Aleph

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Compartiendo almas

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Compartiendo almas

Miro a cada uno de mis lectores, tiendo la mano, les agradezco que estén allí. Mi cuerpo puede estar peregrinando, pero cuando mi alma vuela de un lugar a otro nunca estoy solo: es mucha la gente que he conocido y que ha entendido mi alma a través de los libros. No soy un extranjero aquí en Moscú, como tampoco lo fui en Londres, Sofía, Túnez, Kiev, Santiago de Compostela, Guimarães y todas las ciudades en las que he estado en este mes y medio.

Oigo una discusión insistente detrás de mí; procuro concentrarme en lo que estoy haciendo. La pelea, sin embargo, no parece ir a menos. Finalmente me vuelvo hacia atrás y le pregunto al editor qué es lo que sucede.

—La chica de ayer. Dice que quiere quedarse aquí cerca como sea.

No recuerdo a la chica de ayer. Pero le pido que hagan lo que sea para detener la discusión. Sigo firmando libros.

Alguien se sienta cerca de mí; uno de los guardias de seguridad de la librería viene a echar a esa persona y empieza una nueva pelea. Yo dejo lo que estoy haciendo.

A mi lado está la chica cuyos ojos revelan amor y muerte. Por primera vez reparo en ella: cabello negro, entre veintidós y veintinueve años (soy pésimo para calcular edades), chaqueta de cuero viejo, vaqueros, zapatillas deportivas.

—Ya hemos visto lo que tiene dentro de la mochila —dice el guardia de seguridad—. No hay problema. Pero no puede estar aquí.

Ella sólo sonríe. Un lector que está delante de mí espera al final de la conversación para que yo pueda firmar sus libros. Me doy cuenta de que la chica no va a irse de ninguna manera.

—Hilal, ¿te acuerdas? He venido a encender el fuego sagrado.

Le digo que la recuerdo, lo cual es mentira. La gente de la fila empieza a impacientarse, el lector que está delante de mí le dice algo en ruso y, por el tono de su voz, noto que no ha sido nada agradable.

En portugués hay un famoso proverbio: «Lo que no tiene remedio, remediado está.» Como no tengo tiempo para discusiones ahora y he de tomar una decisión rápida, sólo le digo que se aparte un poco de modo que yo pueda tener algo de intimidad con la gente que está allí. Ella obedece, se levanta y permanece discretamente de pie, a una distancia razonable.

Segundos después ya me he olvidado de ella y estoy otra vez concentrado en lo que hago. Todos me lo agradecen, yo también les doy las gracias y esas cuatro horas pasan como si estuviese en el Paraíso. Cada hora salgo a fumar un cigarrillo, pero no estoy cansado en absoluto. Siempre que termino una tarde de firmas parece que he recargado mis baterías y que tengo más energía que nunca.

Al final, pido un aplauso por la excelente organización. Es hora de seguir hacia el siguiente compromiso. La chica cuya existencia ya había olvidado se dirige de nuevo hacia mí.

—Tengo algo importante que mostrarte.

—Va a ser imposible —respondo—. Tengo una cena.

—No va a ser imposible —contesta—. Soy Hilal, la que ayer te esperaba en la puerta del hotel. Y puedo mostrarte lo que quiero aquí y ahora, mientras te preparas para salir.

Antes de que yo pueda reaccionar, ella saca un violín de la mochila y empieza a tocar.

Los lectores que ya se estaban apartando se vuelven hacia aquel concierto inesperado. Hilal toca con los ojos cerrados, como si estuviese en trance. Miro el arco moviéndose de un lado a otro, tocando las cuerdas en un solo punto y haciendo que las notas de una melodía que nunca he escuchado empiecen a decirme algo que no sólo yo, sino todos los que estamos allí, necesitamos escuchar. Hay momentos de pausa, momentos de éxtasis, momentos en que todo su cuerpo baila con el instrumento, pero la mayor parte del tiempo sólo mueve el tronco y las manos.

