Aleph

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Ad Extirpanda

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Ad Extirpanda

Levanto los ojos de la carta y observo a la pareja bien vestida que está frente a mí. El hombre con su camisa de lino inmaculadamente blanca, cubierta por una chaqueta de terciopelo con las mangas bordadas en oro. La mujer también con una blusa blanca, de manga larga y cuello alto bordado en oro, enmarcando su rostro preocupado. Además, lleva un corpiño de lana decorado con perlas y una chaqueta de piel sobre los hombros. Hablan con mi superior.

—Somos amigos desde hace años —dice ella, con una sonrisa forzada en la cara, como si quisiera convencernos de que todo sigue igual, de que sólo se trata de un malentendido—. Usted la bautizó, poniéndola en el camino de Dios.

Y volviéndose hacia mí:

—Tú la conoces mejor que nadie. Jugasteis juntos, crecisteis juntos y no os separasteis hasta que elegiste el sacerdocio.

El inquisidor permanece impasible.

Me piden con la mirada que los ayude. Dormí muchas veces en su casa y comí de su comida. Después de morir mis padres a causa de la peste, fueron ellos los que se encargaron de mí. Hago un gesto afirmativo con la cabeza. Aunque soy cinco años mayor que ella, la conozco mejor que nadie: jugamos juntos, crecimos juntos y, antes de que yo entrase en la Orden de los Dominicos, ella era la mujer con la que me hubiera gustado pasar el resto de mis días.

—No nos referimos a sus amigas. —Esta vez es el padre el que se dirige al inquisidor, también con una sonrisa que expresa falsa confianza—. No sé lo que hacen o lo que han hecho. Pienso que la Iglesia tiene el deber de acabar con la herejía, igual que acabó con la amenaza de los moros. Deben ser culpadas, porque la Iglesia jamás es injusta. Pero ustedes saben que nuestra hija es inocente.

En la víspera, como sucedía todos los años, los superiores de la Orden visitaron la ciudad. Mandaba la tradición que todos debían reunirse en la plaza principal. No estaban obligados a hacerlo, pero el que no aparecía se convertía automáticamente en sospechoso. Familias de todas las clases sociales se aglomeraron delante de la iglesia, y uno de los superiores leyó un documento explicando la razón de su visita: descubrir a los herejes y llevarlos a la justicia terrenal y divina. Después llegó el momento de misericordia: los que diesen un paso adelante y confesasen espontáneamente su falta de respeto a los dogmas divinos serían sometidos a un castigo blando. A pesar del terror que había en todas las miradas, nadie se movió.

A continuación se pidió a los vecinos que denunciasen cualquier actividad sospechosa. Fue entonces cuando un labrador, conocido por pegar a sus hijas y maltratar a sus empleados, pero que iba todos los domingos a misa como si fuera realmente uno de los corderos de Dios, se acercó al Santo Oficio y se puso a señalar a cada una de las chicas.

El inquisidor se vuelve hacia mí, hace un gesto con la cabeza y yo le tiendo la carta. La pone junto a una pila de libros.

La pareja aguarda. A pesar del frío, la frente del hombre poderoso está llena de sudor.

—Nadie de nuestra familia se movió porque somos temerosos de Dios. No he venido aquí para salvarlas a todas, sólo quiero que mi hija regrese. Y prometo por todo lo que es sagrado que en cuanto cumpla los dieciséis años será llevada a un monasterio. Su cuerpo y su alma no tendrán otro trabajo en este mundo que la devoción terrenal a la Majestad Divina.

—Ese hombre las acusó delante de todos —dice finalmente el inquisidor—. Si fuera mentira, no se arriesgaría a la deshonra delante de todo el mundo. Estamos acostumbrados a denuncias anónimas, ya que no siempre encontramos personas tan valientes.

Contento de que el inquisidor rompa el silencio, el hombre poderoso y bien vestido piensa que hay una posibilidad de diálogo.

