Alex

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Primera parte » Capítulo 12

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Un antiguo hospital de día amurallado en la porte de Clichy. Un inmenso y vetusto edificio del siglo XIX ahora ya en desuso, que se sustituyó por un centro hospitalario universitario construido en el extremo opuesto del suburbio.

Está vacío desde hace dos años y parece una fábrica abandonada. La empresa que está al frente del proyecto inmobiliario mantiene el terreno vigilado para que no se instalen okupas, vagabundos o inmigrantes ilegales. Ni intrusos, ni indeseables. El vigilante dispone de un pequeño alojamiento en la planta baja y cobra por cuidar de la finca a la espera del inicio de las obras, previsto para dentro de cuatro meses.

Jean-Pierre Trarieux, cincuenta y cinco años, antiguo empleado del servicio de limpieza del hospital. Divorciado. Sin antecedentes penales.

Ha sido Armand quien ha descubierto la furgoneta a partir de uno de los nombres proporcionados por la policía científica. Lagrange, un operario especializado en instalación de ventanas de PVC, vendió todo su material tras jubilarse hace dos años. Trarieux le compró la camioneta y se contentó con cubrir manualmente, con un aerosol, el logotipo comercial de Lagrange. Armand ha enviado un correo electrónico con la foto de los bajos de la carrocería a la comisaría del barrio, y desde allí han hecho que un agente se aprestara a comprobarlo. Al acabar su servicio, el cabo Simonet ha pasado por el antiguo hospital porque le venía de camino y, por primera vez en su vida, se ha arrepentido de haberse negado siempre a comprar un teléfono móvil. En lugar de regresar a su casa, se ha apresurado a volver a la comisaría y ha afirmado que no cabía la menor duda, que los restos de pintura verde del vehículo de Trarieux, estacionado frente al antiguo hospital, eran idénticos a los de la foto. A pesar de ello, Camille ha querido cerciorarse. Uno no se lanza a la batalla de El Álamo sin tomar ciertas precauciones, así que ha enviado a un agente para que escalara sin ser visto el muro perimetral. De noche está demasiado oscuro para tomar fotografías, pero han podido confirmar que la furgoneta se había marchado. Según todos los indicios, Trarieux tampoco está en su casa: en sus ventanas no hay ninguna luz encendida ni rastro de su presencia.

Aguardan su llegada para atraparlo, el dispositivo está preparado, todo a punto.

Los agentes están en sus puestos, montando guardia.

Al menos hasta que aparecen el juez y el comisario.

La reunión se celebra en uno de los coches camuflados estacionados a varios cientos de metros de la entrada principal.

El juez es un tipo envarado de unos treinta años que lleva el apellido de un antiguo secretario de Estado de Giscard d’Estaing, o quizá de Mitterrand: Vidard, sin duda su abuelo. Delgado, impecable, viste un traje de rayas finas, mocasines y gemelos de oro en los puños de la camisa, detalles que dicen mucho acerca de él. Parece que hubiera nacido vestido con traje y corbata. Por mucho que uno se concentre, es imposible imaginárselo desnudo. Luce una espesa cabellera peinada con raya al lado, como los empresarios que sueñan con dar el salto a la política, que le confiere un aire de seductor. Cuando sea mayor, tendrá aspecto de galán.

Irène, cuando veía a ese tipo de hombres, se echaba a reír ocultándose la boca con una mano y le decía a Camille: «¡Dios mío, qué guapo! ¿Por qué no tendré yo un marido tan guapo?».

Y parece tolerablemente gilipollas. «Por sus orígenes», piensa Camille. Tiene prisa, quiere pasar a la acción. Tal vez en su árbol genealógico también haya un general de infantería, porque desea lanzar un ataque contra Trarieux lo antes posible.

—No podemos hacer eso, es una estupidez.

Camille podría haber sido más comedido, pero ese capullo se dispone a poner en juego nada más y nada menos que la vida de una mujer secuestrada desde hace cinco días. Le Guen, en su estilo, tercia:

—Señoría, verá, el comandante Verhoeven a veces es… algo brusco. Simplemente pretende indicar que sin duda es más prudente esperar el regreso del tal Trarieux.

