Alex

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Segunda parte » Capítulo 30

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El cuerpo comienza a recuperarse, castigado pero entero. Las heridas infectadas mejoran, casi todos los cortes han cicatrizado y los hematomas van desapareciendo.

Ha ido a ver a la señora Guénaude para explicarle que le ha surgido una obligación familiar repentina. Ha escogido un maquillaje que dice: «Soy joven pero tengo un gran sentido del deber».

—No sé…, tendría que ver…

Para la señora Guénaude es algo precipitado, pero la mujer sabe hacer sus cuentas. Fue tendera, y dado que Alex se ofrece a pagarle dos meses de alquiler al contado, la señora Guénaude ha dicho que lo entendía, incluso ha prometido:

—Si encuentro otro inquilino antes, le reembolsaré el dinero…

«Vieja urraca», ha pensado Alex sonriendo con fingido agradecimiento.

—Es muy amable —ha dicho sin mirarla con sus tiernos ojitos; al fin y al cabo, se supone que se marcha por motivos graves.

Ha pagado en metálico y le ha dado una dirección falsa. En el peor de los casos, si la señora Guénaude le escribe no se enfadará cuando le devuelvan la carta y el cheque, saldrá beneficiada.

—Para cuando haga el inventario del apartamento.

—No se preocupe por eso —asegura la propietaria aprovechando el buen negocio—, estoy segura de que todo está en orden.

Dejará las llaves en el buzón.

Con el coche, no hay problema. Es un Clio de segunda mano que compró hace seis años. Paga la plaza de aparcamiento de la rue Morillons mediante una transferencia mensual, así que no es necesario que se ocupe de eso.

Ha subido las cajas vacías del sótano, doce, y ha desmontado sus muebles: la mesa de pino, los tres módulos de estanterías, la cama. Aún no sabe por qué carga con ellos, excepto la cama; le tiene apego, es casi sagrada. Una vez lo ha apilado todo observa el conjunto, dubitativa. Una vida no ocupa tanto como pudiera creerse. En cualquier caso, la suya. Dos metros cúbicos. El transportista ha dicho tres. Alex se ha mostrado de acuerdo, ya conoce a los de las mudanzas. Una camioneta pequeña, no hace falta que envíen a dos mozos, con uno bastará. También ha dado su conformidad al precio del guardamuebles y ha aceptado el pequeño suplemento por hacerlo al día siguiente. Cuando Alex quiere marcharse, lo hace de inmediato. Su madre suele decir: «Siempre vas deprisa y corriendo, y así no podrás hacer nunca las cosas bien hechas». A veces, si está realmente en forma, su madre añade: «Tu hermano, al menos…», pero cada vez hay menos cosas en las que salga airoso de la comparación. Aunque a su madre, por principios, eso no le importa: siempre encuentra alguna.

A pesar de los dolores y la fatiga, en unas horas ha acabado de desmontarlo y embalarlo todo. Ha aprovechado para hacer limpieza, sobre todo de los libros. Exceptuando algunos clásicos, se deshace regularmente de ellos. Al abandonar el apartamento de la porte de Clignancourt, tiró todos los de Blixen y Forster; al marcharse de la rue Commerce, fue el turno de Zweig y Pirandello; cuando se fue de Champigny, tiró todos los de Duras. Cuando un autor le gusta devora su obra completa (su madre dice que no tiene mesura), pero después, cuando decide mudarse, los libros pesan toneladas…

Esa noche tendrá que acomodarse entre las cajas y dormir sobre el colchón, en el suelo. Hay dos cajas pequeñas rotuladas con la palabra «Personal». Dentro está lo que es verdaderamente suyo, cosas muy tontas, incluso fútiles: cuadernos de escuela, del instituto, boletines de calificaciones, cartas, postales, un diario íntimo que escribió intermitentemente a los doce o trece años, nunca mucho tiempo seguido, y notas de antiguas amigas. Chismes, en resumidas cuentas, que podría haber tirado. Y eso es lo que va a hacer algún día. Sabe hasta qué punto esas cosas son pueriles. Hay también bisutería, viejas plumas estilográficas secas, unos pasadores de pelo que le encantaban, fotos de las vacaciones o de familia con su madre y su hermano, de pequeña. Debería deshacerse de todas esas cosas, no sirven para nada y es peligroso conservarlas. Entradas de cine, páginas arrancadas de novelas… Un día lo tirará todo. Por el momento, las dos pequeñas cajas rotuladas con la palabra «Personal» presiden esa somera mudanza.

