Alex

Alex


Segunda parte » Capítulo 44

Página 49 de 70

4

4

Alex ha dejado pasar dos camiones y luego un tercero. Desde donde está aparcada puede distinguir perfectamente las maniobras de los semirremolques que se suceden ante el muelle de carga. Desde hace dos horas, los conductores de las carretillas eléctricas transportan palés altos como casas.

La noche anterior estuvo echando un vistazo. Ha tenido que escalar el muro y no ha sido fácil, y se ha visto obligada a encaramarse al techo de su coche. Si la hubieran sorprendido, habría supuesto el punto final a la historia. Sin embargo, ha podido permanecer unos minutos en lo alto del muro. Cada vehículo lleva un rótulo pintado con plantilla en la parte delantera derecha con un número y su destino. Van todos a Alemania: Colonia, Fráncfort, Hanover, Bremen, Dortmund. Alex busca uno con dirección a Múnich. Ha anotado la matrícula y el número, pero de todas formas, de frente es irreconocible. En el límite superior, un adhesivo en el que se lee «Bobby» cubre el ancho del parabrisas. Ha saltado del muro al oír llegar al perro guardián, que ha acabado por olfatear su presencia.

Hace unos treinta minutos ha localizado al conductor, que ha subido a la cabina para dejar sus cosas y coger la documentación. Un tipo alto y delgado vestido con mono azul, de unos cincuenta años, el cabello muy corto y un bigote grueso como un cepillo. Poco importa el físico, lo que cuenta es que la lleve. Ha dormido en su coche hasta que, hacia las cuatro de la madrugada, la empresa ha abierto sus puertas. La agitación ha comenzado media hora después, y desde entonces no ha cesado. Alex está en tensión. Si le falla la estrategia, ya puede despedirse de su plan, ¿y a qué se vería reducida, a esperar a la policía en una habitación de hotel?

Finalmente, un poco antes de las seis de la mañana, el tipo se dirige a su camión y comprueba la documentación. Hace un cuarto de hora que tiene el motor al ralentí. Alex lo ve bromear con el conductor de una carretilla y otros dos camioneros, y después sube a la cabina. Es el momento que ha elegido ella para bajar de su coche, dar la vuelta, abrir el maletero, coger su mochila y esconderse hasta asegurarse de que otro camión no se adelante; cuando lo comprueba, echa a correr hacia la zona de salida de vehículos.

—Nunca hago autostop en la carretera. Demasiado peligroso.

Bobby asiente. En el caso de una chica, no sería prudente. Aprecia su ingenio, esperar sensatamente a la puerta de una empresa de transportes en lugar de levantar el pulgar junto a una carretera.

—¡Y con tanto camión, seguro que encuentras uno!

Maravillado, descubre las innumerables ventajas de la técnica de Alex. De Alex, no. Para él, es Chloé.

—Me llamo Robert —ha dicho tendiendo la mano a través del asiento—, pero todos me llaman Bobby —añade señalando el adhesivo. De todas formas, le sorprende que haga autostop—. Hay billetes de avión baratos. Parece que en internet se encuentran hasta por cuarenta euros. Bueno, siempre son vuelos a unas horas imposibles, pero si se tiene tiempo, ¡qué más da eso!

—Prefiero guardarme el dinero para vivir. Y, además, si se viaja, también es para conocer a gente, ¿no?

El tipo es sencillo y afectuoso, no ha dudado en recogerla en cuanto la ha visto al pie de la cabina. Alex estaba pendiente del tono de su respuesta porque temía una mirada lasciva. No tenía ganas de pelear durante horas con un donjuán de gasolinera. Bobby ha colgado una figura de la Virgen de su retrovisor y un pequeño aparato en el salpicadero, una pantalla que muestra fotos con efectos de fundido, de cortina que se abre y se cierra, de página al pasar. Se proyectan en bucle, y mirarlo resulta agotador. Lo compró en Múnich por treinta euros. Bobby le señala a menudo el precio de las cosas, no para alardear, sino para mostrarse preciso, escrupuloso en sus explicaciones. Y da muchas. Pasan casi media hora comentando las fotografías de su familia, de su casa, del perro y, sobre todo, las de sus tres hijos.

