Aleph

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El Chicago de Siberia

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El Chicago de Siberia

Todos somos almas que vagan por el cosmos, viviendo nuestras vidas al mismo tiempo, pero con la impresión de que estamos pasando de una reencarnación a otra. Todo aquello que toca el código de nuestra alma jamás se olvida y, en consecuencia, afecta al resto.

Miro a Hilal con amor, el amor que se refleja como un espejo a través del tiempo, o de aquello que imaginamos que es el tiempo. Nunca ha sido mía y jamás lo será, porque así está escrito. Si somos creadores y criaturas, también somos marionetas en las manos de Dios; hay un límite que no podemos traspasar, porque es algo que fue dictado por razones que desconocemos. Podemos llegar muy cerca, tocar el agua del río con nuestros pies, pero está prohibido sumergirse y dejarse llevar por la corriente.

Le doy las gracias a la vida porque me ha permitido reencontrarla en el momento en que la necesitaba. Finalmente empiezo a aceptar la idea de que será necesario atravesar aquella puerta por quinta vez, aunque todavía no descubra la respuesta. Doy gracias una segunda vez a la vida porque antes tenía miedo y ahora ya no lo tengo. Y por tercera vez le doy gracias a la vida por estar haciendo este viaje.

Me divierto al ver que esta noche ella está celosa. Aunque sea una virtuosa del violín, una guerrera en el arte de conseguir lo que desea, nunca ha dejado de ser una niña y nunca dejará de serlo, como yo y todos aquellos que realmente desean lo mejor que la vida puede ofrecer tampoco dejaremos de serlo. Sólo un niño puede hacerlo.

Provocaré sus celos, porque así sabrá a qué atenerse cuando tenga que lidiar con los celos de otros. Aceptaré su amor incondicional porque, cuando ame incondicionalmente otra vez, sabrá qué terreno estará pisando.

—También lo llaman «el Chicago de Siberia».

El Chicago de Siberia. Las comparaciones normalmente suenan muy extrañas. Antes del Transiberiano, Novosibirsk tenía menos de ocho mil habitantes. Ahora la población supera la cifra de 1,4 millones, gracias a un puente que permitió que el ferrocarril siguiera su marcha de acero y carbón hacia el océano Pacífico.

Cuenta la leyenda que la ciudad tiene las mujeres más hermosas de Rusia. Por lo que he podido ver, la leyenda tiene profundas raíces en la realidad, aunque no las haya comparado con las de otros lugares por los que he pasado. En este momento estamos yo, Hilal y una de esas diosas de Novosibirsk delante de algo completamente desfasado de la realidad actual: una gigantesca estatua de Lenin, el hombre que transformó las ideas del comunismo en realidad. Nada menos romántico que ver a ese hombre de perilla apuntando al futuro, pero incapaz de salir de la estatua y de cambiar el mundo.

La que hace el comentario sobre Chicago es precisamente la diosa, una ingeniera llamada Tatiana, de unos treinta años (nunca acierto, pero voy creando mi mundo basándome en mis suposiciones), que después de la fiesta y de la cena decide dar un paseo con nosotros. La «tierra firme» ahora me da la sensación de estar en otro planeta. Me cuesta acostumbrarme a un suelo que no se mueve constantemente.

—Vayamos a un bar a beber y después a bailar. Necesitamos hacer todo el ejercicio posible.

—Pero estamos cansados —dice Hilal.

En esos momentos me transformo en esa mujer que aprendí a ser y leo lo que hay detrás de sus palabras: «Quieres quedarte con ella.»

—Si estás cansada, puedes volver al hotel. Me quedo con Tatiana.

Hilal cambia de tema:

—Me gustaría enseñarte algo.

—Entonces enséñamelo. No es necesario que estemos solos. Nos conocemos hace menos de diez días, ¿verdad?

Eso destroza su postura de «Estoy con él». Tatiana se anima, aunque no por mí, sino porque las mujeres siempre son enemigas naturales las unas de las otras. Dice que será un gran placer enseñarme la vida nocturna del «Chicago de Siberia».

Lenin nos contempla impávido desde su pedestal, acostumbrado a todo eso, al parecer. Si en vez de querer crear el paraíso del proletariado se hubiera dedicado a la dictadura del amor, las cosas habrían ido mejor.

—Pues entonces venid conmigo.

«¿Venid conmigo?» Antes de que pueda reaccionar, Hilal se pone a caminar con pasos firmes. Quiere invertir el juego y así desviar el golpe, y Tatiana cae en la trampa. Nos ponemos a caminar por la inmensa avenida que va a dar al puente.