Al juez no le molesta en absoluto el carácter brusco de Camille Verhoeven. Quiere demostrar que no teme a la adversidad, que es un hombre decidido. Mejor aún, un estratega.

—Propongo que asaltemos el lugar, liberemos a la rehén y esperemos al secuestrador en el interior.

Y ante el silencio que puntúa su brillante propuesta, añade:

—Lo sorprenderemos.

El juez Vidard interpreta orgullosamente la estupefacción de los agentes como admiración. Camille es el más rápido en reaccionar.

—¿Cómo sabe que la rehén está ahí dentro?

—¿Puede usted asegurarme que no se han equivocado de hombre?

—Estamos seguros de que su vehículo estaba al acecho a la hora y en el lugar donde esa mujer fue raptada.

—Entonces, es él.

Silencio. Le Guen busca una salida para suavizar el conflicto, pero el juez se le adelanta.

—Comprendo su postura, señores, pero verán, las cosas han cambiado…

—Soy todo oídos —dice Camille.

—Discúlpenme por decírselo de este modo, pero ya no vivimos en la cultura del culpable. Hoy vivimos en la cultura de la víctima.

Mira uno a uno a los policías y concluye, magnífico:

—La tarea de dar caza a los culpables es muy loable, constituye sin duda un deber. Pero, ante todo, nuestro interés se centra en las víctimas. Ellas son la razón de que estemos aquí.

Camille abre la boca, pero, sin tiempo de intervenir, el juez abre la puerta del coche, sale y se vuelve hacia ellos. Lleva el teléfono móvil en la mano, se inclina y mira a Le Guen a los ojos por la ventanilla abierta.

—Voy a llamar al RAID. Inmediatamente.

—¡Ese tío es tonto del culo! —le dice Camille a Le Guen.

El juez aún no se ha alejado lo bastante del coche, pero finge no haberlo oído. Lo lleva en la sangre.

Le Guen alza la vista al cielo y descuelga su teléfono. Necesitan refuerzos para cubrir el perímetro en caso de que Trarieux llegue justo en el momento del asalto del grupo de operaciones especiales al que está llamando el juez.

Apenas una hora más tarde, todo el mundo está dispuesto.

Es la una y media de la madrugada.

Han hecho traer urgentemente juegos de llaves para abrir todas las salidas. Camille no conoce a Norbert, comisario del RAID. Con semejante apellido, nadie ha sabido nunca su nombre de pila; lleva el cráneo afeitado, sus andares son felinos, y Camille tiene la sensación de haberlo visto ya un centenar de veces.

Tras estudiar los planos y las fotos tomadas por satélite, los agentes del RAID se apostan en cuatro puntos estratégicos: un grupo en el tejado, dos en la entrada principal y dos junto a las ventanas. A los efectivos de la brigada criminal se les ha ordenado rodear el perímetro. Camille ha situado tres unidades de vehículos camuflados en cada uno de los accesos. Un cuarto equipo monta guardia discretamente a la salida de la cloaca, la única salida de socorro, en caso de que el tipo tratara de huir por allí.

Camille duda de la conveniencia de la operación.

Norbert es prudente. Entre un comisario, un colega, y un juez, se atrinchera en su especialidad. Tras la pregunta del juez («¿Puede ocupar el lugar y liberar a la mujer retenida?»), ha examinado detenidamente los planos, ha dado una vuelta al edificio y ha tardado menos de ocho minutos en responder que era factible. La oportunidad y la pertinencia son una cuestión sobre la cual elude pronunciarse. Se nota en su silencio. Camille lo admira.

El hecho de mantenerse a la espera del regreso de Trarieux cuando se sabe que en el interior se halla una mujer retenida en unas condiciones que no se atreven ni siquiera a imaginar es muy angustioso; pero, en su opinión, sería lo más aconsejable.

Norbert da un paso atrás y el juez uno al frente.

—¿Qué cuesta esperar? —pregunta Camille.

—Tiempo —dice el juez.