—Dos niños y una niña. Guillaume, Romain y Marion. Nueve, siete y cuatro años. —Siempre la precisión, pero sabe contenerse y no sobrecarga la conversación con anécdotas familiares—. En el fondo, a uno qué le importan los asuntos de los demás ¿no?

—No, a mí sí me interesa… —protesta Alex.

—Eres muy educada.

El día transcurre de manera apacible y el camión es increíblemente confortable.

—Si quieres echarte una siesta, no hay problema. —Con el pulgar, señala la litera a sus espaldas—. Yo estoy obligado a conducir, pero tú…

Alex ha aceptado y ha dormido más de una hora.

—¿Dónde estamos? —ha preguntado, peinándose, tras volver a su asiento.

—¡Aquí estás de nuevo! Tenías sueño atrasado, ¿eh? ¡En Sainte-Menehould!

Alex finge una expresión de sorpresa…, cuánto camino han recorrido. Su sueño ha sido agitado, pues a la angustia habitual se le ha sumado cierta sensación de peligro. Ese viaje hacia la frontera, al fin y al cabo, no deja de ser un trance doloroso. El inicio de la huida. El principio del fin.

Cuando la conversación decae, escuchan la radio, las noticias, canciones. Alex se pone en guardia en las paradas, en las pausas obligatorias, en los momentos en que Bobby quiere tomar un café. Tiene un termo y provisiones, todo lo necesario para el trayecto, pero debe detenerse de vez en cuando, uno no se imagina lo embrutecedor que es ese trabajo. Antes de hacer una parada, Alex se pone en guardia. Si es un área de descanso, finge dormir, pues suele haber poca gente y corre el riesgo de que se fijen en ella. En cambio, si se trata de una estación de servicio, baja para estirar las piernas e invita a Bobby a un café. Se han hecho buenos amigos. Un rato antes, mientras tomaban un café, le ha preguntado por la razón del viaje:

—¿Eres estudiante?

Ni él mismo cree que pueda ser estudiante. Parece joven, pero aparenta al menos treinta años y además, con lo cansada que está, aún más. Ella se echa a reír.

—No, soy enfermera, voy a buscar trabajo en Alemania.

—¿Por qué en Alemania, si no es una indiscreción?

—Porque no hablo alemán —responde Alex con toda la convicción de que es capaz.

Robert ríe sin estar seguro de haberlo entendido.

—En ese caso también podrías haber ido a China, excepto si hablas chino. ¿Hablas chino?

—No. De hecho, mi novio es de Múnich.

—Ah… —Menea la cabeza; mientras, su gran bigote va de un lado a otro—. ¿Y a qué se dedica tu novio?

—Es informático.

—¿Es alemán?

Alex asiente, no sabe adónde va a ir a parar la conversación, lleva poca ventaja al respecto, y eso no le gusta.

—Y tu mujer, ¿trabaja?

Bobby arroja su vaso a la basura. La pregunta sobre su mujer no lo ha ofendido, lo ha apenado. Están de nuevo en la carretera y busca la foto de su esposa, una mujer corriente de unos cuarenta años con el cabello liso. Tiene un aspecto enfermizo.

—Esclerosis múltiple —dice Bobby—. Con los niños, ¿te imaginas? Ahora estamos en manos de la Providencia.

Al decirlo señala la figura de la Virgen, que se mece suavemente colgada del retrovisor.

—¿Crees que hará algo por vosotros?

Alex no quería decir eso. Bobby se vuelve hacia ella, no hay resentimiento alguno en su actitud, es la expresión de una evidencia.

—La recompensa de la redención es el perdón. ¿No crees?

Alex no lo ha entendido, las cuestiones religiosas se le escapan… No se ha dado cuenta de inmediato, pero en el otro extremo del salpicadero, Bobby lleva un adhesivo en el que se lee: «Él vuelve. ¿Estás listo?».