—Fue un enemigo. Usted lo sabe. Yo lo eché del trabajo porque miraba a mi hija con lujuria. Es pura venganza, no tiene nada que ver con nuestra fe.

«Es verdad», me gustaría decir en ese momento. No sólo por ella, sino por todas las acusadas. Corren rumores de que ese labrador ha tenido relaciones sexuales con dos de sus hijas; es un pervertido por naturaleza, que sólo encuentra el placer con niñas.

El inquisidor retira un libro de una pila que hay junto a la mesa.

—Quiero creer que sí. Estoy dispuesto a probarlo, pero antes tengo que seguir el procedimiento correcto. Si es inocente, no tiene nada que temer. No se va a hacer nada, absolutamente nada que no esté escrito aquí. Después de muchos excesos al principio, ahora estamos más organizados y somos más cuidadosos: hoy en día nadie muere en nuestras manos.

Tiende el libro: Directorium Inquisitorum. El hombre coge el volumen, pero no lo abre. Mantiene las manos tensas, agarradas a la tapa, como si intentara ocultar a los demás que está temblando.

—Nuestro código de conducta —prosigue el inquisidor—. Las raíces de la fe cristiana. La perversidad de los herejes. Y cómo debemos distinguir una cosa de la otra.

La mujer se lleva la mano a la boca y se muerde los dedos, controlando el miedo y el llanto. Ya se ha dado cuenta de que no van a conseguir nada.

—No soy yo el que dirá al tribunal que la vi, cuando era niña, hablando con los que ella decía que eran «amigos invisibles». De todos es conocido en la ciudad que ella y sus amigas se reúnen en el bosque y ponen sus dedos sobre un vaso, intentando moverlo con la fuerza del pensamiento. Cuatro de ellas ya han confesado que querían ponerse en contacto con los espíritus de los muertos, que les iban a revelar el futuro. Y que están dotadas de poderes demoníacos, como la capacidad de hablar con lo que llaman «fuerzas de la naturaleza». Dios es la única fuerza y el único poder.

—Pero ¡todos los niños lo hacen!

Él se levanta, viene hasta mi mesa, coge otro libro y empieza a hojearlo. A pesar de la amistad que lo une a aquella familia —la única razón para aceptar esa reunión—, está impaciente por empezar y terminar su trabajo antes de que llegue el domingo. Yo intento confortar a la pareja con mi mirada, porque estoy ante un superior y no debo manifestar mi opinión.

Sin embargo, ellos ignoran mi presencia: están totalmente concentrados en cada uno de los movimientos del inquisidor.

—Por favor —repite la madre, ahora sin ocultar su desesperación—, perdone a nuestra hija. Si sus amigas han confesado es porque fueron sometidas a…

El hombre coge a su mujer de la mano, interrumpiendo su frase. Pero el inquisidor la completa:

—… tortura. Y vosotros, que os conozco desde hace tanto tiempo, con quienes ya he discutido todos los aspectos de la teología, ¿no sabéis que, si Dios está con ellas, jamás permitirá que sufran ni confiesen lo que no existe? ¿Creéis que un poco de dolor sería suficiente para arrancar las peores ignominias de sus almas? La tortura fue aprobada hace trescientos años por el santo papa Inocencio IV en su bula Ad Extirpanda. No lo hacemos por placer, lo que practicamos es una prueba de fe. El que no tenga nada que confesar será confortado y protegido por el Espíritu.

La vistosa ropa de la pareja contrasta fuertemente con la sala, despojada de cualquier lujo excepto una chimenea encendida para calentar un poco el ambiente. Un rayo de sol entra por una abertura en la pared de piedra y se refleja en las joyas que la mujer lleva en los dedos y en el cuello.