—¿Y qué cuesta ser prudente?

—Una vida, quizá.

Ni siquiera Le Guen osa interponerse. De repente, Camille está solo. No hay vuelta atrás.

El asalto del RAID está previsto para dentro de diez minutos, los equipos corren a sus puestos y ultiman los detalles.

Camille se lleva aparte al agente que ha escalado el muro.

—Explícame cómo es por dentro…

El agente no sabe qué responder.

—Quiero decir —Camille se irrita—, ¿qué has visto dentro?

—Bah, nada, trastos de obras públicas, un contenedor, un barracón de obras y maquinaria de demolición, creo. Vamos, maquinaria…

La mención de la maquinaria da que pensar a Camille.

Norbert y sus equipos están en sus puestos y dan la señal. Le Guen los seguirá. Camille ha decidido permanecer en el perímetro de la entrada.

Anota con precisión la hora a la que Norbert da inicio a la operación: 01.57 h. Sobre el edificio dormido se encienden luces intermitentes y se oye ruido de galope.

Camille rumia. Maquinaria, trastos de obras públicas…

—Aquí hay movimiento —le dice a Louis.

Louis frunce el ceño en busca de una aclaración.

—Obreros, técnicos, no sé, quizá guarden aquí maquinaria en previsión del inicio de los trabajos, quizá se reúnan para planificar la obra. Ergo…

—… la chica no está ahí dentro.

Camille no tiene tiempo de responder porque en ese preciso instante la camioneta blanca de Trarieux aparece por la esquina.

A partir de ese momento, los acontecimientos se precipitan. Camille sube raudo al coche conducido por Louis y llama a las cuatro unidades que rodean el perímetro. Se lanzan a la persecución. Camille manipula la radio de a bordo, informa acerca del trayecto de la furgoneta que huye hacia los suburbios. No es rápida y echa gran cantidad de humo, es un modelo viejo, jadeante, y por deprisa que pretenda ir, Trarieux no podrá superar los setenta kilómetros por hora. Sin contar con que su habilidad al volante deja mucho que desear. Titubea, pierde segundos preciosos dibujando trayectorias absurdas que dan margen a Camille para estrechar el cerco. Por su lado, Louis consigue pegarse a la furgoneta. Con los faros y las sirenas encendidos, los vehículos de la policía consiguen rodear el vehículo, que trata de huir; al poco, ya es solo cuestión de segundos. Camille sigue indicando la posición, Louis se aproxima a la parte trasera de la furgoneta con los faros encendidos para asustar al conductor y hacer que pierda el control. Dos vehículos más llegan al mismo tiempo, uno por la derecha y el otro por la izquierda, el cuarto ha cruzado el cinturón periférico por un camino paralelo y se acerca en sentido contrario. La suerte está echada.

Le Guen llama a Camille, que responde asiéndose con fuerza al cinturón de seguridad.

—¿Lo tienes? —pregunta.

—¡Casi! —grita Camille—. ¿Y tú?

—¡Que no se te escape porque la chica no está aquí!

—¡Ya lo sé!

—¿Qué?

—¡Nada!

—¡El edificio está vacío! ¿Me oyes? —grita Le Guen—. ¡No hay nadie!

Como Camille enseguida descubre, este caso será fecundo en imágenes. La primera, la imagen inaugural, es la del puente que cruza el cinturón periférico donde la furgoneta de Trarieux se detiene aparatosamente, atravesada en mitad de la calzada. Detrás de esta, dos vehículos de la policía, y delante, un tercero que le corta el paso. Los agentes bajan de los coches y apuntan a cubierto tras las puertas abiertas. Camille también sale del vehículo, ha desenfundado su arma y se dispone a gritar las órdenes cuando ve que Trarieux sale de la camioneta y corre pesadamente hacia el parapeto del puente, donde, por extraño que parezca, se sienta frente a ellos como si los invitara a acercarse.

Todo el mundo comprende de inmediato sus intenciones al verlo sentado sobre el parapeto de hormigón, de espaldas al cinturón periférico, con las piernas colgando, frente a los policías que avanzan lentamente hacia él, apuntándolo con sus armas. Esa primera imagen permanece. El hombre mira a los agentes que se aproximan.

