Aleph

Aleph


Neutralizando la fuerza sin movimiento

Página 21 de 30

Neutralizando la fuerza sin movimiento

Una mujer con algunos —mejor dicho, muchos— kilos de más, excesivamente maquillada y vestida con traje típico, canta canciones de la región. Espero que todos se estén divirtiendo, la fiesta es genial; cada kilómetro del viaje me hace estar más eufórico.

Hubo un momento durante la tarde en el que la persona que yo era antes de empezar el viaje estuvo a punto de caer en una crisis depresiva, pero después me repuse; si Hilal me había perdonado, no debía de ninguna manera culparme a mí mismo. No es fácil ni importante volver al pasado y reabrir las cicatrices de allí. La única justificación es saber que ese conocimiento me va a ayudar a entender mejor el presente.

Desde el final de la tarde de firmas, busco las palabras exactas para conducir a Hilal hacia la verdad. Lo malo de las palabras es que nos dan la sensación de que podemos hacernos comprender y entender lo que los demás dicen. Pero, al volvernos y vernos cara a cara con nuestro destino, descubrimos que no son suficientes. ¡Cuántas personas conozco que son maestras cuando hablan pero incapaces de vivir lo que predican! Además, una cosa es describir una situación y otra experimentarla. Por eso hace mucho que entendí que un guerrero en busca del sueño se inspira en lo que hace, y no en lo que imagina que va a hacer. No vale de nada decirle a Hilal lo que vivimos juntos; las palabras para describir ese tipo de cosas ya están muertas antes de salir de nuestra boca.

Vivir la experiencia de aquel subterráneo, de la tortura y de la muerte en la hoguera no la va a ayudar; al contrario, puede hacerle un daño terrible. Todavía nos quedan algunos días por delante; descubriré la mejor manera de hacerle entender nuestra relación, sin pasar necesariamente por todo ese sufrimiento de nuevo.

Puedo escoger mantenerla en la ignorancia y no contarle nada. Pero presiento, sin ninguna razón lógica para ello, que la verdad también la va a liberar de muchas cosas que está experimentando en esta reencarnación. La decisión que tomé de viajar al notar que mi vida ya no fluía como un río hacia el mar no fue casual. Lo hice porque todo a mi alrededor amenazaba con quedarse estancado. Tampoco fue accidental que ella comentase que sentía lo mismo.

Así, Dios tiene que trabajar a mi lado y mostrarme una forma de decirle la verdad. Toda la gente de mi vagón experimenta diariamente una nueva etapa en sus vidas. Mi editora parece más humana y menos defensiva. Yao, que en este momento fuma un cigarrillo a mi lado y mira hacia la pista de baile, debe de estar contento por mostrarme cosas que ya olvidé, y de esa manera recordar todo lo que aprendió. Pasamos la mañana en otra academia que ha conseguido encontrar aquí en Irkutsk, practicamos juntos aikido y al final de la lucha me dice:

—Debemos estar preparados para recibir los ataques del enemigo y ser capaces de mirar a los ojos de la muerte para que ilumine nuestro camino.

Ueshiba tiene muchas frases que guían los pasos de aquellos que se dedican al Camino de la Paz. Sin embargo, Yao escogió una que tiene relación directa con el momento que viví la noche pasada: mientras Hilal dormía en mis brazos, vi su muerte y ella iluminaba mi camino.

No sé si Yao tiene algún procedimiento para sumergirse en un mundo paralelo y seguir lo que me está pasando. Aunque es la persona con la que más hablo (Hilal charla cada vez menos, aunque he vivido con ella experiencias extraordinarias), todavía no lo conozco muy bien. Pienso que de poco valió decirle que los seres queridos no desaparecen, que sólo pasan a una dimensión diferente. Parece seguir con el pensamiento fijo en su mujer, y lo único que me queda por hacer es recomendarle un excelente médium que vive en Londres. Allí va a encontrar todas las respuestas que necesita, y todas las señales que confirman lo que yo le dije respecto a la eternidad del tiempo.