Cada nota deja en cada uno de nosotros un recuerdo, pero es toda la melodía la que cuenta una historia. La historia de alguien que quería acercarse a otra persona, que fue rechazado unas cuantas veces y que aun así continuó insistiendo. Mientras Hilal toca, recuerdo los muchos momentos en los que la ayuda llegó justamente de aquellas personas que yo pensaba que nada iban a aportar a mi vida.

Cuando acaba de tocar no hay aplausos, sólo un silencio que casi se puede tocar.

—Gracias —digo.

—He compartido un poco mi alma, pero todavía falta mucho para cumplir mi misión. ¿Puedo ir contigo?

Por lo general, tengo dos reacciones ante la gente que insiste mucho. O me aparto inmediatamente, o me dejo fascinar por completo. No puedo decirle a nadie que los sueños son imposibles. Tampoco todos tienen la fuerza de Mónica en aquel bar de Cataluña y, si consigo convencer a una sola persona para que deje de luchar por algo que está seguro que merece la pena, acabaré por convencerme a mí mismo también, y toda mi vida saldrá perdiendo por eso.

Había sido un día gratificante. Llamo al embajador y le pregunto si es posible incluir a un invitado más en la cena. Gentilmente me dice que mis lectores me representan.

Aunque el ambiente es formal, el embajador de Brasil en Rusia hace que todos los presentes se sientan cómodos. Hilal aparece con un vestido que, al menos yo, considero de pésimo gusto, lleno de colores y que contrasta drásticamente con la sobriedad de los otros invitados. Sin saber muy bien dónde colocar a la invitada de última hora, los organizadores acaban escogiendo el lugar de honor, al lado del anfitrión.

Antes de dirigirnos a la mesa, mi mejor amigo ruso, un empresario, me explica que vamos a tener problemas con la subagente de Mónica, que se ha pasado todo el cóctel previo a la cena discutiendo por teléfono con su marido.

—¿Sobre qué exactamente?

—Parece ser que habías quedado en ir al club del que él es gerente, pero que lo cancelaste.

Realmente en mi agenda había escrito algo como «concertar el menú del viaje por Siberia», la menor y más irrelevante de mis preocupaciones aquella tarde en la que sólo había recibido energía positiva. Cancelé la reunión, que me pareció surrealista; nunca he concertado los menús. Preferí volver al hotel, darme una ducha y sentir de nuevo el ruido del agua llevándome a lugares que no sé explicarme ni siquiera a mí mismo.

Sirven la comida, las conversaciones paralelas se desarrollan de forma natural en la mesa y, en un momento dado, la embajadora pregunta amablemente quién es Hilal.

—Nací en Turquía y vine a estudiar violín a Ekaterinburg a los doce años. ¿Tiene usted idea de cómo se selecciona a los músicos?

No. Las conversaciones paralelas parecen haber disminuido. Tal vez todos están interesados en aquella chica inoportuna con su horrible vestido.

—Cualquier niño que empieza a tocar un instrumento practica un cierto número de horas a la semana. Con la práctica, todos pueden llegar a formar parte de una orquesta algún día. Sin embargo, a medida que van creciendo, algunos empiezan a practicar más que otros. Finalmente, destaca un pequeño grupo, que toca casi cuarenta horas a la semana. Siempre hay emisarios de grandes orquestas que visitan escuelas de música y van en busca de nuevos talentos, a los que invitan a hacerse profesionales. Ése fue mi caso.

—Por lo visto, encontraste tu vocación —dice el embajador—. No todo el mundo tiene esa oportunidad.

—No fue exactamente mi vocación. Empecé a tocar muchas horas a la semana porque me violaron cuando tenía diez años.

La conversación en la mesa cesa por completo. El embajador intenta cambiar de tema y comenta que Brasil está negociando con Rusia la exportación de maquinaria pesada. Pero nadie, absolutamente nadie, está interesado en la balanza comercial de mi país. Me toca a mí retomar el hilo de la historia.

—Hilal, si no te importa, creo que a todos les interesa muchísimo esa relación entre una niña violada y una virtuosa del violín.

