoso verse reducida a ser un simple bulto, y espantoso también pensar que se está a merced de un hombre que puede llevarla así, colgada de un hombro. Es fácil imaginar de qué puede llegar a ser capaz.

No ha tenido ningún cuidado al dejarla en el suelo ni al arrastrar el saco, ni siquiera al bajarla por unas escaleras. El filo de los peldaños le ha magullado las costillas, y al no poder protegerse la cabeza, Alex ha gritado, pero el hombre ha seguido su camino. Al golpearse la cabeza por segunda vez, en la nuca, se ha desvanecido.

Es imposible saber cuánto tiempo hace de ello.

Ahora no se oye ningún ruido y siente un frío terrible en los hombros y los brazos. Y tiene los pies helados. La cinta adhesiva está tan apretada que la sangre apenas circula por sus venas. Abre los ojos. Al menos trata de hacerlo, porque el párpado izquierdo está pegado. Tampoco puede abrir la boca, cubierta con una cinta adhesiva ancha. Eso no lo recuerda. Tal vez se la haya puesto mientras estaba sin conocimiento.

Alex está tumbada en el suelo, de costado, con los brazos atados a la espalda y los pies uno contra otro. Le duele la cadera sobre la que descansa todo su peso. Recupera la conciencia con torpeza comatosa y siente dolor por todo el cuerpo, como si hubiera sufrido un accidente de automóvil. Trata de ver dónde está y, casi dislocándose la cadera, logra tumbarse boca arriba. El dolor de los hombros es insoportable. Su párpado por fin se ha despegado, pero el ojo no capta ninguna imagen. «He perdido el ojo», se dice Alex, asustada. Tras unos segundos, sin embargo, su ojo medio abierto le ofrece una imagen borrosa que parece llegar de un planeta situado a años luz.

Olfatea, se concentra y trata de razonar. Es una nave industrial o un almacén. Un gran espacio vacío, con una luz difusa que procede de arriba. El suelo es duro, húmedo, huele a lluvia sucia, a agua estancada, y por esa razón siente tanto frío: está encharcado.

El primer recuerdo que le vuelve a la cabeza es la imagen del hombre al agarrarla contra su cuerpo. Su olor agrio, intenso, a sudor animal. En los momentos trágicos, a menudo vienen a la mente pensamientos insignificantes: «Me ha arrancado cabellos» es lo primero que se le pasa por la cabeza. Imagina una amplia zona despoblada en su cráneo, un mechón arrancado, y se echa a llorar. De hecho, no es tanto esa imagen lo que la hace llorar como todo cuanto acaba de suceder, el cansancio, el dolor. Y el miedo. Llora, y le es difícil llorar así, con una cinta adhesiva que le mantiene la boca cerrada; se ahoga, comienza a toser, se atraganta y los ojos se le llenan de lágrimas. Las náuseas le revuelven el estómago. No puede vomitar. La boca se le llena de bilis y se ve obligada a tragársela. Le lleva mucho tiempo. Le repugna.

Alex se esfuerza por respirar, por comprender y analizar. A pesar de lo desesperado de la situación, trata de recobrar la calma.

La sangre fría no siempre basta, pero sin ella se está condenado a la desesperación. Alex trata de serenarse, de ralentizar su ritmo cardíaco. Intenta comprender lo que acaba de sucederle, qué hace en ese lugar, por qué está ahí.

Reflexiona. Siente dolor, pero lo que más la incomoda es su vejiga, comprimida, llena. Nunca ha tenido mucha resistencia para eso. Tomar la decisión de orinarse encima apenas le lleva veinte segundos. No lo considera un fracaso, puesto que es ella misma quien ha decidido hacerlo. De otro modo, habría sufrido un largo rato, se hubiera retorcido tal vez durante horas y hubiera acabado por llegar al mismo resultado. A la vista de la situación, tiene otras cosas que temer y las ganas de orinar son un obstáculo inútil. Sin embargo, no había pensado en que unos minutos después sentiría aún más frío. Alex tiembla y no sabe por qué, si de frío o de miedo. La asaltan de nuevo dos imágenes: el hombre en el metro que le sonríe desde el fondo del vagón y su rostro mientras la agarra contra él, justo antes de lanzarla al interior de la furgoneta. Se ha hecho mucho daño al aterrizar dentro de ella.