—¿Conoces la ciudad? —pregunta la diosa con cierta sorpresa.

—Depende de a qué te refieras con «conocer». Lo conocemos todo. Cuando toco mi violín, percibo la existencia de…

Busca las palabras. Por fin encuentra algo que yo comprendo, pero que sólo sirve para apartar a Tatiana todavía más de la conversación.

—… un gigantesco y poderoso «campo de información» a mi alrededor. No es algo que yo pueda controlar, sino que me controla y me guía hacia el acorde adecuado en los momentos de duda. No necesito conocer la ciudad, simplemente tengo que dejar que ella me lleve a donde desea.

Hilal va cada vez más rápido. Para mi sorpresa, Tatiana entiende perfectamente lo que ella acaba de decir.

—Me encanta pintar —dice—. Aunque soy ingeniera de profesión, cuando estoy ante el lienzo vacío descubro que cada toque del pincel es una meditación visual. Un viaje que me lleva a la felicidad que no consigo encontrar en mi trabajo y que espero no abandonar nunca.

Seguro que Lenin ha asistido muchas veces a lo que acaba de ocurrir. Al principio, dos fuerzas se enfrentan, porque hay una tercera que debe ser mantenida o conquistada. Poco tiempo después, esas dos fuerzas ya son aliadas y la tercera ha sido olvidada o ha dejado de ser relevante. Yo simplemente las acompaño, parecen amigas de la infancia, hablando animadamente en ruso, ajenas a mi existencia. Aunque sigue haciendo frío —yo pienso que en este lugar el frío debe de durar todo el año, pues ya estamos en Siberia—, el paseo me está sentando bien y cada vez me levanta más el ánimo. Cada kilómetro recorrido me está llevando de nuevo a mi reino. Hubo un momento en Túnez que pensé que eso no iba a ocurrir, pero mi mujer acertó: estando solo soy vulnerable, pero también más abierto.

Seguir a estas dos mujeres me cansa. Mañana voy a dejarle una nota a Yao sugiriéndole que practiquemos un poco de aikido. Mi cerebro ha estado trabajando más que mi cuerpo.

Paramos en medio de ningún lugar, una plaza completamente vacía con una fuente en el centro. El agua todavía está congelada. Hilal respira de manera acelerada; si sigue haciéndolo, el exceso de oxígeno le va a dar la sensación de estar flotando. Un trance artificialmente provocado que ya no me impresiona.

Hilal es ahora la maestra de ceremonias de un espectáculo que desconozco. Nos pide que nos demos la mano y miremos a la fuente.

—Dios Todopoderoso —continúa con la respiración agitada—, envía a Tus mensajeros ahora a Tus hijos que están aquí con el corazón abierto para recibirlos.

Sigue adelante con un tipo de invocación muy conocida. Noto que la mano de Tatiana empieza a temblar, como si también fuera a entrar en trance. Hilal parece en contacto con el Universo, o con aquello que llamó «campo de información». Sigue rezando; la mano de Tatiana para de temblar y aprieta la mía con toda su fuerza. Diez minutos después el ritual se acaba.

Dudo sobre si debo decir lo que pienso. Pero esta chica es pura generosidad y amor, merece escucharlo.

—No lo he entendido —digo.

Ella parece desconcertada.

—Es un ritual de acercamiento a los espíritus —explica.

—¿Y dónde lo aprendiste?

—En un libro.

¿Sigo ahora o espero para decirle lo que pienso cuando estemos solos? Como Tatiana ha participado en el ritual, decido seguir adelante.

—Con todo el respeto por lo que investigaste y con todo el respeto por la persona que escribió el libro, creo que está totalmente fuera de ritmo. ¿De qué sirve este ritual de la manera en que ha sido realizado? Veo a millones y millones de personas convencidas de que se están comunicando con el cosmos y salvando a la raza humana con ello. Cada vez que no funciona, porque en realidad no funciona de esta manera, pierden un poco de esperanza. La recuperan en el siguiente libro o en el siguiente seminario, que siempre aporta alguna novedad. Pero en pocas semanas olvidan lo que han aprendido, y la esperanza va desapareciendo.

Hilal está sorprendida. Quería mostrarme algo aparte de su talento para el violín, pero ha pisado un terreno peligroso, el único en el que mi tolerancia es absolutamente cero. Tatiana debe de creer que soy un maleducado, por eso se pone de parte de su nueva amiga:

—Pero ¿las oraciones no nos acercan a Dios?

