Aleph

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Si pasa el viento frío

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Si pasa el viento frío

Hay una chica esperándome fuera del hotel en Moscú, cuando llego con mis editores. Se acerca y me coge las manos.

—Tengo que hablar contigo. He venido desde Ekaterinburg sólo para esto.

Estoy cansado. Me he levantado más temprano que de costumbre; tuve que cambiar de avión en París porque no había vuelo directo, intenté dormir en el viaje pero, cada vez que conseguía quedarme dormido, entraba en una especie de sueño repetido que no me gustaba nada.

Mi editor me explica que mañana tendremos una tarde de firmas y que dentro de tres días estaremos en Ekaterinburg, la primera parada del viaje en tren. Le tiendo la mano a la muchacha para despedirme y noto que las suyas están muy frías.

—¿Por qué no has entrado en el hotel para esperarme?

Lo que realmente me gustaría es preguntarle cómo ha descubierto en qué hotel estoy hospedado. Pero puede que no sea tan difícil, y no es la primera vez que me sucede algo parecido.

—Leí tu blog el otro día y entendí que lo escribiste para mí.

Estaba empezando a anotar mis reflexiones sobre el viaje en un blog. Todavía era algo experimental y, como enviaba los textos con antelación, no sabía exactamente a qué artículo se refería ella. Aun así, estaba seguro de que no había ninguna referencia a la chica que acabo de conocer.

Ella saca un papel con parte de mi texto impreso. Me lo sé de memoria, aunque no recuerde quién me contó la historia: un hombre que necesita dinero le pide a su jefe que lo ayude. El jefe lo desafía: si pasa una noche entera en lo alto de la montaña, recibirá una gran recompensa pero, si no lo consigue, tendrá que trabajar gratis.

El texto sigue:

«Al salir de la tienda, Ali vio que soplaba un viento helado, tuvo miedo y decidió preguntarle a su mejor amigo, Aydi, si no era una locura hacer esa apuesta.

»Después de reflexionar un poco, Aydi respondió:

»—Te voy a ayudar. Mañana, cuando estés en lo alto de la montaña, mira hacia adelante. Yo estaré en lo alto de la montaña de al lado, voy a pasar toda la noche con una hoguera encendida para ti. Mira el fuego, piensa en nuestra amistad, y eso te mantendrá caliente. Lo conseguirás y después yo te pediré algo a cambio.

»Ali superó la prueba, cogió el dinero y fue hasta la casa de su amigo.

»—Me dijiste que querías que te pagase.

»Aydi respondió:

»—Sí, pero no con dinero. Prométeme que, si en algún momento el viento frío pasa por mi vida, encenderás para mí el fuego de la amistad.»

Le agradezco el detalle, le digo que ahora estoy ocupado, pero que, si quiere ir hasta la única tarde de firmas que voy a dar en Moscú, será un gran placer firmarle alguno de sus libros.

—No he venido para eso. Sé que vas a cruzar Rusia en tren y voy a ir contigo. Cuando leí tu primer libro, oí una voz que me decía que una vez tú encendiste para mí un fuego sagrado y que un día tendría que retribuirte por ello. He soñado muchas noches con ese fuego y pensé en ir hasta Brasil a buscarte. Sé que necesitas ayuda y estoy aquí para eso.

La gente que está conmigo se ríe. Yo procuro ser gentil y le digo que nos veremos al día siguiente. El editor le explica que hay alguien esperándome, aprovecho la disculpa y me despido.

—Me llamo Hilal —dice ella, antes de irse.

Diez minutos después subo a mi habitación. Ya he olvidado a la chica que me abordó fuera. No recuerdo su nombre y, si volviese a encontrarla ahora, sería incapaz de reconocerla. Pero algo me había dejado ligeramente incómodo. Sus ojos reflejaban amor y muerte al mismo tiempo.

Me quedo totalmente desnudo, abro la ducha y me meto debajo del agua; uno de mis rituales favoritos.

Coloco la cabeza de tal manera que lo único que puedo escuchar es el ruido del agua en mis oídos; eso me aparta de todo. Me transporta a otro mundo. Como un maestro que presta atención a cada instrumento de la orquesta, empiezo a distinguir cada sonido, que se transforma en palabras que no puedo comprender, pero que sé que existen.

El cansancio, la ansiedad, la desorientación de estar cambiando tan a menudo de país… todo desaparece. Cada día que pasa veo que el largo viaje está surtiendo el efecto deseado. J. tenía razón, me estaba dejando envenenar lentamente por la rutina del día a día: los baños eran simplemente para limpiar la piel, las comidas servían para alimentar mi cuerpo, las caminatas no tenían otro objetivo que evitar problemas de corazón en el futuro.

Ahora las cosas están cambiando; imperceptiblemente, pero están cambiando. Las comidas son momentos en los que puedo reverenciar la presencia y las enseñanzas de los amigos, las caminatas han vuelto a ser una meditación sobre el momento presente, y el ruido del agua en mis oídos silencia mi pensamiento, me tranquiliza y me hace redescubrir que son los pequeños gestos cotidianos los que nos acercan a Dios, siempre que sepa dar a cada uno de ellos el valor que merece.

Cuando J. me dijo: «Deja la comodidad y ve en busca de tu reino», me sentí traicionado, confuso, abandonado. Esperaba una solución o una respuesta a mis dudas, algo que me confortase y me dejase de nuevo en paz con mi alma. Todos los que se lanzan en busca de su reino saben que no van a encontrar nada de eso, sólo desafíos, largos períodos de espera, cambios inesperados, o, lo que es peor, tal vez no encuentren nada.

«Estoy exagerando. Si buscamos algo, ese algo también nos está buscando.»

Aun así, hay que estar preparado para todo. En este momento tomo la decisión que faltaba: si no encuentro nada en este viaje en tren, seguiré adelante, porque desde aquel día en el hotel en Londres entendí que mis raíces estaban listas, pero el alma moría poco a poco por algo muy difícil de detectar y todavía más difícil de curar.

La rutina.

La rutina no tiene nada que ver con la repetición. Para alcanzar la excelencia en cualquier cosa en la vida, hay que repetir y practicar.

Practicar y repetir, aprender la técnica de tal manera que se vuelva intuitiva. Eso lo aprendí siendo todavía un niño, en una ciudad del interior de Brasil, adonde mi familia iba a pasar las vacaciones de verano. A mí me fascinaba el trabajo de un herrero que vivía cerca: me sentaba y permanecía, durante lo que me parecía una eternidad, viendo cómo su martillo caía sobre el acero caliente, soltando chispas a su alrededor, como fuegos artificiales. Una vez me preguntó:

—¿Crees que hago siempre lo mismo?

Le dije que sí.

—Te equivocas. Cada vez que bajo el martillo, la intensidad del golpe es diferente, a veces más dura, a veces más suave. Pero lo he aprendido después de repetir este gesto durante muchos años. Hasta que ha llegado el momento en que no lo pienso y dejo que la mano guíe mi trabajo.

Nunca he olvidado aquella frase.

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