Estoy seguro de que todos tenemos una razón para estar aquí, en Irkutsk, después de decidir en un restaurante de Londres, sin pensarlo mucho, que era necesario cruzar Asia en tren. Vivencias como éstas sólo se dan cuando todas las personas ya se han conocido en algún lugar del pasado y caminan juntas hacia la libertad.

Hilal está bailando con un chico de su edad. Ha bebido un poco, muestra una alegría excesiva y, más de una vez esta noche, ha venido a decirme que se arrepentía de no haber traído el violín. Realmente es una pena. Esta gente se merecía el encanto y el hechizo de la gran spalla de uno de los conservatorios más respetados de Rusia.

La cantante gorda sale del palco, la orquesta sigue tocando y el público salta y grita el estribillo: «¡Kaláshnikov! ¡Kaláshnikov!» Si el tema de Goran Bregovic no fuera tan conocido, quien nos viera desde fuera diría que una banda de terroristas estaba conmemorando algo, pues ése es el nombre de los rifles de asalto AK-47, en homenaje a su creador, Mikhail Kaláshnikov.

El chico y Hilal están agarrados, a un paso de besarse. Aunque no estén tan cerca, sé que mis compañeros de viaje se preocupan por ello; tal vez a mí no me guste.

Pero me encanta.

Ojalá fuese verdad, que ella encontrase a alguien soltero, que pudiera hacerla feliz, que no intentase interrumpir su brillante carrera, que fuera capaz de abrazarla en una puesta de sol y que no olvidase encender el fuego sagrado cuando ella necesitara ayuda. Se lo merece.

—Puedo curarte esas marcas que tienes en el cuerpo —dice Yao, mientras observamos a la gente bailando—. La medicina china tiene algunos remedios para eso.

No puede.

—No es tan grave. Aparecen y desaparecen cada vez con menos frecuencia. El eccema numular no tiene cura.

—En la cultura china, decimos que sólo les salen a soldados que en una reencarnación anterior fueron quemados durante la batalla.

Yo sonrío. Yao me mira y me devuelve la sonrisa. No sé si comprende lo que está diciendo. Ésas son las marcas que permanecerán siempre conmigo, desde aquella mañana en el subterráneo. Cuando me vi como el escritor francés de mediados del siglo XIX, noté en la mano que sujetaba la pluma el mismo tipo de eccema, cuyo nombre deriva de la forma de las heridas, semejantes a pequeñas monedas romanas (nummulus).

O semejantes a quemaduras de brasas.

La música para. Es la hora de salir a cenar. Yo me acerco a Hilal e invito a su compañero de baile a que nos acompañe; será uno de los lectores escogidos de esta noche. Hilal me mira con sorpresa.

—Ya has invitado a otros.

—Siempre hay sitio para uno más —digo.

—No siempre. No todo en esta vida es un largo tren con pasajes a la venta para todos.

Aunque no nos entienda muy bien, el chico empieza a desconfiar de que hay algo raro en nuestra conversación. Dice que ha prometido cenar con su familia. Decido bromear un poco.

—¿Has leído a Maiakovski? —le pregunto.

—Ya no es obligatorio en las escuelas. Su poesía estaba al servicio del gobierno.

Tenía razón. Aun así, yo adoraba a Maiakovski cuando tenía su edad. Y conocía algo de su vida.

Mis editores se acercan, temerosos de que esté provocando una pelea por celos. Como en muchas situaciones en la vida, las cosas siempre parecen exactamente lo que no son.

—Se enamoró de la esposa de su editor, una bailarina —digo, en tono de provocación—. Un amor violento y fundamental para que su obra perdiese importancia política o ganase en humanidad. Escribía poemas y cambiaba los nombres. El editor sabía que se referían a su mujer, pero aun así seguía publicando sus libros. Ella amaba a su marido y también amaba a Maiakovski. La solución que encontraron fue vivir los tres juntos, muy felices.

—¡Yo también amo a mi marido y te amo a ti! —bromea la mujer de mi editor—. ¡Vente a vivir a Rusia!