—Te respondo con otra pregunta. ¿Todas esas oraciones que dices harán que el sol salga mañana? Por supuesto que no: el sol nace porque obedece a una ley universal. Dios está cerca de nosotros, independientemente de las oraciones que digamos.

—¿Quieres decir que nuestras oraciones son inútiles? —insiste Tatiana.

—De ninguna manera. Si no te levantas temprano, nunca podrás ver cómo nace el sol. Si no rezas, aunque Dios esté siempre cerca, nunca serás capaz de notar Su presencia. Pero si crees que solamente conseguirás llegar a algo a través de invocaciones como ésa, entonces más vale que te mudes al desierto de Sonora en Estados Unidos, o que pases el resto de tu vida en un ashram en la India. En el mundo real, Dios está más presente en el violín de la chica que acaba de rezar.

Tatiana se pone a llorar. Ni Hilal ni yo sabemos qué hacer. Esperamos a que pare y nos cuente lo que siente.

—Gracias —dice—. Aunque según tú haya sido inútil, gracias. Soporto cientos de heridas mientras me veo forzada a comportarme como si fuese la persona más feliz del mundo. Por lo menos hoy he sentido que alguien me cogía las manos y me decía: no estás sola, ven con nosotros, enséñame lo que conoces. Me he sentido amada, útil, importante.

Se vuelve hacia Hilal y prosigue:

—Incluso cuando decidiste que conocías esta ciudad mejor que yo, que nací y he vivido aquí toda la vida, no me sentí ni desmerecida ni insultada. Yo creí que ya no estaba sola, pues alguien me iba a mostrar lo que no conozco. Realmente nunca había visto esta fuente y ahora, cada vez que me sienta mal, vendré aquí y le pediré a Dios que me proteja. Sé que las palabras no querían decir nada especial. He dicho oraciones semejantes muchas veces en mi vida, que nunca han sido atendidas, y la fe se iba apartando cada vez más. Pero hoy ha sucedido algo, porque sois extranjeros pero no extraños.

Tatiana aún no ha acabado:

—Eres mucho más joven que yo, no has sufrido lo que yo, no conoces la vida, pero tienes suerte. Estás enamorada de un hombre, por eso has hecho que yo me vuelva a enamorar de la vida, y a partir de ahí será más fácil que me vuelva a enamorar de un hombre.

Hilal baja los ojos. No quería escuchar todo aquello. Tal vez estaba dentro de sus planes decirlo, pero es otra persona la que habla en la ciudad de Novosibirsk, en Rusia, en la realidad tal y como la imaginamos, aunque sea muy distinta de la que Dios creó en esta Tierra. En este momento su cabeza lucha entre las palabras que salen del corazón de Tatiana y la lógica que insiste en romper ese momento tan especial con una alerta: «Todo el mundo lo nota. La gente en el tren se está dando cuenta.»

—Sin mayores explicaciones, acabo de perdonarme y me siento más ligera —continúa Tatiana—. No entiendo qué habéis venido a hacer aquí ni por qué me pedisteis que os acompañase, pero habéis confirmado lo que yo sentía: las personas se encuentran cuando necesitan encontrarse. Acabo de salvarme a mí misma.

En verdad, su expresión ha cambiado. La diosa se ha transformado en hada. Abre sus brazos hacia Hilal, que se acerca a ella. Ambas se abrazan. Tatiana me mira y hace un gesto con su cabeza, pidiéndome que me acerque yo también, pero no me muevo. Hilal necesita más ese abrazo que yo. Quería mostrar lo mágico, mostró lo convencional, y lo convencional se transformó en mágico porque allí había una mujer que fue capaz de transmutar aquella energía y hacerla sagrada.

Ambas siguen abrazadas. Miro el agua congelada de la fuente y sé que volverá a correr algún día, y después volverá a congelarse de nuevo, y volverá a correr otra vez. Que así sea con nuestros corazones; que obedezcan también al tiempo, pero que nunca se queden parados para siempre.

Ella saca una tarjeta de visita del bolso. Duda un poco, pero acaba dándosela a Hilal.

—Adiós —dice Tatiana—. Éste es mi teléfono, pero sé que nunca más volveré a veros. Puede que todo lo que acabo de decir no sea más que un momento de romanticismo incurable y pronto las cosas vuelvan a ser como eran antes. Pero ha sido muy importante para mí.

—Adiós —responde Hilal—. Si conozco el camino de la fuente, también sabré llegar al hotel.

Me coge del brazo. Andamos por el frío y, por primera vez desde que nos conocemos, yo la deseo como mujer. La dejo en la puerta del hotel y le digo que necesito caminar un poco más, solo, para pensar en la vida.

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