Aleph

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El Camino de la Paz

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El Camino de la Paz

No debo. No puedo. Y tengo que decírmelo a mí mismo mil veces: no quiero.

Yao se quita la ropa y se queda sólo con los calzoncillos. A pesar de tener más de setenta años, su cuerpo es piel y músculos. Yo también me quito la ropa.

Lo necesito. No tanto por los días que paso confinado en el tren, sino porque ahora mi deseo ha empezado a crecer de manera incontrolable. Aunque sólo adquiera dimensiones gigantescas cuando estamos distantes —ella se va a su habitación, o yo tengo un compromiso profesional que cumplir—, sé que no falta mucho para que yo sucumba a él. Así fue en el pasado, cuando nos encontramos en la que imagino fue la primera vez; cuando se alejaba de mí, no podía pensar en otra cosa. Cuando volvía a estar cerca, visible, palpable, los demonios desaparecían sin necesidad de tener que controlarme mucho.

Por eso tiene que quedarse aquí. Ahora. Antes de que sea demasiado tarde.

Yao se pone el quimono y yo hago lo mismo. Caminamos en silencio hacia el dojo, el lugar de la lucha, que pudo encontrar después de tres o cuatro llamadas telefónicas. Hay varias personas practicando; encontramos un rincón libre.

«El Camino de la Paz es vasto e inmenso, y refleja el gran objetivo del mundo visible e invisible. El guerrero es el trono de lo Divino y está siempre al servicio de un propósito mayor.» Morihei Ueshiba lo dijo hace casi un siglo, mientras desarrollaba las técnicas del aikido.

El camino hacia su cuerpo es la puerta de al lado. Voy a llamar, se abrirá y no me preguntará exactamente qué deseo; puede leerlo en mis ojos. Tal vez tenga miedo. O tal vez diga: «Puedes entrar, estaba esperando este momento. Mi cuerpo es el trono de lo Divino, sirve para manifestar aquí todo lo que ya estamos viviendo en otra dimensión.»

Yao y yo hacemos la reverencia tradicional, y nuestros ojos cambian. Ahora estamos listos para el combate.

Y, en mi imaginación, ella también baja la cabeza como si dijese: «Sí, estoy lista, sujétame, cógeme del pelo.»

Yao y yo nos acercamos, agarramos el cuello de los quimonos, mantenemos la postura y comienza el combate. Un segundo después estoy en el suelo. No puedo pensar en ella; invoco el espíritu de Ueshiba. Viene en mi ayuda a través de sus enseñanzas y consigo volver al dojo, a mi oponente, al combate, al aikido, al Camino de la Paz.

«Tu mente tiene que estar en armonía con el Universo. Tu cuerpo tiene que acompañar al Universo. Tú y el Universo sois sólo uno.»

Pero la fuerza del golpe me lleva más cerca de ella. Yo hago lo mismo. Agarro sus cabellos y la tiro sobre la cama, echo mi cuerpo sobre el suyo, la armonía con el Universo es esto: un hombre y una mujer transformándose en una sola energía.

Me levanto. Hace años que no lucho, mi imaginación está lejos de aquí, he olvidado cómo equilibrarme bien. Yao espera a que me recomponga; veo su postura y recuerdo la posición en la que debo mantener los pies. Me pongo delante de él de manera correcta, volvemos a agarrar los cuellos de nuestros quimonos.

De nuevo no es Yao, sino Hilal la que está frente a mí. Mantengo sus brazos inmóviles, primero con las manos, después colocando mis rodillas sobre ellos. Empiezo a desabrochar su blusa.

Vuelvo a volar por el espacio sin darme cuenta de cómo ha ocurrido. Estoy en el suelo, mirando al techo con sus luces fluorescentes, sin saber cómo he podido dejar mis defensas tan ridículamente bajas. Yao me tiende la mano para ayudarme a levantarme, pero la rechazo; puedo hacerlo solo.

Volvemos a agarrar los cuellos de los respectivos quimonos. De nuevo mi imaginación viaja lejos de allí: vuelvo a la cama, la blusa ya está desabotonada, los senos pequeños con pezones duros, me inclino para besarlos, mientras ella se debate, mezcla de placer y de excitación por el siguiente movimiento.

—Concéntrate —dice Yao.

—Estoy concentrado.

Mentira. Él lo sabe. Aunque no pueda leer mis pensamientos, entiende que no estoy allí. Mi cuerpo está que arde por culpa de la adrenalina que circula por la sangre, por las dos caídas y por todo lo que también cayó junto con los golpes que he recibido: la blusa, los vaqueros, las zapatillas deportivas que fueron lanzadas lejos. Imposible prever el próximo golpe, pero es posible reaccionar con instinto, atención y…

Yao deja el cuello del quimono y coge mi dedo, doblándolo de manera clásica. Sólo un dedo y el cuerpo queda paralizado. Un dedo hace que todo el resto no funcione. Hago un esfuerzo para no gritar, pero veo las estrellas y el dojo de repente parece haber desaparecido, tal es la intensidad del dolor.

En el primer momento, el dolor parece hacer que me concentre en lo que debo: el Camino de la Paz. Pero después da lugar a la sensación de ella mordiendo mis labios mientras nos besamos. Ya no tengo las rodillas sobre sus brazos; sus manos me agarran con fuerza, las uñas están clavadas en mi espalda, escucho sus gemidos en mi oído izquierdo. Los dientes aflojan la presión, su cabeza se mueve y ella me besa.

«Entrena tu corazón. Ésa es la disciplina que el guerrero necesita. Si puedes controlarlo, derrotarás a tu oponente.»