—No es la primera vez que el Santo Oficio pasa por la ciudad —dice el inquisidor—. En las otras visitas, ninguno de vosotros se quejó ni creyó injusto lo que sucedía. Todo lo contrario; en una de nuestras cenas, aprobasteis esa práctica que ya hace tres siglos que dura, diciendo que era la única manera de evitar que las fuerzas del mal se expandiesen. Cada vez que purificábamos la ciudad de sus herejes, aplaudíais. Entendíais que no éramos verdugos, que simplemente buscamos la verdad, que no siempre es transparente como debería ser.

—Pero…

—Pero era con los demás. Con aquellos con los que vosotros pensabais que merecían la tortura y la hoguera. Una vez —señala hacia el hombre—, tú denunciaste a una familia. Dijiste que la madre solía practicar artes mágicas para que tu ganado muriese. Conseguimos demostrar la verdad, fueron condenados y…

Espera un poco antes de completar la frase, como saboreando las palabras.

—… y te ayudé a comprar por casi nada las tierras de aquella familia, tus vecinos. Tu piedad fue recompensada.

Se vuelve hacia mí:

Malleus Maleficarum.

Voy hasta el estante que está detrás de su mesa. Es un buen hombre, profundamente convencido de lo que hace. No está ahí para ejercer una venganza personal, sino trabajando en nombre de su fe. Aunque nunca confiese sus sentimientos, lo he visto muchas veces con la mirada distante, perdida en el infinito, como preguntándole a Dios por qué ha puesto una carga tan pesada sobre su espalda.

Le entrego el grueso volumen encuadernado en cuero, con el título grabado a fuego en la tapa.

—Está todo ahí. Malleus Maleficarum. Una larga y detallada investigación sobre la conspiración universal para volver al paganismo, sobre las creencias en la naturaleza como única salvadora, las supersticiones que afirman que hay vidas pasadas, la condenada astrología y la todavía más condenada ciencia que se opone a los misterios de la fe. El demonio sabe que no puede trabajar solo, necesita a sus hechiceras y a sus científicos para seducir y corromper el mundo.

»Mientras los hombres mueren en las guerras para defender la fe y el reino, las mujeres empiezan a pensar que nacieron para gobernar, y los cobardes que se creen sabios buscan en artefactos y teorías lo que podrían encontrar perfectamente en la Biblia. Somos nosotros los que debemos impedir que eso suceda. No fui yo el que trajo a esas niñas hasta aquí. Sólo soy el encargado de descubrir si son inocentes o si tengo que salvarlas.

Se levanta y me pide que lo acompañe.

—Tengo que irme. Si vuestra hija es inocente, volverá a casa antes de que llegue el nuevo día.

La mujer se arroja al suelo y se arrodilla a sus pies.

—¡Por favor! ¡Usted la tuvo en sus brazos cuando era niña!

El hombre hace el último intento.

—Donaré todas mis tierras y toda mi fortuna a la Iglesia aquí y ahora. Déjeme su pluma, un papel, y firmo. Quiero salir de aquí de la mano de mi hija.

Él aparta a la mujer, que sigue en el suelo, con la cara entre las manos, llorando compulsivamente.

—La Orden de los Dominicos fue escogida precisamente para evitar lo que estaba sucediendo. Los antiguos inquisidores podían ser fácilmente corrompidos con dinero. Pero nosotros siempre hemos mendigado y seguiremos haciéndolo. El dinero no nos atrae; al contrario, al hacer esta oferta escandalosa sólo estás empeorando la situación.

El hombre me agarra por los hombros.

—¡Tú eras como nuestro hijo! ¡Después de la muerte de tus padres te acogimos en nuestra casa, y evitamos que tu tío te siguiera maltratando!

—No te preocupes —le susurro al oído, con miedo a que el inquisidor me esté escuchando—. No te preocupes.

Aunque sólo me hubiese acogido para trabajar como un esclavo en sus propiedades. Aunque también me hubiese pegado e insultado cuando hacía algo mal.