El chaval entendió la indirecta.

—¿Es tu novia? —pregunta.

—Estoy enamorado de ella desde hace por lo menos quinientos años. Pero la respuesta es no: ella está libre y suelta como un pájaro. Una chica con una brillante carrera por delante que todavía no ha encontrado a alguien que la trate con el amor y el respeto que merece.

—¿Qué tonterías estás diciendo? ¿Crees que necesito a alguien que me busque un hombre?

El muchacho confirma que tiene una cena con su familia, da las gracias y se marcha. Los otros lectores invitados se acercan y salimos hacia el restaurante a pie.

—Permíteme que te comente algo —dice Yao mientras cruzamos la calle—. Te has portado mal con ella, con el muchacho y contigo mismo. Con ella, porque no has respetado el amor que siente por ti. Con el muchacho, porque es tu lector y se ha sentido manipulado. Y contigo mismo, porque lo único que te ha motivado ha sido el orgullo de querer demostrar que eres más importante. Si fuera por celos, estarías disculpado, pero no ha sido por eso. Sólo lo has hecho para demostrar a tus amigos y a mí que no te importa en absoluto, lo cual no es verdad.

Yo asiento. No siempre el progreso espiritual viene acompañado de sabiduría humana.

—Y para terminar —continúa Yao—, Maiakovski fue lectura obligatoria para mí. Así que todos sabemos que ese estilo de vida no salió bien: se suicidó de un tiro en la cabeza antes de cumplir cuarenta años.

Ya hay cinco horas de diferencia respecto al punto de partida. En el momento en el que nos pusimos a cenar en Irkutsk, la gente ya estaba acabando de comer en Moscú. Aunque la ciudad tenga su encanto, el clima parece más tenso que dentro del tren. Tal vez a estas alturas ya nos hayamos acostumbrado a nuestro pequeño mundo alrededor de una mesa que viaja hacia un punto definido, y cada parada significa dejar nuestro camino.

Hilal está de pésimo humor después de lo que ha sucedido en la fiesta. Mi editor no deja el móvil y discute furiosamente con alguien al otro lado de la línea; Yao me tranquiliza diciéndome que hablan de distribución de libros. Los tres lectores invitados parecen más tímidos que de costumbre.

Pedimos que nos traigan bebida. Uno de los lectores nos recomienda cautela; aquello es una mezcla de vodka de Mongolia y de Siberia y al día siguiente tendremos que soportar las consecuencias. Pero todos necesitan beber para aliviar la tensión. Tomamos el primer vaso, el segundo, y antes de que llegue la comida ya pedimos otra botella. Finalmente, el lector que nos ha advertido sobre el vodka decide que no va a ser él el único sobrio y se toma tres seguidos, mientras todos le aplaudimos. La alegría se instala entre nosotros, salvo por Hilal, que sigue con cara de enfado a pesar de haber bebido tanto como el resto del grupo.

—Qué asco de ciudad —dice el lector que era abstemio hasta dos minutos antes y que ahora tiene los ojos rojos—. ¿Visteis la calle que había frente al restaurante?

Me fijé en una serie de casas de madera hermosamente talladas, lo cual era rarísimo encontrar hoy en día. Un museo arquitectónico al aire libre.

—No me refiero a las casas, me refiero a la calle.

Realmente la calzada no era de las mejores. Y en algunos sitios noté olor de alcantarilla.

—La mafia controla esta parte de la ciudad —continúa—. Quieren comprarla y derrumbarlo todo para construir sus horrendas zonas residenciales. Como hasta ahora la gente no ha aceptado vender sus casas ni sus terrenos, ellos no permiten que urbanicen el barrio. Esta ciudad existe desde hace cuatrocientos años, recibió a los extranjeros que negociaban con China con los brazos abiertos, era respetada por los comerciantes de diamantes, oro y pieles, pero ahora la mafia intenta instalarse aquí y acabar con eso, aunque el gobierno lucha contra la…

«Mafia» es una palabra universal. El editor sigue ocupado con su interminable llamada telefónica, la editora se queja del menú, Hilal finge que está en otro planeta, pero Yao y yo nos damos cuenta de que un grupo de hombres en la mesa de al lado empieza a prestar atención a nuestra conversación.