Súbitamente, a lo lejos, se oye un portazo metálico que resuena. Alex deja de llorar de inmediato, al acecho, tensa, a punto de desmoronarse. Luego, dándose impulso, se vuelve a tender de lado y cierra los ojos dispuesta a encajar el primer golpe, porque está segura de que le va a dar una paliza, para eso la ha raptado. Alex no respira. Oye a lo lejos los pasos tranquilos y pesados del hombre, acercándose. Finalmente se detiene ante ella. Entre sus pestañas, Alex alcanza a distinguir los zapatos, enormes y bien lustrados. La observa desde arriba, sin decir palabra, y se queda así un buen rato, como si vigilara su sueño. Ella se decide por fin, abre los ojos completamente y alza la vista hacia él. Tiene las manos a la espalda, la cabeza ladeada y no manifiesta intención alguna, solo está inclinado sobre ella como sobre… una cosa. Vista desde abajo, su cabeza es impresionante, sus cejas negras y abundantes arrojan sombras en su rostro y enmascaran en parte sus ojos. Pero sobre todo destaca su frente desmedida, más ancha que el resto de la cara y que le confiere un aspecto de retrasado, primitivo. Cabezudo. Busca la palabra exacta. No da con ella.

Alex quisiera decir algo. La cinta adhesiva se lo impide. De todas formas, lo único que le saldría sería: «Se lo suplico…». Piensa en qué le dirá si le quita la mordaza. Le gustaría dar con otra cosa que no fuera una súplica, pero no se le ocurre nada, nada en absoluto, ni una pregunta, ni una petición, solo ese ruego. Las palabras no le vienen a la cabeza, su mente se ha bloqueado. Solo, confusamente, sabe que la ha raptado, atado y arrojado al suelo, y se pregunta qué va a hacer con ella.

Alex llora, no puede evitarlo. El hombre se aleja sin decir palabra. Se dirige a un rincón de la sala. Con un gesto amplio aparta una lona, pero a Alex le es imposible ver lo que hay debajo. Y continuamente esa plegaria mágica, irracional: «Haz que no me mate».

El hombre está de espaldas, inclinado, y arrastra con ambas manos un objeto pesado, tal vez una caja, que chirría sobre el suelo de cemento. Viste unos pantalones de tela gris oscuro y un jersey a rayas, holgado y deformado, que parece que tenga desde hace muchos años.

Tras moverla unos metros atrás, deja de arrastrarla, alza la vista hacia el techo como si observara algo y se detiene con las manos apoyadas en las caderas, como si se preguntara cómo proceder a continuación. Y finalmente se vuelve y la mira. Se aproxima a ella, se agacha, apoya una rodilla junto a su rostro, extiende el brazo y, con un golpe seco, corta la cinta que le ata los tobillos. Luego su manaza agarra el extremo de la cinta adhesiva que le cubre la boca y tira con brutalidad desde la comisura de los labios. Alex chilla de dolor. A él le basta una mano para ponerla en pie. Alex no pesa mucho, pero, de todas formas, no deja de estremecerla que sea capaz de hacerlo con una sola mano. Es presa de un aturdimiento que invade todo su cuerpo. Al erguirse la sangre le sube a la cabeza y se tambalea de nuevo. Su frente llega a la altura del pecho del hombre. La agarra por un hombro, con fuerza, y la obliga a volverse. Sin tiempo de decir palabra, le corta las ataduras de las muñecas con un movimiento rápido y certero.

Alex reúne todo su valor, ni siquiera piensa, y pronuncia las palabras que le vienen a la mente:

—Se lo… su… suplico…

No reconoce su propia voz. Y además tartamudea como de niña, como de adolescente.

Se hallan frente a frente, es el momento de la verdad. Alex está tan aterrorizada ante la idea de lo que podría llegar a hacerle que súbitamente siente deseos de morir, de inmediato, sin exigir nada, de que la mate en ese preciso instante. Lo que más la horroriza es esa espera en la que su imaginación se desboca, cuando piensa en lo que podría hacerle, cierra los ojos y ve su cuerpo como si ya no le perteneciera, un cuerpo tendido en la posición exacta en la que estaba hace un momento, cubierto de heridas y sangrando abundantemente, que sufre, y es como si ya no fuera suyo. Se ve a sí misma muerta.

Se mezclan el frío y el olor a orines, la vergüenza y el miedo. «¿Qué va a pasar? Por favor, que no me mate, haz que no me mate».

—Desnúdate —dice el hombre.

