Aleph

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La llamada telefónica

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La llamada telefónica

El barco navega tranquilamente por el océano Pacífico mientras el sol empieza a bajar por detrás de las colinas, donde está la ciudad. La tristeza que creí ver en mis compañeros de tren cuando llegamos se ha convertido en una euforia descontrolada. Todos nos comportamos como si fuera la primera vez que vemos el mar; nadie quiere pensar que después todos nos diremos adiós, prometiéndonos volver a vernos pronto, convencidos de que esa promesa es simplemente para hacer la despedida más fácil.

El viaje se está acabando, la aventura está llegando a su fin y, en tres días, todos habremos regresado a nuestras casas, donde abrazaremos a nuestras familias, veremos a nuestros hijos, leeremos la correspondencia acumulada, enseñaremos los cientos de fotos que hicimos, contaremos historias sobre el tren, las ciudades por las que pasamos, la gente que se cruzó en nuestro camino.

Todo para convencernos a nosotros mismos de que aquello sucedió. Dentro de tres días, de vuelta a la rutina diaria, la sensación será de que nunca salimos ni fuimos tan lejos. Claro, tenemos las fotos, los billetes, los recuerdos que compramos por el camino, pero el tiempo —único, absoluto, eterno señor de nuestras vidas— nos dirá: siempre has estado en esta casa, en esta habitación, en este ordenador.

¿Dos semanas? ¿Qué es eso en toda una vida? Nada ha cambiado en esta calle, los vecinos siguen comentando las mismas cosas, el periódico que compraste por la mañana trae exactamente las mismas noticias: la Copa del Mundo que está punto de empezar en Alemania, los debates sobre un Irán con bomba atómica, los conflictos entre israelíes y palestinos, los escándalos de los famosos, las constantes reclamaciones sobre cosas que el gobierno prometió y no hizo.

No, no ha cambiado nada. Sólo nosotros, que viajamos en busca de nuestro reino y descubrimos tierras que no habíamos pisado antes, sabemos que somos diferentes. Pero cuanto más lo explicamos, más nos convencemos de que ese viaje, como todos los anteriores, sólo existe en nuestra memoria. Tal vez para contárselo a los nietos, o con el tiempo escribir un libro al respecto; pero ¿qué podremos decir exactamente?

Nada. Tal vez lo que sucedió allá fuera, pero nunca lo que se transformó aquí dentro.

Tal vez no nos veamos nunca más. Y la única persona que en este momento tiene los ojos en el horizonte es Hilal. Debe de estar pensando en cómo resolver este problema. No, para ella el Transiberiano no termina aquí. Aun así, no deja traslucir lo que siente y, cuando la gente le habla, responde de manera educada y gentil. Cosa que nunca hizo durante el tiempo que convivimos.

Yao procura estar a su lado. Ya lo intentó dos o tres veces, pero ella siempre acaba apartándose después de intercambiar algunas frases. Él desiste y se acerca hasta donde estoy yo.

—¿Qué puedo hacer?

—Respetar su silencio, creo.

—También pienso lo mismo. Pero sabes…

—Sí, lo sé. Sin embargo, ¿por qué no te preocupas de ti mismo? Recuerda las palabras del chamán: mataste a Dios. Es hora de resucitarlo o este viaje habrá sido inútil. Conozco a mucha gente que intenta ayudar a los demás sólo para apartarse de sus propios problemas.

Yao me da una palmada en la espalda, como si dijese: «te entiendo», y me deja a solas con la vista del océano.

Ahora que estoy en el lugar más lejano, mi mujer está a mi lado. Durante la tarde me reuní con mis lectores, tuvimos la fiesta de siempre, visité al alcalde, tuve en mis manos por primera vez en la vida un Kaláshnikov de verdad que él guardaba en su despacho. Al salir, me fijé en un periódico que había encima de su mesa. Aun sin entender una palabra de ruso, las fotos hablaban por sí mismas: jugadores de fútbol.

¡La Copa del Mundo va a empezar dentro de unos días! Ella me espera en Munich, donde nos reuniremos en breve, le diré cuánto la eché de menos y le voy a contar con detalle todo lo que sucedió entre Hilal y yo.