Paranoia. Pura paranoia.

El lector sigue bebiendo y quejándose sin parar. Sus dos amigos están de acuerdo con todo lo que dice. Hablan mal del gobierno, del estado de las carreteras, del pésimo mantenimiento del aeropuerto. Nada que ninguno de nosotros no diría de nuestras propias ciudades, sólo que ellos repiten la palabra «mafia» en cada una de las quejas. Yo intento cambiar de tema, les pregunto sobre los chamanes de la región (Yao se alegra, ve que no me he olvidado, aunque no le haya confirmado nada) y los chicos siguen hablando de la «mafia de los chamanes», la «mafia de los guías turísticos». Para entonces ya han traído la tercera botella de vodka mongolsiberiano y están todos exaltados hablando de política, en inglés, para que yo pueda entender lo que dicen, o para evitar que las mesas vecinas sigan la conversación. El editor termina la llamada y se mete en la discusión, la editora se entusiasma, Hilal se bebe un vaso tras otro. Sólo Yao se mantiene sobrio, la mirada aparentemente perdida, intentando disimular su preocupación. Yo paro en el tercer vaso y no tengo la menor intención de seguir adelante.

Y lo que parecía paranoia se convierte en realidad. Uno de los hombres de la otra mesa se levanta y se acerca a nosotros.

No dice nada. Sólo mira a los chicos que hemos invitado a cenar y en ese momento la conversación se detiene. Todos parecen sorprendidos con su presencia. Mi editor, ya un poco tocado por la bebida y por los problemas en Moscú, pregunta algo en ruso.

—No, no soy su padre —responde el extraño—. Pero no sé si tiene edad para beber de esa manera. Y decir cosas que no son verdad.

Su inglés es perfecto, con el acento afectado del que ha estudiado en uno de esos carísimos colegios de Inglaterra. Las palabras han sido pronunciadas en un tono frío, sin la menor emoción ni agresividad.

Sólo un loco amenaza. Sólo otro loco se siente amenazado. Cuando las cosas se dicen de la manera en que acabamos de escuchar significan peligro, porque los verbos, sujetos y predicados se transformarán en acción si fuera necesario.

—Han elegido el restaurante equivocado —continúa—. Aquí la comida es mala y el servicio pésimo. Tal vez sea mejor que busquen otro lugar. Yo pago la cuenta.

De hecho la comida no es buena, la bebida debe de ser tal como dijo antes el chico y el servicio no podía ser peor. Pero en este caso no estamos ante alguien que se preocupe por nuestra salud ni nuestro bienestar: nos están echando.

—Vámonos —dice el chico.

Antes de que podamos hacer nada, él y sus amigos desaparecen de nuestra vista. El hombre parece satisfecho y da media vuelta para volver al lugar en el que estaba antes. Durante una fracción de segundo, la tensión desaparece.

—Pues a mí me está gustando mucho la comida y no tengo la menor intención de cambiar de restaurante.

Yao también habla con una voz sin ninguna emoción ni amenaza. No tenía que haber dicho eso, el conflicto ya se había acabado, el problema era sólo con los chicos; podíamos acabar de comer en paz. El hombre se vuelve otra vez. Otro hombre en la mesa coge el móvil y sale afuera. El restaurante queda en silencio.

Yao y el extraño se miran fijamente a los ojos.

—La comida puede producirte una intoxicación y matarte rápidamente.

Yao no se levanta de la silla.

—Según las estadísticas, durante estos tres minutos en los que estamos hablando acaban de morir trescientas veinte personas en el mundo, y han nacido otras seiscientas cincuenta. Es la vida, el mundo. No sé cuántas han muerto intoxicadas, pero seguramente algunas de ellas. Otras murieron después de una larga enfermedad, algunas sufrieron un accidente, y seguramente hay un porcentaje que acaba de recibir un tiro y otro que ha dejado este mundo al dar a luz a un bebé, parte de las estadísticas del nacimiento. Sólo muere el que está vivo.

