Alex

Alex


Primera parte » Capítulo 9

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La primera vez que él regresa, el corazón de Alex da un brinco. Lo oye, pero no puede volverse para mirarlo. Sus pasos son pesados y lentos, y resuenan como una amenaza. En el transcurso de cada una de las horas precedentes, Alex ha anticipado ese retorno y se ha imaginado violada, golpeada y asesinada. Ha visto bajar la jaula, ha sentido al hombre agarrarla del hombro, sacarla, abofetearla, doblegarla, forzarla, penetrarla, hacerla gritar, matarla. Tal como ha prometido. «Voy a mirar cómo revientas, puta». Cuando alguien le dice algo así a una mujer es que quiere matarla, ¿no es cierto?

Pero aún no ha sucedido. Aún no la ha tocado, tal vez quiere disfrutar primero de la espera. Encerrarla en una jaula significa que desea convertirla en un animal, envilecerla, domesticarla, enseñarle quién es el amo. Por eso la ha golpeado con tanta violencia. Esos pensamientos, más otros miles aún más terribles, le rondan la cabeza. Morir no es nada. Es peor aguardar la muerte.

Alex procura anotar mentalmente los momentos en que el hombre aparece, pero sus referencias se borran con rapidez. La madrugada, la mañana, la tarde y la noche constituyen un continuo en el tiempo en el que a su mente le cuesta cada vez más orientarse.

Cuando llega se detiene primero bajo la jaula, con las manos en los bolsillos, y la mira un buen rato. Luego deja su cazadora de piel en el suelo, baja la caja hasta la altura de sus ojos, saca el teléfono y le hace una foto. Después se instala unos metros más allá y deja todas sus cosas: una decena de botellas de agua, bolsas de plástico y la ropa de Alex, tirada en el suelo. Es un suplicio estar encerrada y ver aquello, casi al alcance de su mano. El hombre se sienta. No hace nada más, se limita a mirarla. Parece que espere algo, pero no dice qué.

Y luego ella no sabe qué hace que, bruscamente, se decida a irse de nuevo. En el último momento se pone en pie, se palmea los muslos como si se infundiera ánimos, vuelve a subir la jaula y, tras mirarla una vez más, se marcha.

No habla. Alex le ha hecho preguntas, no muchas porque no quiere encolerizarlo, pero solo ha respondido una vez. El resto del tiempo no dice nada, parece incluso que no piense en nada, solo la mira. Además, ya se lo ha dicho: «Voy a mirar cómo revientas».

La postura de Alex es a todas luces insoportable.

Le es imposible ponerse en pie, pues la jaula no es lo suficientemente alta. Tampoco es lo bastante larga para que pueda tumbarse ni lo suficientemente ancha para que pueda sentarse. Pasa las horas acurrucada, hecha un ovillo. Los dolores son ya inaguantables. Los músculos se le paralizan, las articulaciones parecen soldarse, su organismo está entumecido y bloqueado, además del frío que siente. Su cuerpo se ha agarrotado, y dado que no puede moverse, la circulación sanguínea se ha ralentizado y hace aún más dolorosa la tensión a la que está condenada. Ha recordado imágenes que se remontan a cuando estudiaba enfermería, descripciones de los músculos atrofiados, de las articulaciones heladas, esclerosadas, y por momentos le parece asistir al deterioro de su organismo como si fuera una radióloga que observa un cuerpo ajeno, y comprende que su mente se está dividiendo en dos, en la mujer que vive encerrada en una jaula y en otra que está libre, que vive en otro lugar, el inicio de la locura que la acecha y que será el resultado mecánico de esa postura infernal e inhumana.

Ha llorado hasta quedarse sin lágrimas. Duerme, aunque nunca por mucho tiempo porque la crispación muscular la despierta sin cesar. Esa noche ha sufrido los primeros calambres realmente dolorosos y se ha despertado aullando, presa de un envaramiento intolerable en la pierna. Ha golpeado con el pie contra las tablas para tratar de aliviarlo, tan fuerte como ha podido, como si quisiera destrozar la jaula. El espasmo ha remitido lentamente, pero sabe que no ha sido gracias a su esfuerzo y que los calambres, igual que han desaparecido, volverán a aparecer. Lo único que ha conseguido es que la jaula oscilara y, cuando lo hace, pasa mucho tiempo antes de que se estabilice de nuevo. Al cabo de un rato se siente mareada. Alex ha vivido horas interminables con el temor de que los calambres regresaran. Vigila cada parte de su cuerpo, pero cuantas más vueltas le da, más crece su sufrimiento.

Durante los raros momentos en que logra dormir, sueña que está en la cárcel, enterrada viva o ahogada, y si no le dan calambres, siente frío o angustia, la despiertan las pesadillas. Ahora, como solo se ha movido unos centímetros durante lo que cree decenas de horas, se sobresalta y sus miembros golpean violentamente contra las tablas, como si sus músculos imitaran el movimiento con espasmos reflejos contra los que nada puede hacer. Y grita.