Tras acabar de empaquetar sus cosas, Alex se ha ido al cine, a cenar en Chartier y a comprar ácido para baterías. Para prepararlo, se protege con una mascarilla y unas gafas, enciende el ventilador y la campana extractora de la cocina, cierra la puerta y abre la ventana de par en par para que salgan los vapores. Para obtener una concentración al ochenta por ciento hay que calentarlo lentamente hasta que desprende humo ácido. Ha preparado seis partes de medio litro. Los guarda en frascos de plástico imputrescible que compró en una droguería cerca de République. Se queda con dos y mete cuidadosamente los otros en un bolso con compartimentos.

Por la noche sufre calambres en las piernas que la despiertan con un sobresalto. O tal vez sean las pesadillas, escenas en que las ratas se la comen viva y Trarieux le hunde barras de acero en la cabeza con su destornillador eléctrico. También se le aparece el rostro del hijo de Trarieux. Vuelve a ver su cara de imbécil y su boca, de la que salen ratas. A veces se trata de escenas reales: Pascal Trarieux se le aparece sentado en una silla en el jardín de Champigny cuando ella llega por detrás de él, con la pala alzada por encima de su cabeza. La blusa le molesta porque las mangas son demasiado estrechas. En esa época pesaba doce kilos más que en la actualidad, y eso le hacía unas tetas enormes… que hacían enloquecer a aquel cretino. Ella dejaba que la manoseara un poco bajo la blusa, no mucho tiempo, y cuando estaba muy excitado, cuando sus manos comenzaban a palparla con ardor, le daba un golpe seco, como una inflexible institutriz. A otra escala, era el equivalente del palazo que le propinó con todas sus fuerzas en la parte posterior del cráneo. En su sueño, el palazo es extraordinariamente sonoro y, al igual que en la realidad, siente la vibración que le recorre los brazos y llega hasta los hombros. Pascal Trarieux, medio noqueado, se vuelve hacia ella con dificultad, se tambalea y le dirige una mirada de sorpresa, de incomprensión, una mirada extrañamente serena, sin un rastro de duda. Así que Alex hace que la duda entre a palazos; cuenta siete, ocho y el tronco de Trarieux se desploma sobre la mesa del jardín, lo que facilita la tarea. Luego el sueño omite la secuencia en que lo ata y salta directamente al grito de Pascal cuando traga la primera dosis de ácido. El muy gilipollas grita tan alto que alertará a los vecinos, así que se ve obligada a ponerse en pie y asestarle un nuevo palazo en la cara, con la pala bien plana. ¡Qué sonoros son esos instrumentos!

Tiene sueños, pesadillas, agujetas, calambres y dolorosas contracciones, pero, en conjunto, el cuerpo se recupera. Sin embargo, Alex está convencida de que las secuelas nunca desaparecerán del todo, no se vive una semana en una jaula tan pequeña con una colonia de ratas excitadas sin contraer una deuda con la existencia. Hace mucho ejercicio, estiramientos y movimientos que aprendió cuando iba al gimnasio, y también empieza a correr de nuevo. Sale pronto por la mañana y da varias vueltas al trote alrededor de la plaza Georges-Brassens, pero tiene que detenerse a menudo porque enseguida se fatiga.

El mozo de mudanzas llega por fin y se lleva todas sus cosas. Un tipo alto y fanfarrón que trata de ligar con ella, lo que le faltaba. Alex reserva un billete de tren a Toulouse, deja la maleta en la consigna y, al salir de la estación de Montparnasse, consulta su reloj: son las 20.30 h. Puede volver al Mont-Tonnerre, tal vez él esté allí, armando bullicio con sus amigos y explicándose anécdotas estúpidas… Ha deducido que se reúnen para cenar sin sus parejas una vez a la semana, aunque tal vez no siempre lo hagan en el mismo restaurante.

Pero sí, en el mismo, porque está allí con sus amigos, más numerosos que en las anteriores ocasiones, ya casi forman un pequeño club, hoy son siete. Alex tiene la sensación de que el dueño les sirve a regañadientes y no parece que esa ampliación del club sea de su agrado, porque arman demasiado alboroto y los demás clientes vuelven la cabeza hacia ellos. La bella clienta pelirroja… El personal siempre la atiende servicialmente. Han instalado a Alex en una mesa desde la que no le es tan fácil verlo como la última vez y tiene que inclinarse un poco, con tan mala fortuna que la ve hacerlo y sus miradas se cruzan. Es evidente que ella trataba de mirarlo. «Está bien, así es», se dice sonriendo. Toma un Riesling helado, come vieiras, verduras frescas al dente y natillas, se toma un primer café muy cargado y luego un segundo, y un último al que la invita el dueño para disculparse por el ruido de los comensales. Le ofrece incluso un Chartreuse, que debe de parecerle un licor femenino. Alex dice: «No, gracias, pero sí me apetecería un Bailey’s muy frío». El dueño sonríe, esa chica es absolutamente encantadora. Se toma su tiempo antes de marcharse, olvida su libro sobre la mesa, vuelve a recogerlo y el tipo ya no está sentado junto a sus amigos. Está de pie, poniéndose la chaqueta, y los demás le dedican bromas vulgares acerca de esa marcha precipitada, y está detrás de ella cuando abandona el restaurante. Siente la mirada del hombre clavada en sus nalgas, Alex tiene un culo bonito y sensible como una antena parabólica. Apenas ha recorrido diez metros cuando él se sitúa a su lado y le dice «buenas noches». El rostro de él le parece… En fin, ese rostro provoca en ella muchas sensaciones.