Me suelto y me encamino a la puerta. El inquisidor se dirige una vez más a la pareja:

—Algún día me agradeceréis que haya salvado a vuestra hija del castigo eterno.

—Quitadle la ropa. Que se quede completamente desnuda.

El inquisidor está sentado delante de una gran mesa con una serie de sillas a su lado.

Dos guardias avanzan, pero la muchacha hace un gesto con la mano.

—No los necesito, puedo hacerlo sola. Por favor no me hagáis daño.

Lentamente, se quita la falda de terciopelo con bordados de oro, tan elegante como la que llevaba su madre. Los veinte hombres de la sala fingen no darle importancia, pero sé lo que les pasa por la cabeza. Lascivia, lujuria, deseo, perversión.

—La blusa.

Se quita la blusa que ayer debía de ser blanca y que hoy está sucia y arrugada. Sus gestos parecen estudiados, demasiado lentos, y sé lo que está pensando: «Él me va a salvar. Va a parar esto ahora.» Yo no digo nada, sólo le pregunto a Dios en silencio si todo esto está bien; me pongo a rezar compulsivamente el padrenuestro, pidiéndole que ilumine tanto a mi superior como a ella. Sé lo que pasa ahora por su cabeza: la denuncia no sólo fue hecha por celos o venganza, sino también por la increíble belleza de esta mujer. Es la misma imagen de Lucifer, el más hermoso y el más perverso ángel del Cielo.

Todos allí conocen a su padre, saben que es poderoso y puede hacerle daño al que toque a su hija. Ella me mira, no desvío la cara. Los demás están dispersos por la inmensa sala subterránea, escondidos en las sombras, con miedo por si ella sale viva de allí y los denuncia. ¡Cobardes! Fueron convocados para servir a una causa mayor, ayudan a purificar el mundo. ¿Por qué se esconden de una joven indefensa?

—Quítate el resto.

Ella sigue mirándome fijamente. Levanta las manos, deshace el nudo de la combinación azul que le cubre el cuerpo y deja que caiga lentamente al suelo. Me implora con la mirada que haga algo para evitar aquello; yo le respondo con un movimiento de cabeza que todo va a salir bien, que no se preocupe.

—Busca la marca de Satán —me ordena el inquisidor.

Yo me acerco con la vela. Los pezones de sus pechos están duros, no sé si de frío o de éxtasis involuntario, por estar desnuda delante de todos. Tiene la piel de gallina. Las ventanas altas, con cristales gruesos, no dejan pasar demasiada claridad, pero la poca luz que entra se refleja en su cuerpo inmaculadamente blanco. No tengo que buscar mucho: cerca de su sexo —que, en mis peores tentaciones, me imaginé muchas veces besando—, veo la marca de Satán escondida entre el vello púbico, en la parte superior izquierda. Aquello me asusta; puede que el inquisidor esté en lo cierto: ahí está la inconfundible prueba de que ha tenido relaciones con el demonio. Siento asco, tristeza y rabia al mismo tiempo.

Tengo que asegurarme. Me arrodillo al lado de su desnudez y verifico de nuevo la marca. La señal negra, en forma de media luna.

—Está ahí desde que nací.

De la misma manera que sus padres lo habían hecho fuera, ella piensa que puede establecer un diálogo, convencerlos a todos de que es inocente. Rezo desde que entré en la sala, pidiéndole desesperadamente a Dios que me dé fuerzas. Un poco de dolor y todo habrá terminado en menos de media hora. Aunque esa marca sea una prueba inconfundible de sus crímenes, yo la amé antes de entregar mi cuerpo y mi alma al servicio de Dios, porque sabía que sus padres jamás permitirían que una noble se casase con un campesino.

Y ese amor todavía es más fuerte que mi capacidad de dominarlo. No quiero verla sufrir.

—Nunca he invocado al demonio. Me conoces y también conoces a mis amigas. Dile —señala a mi superior— que soy inocente.