El hombre que salió con el móvil entra de nuevo. El que está delante de nuestra mesa no deja traslucir ninguna emoción. Durante lo que parece ser una eternidad, todo el restaurante permanece en silencio.

—Un minuto —dice finalmente el extranjero—. Deben de haber muerto otras cien personas, y han nacido unas doscientas.

—Eso mismo.

Aparecen otros dos hombres en la puerta del restaurante y se dirigen hacia la mesa. El extraño nota el movimiento, hace un gesto con la cabeza y vuelven a salir.

—Aunque la comida sea pésima y el servicio de quinta categoría, si es éste el restaurante que habéis escogido, no puedo hacer nada. Buen provecho.

—Gracias. Pero, ya que te has ofrecido a pagar la cuenta, lo aceptamos gustosamente.

—No te preocupes por eso. —Se dirige sólo a Yao, como si no hubiese nadie más allí. Se lleva la mano al bolsillo, todos imaginamos que va a sacar una pistola, pero simplemente saca una tarjeta de visita.

—Si algún día te quedas sin trabajo o te cansas de lo que haces ahora, búscanos. Nuestra compañía inmobiliaria tiene una gran filial aquí en Rusia, y necesitamos a gente como tú. Gente que entiende que la muerte es una simple estadística.

Le tiende la tarjeta, ambos se dan la mano y el extraño regresa a su sitio. Poco a poco el restaurante vuelve a tener vida, las conversaciones animan el ambiente y miramos deslumbrados a Yao, nuestro héroe, el que venció al enemigo sin disparar ni una sola bala. Hilal ya no está de mal humor y ahora intenta seguir una conversación completamente absurda, en la que todos parecen interesadísimos en el disecado de pájaros y en la calidad del vodka mongolsiberiano. La adrenalina provocada por el miedo nos ha devuelto la sobriedad en un momento.

Tengo que aprovechar esta oportunidad. Después le preguntaré a Yao por qué estaba tan seguro de sí mismo.

—Estoy impresionado con la fe del pueblo ruso. El comunismo, predicando durante setenta años que la religión es el opio del pueblo, no consiguió nada.

—Marx no entendía nada de las maravillas del opio —dice la editora.

Todo el mundo se ríe. Yo continúo:

—Lo mismo pasó con la Iglesia a la que pertenezco. Matamos en nombre de Dios, torturamos en nombre de Jesús, decidimos que la mujer era una amenaza para la sociedad y suprimimos todas las manifestaciones de los dones femeninos, practicamos la usura, asesinamos a inocentes e hicimos alianzas con el diablo. Aun así, dos mil años después todavía estamos aquí.

—Odio las iglesias —dice Hilal mordiendo el cebo—. Si hubo un momento en este viaje que realmente detesté, fue cuando me obligaste a ir a una iglesia en Novosibirsk.

—Imaginemos que crees en vidas pasadas y que, en una de tus existencias anteriores, hubieras sido quemada por la Inquisición en nombre de la fe que el Vaticano intentaba imponer. ¿La odiarías más por eso?

Ella no se lo piensa mucho antes de responder.

—No. Seguiría siendo indiferente para mí. Yao no odió al hombre que vino a nuestra mesa; sólo se dispuso a luchar por un principio.

—Pero digamos que tú eras inocente.

El editor me interrumpe. Posiblemente también habrá publicado un libro al respecto…

—Me estoy acordando de Giordano Bruno. Respetado como un doctor de la Iglesia, quemado vivo en el centro de Roma. Durante el juicio, le dijo al tribunal algo como «Yo no le tengo miedo a la hoguera. Pero vosotros tenéis miedo de vuestro veredicto». Hoy hay una estatua suya en el lugar en el que fue asesinado por sus «aliados». Venció, porque los que lo juzgaron fueron los hombres, no Jesús.

