Alex

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Segunda parte » Capítulo 39

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Treinta y seis horas para localizar al taxista ilegal que recogió a la chica en Pantin.

El plazo se ha sobrepasado en doce horas, pero lo han encontrado.

Detrás, tres vehículos camuflados. Circulan hacia la rue Falguière, no muy lejos del lugar donde fue secuestrada, al fin y al cabo. Eso inquieta a Camille. La noche del rapto, pasaron buena parte del tiempo interrogando a los vecinos de la calle sin obtener el menor resultado.

—¿Se nos escapó algo aquella noche? —pregunta a Louis.

—No estoy seguro.

A pesar de todo…

Esta vez se hallan en un taxi eslovaco. Un tipo largo, con el rostro como el filo de un cuchillo y ojos febriles. Treinta años, tal vez, calvicie temprana centrada en la coronilla, como los frailes. Ha reconocido a la chica por el retrato robot. Salvo los ojos, ha dicho. No es de extrañar: en un sitio han dicho ojos verdes, en otro azules, seguro que utiliza lentillas de colores. Pero es ella.

El taxista conduce con extrema prudencia. Louis se dispone a intervenir, pero Camille se le adelanta. Se impulsa, se inclina hacia el asiento delantero y sus pies tocan por fin el suelo; eso le fastidia aún más en ese coche, una especie de 4 × 4 en el que casi podría ponerse en pie. Pone una mano sobre el hombro del conductor y le dice:

—Pisa el acelerador, amigo, nadie va a detenerte por exceso de velocidad.

El eslovaco, sin pensárselo dos veces, acelera bruscamente y Camille va a dar al fondo del asiento trasero, con los brazos y las piernas por los aires. El conductor comprende de inmediato que no debería haberlo hecho, aminora la marcha y se deshace en un torrente de excusas, daría su sueldo, su coche y a su mujer a cambio de que el comandante olvide el incidente. Camille echa pestes, Louis le pone una mano sobre el brazo y vuelve la cabeza. «¿Acaso hay tiempo para estas tonterías?». No, esas no son las palabras que se leen en su mirada, sino más bien: «¿No crees que andamos algo cortos de tiempo para dejarnos llevar por la cólera, aunque sea pasajera?».

Rue Falguière, rue Labrouste.

Por el camino, el conductor les ha explicado que fijaron la tarifa en veinticinco euros. Cuando la abordó, cerca de la parada de taxis desierta de la iglesia de Pantin, la chica no regateó, abrió la puerta y se hundió en el asiento. Estaba agotada, apestaba a sudor, a suciedad y a saber qué más. Circularon en silencio, ella meneaba la cabeza como si se resistiera al sueño, y el eslovaco no sabía qué pensar. ¿Colocada? Al llegar al barrio en el que se encuentran, se volvió hacia ella, pero la chica no lo miraba, observaba la calle a través del parabrisas; ella se volvió a su vez como si buscara algo o se sintiera súbitamente desorientada, y dijo:

—Vamos a esperar un poco… Aparque.

Y ella señaló un punto en algún sitio a su derecha. No era lo que habían acordado. El conductor se enfureció. Según cuenta la escena, puede palparse el ambiente de aquella noche: la chica al fondo, detrás, en silencio; el conductor colérico, acostumbrado a que intenten jugarle malas pasadas, dispuesto a no dejarse tomar el pelo y menos por una chica. Pero ella, sin mirarle, solo dice:

—No me joda, o espera o me voy.

Es inútil amenazarlo con que no va a pagar. Podría haber dicho «esperas o llamo a la policía»; pero no, ambos saben a qué atenerse, ambos se encuentran en situación irregular. A igualdad de fuerzas, el taxista pone de nuevo el vehículo en marcha, ella le muestra el lugar y él aparca.

—Espero a una persona, no va a tardar —añade.

Al taxista no le gustó quedarse allí parado con aquella chica que olía tan mal. No sabía a qué esperaban. Quiso que se situara frente a la calle, y miraba fijamente un lugar (señala delante de él, pero no saben qué mirar, saben que está ahí delante, eso es todo). No creyó ni por un segundo la historia de la cita, que alguien iba a venir. No parecía peligrosa, sino más bien inquieta. Camille escucha al taxista relatar la espera. Adivina que, con la inactividad, debió de comenzar a imaginar historias acerca de esa chica, historias de celos, de desengaños amorosos, que debía de vigilar a un hombre, o a una mujer, una rival, o bien un asunto familiar, más frecuentes de lo que podría creerse. Un ojo en el retrovisor. Si estuviera limpia, la chica no sería fea. Y con tantos rasguños, a saber de dónde salía.

Permanecieron un buen rato esperando. Ella estaba al acecho. No sucedía nada. Camille comprende que la chica vigilaba para comprobar si Trarieux había descubierto su huida y la esperaba cerca de su casa.

Al cabo de un rato, sacó tres billetes de diez euros y salió sin más explicaciones. El conductor la vio marcharse en esa dirección, pero no miró adónde iba, no quería quedarse en aquel sitio, en plena noche, y se largó. Camille sale del coche. La noche del rapto rastrearon minuciosamente la zona. ¿Qué sucedió?

Los equipos se apean de los vehículos. Camille señala los edificios frente a él.

—Vive en un edificio cuya entrada es visible desde aquí. Louis, pide dos equipos de apoyo, de inmediato. Los demás…

Camille distribuye las funciones y todos se ponen en marcha. Camille se apoya en la puerta del taxi, pensativo.

—¿Puedo marcharme? —pregunta el conductor en voz baja, como si temiera ser oído.

—¿Qué? No, tú te quedas aquí.

Camille mira su cabeza larga como un día sin pan. Le sonríe.

—Has ascendido. Eres el chófer personal de un comandante de policía. Estás en el país del ascenso social, ¿no lo sabías?

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