El inquisidor habla con una ternura sorprendente, que sólo puede ser inspirada por la misericordia divina.

—Yo también conozco a tu familia. Pero la Iglesia sabe que el demonio no escoge a sus súbditos basándose en la clase social, sino en la capacidad de seducir con palabras y con falsa belleza. El mal sale de la boca del hombre, dice Jesús. Si el mal está ahí dentro, será exorcizado por los gritos y se transformará en la confesión que todos esperamos. Si el mal no está ahí, resistirás el dolor.

—Tengo frío…

—No hables sin que yo te dirija la palabra —respondo con suavidad pero con firmeza—. Simplemente mueve la cabeza para afirmar o negar. Tus cuatro amigas ya te han contado lo que sucede, ¿verdad?

Ella hace un gesto afirmativo.

—Tomen asiento, señores.

Ahora los cobardes tendrán que mostrar sus caras. Jueces, escribanos y nobles se sientan alrededor de la gran mesa que hasta ese momento sólo ocupaba el inquisidor. Solamente yo, los guardias y la chica permanecemos de pie.

Ojalá que esa gente no estuviera ahí. Si sólo estuviésemos los tres, sé que llegaría a conmoverse. Si la denuncia no se hubiese hecho en público, lo cual era muy raro, ya que la mayoría temía los comentarios de los vecinos y prefería el anonimato, tal vez nada de aquello estaría sucediendo. Pero el destino quiso que las cosas tomasen un rumbo diferente, y la Iglesia necesita a esa gente, el proceso debe seguir su curso legal. Después de que nos acusasen en el pasado, se decretó que todo debe quedar registrado en documentos civiles, adecuados. Así, en el futuro todos sabrán que el poder eclesiástico se comportó con dignidad y en legítima defensa de la fe. Las condenas son pronunciadas por el Estado: los inquisidores sólo señalan al culpable.

—No te asustes. Acabo de hablar con tus padres y les he prometido que voy a hacer todo lo posible para demostrar que nunca has participado en los rituales que se te atribuyen. Que no has invocado a los muertos, que no has intentado descubrir el futuro, que no adoras a la naturaleza, que los discípulos de Satanás nunca han tocado tu cuerpo, a pesar de la marca que tienes CLARAMENTE ahí.

—Sabéis que…

Todos los presentes, ahora visibles para la acusada, se vuelven hacia el inquisidor con aire indignado, esperando una reacción justificadamente violenta. Pero él simplemente se lleva la mano a los labios pidiéndole de nuevo que respete al tribunal.

Mis oraciones están siendo atendidas. Pido al Señor que le dé paciencia y tolerancia a mi superior, que no la envíe a la rueda. Nadie resiste allí, de modo que sólo aquellos de los que existe la certeza de que son culpables son enviados a ella. Hasta ahora ninguna de las cuatro chicas que han estado ante el tribunal merecieron el castigo extremo: ser atada en la parte externa del aro, bajo el cual se colocan clavos puntiagudos y brasas. Cuando uno de nosotros gira la rueda, el cuerpo se va quemando lentamente, mientras los clavos laceran la carne.

—Traigan la cama.

Mis oraciones han sido escuchadas. Uno de los guardias grita una orden.

Ella intenta huir, aun sabiendo que es imposible. Corre de un lado a otro, se arrima a las paredes de piedra, va hasta la puerta pero es empujada para que vuelva. A pesar del frío y de la humedad, su cuerpo está cubierto de sudor, que brilla con la poca luz que entra en la sala. No grita como las demás, simplemente intenta escapar. Los guardias por fin consiguen agarrarla: usan la confusión para tocar a propósito sus pequeños senos, el sexo oculto por un gran mechón de pelo.

Llegan otros dos hombres con la cama de madera, hecha especialmente para el Santo Oficio en Holanda. Hoy se recomienda su uso en varios países. La ponen muy cerca de la mesa, agarran a la niña que se debate en silencio, abren sus piernas, fijan los tobillos en dos anillos en uno de los extremos. Después, empujan sus brazos hacia atrás y los atan con cuerdas sujetas a una palanca.

