Aleph

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Los soñadores no pueden ser domados

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Los soñadores no pueden ser domados

Yao me está llamando.

—Ha llegado el periodista.

Todavía es de día, el tren está parado en una estación. Me levanto aturdido, entreabro la puerta y veo a mi editor al otro lado.

—¿Cuánto tiempo he dormido?

—Creo que todo el día. Son las cinco de la tarde.

Le explico que necesito tiempo para ducharme y despertarme de verdad, para no decir cosas de las que después me arrepentiré.

—No te preocupes. El tren va a estar aquí parado durante una hora.

Menos mal que estamos parados: ducharse con el balanceo del vagón es una tarea difícil y peligrosa, puedo resbalar, hacerme daño y terminar el viaje de la manera más tonta posible (con un artefacto ortopédico, por ejemplo). Siempre que entro en esa ducha, tengo la misma sensación que si estuviese sobre una tabla de surf. Pero hoy ha sido fácil.

Quince minutos después salgo, tomo un café con todos, me presentan al periodista y le pregunto cuánto tiempo necesita para la entrevista.

—Acordamos una hora. Mi idea es acompañaros hasta la siguiente estación y…

—Diez minutos. Después puede usted bajarse aquí mismo, no quiero complicarle la vida.

—Pero no…

—No quiero complicarle la vida —respondo. En realidad, no debería haber aceptado ninguna entrevista, pero me comprometí en un momento en el que no lo pensé bien. Mi objetivo en este viaje es otro.

El periodista mira al editor, que se vuelve hacia la ventana. Yao pregunta si la mesa es un buen lugar para la grabación.

—Yo preferiría el espacio que da a las puertas del tren.

Hilal me mira; allí está el Aleph.

Pero ¿es que no se cansa de estar todo el rato en esa mesa? Me pregunto si, después de tocar y de enviarme hacia un lugar sin tiempo ni espacio, se quedó viéndome dormir. Tendremos tiempo, bastante tiempo, para hablar después.

—Perfecto —respondo—. Puede montar la cámara. Pero sólo por curiosidad: ¿por qué en un cubículo tan pequeño, tan ruidoso, cuando podría ser aquí?

El periodista y el cámara, sin embargo, ya se dirigen hacia el lugar, y nosotros los seguimos.

—¿Por qué en este espacio tan pequeño? —insisto mientras se ponen a montar el equipo.

—Para darle un sentido de realidad al espectador. Aquí suceden todas las historias del viaje. La gente sale de sus compartimentos y, como el pasillo es estrecho, vienen a hablar aquí. Los fumadores se reúnen. Alguien que ha concertado una cita y que no quiere que los demás lo sepan. Todos los vagones tienen estos espacios en ambos lados.

El cubículo en ese momento está ocupado por mí, el cámara, el editor, el traductor, Hilal y un cocinero que ha venido para asistir a la conversación.

—Sería mejor un poco de privacidad.

Aunque una entrevista para la tele sea lo menos privado del mundo, el editor y el cocinero se apartan. Hilal y el traductor no se mueven.

—¿Te puedes mover un poco hacia la izquierda?

No, no puedo. Allí está el Aleph, creado por las muchas personas que han estado en este lugar. Aunque Hilal esté a una distancia segura y, aun sabiendo que la inmersión en el punto único sólo podría ser provocada si estuviéramos allí juntos, creo que es mejor no arriesgarse.

La cámara está encendida.

—Antes de empezar, dijo usted que las entrevistas y la promoción no eran el objetivo de este viaje. ¿Puede explicarnos por qué decidió hacer la ruta del Transiberiano?

—Porque me apetecía. Un sueño de adolescente. Por nada en especial.

—Por lo que veo, un tren como éste no es el lugar más cómodo del mundo.

Acciono mi piloto automático y empiezo a responder sin pensar demasiado. Las preguntas siguen: sobre la experiencia, las expectativas, los encuentros con los lectores. Voy respondiendo con paciencia, respeto, pero deseo que acabe cuanto antes. Mentalmente calculo que ya han pasado diez minutos, pero él sigue preguntando. Discretamente, de manera que la cámara no lo recoja, hago una señal con la mano para decir que estamos llegando al final. Se queda un poco desconcertado, pero no se inmuta.

—¿Viaja usted solo?

La luz «¡Alerta!» se enciende. Por lo visto ya corre el rumor. Y me doy cuenta de que éste es el ÚNICO motivo de la entrevista inesperada.

—Por supuesto que no. ¿No ha visto cuánta gente había alrededor de la mesa?

—Pero, por lo visto, la spalla del Conservatorio de Ekaterinburg…

Buen periodista, ha dejado la pregunta más complicada para el final. Sin embargo, ésta no es la primera entrevista de mi vida y lo interrumpo:

—… sí, va en este tren. —No dejo que continúe—. Cuando lo supe, la invité a visitar nuestro vagón siempre que quisiera. Me encanta la música.

Señalo a Hilal.

—Es una joven con mucho talento, que de vez en cuando nos concede el placer de escucharla al violín. ¿No quiere entrevistarla? Estoy seguro de que estará encantada de contestar a sus preguntas.

—Si me da tiempo…

No, él no está allí para hablar de música, pero decide no insistir y cambia de tema.

—¿Qué es Dios para usted?

—El que conoce a Dios no lo describe. El que describe a Dios no lo conoce.

¡Hala!

La frase me sorprende. Aunque ya me lo han preguntado infinidad de veces, la respuesta del piloto automático es siempre: «Cuando Dios se definió a Moisés, le dijo: “Yo soy.” Así que no es el sujeto ni el predicado, sino el verbo, la acción.»

Yao se acerca.

—Perfecto, hemos acabado la entrevista. Muchas gracias por su tiempo.

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