—Estás intentando justificar una injusticia y un crimen —dice la editora.

—De ninguna manera. Los asesinos desaparecieron del mapa, pero Giordano Bruno todavía tiene influencia en el mundo con sus ideas. Su coraje fue recompensado. Una vida sin causa es una vida sin efectos.

Parece que la conversación está siendo guiada.

—En el caso de que tú fueses Giordano Bruno —ahora estoy mirando directamente a Hilal—, ¿serías capaz de perdonar a tus verdugos?

—¿Adónde quieres llegar?

—Pertenezco a una religión que cometió errores en el pasado. Es ahí adonde quiero llegar, porque, a pesar de todo, aún me quedo con el amor de Jesús, más fuerte que el odio de aquellos que se denominaron sus sucesores. Y sigo creyendo en el misterio de la transmutación del pan y del vino.

—Eso es problema tuyo. Quiero guardar las distancias con las iglesias, los curas y los sacramentos. Para mí, son suficientes la música y la contemplación silenciosa de la naturaleza. Pero ¿lo que dices tiene alguna relación con lo que viste cuando… —ella busca las palabras— comentaste que ibas a hacer un ejercicio de un anillo de luz?

No mencionó que estábamos juntos en la cama. A pesar de su fuerte temperamento y de sus palabras irreflexivas, noto que intenta protegerme.

—No sé. Como te dije en el tren, todo lo que se desarrolla en el pasado y en el futuro también sucede en el presente. Puede que nos hayamos encontrado porque yo fui tu verdugo, tú mi víctima y es el momento de pedir tu absolución.

Todo el mundo se ríe, y yo me río con ellos.

—Entonces trátame mejor. Préstame más atención, dime aquí, delante de todo el mundo, una frase de tres palabras que me gustaría escuchar.

Sé que piensa en «Yo te amo».

—Te diré tres frases de tres palabras: 1) Tú estás protegida. 2) No te preocupes. 3) Yo te adoro.

—Yo también quiero decir una cosa: sólo puede decir «yo te perdono» el que es capaz de decir «yo te amo».

Todos aplauden. Volvemos al vodka mongolsiberiano, hablamos del amor, de la persecución, de crímenes en nombre de la verdad, de la comida del restaurante. Ahora la conversación ya no va a avanzar, ella no entiende lo que digo, pero acabamos de dar el primer paso, el más difícil.

A la salida, le pregunto a Yao por qué decidió reaccionar de aquella manera, poniendo a todo el mundo en peligro.

—¿Pasó algo?

—No. Pero podía haber ocurrido. Las personas como ésa no están acostumbradas a que se les falte al respeto.

—Ya me echaron de otros lugares cuando era más joven y me prometí a mí mismo que eso no iba a volver a pasar una vez que fuese adulto. Yo no le falté al respeto, simplemente me enfrenté a él de la manera que él quería que se le enfrentasen. Los ojos no mienten; y él sabía que yo no me estaba marcando un farol.

—Aun así, lo desafiaste. Estamos en una ciudad pequeña, y podría haber sentido que su poder estaba en juego.

—Cuando nos fuimos de Novosibirsk me hablaste del Aleph. Hasta hace algunos días no me di cuenta de que los chinos también tienen una palabra para eso: ki. Tanto él como yo estábamos en el mismo centro de energía. Sin ánimo de filosofar sobre lo que podría pasar, toda persona acostumbrada al peligro sabe que, en cada momento de su vida, se puede ver enfrentada a un oponente. No digo enemigo, digo oponente. Cuando los oponentes están seguros de su poder, como era el caso de ese hombre, necesitamos ese enfrentamiento, o podemos quedar debilitados por la ausencia de ejercicio. Saber apreciar y honrar a nuestros oponentes es una actitud totalmente distinta a la de los aduladores, la de los débiles o la de los traidores.

—Pero sabes que era…

—No importa lo que era, sino cómo manejaba su fuerza. Me gustó su estilo de lucha, y a él le gustó el mío. Simplemente eso.

Ir a la siguiente página

Report Page