—Yo me encargo de la palanca —digo.

El inquisidor me mira. Normalmente debería hacerlo uno de los soldados presentes. Pero sé que esos bárbaros pueden romperle los músculos y las otras cuatro veces me permitió hacer lo mismo.

—Está bien.

Me dirijo hacia uno de los extremos de la cama y pongo las manos en el trozo de madera, ya gastado por tanto uso. Los hombres se inclinan hacia adelante. La muchacha desnuda, con las piernas abiertas, atada a una cama, es una visión que puede ser infernal y paradisíaca al mismo tiempo. El demonio me tienta, me provoca. Esta noche me voy a flagelar hasta expulsarlo de mi cuerpo y que, junto a él, se vaya también el recuerdo de que en este momento he deseado estar ahí, abrazado a ella, protegiéndola de esos ojos y sonrisas de lujuria.

—¡Apártate, en nombre de Jesús!

Le grito al demonio, pero sin querer empujo la palanca y su cuerpo se estira. Ella casi no gime cuando su columna se curva en un arco. Aflojo la presión, y vuelve a su posición normal.

Sigo rezando sin parar, implorándole misericordia a Dios. Pasando el límite del dolor, el espíritu se fortalece. Los deseos de la vida cotidiana no tienen sentido, y el hombre se purifica. El sufrimiento viene del deseo, y no del dolor.

Mi voz es tranquila y reconfortante.

—Tus amigas te contaron qué es esto, ¿verdad? A medida que yo mueva esta palanca, tus brazos serán empujados hacia atrás, los hombros se te van a dislocar, se te va a dislocar la columna vertebral, se romperá la piel. No me obligues a llegar hasta el final. Simplemente confiesa, como hicieron ellas. Mi superior te dará la absolución de los pecados, podrás volver a casa sólo con una penitencia, todo volverá a la normalidad. El Santo Oficio no pasa tan a menudo por la ciudad.

Miro hacia un lado, para asegurarme de que el escribano está anotando bien mis palabras. Que todo quede registrado para el futuro.

—Confieso —dice—. Dime los pecados y los confieso.

Toco la palanca con mucho cuidado, pero lo suficiente para que ella suelte un grito de dolor. Por favor, no me dejes ir más allá. Por favor, ayúdame y confiesa ya.

—No soy yo el que dirá tus pecados. Aunque los conozca, tienes que decirlos tú misma, porque el tribunal está presente.

Ella se pone a decir todo lo que esperábamos, sin necesidad de tortura. Pero está escribiendo su sentencia de muerte, y tengo que evitarlo. Empujo la palanca un poco más, intentando silenciarla, pero, a pesar del dolor, ella continúa. Habla de premoniciones, de cosas que presiente que van a suceder, de cómo la naturaleza le ha revelado a ella y a sus amigas muchos secretos de medicina. Empiezo a presionar la palanca, desesperado, pero ella no para, alternando sus palabras con gritos de dolor.

—Un momento —dice el inquisidor—. Escuchemos lo que tiene que decir, afloja la presión.

Y volviéndose hacia los demás:

—Todos sois testigos. La Iglesia pide la muerte en la hoguera para esta pobre víctima del demonio.

«¡No!» Me gustaría pedirle que se callase, pero todos me están mirando.

—El tribunal está de acuerdo —dice uno de los jueces presentes.

Ella lo ha escuchado. Está perdida para siempre. Por primera vez desde que entró en la sala, sus ojos se transforman, adquieren una firmeza que sólo puede venir del Maligno.