Es eso lo que intento hacer. Consigo librarme del golpe y vuelvo a agarrar su quimono. Piensa que me siento humillado, ya se ha dado cuenta de que los años de práctica han desaparecido y, seguramente, me va a permitir que lo ataque.

He leído su pensamiento, he leído el pensamiento de ella, me dejo dominar; Hilal me da la vuelta en la cama, monta sobre mi cuerpo, me desata el cinturón y desabrocha el pantalón.

«El Camino de la Paz es fluido como un río y, como no opone resistencia a nada, ya ha vencido antes de comenzar. El arte de la paz es imbatible, porque nadie lucha contra nadie, sólo con uno mismo. Véncete a ti mismo, y vencerás al mundo.»

Sí, es eso lo que hago ahora. La sangre corre más rápido que nunca, el sudor gotea en mis ojos y me impide ver durante una fracción de segundo, pero mi oponente no se aprovecha de la ventaja. Con dos movimientos está en el suelo.

—No hagas eso —digo—. No soy un niño que tiene que ganar la lucha como sea. Mi combate se está llevando a cabo en otro plano en este momento. No me dejes vencer sin el mérito o la alegría de ser el mejor.

Él lo entiende y se disculpa. No estamos luchando, sino practicando el Camino. Él agarra de nuevo el quimono, yo me preparo para el golpe que viene de la derecha pero que en el último momento cambia de dirección; una de las manos de Yao me sujeta el brazo y lo retuerce de tal manera que me obliga a arrodillarme para que no me lo rompa.

A pesar del dolor, sé que todo va mejor. El Camino de la Paz parece una lucha, pero no lo es. Es el arte de rellenar lo que falta y de vaciar lo que sobra. Ahí pongo toda mi energía, y poco a poco la imaginación deja la cama, a la chica con sus senos pequeños y pezones duros que está desabrochando mis pantalones y acariciando mi sexo al mismo tiempo. En este combate está mi lucha conmigo mismo, que tengo que ganar como sea, aunque esté cayendo y levantándome infinitas veces. Poco a poco van desapareciendo los besos que nunca fueron dados, los orgasmos que iba a haber, las caricias después del sexo violento y salvaje, romántico y sin límites ni prejuicios.

Estoy en el Camino de la Paz, mi energía se libera en él, afluente del río que no opone resistencia a nada, y por eso puede seguir su curso hasta el final y llegar al mar como había planeado.

Me vuelvo a levantar. Vuelvo a caer. Luchamos casi media hora, completamente abstraídos de las demás personas que hay allí, también concentradas en lo que están haciendo, en busca de la posición correcta que las ayudará a encontrar la postura perfecta en nuestra vida de cada día.

Al final estamos los dos sudados y exhaustos. Él me saluda, yo lo saludo y nos dirigimos a la ducha. Me ha superado todo el tiempo, pero no hay marcas en mi cuerpo: herir al oponente es herirse a uno mismo. Controlar la agresión para no hacer daño al otro es el Camino de la Paz.

Dejo que el agua corra por mi cuerpo, lavando todo lo que se había acumulado y diluido en mi imaginación. Cuando vuelva el deseo, porque sé que va a volver, le pediré a Yao que busque de nuevo un lugar para practicar aikido —aunque sea en el pasillo del tren, como habíamos imaginado antes— y reencontraré el Camino de la Paz.

Vivir es entrenar. Cuando entrenamos, nos preparamos para lo que está por venir. La vida y la muerte pierden su significado, sólo están los desafíos que son recibidos con alegría y superados con tranquilidad.

—Un hombre quiere hablar contigo —dice Yao, mientras nos vestimos—. Le dije que podría concertar una cita, porque le debo un favor. Hazlo por mí.

—Pero nos vamos mañana temprano —le recuerdo.

—Me refiero a la próxima parada. Claro que no soy más que un traductor; si no quieres, le digo que estás ocupado.

No es simplemente un traductor, y lo sabe. Es un hombre que sabe cuándo necesito ayuda, aunque desconozca la razón.

—Perfecto, haré lo que me pides —asiento.

—Quiero que sepas que tengo toda una vida de experiencia en artes marciales —empieza—. Y, al desarrollar el Camino de la Paz, Ueshiba no sólo pensaba en subyugar al enemigo físico. Siempre que haya una intención transparente en el camino del estudiante, también vencerá al enemigo interior.

—Hace mucho tiempo que no lucho.

—No lo creo. Tal vez hace mucho tiempo que no entrenas, pero el Camino de la Paz sigue dentro de ti. Una vez aprendido, jamás lo olvidamos.

Sabía adónde quería llegar Yao. Podía haber interrumpido la conversación allí, pero dejé que continuase. Era un hombre avezado, experimentado, entrenado por las adversidades, que siempre ha sobrevivido a pesar de haberse visto obligado a cambiar de mundos muchas veces en esta reencarnación. Es inútil intentar ocultarle nada.

Le pido que siga con lo que estaba diciendo.

—No estabas luchando conmigo. Luchabas con ella.

—Es verdad.

—Entonces seguiremos entrenando, siempre que el viaje nos lo permita. Quiero darte las gracias por lo que dijiste en el tren, comparando la vida y la muerte con el paso de un vagón a otro y explicando que lo hacemos muchas veces en nuestras vidas. Por primera vez desde que perdí a mi mujer, tuve una noche de paz. Me encontré con ella en mis sueños y vi que era feliz.

—También hablaba para mí.

Le agradezco que haya sido un adversario leal, que no me haya dejado ganar una lucha que yo no merecía.

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