Daría cualquier cosa por poder tumbarse, por tenderse aunque fuera solo una hora.

En una de sus primeras visitas, él ha hecho subir hasta la jaula una cesta de mimbre que se ha balanceado un buen rato antes de equilibrarse. Aunque no estaba muy lejos, Alex ha tenido que hacer acopio de voluntad y rasguñarse la mano al pasarla entre las tablas para lograr atrapar parte del contenido, una botella de agua y croquetas para animales. Para gato o para perro. Alex no ha tratado de averiguarlo y se las ha comido de inmediato. Y casi ha vaciado la botella, de un trago. Solo más tarde se ha preguntado si el hombre le habría echado algo dentro. Ha empezado a tiritar de nuevo, pero le es imposible saber qué la hace temblar, si el frío, el agotamiento, la sed o el miedo… Las croquetas le han provocado más sed y no la han saciado. Las toca lo menos posible, solo cuando el hambre la devora. Y, además, hay que orinar y todo lo demás… Al principio sentía vergüenza, pero no le quedaba más remedio que hacerlo. Cae a plomo debajo de la jaula, como las defecaciones de un pájaro enorme. Pero enseguida ha dejado a un lado la vergüenza, no es nada comparada con el dolor, nada comparada con la angustia de vivir así día tras día, sin moverse, sin saber cuánto tiempo la tendrá encerrada, sin saber si realmente tiene intención de dejarla morir allí, así, en aquella caja.

¿Cuánto tiempo resistirá hasta que llegue la muerte?

Las primeras veces, cuando él aparecía, Alex le suplicaba, le pedía perdón sin saber por qué, e incluso una vez, las palabras se escaparon de su boca y le pidió que la matara. No había dormido desde hacía muchas horas, la sed la atormentaba, su estómago había regurgitado las croquetas a pesar de haberlas masticado con tesón, olía a orines y a vómito, la rigidez de su posición la enloquecía, y en aquel instante, la muerte le pareció preferible a cualquier cosa. Se arrepintió de inmediato porque en realidad no quiere morir, ahora no, no es así como imaginaba el final de su vida. Aún le quedan muchas cosas por hacer. Pero diga lo que diga, o cualquiera que sea su pregunta, el hombre no responde jamás.

Salvo una vez.

Alex lloraba. Se fatigaba, sentía que su mente comenzaba a divagar, que su cerebro se convertía en un átomo del que ya no era dueña, sin ataduras, sin puntos de referencia. Él había hecho descender la jaula para fotografiarla, y Alex preguntó por enésima vez:

—¿Por qué a mí?

El hombre alzó la vista, como si nunca se hubiera planteado esa cuestión. Se inclinó hacia ella. A través de las tablas, sus rostros se hallaron a escasos centímetros uno del otro.

—Porque… porque eres tú.

Sus palabras impresionaron a Alex. Como si todo se hubiera detenido de repente, como si Dios hubiera apagado un interruptor, ya no sentía nada, ni calambres, ni dolores de estómago, ni los huesos helados hasta el tuétano, toda su atención concentrada en su siguiente respuesta.

—¿Quién es usted?

Simplemente le sonrió. Tal vez no tenía costumbre de hablar mucho y esas pocas palabras lo habían dejado agotado. Subió la jaula rápidamente, cogió su cazadora y se marchó sin mirarla siquiera, parecía furioso. Sin duda había hablado más de la cuenta.

En esa ocasión no tocó las croquetas que él había añadido a las que quedaban, simplemente cogió la botella de agua y la racionó. Quería reflexionar acerca de lo que le había dicho, pero cuando se sufre de esa manera, ¿cómo se puede pensar en otra cosa?

Pasa horas con el brazo alzado, asiendo y acariciando el enorme nudo de la cuerda que sostiene su jaula. Un nudo del tamaño de un puño, increíblemente apretado.

Durante la noche siguiente, Alex entra en una especie de coma. Su mente no se concentra en nada, tiene la sensación de que su masa muscular se ha fundido, que es ya solo huesos, que está reducida a una rigidez absoluta, una inmensa contractura de los pies a la cabeza. Hasta ese momento ha logrado mantener una disciplina de minúsculos ejercicios que repetía más o menos cada hora. Mover primero los dedos de los pies, luego los tobillos, girarlos en un sentido, tres veces, luego en el otro, también tres veces, luego las pantorrillas, juntarlas, separarlas, volver a juntarlas, una y otra, extender la pierna derecha, encogerla, empezar de nuevo, tres veces…

Ahora, sin embargo, ya no sabe si ha soñado esos ejercicios o si verdaderamente los ha hecho. La despiertan sus agudos gemidos, hasta el extremo de pensar que pertenecían a otra persona, a una voz ajena a ella. Estertores que brotan de su vientre, sonidos que hasta ese momento desconocía.

Y aunque esté completamente despierta, no consigue evitar que esos gemidos surjan de su cuerpo, al ritmo de su respiración.

Alex está segura de ello. Ha comenzado a morir.

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