Extiende los brazos, como si se dispusiera a hacer una declaración histórica.

Luego levanta las piernas.

Y se inclina hacia atrás.

Antes de llegar al parapeto, los policías oyen el impacto de su cuerpo contra el asfalto, el ruido del camión que lo atropella, los frenazos, las bocinas y la colisión de los vehículos que no consiguen esquivarse.

Camille contempla la escena. A sus pies, coches detenidos, faros encendidos, luces de emergencia. Se vuelve, atraviesa el puente corriendo y se asoma por encima del otro parapeto: las ruedas del semirremolque han pasado por encima del hombre y solo dejan ver la mitad de su cuerpo, su cabeza prácticamente aplastada y la sangre que se extiende lentamente sobre el asfalto.

La segunda imagen se le aparece a Camille unos veinte minutos más tarde. El cinturón periférico está acordonado y la zona se ha convertido en una feria de faros, luces, sirenas, megáfonos, ambulancias, bomberos, policías, conductores y curiosos. En el coche, Louis anota las informaciones reunidas acerca de Trarieux que Armand le dicta por teléfono. A su lado, Camille se ha puesto unos guantes de látex y sostiene el teléfono móvil que han recogido del cadáver y que milagrosamente ha escapado de las ruedas del semirremolque.

Fotos. Seis. En ellas se ve una caja de madera con las tablas muy separadas y suspendida sobre el suelo. Y dentro, encerrada, una mujer joven, de unos treinta años, con el cabello liso, grasiento y sucio, completamente desnuda, acurrucada en ese espacio a todas luces demasiado pequeño para ella. En todas las imágenes, mira al fotógrafo. Tiene unas profundas ojeras y una mirada alucinada. Sus rasgos, sin embargo, son delicados, con una hermosa mirada oscura; aunque su estado físico sea lamentable, puede verse que en condiciones normales debe de ser bastante guapa. De momento, sin embargo, todas las fotos afirman lo mismo, guapa o no, esa chica está al borde de la muerte.

—Es una tortura —dice Louis.

—Gracias, Louis, eres muy observador —replica con sorna Camille.

—Me refiero a la jaula, es un antiguo instrumento de tortura.

Camille frunce el ceño y Louis continúa:

—Una caja en la que no se puede estar ni sentado ni de pie.

Louis calla. No le gusta alardear de sus conocimientos, sabe que con Camille… Pero esta vez le hace un gesto indicándole que prosiga.

—Es un suplicio ideado bajo el reinado de Luis XI para el obispo de Verdún, creo recordar. Lo tuvieron enjaulado durante diez años. Es un tipo de tortura pasiva muy eficaz. Las articulaciones se sueldan y los músculos se atrofian… Y la víctima enloquece.

En las fotografías, las manos de la chica están aferradas a la tabla. Esas imágenes revuelven el estómago. En la última, solo se ve la parte superior de su rostro y tres ratas enormes sobre la tapa de la jaula.

—Mierda…

Camille le lanza el teléfono a Louis, como si temiera quemarse.

—Localiza la fecha y la hora.

A Camille, esas cosas no se le dan bien. A Louis le lleva solo cuatro segundos.

—La última foto es de hace tres horas.

—¿Y las llamadas? ¡Las llamadas!

Louis teclea a toda velocidad. Quizá puedan triangular el teléfono y situar el lugar desde donde ha llamado.

—La última llamada es de hace diez días…

Ni una sola llamada desde que secuestró a la chica.

Silencio.

Nadie sabe quién es esa chica ni dónde se encuentra.

Y el único que lo sabía acaba de morir aplastado bajo las ruedas de un semirremolque.

En el teléfono de Trarieux, Camille selecciona dos fotos de la joven, una de las cuales es aquella en la que se ven las tres ratas enormes.

Redacta un SMS para el juez, con copia a Le Guen: «Ahora que el “culpable” ha muerto, ¿qué hacemos para salvar a la víctima?».

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