—¿Qué significa tu nombre? —pregunta la embajadora, en una desesperada tentativa de cambiar definitivamente el rumbo de la conversación.

—En turco significa luna nueva. Es el dibujo de la bandera de mi país. Mi padre era un nacionalista radical. Casualmente, es un nombre más apropiado para hombres que para mujeres. Creo que en árabe tiene otro significado, pero no lo conozco bien.

Yo no me doy por vencido:

—Pero, volviendo al tema de antes, ¿te importa contarnos tu historia? Estamos en familia.

¿En familia? La mayoría de aquellas personas se habían conocido durante la cena.

Todos parecen ocupadísimos con sus platos, tenedores y copas, y fingen que están concentrados en la comida, pero en realidad están locos por escuchar el resto de la historia. Hilal responde como si estuviese hablando de la cosa más natural del mundo:

—Fue un vecino, un señor que todos consideraban amable y servicial, la mejor persona para los momentos difíciles. Estaba casado y tenía dos hijas de mi edad. Siempre que iba a su casa a jugar con las niñas me sentaba en su regazo y me contaba bonitas historias. Pero, mientras lo hacía, su mano paseaba por mi cuerpo, lo cual al principio entendí como una demostración de cariño. A medida que el tiempo pasaba, empezó a tocar mi sexo y a pedirme que le tocase el suyo, cosas de ese tipo.

Mira a las otras cinco mujeres de la mesa y dice:

—Pienso que por desgracia no es algo tan extraño, ¿no creéis?

Ninguna responde. Mi instinto me dice que al menos una o dos han experimentado lo mismo.

—En fin, el problema no fue sólo ése. Lo peor fue que a mí empezó a gustarme aquello, aun sabiendo que estaba mal. Hasta que un día decidí no volver más allí, aunque mis padres insistieran en que debería jugar más con las hijas de mi vecino. Entonces yo estaba aprendiendo a tocar el violín y les expliqué que no iba bien en las clases y que tenía que practicar más. Empecé a tocar de forma compulsiva, desesperada.

Nadie se mueve, nadie sabe muy bien qué decir.

—Y como llevaba esa culpa dentro de mí, porque las víctimas terminan por considerarse los verdugos, decidí castigarme hasta ahora. Desde que me considero mujer, me puse a buscar, en todas mis relaciones con hombres, el sufrimiento, el conflicto, la desesperación.

Finalmente me mira a mí. Toda la mesa se da cuenta.

—Pero eso ahora va a cambiar, ¿verdad?

Yo, que hasta aquel momento dirigía la situación, pierdo el control. Todo lo que hago es murmurar un «espero que sí» y derivar súbitamente la conversación hacia el hermoso edificio en el que se ubica la embajada de Brasil en Rusia.

A la salida le pregunto a Hilal dónde está hospedada y le digo a mi amigo empresario si le importa llevarla a casa antes de dejarme en el hotel. Él está de acuerdo.

—Gracias por el concierto. Gracias por haber compartido tu historia con gente que jamás has visto en tu vida. Cada mañana, cuando tu mente todavía esté vacía, dedícale un poco de tiempo a lo Divino. El aire contiene una fuerza cósmica que cada cultura llama de una manera diferente, pero eso no tiene importancia. Lo importante es hacer lo que te estoy diciendo ahora. Inspira hondo y pide que todas las bendiciones que están en el aire entren en tu cuerpo y se dispersen por cada célula. Espira lentamente, proyectando mucha alegría y mucha paz a tu alrededor. Repite lo mismo diez veces. Te estarás curando a ti misma y contribuyendo a curar el mundo.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. Haz el ejercicio. Borrarás poco a poco lo que sientes respecto al amor. No te dejes destruir por una fuerza que fue puesta en nuestros corazones para mejorarlo todo. Inspira absorbiendo lo que hay en los cielos y en la tierra. Espira esparciendo belleza y fecundidad. Créeme, dará resultado.

—Pero no he venido hasta aquí para aprender un ejercicio que puedo encontrar en cualquier libro de yoga —dice Hilal con irritación.