Ella va a responder: «Ya he escuchado esa historia cuatro veces.» Y saldremos a tomar una cerveza a alguna cervecería alemana.

El viaje no fue para encontrar la frase que faltaba en mi vida, sino para volver a ser el rey de mi mundo. Está aquí, ahora, estoy otra vez conectado conmigo y con el universo mágico que hay a mi alrededor.

Sí, podría haber llegado a las mismas conclusiones sin salir de Brasil, pero, al igual que le ocurrió al pastor Santiago en uno de mis libros, hay que ir lejos antes de comprender lo que está cerca. La lluvia, al volver a la tierra, trae cosas del cielo. Lo mágico, lo extraordinario, está todo el tiempo conmigo y con todos los seres del Universo, pero de vez en cuando lo olvidamos y tenemos que recordarlo, aunque sea necesario cruzar el mayor continente del mundo de una punta a otra. Volvemos cargados de tesoros, que pueden ser enterrados de nuevo y, una vez más, tendremos que partir en su busca. Es eso lo que hace la vida interesante: creer en tesoros y en milagros.

—Vamos a celebrarlo. ¿Hay vodka en el barco?

No hay vodka en el barco, y Hilal me mira con rabia.

—¿Celebrar el qué? ¿El hecho de que ahora me voy a quedar sola, que voy a coger este tren de regreso y durante días y noches interminables de viaje voy a estar pensando en todo lo que vivimos juntos?

—No. Necesito celebrar lo que viví, brindar por mí mismo. Y tú tienes que brindar por tu coraje. Saliste en busca de aventura y la encontraste. Después de un pequeño período de tristeza, alguien encenderá un fuego en una montaña cercana.

»Verás la luz, irás hasta allí y encontrarás al hombre que has buscado toda tu vida. Eres joven, la noche pasada me di cuenta de que ya no eran tus manos las que tocaban el violín, sino las manos de Dios. Deja que Dios use tus manos. Serás feliz, aunque ahora te sientas desesperada.

—Tú no entiendes lo que siento. Eres un egoísta, pensando que el mundo te debe mucho. Yo me entregué por completo y una vez más soy abandonada en medio del camino.

No merece la pena discutir, pero sé que lo que le he dicho acabará sucediendo. Tengo cincuenta y nueve años; ella veintiuno.

Volvemos al lugar en el que estamos hospedados. Esta vez no es un hotel, sino una gigantesca casa construida en 1974, para la reunión sobre el desarme entre el entonces secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, Leonid Brejnev, y el presidente americano Gerald Ford. Es toda de mármol blanco, con un inmenso vestíbulo en el centro, y tiene una serie de habitaciones que en el pasado debieron de servir a delegaciones de políticos, pero que hoy utilizan algunos invitados.

Nuestra intención es ducharnos, cambiarnos de ropa y salir inmediatamente a cenar en la ciudad, lejos de ese ambiente frío. Pero hay un hombre parado exactamente en el centro del vestíbulo. Mis editores se acercan. Yao y yo esperamos a una distancia prudente.

El hombre coge el móvil y marca un número. Mi editor habla de manera respetuosa, sus ojos parecen brillar de alegría. Mi editora sonríe. La voz resuena por las paredes de mármol.

—¿Entiendes algo? —pregunto.

—Sí —responde Yao—. Y vas a saberlo dentro de un minuto.

Mi editor cuelga el teléfono y se acerca a mí con una sonrisa de alegría.

—Volvemos a Moscú mañana —dice—. Tenemos que estar allí a las cinco de la tarde.

—¿No íbamos a quedarnos aquí dos días? Ni siquiera he tenido tiempo de conocer la ciudad. Además, son nueve horas de vuelo. ¿Cómo vamos a llegar allí a las cinco de la tarde?

—Hay siete horas de diferencia de huso horario. Si salimos a mediodía, llegaremos a las dos de la tarde. Tiempo de sobra. Voy a cancelar el restaurante y a pedir que nos sirvan aquí la cena: tengo que prepararlo todo.

—Pero ¿por qué tanta urgencia? Mi avión para Alemania sale…

Él me interrumpe en medio de la frase.

—Parece que el presidente Vladimir Putin lo ha leído todo sobre tu viaje. Y le gustaría conocerte en persona.

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