Félix. No le dice su apellido. Se ha fijado enseguida en que no lleva alianza, pero tiene una señal alrededor del dedo. Tal vez acabe de quitársela.

—Y tú, ¿cómo te llamas?

—Julia —dice Alex.

—Es bonito.

Habría dicho eso con cualquier otro nombre. Eso divierte a Alex.

Él señala con el pulgar hacia el restaurante:

—Somos un poco ruidosos…

—Un poco —dice Alex sonriendo.

—Solo hombres, así que…

Alex no responde. Él se da cuenta de que si insiste echará a perder la ocasión.

Primero le ha propuesto tomar una copa en un bar que conoce. Ella ha respondido: «No, gracias». Caminan un trecho juntos, Alex lo hace despacio y lo observa con más detenimiento. Viste ropa de supermercado. Acaba de cenar, pero esa no es la única razón por la que los botones de su camisa están tan tirantes, no hay nadie que le diga que tendría que comprarse una talla más. O empezar un régimen y hacer deporte.

—De verdad —dice él—, te lo aseguro, será cosa de veinte minutos…

Ha dicho que su casa está muy cerca y que pueden tomar una última copa. Alex responde que no le apetece, que está cansada. Están delante de su coche, un Audi con el interior desordenado.

—¿De qué trabajas? —pregunta ella.

—Técnico de mantenimiento.

Alex traduce: reparador.

—Escáneres, impresoras, discos duros… —precisa él, como si eso aumentara su estatus.

Luego añade:

—Dirijo un equipo de…

Y se da cuenta de lo tonto que resulta querer alardear, que es en vano. Peor, es contraproducente.

Esboza un gesto con la mano del que es difícil deducir si pretende borrar el final de su frase, como si no tuviera ninguna importancia, o el principio, como si se arrepintiera de lo que acaba de decir.

Ha abierto la puerta de su coche y dentro huele a colilla fría.

—¿Fumas?

Una de cal y una de arena, esa es la técnica de Alex. Se le da muy bien.

—Un poco —dice el tipo, avergonzado.

Debe de medir un metro ochenta, es bastante ancho de espaldas, tiene el cabello castaño claro y los ojos oscuros, casi negros. Cuando lo ha visto caminar a su lado, le ha parecido que tenía las piernas cortas. No está muy bien proporcionado.

—Solo fumo con gente que fuma —dice él, caballeroso.

Está segura de que en ese instante daría lo que fuera por un cigarrillo. La encuentra muy guapa y se lo dice. «Te aseguro que…», pero en realidad no la mira, porque la desea con ansia. Un deseo profundamente sexual, animal, que lo ciega por completo. No sabría siquiera decir cómo va vestida. Da la impresión de que si Alex no se acuesta con él, de inmediato, volverá a su casa y matará a toda su familia con una escopeta de caza.

—¿Estás casado?

—No… Divorciado. Bueno, separado…

Solo por el tono, Alex deduce: «No lo consigo y además me van a echar la caballería encima».

—¿Y tú?

—Soltera.

Es la ventaja de la verdad, suena a verdad. Él baja la vista. No lo hace por incomodidad ni por pudor, sino para mirarle los pechos. Alex puede ponerse lo que le plazca y todo el mundo se fija inmediatamente en que tiene unos pechos hermosos y voluptuosos.

Ella sonríe y al marcharse le dice:

—Otra vez, quizá…

Él aprovecha el resquicio. «¿Cuándo, cuándo, cuándo?». Rebusca en sus bolsillos. Pasa un taxi. Alex levanta el brazo. El taxi se detiene. Alex abre la puerta. Cuando se vuelve para decirle adiós, él le tiende una tarjeta. Está un poco arrugada, parece un hombre descuidado. Sin embargo, la acepta; y para demostrarle que no le da ninguna importancia, se la guarda distraídamente en el bolsillo. Lo ve a través de la luna posterior, de pie en medio de la calle, contemplando el taxi que se aleja.

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