Fuera iba desfilando Moscú. En verdad, lo que realmente me gustaría sería andar por aquellas calles, tomar un café, pero el día había sido largo y tenía que levantarme temprano al día siguiente para una serie de compromisos.

—Entonces voy a ir contigo, ¿verdad?

¡No es posible! ¿Es que no puede hablar de otra cosa? La he conocido hace poco más de veinticuatro horas —si es que podemos llamarle «conocer» a un contacto tan insólito como aquél—. Mi amigo se ríe. Yo intento ser más serio.

—Mira: te he llevado a la cena del embajador. No estoy haciendo este viaje para promocionar mis libros, sino…

Dudo un poco.

—… por una cuestión personal.

—Lo sé.

Por la manera en que pronuncia la frase tengo la impresión de que realmente lo sabía. Pero prefiero no creer en mis instintos.

—Ya he hecho sufrir a muchos hombres y he sufrido mucho —continúa Hilal—. La luz del amor sale de mi alma, pero no puede seguir adelante: está bloqueada por el dolor. Por más que inspire y espire todas las mañanas el resto de mi vida, no voy a ser capaz de resolver esto. He intentado expresar ese amor a través del violín, pero tampoco es suficiente. Sé que tú me puedes curar y que puedo curar lo que tú sientes. Encendí el fuego en la montaña de al lado, puedes contar conmigo.

¿Por qué decía aquello?

—Aquello que nos hiere es aquello que nos cura —continúa—. La vida ha sido muy dura conmigo, pero al mismo tiempo me ha enseñado mucho. Aunque no lo veas, mi cuerpo está llagado, y las heridas abiertas sangran todo el tiempo. Me despierto cada mañana con ganas de morir antes de que acabe el día, pero sigo viva, sufriendo y luchando, luchando y sufriendo, aferrándome a la certeza de que todo esto va a terminar algún día. Por favor, no me dejes aquí sola. Este viaje es mi salvación.

Mi amigo frena el coche, mete la mano en el bolsillo y le da todo su dinero a Hilal.

—El tren no es suyo —dice—. Toma, creo que es más que suficiente para un billete de segunda clase y para hacer tres comidas al día.

Y volviéndose hacia mí:

—Sabes el momento por el que estoy pasando. La mujer que yo amaba murió y, por más que inspire y espire el resto de mi vida, nunca voy a conseguir ser feliz. Mis heridas están abiertas, mi cuerpo está llagado. Entiendo perfectamente lo que dice esta chica. Sé que estás haciendo este viaje por alguna razón que desconozco, pero no la dejes así. Si crees en las palabras que escribes, permite que las personas que te rodean crezcan contigo.

—Perfecto, el tren no es mío. Has de saber que voy a estar siempre rodeado de gente y que rara vez tendremos tiempo para charlar.

Mi amigo arranca otra vez el coche y conduce en silencio durante más de quince minutos. Llegamos a una calle que da a una plaza arbolada. Ella le explica dónde debe aparcar, sale, se despide de mi amigo. Yo salgo del coche y la acompaño hasta la puerta del edificio en el que está hospedada, en casa de unos amigos.

Me da un rápido beso en la boca.

—Tu amigo se equivoca pero, si yo me mostrase alegre, me pediría que le devolviese el dinero —dice, sonriendo—. No sufro tanto como él. Es más, nunca he sido tan feliz como ahora, porque he seguido las señales, he tenido paciencia y sé que eso va a cambiarlo todo.

Se vuelve y entra.

Es en ese momento, mientras camino de regreso al coche y miro a mi amigo, que ha salido a fumar un cigarrillo y está sonriendo porque ha visto el beso, escucho el viento que sopla en los árboles renovados por la fuerza de la primavera, consciente de que estoy en una ciudad que amo sin conocerla muy bien, busco un cigarrillo en mi bolsillo y pienso que mañana empiezo una aventura que soñé hace mucho tiempo. En ese momento…

… En ese momento me viene a la cabeza la predicción que hizo el vidente que conocí en casa de Veronique. Dijo algo sobre Turquía, pero no puedo recordar exactamente qué.

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