—Tú no crees en Dios —dice Bobby riendo—, eso se ve enseguida.

En esa constatación no hay reproche alguno.

—Yo, de no ser por eso… —dice.

—Y, sin embargo —dice Alex—, no te lo ha puesto fácil. No eres rencoroso.

Bobby hace un gesto, «sí, lo sé, no es la primera vez que me lo dicen».

—Dios nos pone a prueba…

—Eso es innegable… —dice Alex.

De repente, la conversación se apaga por sí misma y contemplan la carretera.

Un poco más adelante, Bobby dice que tiene que descansar. Una estación de servicio del tamaño de una ciudad.

—Aquí es donde tengo por costumbre detenerme —dice con una sonrisa—. Será cosa de una hora.

Están a veinte kilómetros de la salida de Metz.

Primero Bobby ha bajado un buen rato a estirar las piernas y respirar, no fuma. Alex lo ve ir y venir por el aparcamiento, hace ejercicios con los brazos, piensa que en parte lo hace porque sabe que ella está mirando. ¿Hará lo mismo cuando está solo? Luego regresa al camión.

—Si me permites —dice subiéndose a la litera—. No te preocupes. Aquí tengo mi despertador.

Se señala la frente.

—Voy a aprovechar para dar un paseo —dice Alex—. Y llamar por teléfono.

El camionero cree divertido añadir «¡dale un beso de mi parte!» mientras corre la cortina de la litera.

Alex está en el aparcamiento, entre los innumerables camiones. Necesita caminar. Conforme pasa el tiempo, siente un peso cada vez mayor en el corazón. «Será culpa de la noche», se dice, aun a sabiendas de que no tiene nada que ver. Es el efecto del viaje.

Su presencia en esa autopista solo tiene un significado, subrayar hasta qué punto la partida está a punto de llegar a su fin.

Aunque disimula, en realidad teme el verdadero final. Será mañana, será dentro de un rato.

Alex se echa a llorar suavemente, con los brazos cruzados sobre el pecho, de pie entre los enormes camiones estacionados uno al lado del otro, como gigantescos insectos dormidos. La vida siempre nos alcanza, no hay nada que hacer, es imposible escapar.

Se repite esas palabras, se sorbe la nariz, se suena, trata de respirar profundamente para librarse del peso que le oprime el pecho, para poner en marcha de nuevo ese corazón abrumado y cansado, pero es difícil. «Abandonarlo todo», eso es lo que se repite para infundirse valor. Después ya no tendrá que pensar más en ello, todo estará limpio. Ese es el motivo de que esté ahí, en esa autopista, porque lo está abandonando todo. Su pecho se alivia un poco ante tal idea. Camina y el aire fresco la reanima, la serena y la vivifica. Unas cuantas inspiraciones profundas más y todo irá mejor.

En el cielo, las luces intermitentes de un avión forman un triángulo que avanza.

Se queda un buen rato mirándolo. Atraviesa el cielo con pasmosa lentitud, y a pesar de ello, avanza y acaba por desaparecer.

Los aviones, a menudo, conducen a la reflexión.

La estación de servicio cruza la autopista a través de un ancho puente en cuyos extremos se agrupan cafeterías, quioscos, supermercados y tiendas de todo tipo. Al otro lado, en sentido contrario, el regreso a París. Alex sube a la cabina y cierra la puerta con cuidado para no despertarlo. Su regreso ha interrumpido el sueño de Bobby, pero unos segundos más tarde percibe de nuevo su pesada respiración, en la que cada ola acaba con un breve silbido. Acerca su mochila, se pone la cazadora, comprueba que no olvida nada, que no se le ha caído nada de los bolsillos. No, todo está en orden, todo va bien.

Se pone de rodillas en el asiento y descorre suavemente la cortina.

—Bobby… —lo llama en un susurro.

No quiere despertarlo con un sobresalto, pero tiene un sueño pesado. Se vuelve y abre la guantera, nada, la cierra. Rebusca bajo su asiento, nada. Bajo el asiento del conductor, una bolsa de plástico. Tira de ella.