Tiene una voz grave, firme. Como su orden. Alex abre la boca, pero sin tiempo siquiera de pronunciar una sílaba recibe un bofetón tan fuerte que sale despedida hacia un costado, da un paso y pierde el equilibrio, luego otro, cae al suelo y se golpea la cabeza. El hombre avanza lentamente hacia ella y la agarra del pelo. Es terriblemente doloroso. La alza y Alex siente que le va a arrancar la cabellera del cráneo. Con ambas manos, se aferra a la de él y trata de retenerla. Sus piernas, a pesar de todo, recuperan la fuerza y Alex se pone en pie. Cuando le propina una segunda bofetada aún la mantiene agarrada por el cabello, su cuerpo solo se sobresalta y su cabeza da un cuarto de vuelta. Resuena terriblemente y ella apenas siente nada, transida de dolor.

—Desnúdate —repite el hombre—. Del todo.

Y la suelta. Alex da un paso, aturdida, trata de sostenerse, cae de rodillas, contiene un gemido de dolor. Él avanza e inclina sobre ella su cara enorme, su pesada cabeza de cráneo desmesurado, sus ojos grises…

—¿Me has entendido?

Y aguarda la respuesta. Levanta una mano abierta, y Alex se precipita y dice «sí» varias veces, «sí, sí, sí». Se pone en pie de inmediato, hará lo que sea para que no vuelva a pegarle. Enseguida, para que comprenda que está enteramente dispuesta a obedecerlo, se quita la camiseta, se arranca el sujetador y se desabotona precipitadamente los vaqueros como si su ropa ardiera de repente, quiere desnudarse cuanto antes para que no vuelva a pegarle. Alex se retuerce, se desprende con rapidez de todo cuanto lleva, todo, todo, y se queda de pie, con los brazos pegados al cuerpo. Y es en ese instante cuando comprende todo lo que acaba de perder y no recuperará nunca. Su derrota es absoluta, al desnudarse tan deprisa ha claudicado, ha dicho sí a todo. En cierto sentido, Alex acaba de morir. Recupera sensaciones muy lejanas, como si estuviera fuera de su propio cuerpo. Tal vez por ello halla la energía para preguntar:

—¿Qué… qué quiere?

Es cierto que apenas tiene labios. Incluso cuando sonríe, esa mueca es cualquier cosa menos una sonrisa. En ese instante es la expresión de un interrogante.

—¿Qué puedes ofrecerme, puta?

Ha intentado teñir sus palabras de libidinosidad, como si en verdad tratara de seducirla. Para Alex, esas palabras tienen sentido. Esas palabras tienen sentido para todas las mujeres. Traga saliva y piensa: «No va a matarme». Su cerebro se aferra a esa certeza y la abraza con fuerza para impedir que se diluya en contradicciones. Algo dentro de ella le dice que la matará de todas formas, después, pero su cerebro se aferra con más y más fuerza.

—Puede fo… follarme —dice ella.

No, no es eso, se da cuenta, no es de esa manera…

—Puede vi… violarme —añade—. Puede hacer… lo que quiera…

La sonrisa del hombre se ha helado. Da un paso atrás, se distancia para observarla de la cabeza a los pies. Alex extiende los brazos, quiere mostrarse abierta, abandonada, quiere mostrar que ha claudicado a la voluntad, que se entrega a él, que le pertenece, ganar tiempo, solo tiempo. En esas circunstancias, el tiempo es vida.

El hombre la contempla con detenimiento, su mirada la recorre con lentitud y acaba posándose en su sexo. Ella permanece inmóvil y él inclina ligeramente la cabeza, intrigado. Alex siente vergüenza de lo que es, de mostrárselo. Y si ella no le gusta, si no le basta lo poco que puede ofrecerle, ¿qué hará? El hombre ladea la cabeza en un gesto de decepción, de desengaño, no, no le gusta. Y para darlo a entender más claramente tiende la mano, agarra el pezón derecho de Alex entre el pulgar y el índice y lo retuerce tan rápidamente y con tanta fuerza que la joven se arquea de dolor y grita.

La suelta. Alex se sostiene el pecho con los ojos desorbitados, sin aliento, se balancea sobre uno y otro pie, el dolor la ha cegado. Aunque trate de contenerlas, las lágrimas brotan al preguntarle:

—¿Qué me va… a hacer?

El hombre sonríe, como si quisiera recalcarle una evidencia:

—Voy a mirar cómo revientas, puta.

Luego se aparta a un lado, como un actor.

Entonces lo ve. Detrás de él, en el suelo: un taladro eléctrico y una caja de madera, no muy grande, del tamaño de un cadáver.

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