—¿Bobby? —repite inclinándose sobre él.

Esa vez tiene más éxito.

—¿Qué?

No se ha despertado del todo. Ha hecho la pregunta siguiendo un acto reflejo, su cerebro sigue adormilado. Qué se le va a hacer. Alex empuña el destornillador y, con un solo gesto, se lo clava en el ojo derecho. Un gesto muy preciso. Naturalmente, una enfermera… Y como lo ha clavado con fuerza, el destornillador ha recorrido un buen trecho hacia el interior de la cabeza y parece que se haya hundido hasta el cerebro. Alex sabe que no es cierto, pero ha penetrado a suficiente profundidad como para ralentizar la reacción de Bobby, que trata de incorporarse y empieza a patalear. Grita. Alex le clava el segundo destornillador en la garganta. También muy preciso, pero en ese caso tiene poco mérito porque ha dispuesto de mucho tiempo para apuntar. Justo por debajo de la nuez. El grito se convierte en una suerte de borborigmo gutural. Alex ladea la cabeza y frunce el ceño, como si dijera: «No entiendo nada de lo que dice este tipo», y se aparta para evitar los movimientos desordenados de los brazos de Bobby, que podría noquear a un buey de un manotazo, el pedazo de animal. Comienza a asfixiarse. A pesar del caos reinante, Alex sigue su plan. Retira el destornillador del ojo derecho tirando con fuerza y se lo clava a un lado del cuello. La sangre brota de inmediato. Se toma a continuación el tiempo de volverse hacia su mochila. De todas formas, ¿adónde iba a ir Bobby con un destornillador atravesado en la garganta? Cuando regresa a su lado, apenas le queda un hilillo de vida. No necesita atarlo, su respiración es débil, sus músculos parecen paralizados, tiene estertores. Lo más difícil es abrirle la boca, y si no se hace a martillazos, puede llevarle un día entero. Así que, martillo. La bolsa contiene todo lo necesario, esas bolsas son maravillosas. Alex le rompe los dientes superiores e inferiores justo lo suficiente para hundirle el cuello de la botella de ácido sulfúrico en la boca. Es difícil adivinar lo que siente el tipo, está en tal estado que cuesta saber qué puede notar y qué no. El ácido se derrama en la boca y la garganta, nadie sabrá lo que ha sentido realmente, y además, poco importa. La intención es lo que cuenta.

Alex recoge sus cosas y se prepara para marcharse. Una última mirada a Bobby, que se ha ido a dar gracias al Señor por su bondad. Menudo panorama. Un tipo tendido cuan largo es con dos destornilladores atravesándole la garganta. La sección de la yugular ha hecho que perdiera casi la mitad de su sangre en pocos minutos y ya está blanco como la cera, al menos por lo que respecta a la parte superior de la cabeza; la inferior es un revoltijo, no hay otra palabra para describirlo. La litera está empapada de sangre rojo carmín. Cuando coagule, será un espectáculo tremendo.

Es imposible matar a un hombre de esa manera sin mancharse. La sangre de la yugular salpica escandalosamente. Alex rebusca en su mochila y se cambia de camiseta. Se lava rápidamente las manos y los antebrazos con el resto de su botella de agua mineral, se seca con la camiseta manchada y la abandona bajo el asiento. Luego, con la mochila a cuestas, Alex cruza el puente hacia el otro lado de la autopista, en dirección a París.

No quiere retrasarse y elige un vehículo rápido con matrícula de Hauts-de-Seine. No entiende de marcas, pero parece que servirá. La conductora es una mujer joven, de unos treinta años, elegante, delgada y morena que huele a dinero de una manera incluso ofensiva. Sonríe y accede de inmediato a llevarla. Todo marcha sobre ruedas. Alex arroja su mochila en el asiento trasero y se sienta. La mujer ya está al volante.

—¿En marcha?

Alex sonríe y le tiende la mano.

—Me llamo Alex.

Ir a la siguiente página

Report Page