—Yo confieso que cometí todos los pecados del mundo. Que tuve sueños en los que hombres venían a mi cama y me besaban el sexo. Uno de esos hombres eras tú, y confieso que te tenté en sueños. Confieso que me reuní con mis amigas para invocar al espíritu de los muertos, porque quería saber si algún día me iba a casar con el hombre que siempre soñé con tener a mi lado.

Hace un movimiento con la cabeza hacia mí.

—Ese hombre eras tú. Esperaba crecer un poco más y después alejarte de la vida monástica. Confieso que escribí cartas y diarios que quemé, porque hablaban de la única persona, además de mis padres, que tuvo compasión de mí y a la que amaba por eso. Esa persona eras tú…

Empujo la cuerda con más fuerza, y ella suelta un grito y se desmaya.

Su cuerpo blanco está cubierto de sudor. Los guardias iban a echarle agua fría en la cara para que recuperase la consciencia y poder seguir con la confesión, pero el inquisidor los interrumpe.

—No es necesario. Creo que el tribunal ya ha oído lo que tenía que oír. Podéis vestirla sólo con la ropa interior y llevarla otra vez a la celda.

Retiran el cuerpo inanimado, cogen la blusa blanca del suelo y se llevan a la chica lejos de nuestra mirada. El inquisidor se vuelve hacia los hombres de corazón duro que están allí.

—Ahora, señores, espero por escrito la confirmación del veredicto. A no ser que alguien en este lugar tenga algo que decir a favor de la acusada. De ser así, reconsideraremos la acusación.

No sólo él, sino todos, se vuelven hacia mí. Unos pidiéndome que no diga nada, otros que la salve porque, como ella dijo, la conozco.

¿Por qué tuvo que decir aquellas palabras? ¿Por qué volver a cosas que habían sido tan difíciles de superar cuando decidí servir a Dios y dejar el mundo atrás? ¿Por qué no me permitió defenderla cuando podía salvarle la vida? Si en ese momento decía algo a su favor, al día siguiente toda la ciudad comentaría que la salvé porque dijo que siempre me había amado. Mi reputación y mi carrera estarían arruinadas para siempre.

—Estoy dispuesto a demostrar la benevolencia de la Santa Madre Iglesia, si tan sólo una voz se levanta en su defensa.

No soy el único de los que estamos aquí que conozco a su familia. Algunos les deben favores, otros dinero, otros están movidos por la envidia. Nadie va a abrir la boca. Sólo el que no les debe nada.

—¿Doy el procedimiento por cerrado?

El inquisidor, a pesar de ser más culto y más devoto que yo, parece estar pidiéndome ayuda. Sin embargo, ella les dijo a todos que me amaba.

«Una palabra tuya y mi siervo estará salvado», le dice el centurión a Jesús. Basta una sola palabra y mi sierva será salvada.

Mis labios no se mueven.

El inquisidor no lo demuestra pero sé lo que siente por mí: desprecio. Se vuelve hacia el grupo.

—La Iglesia, aquí representada por este humilde defensor, espera la confirmación de la pena de muerte.

Los hombres se reúnen en un rincón, yo oigo al demonio gritando cada vez más alto en mis oídos, intentando confundirme, como ya lo había hecho ese día. En ninguna de las cuatro niñas dejé marcas que fuesen irreversibles. He visto a otros hermanos que llevan la palanca hasta el extremo, los condenados mueren con todos los órganos destruidos, sangrando por la boca, con el cuerpo aumentado en más de treinta centímetros.

Los hombres vuelven con el papel firmado por todos. El veredicto es el mismo que el de las otras cuatro: muerte en la hoguera.

El inquisidor les da las gracias a todos y sale sin dirigirme la palabra. Los hombres que administran la ley y la justicia también se apartan, algunos hablando ya de cualquier trivialidad que sucede en la vecindad, otros con la cabeza baja. Yo me acerco a la chimenea, cojo algunas brasas y las pongo debajo del hábito. Siento el olor a carne quemada, me arden las manos, mi cuerpo se contrae de dolor, pero no muevo un músculo.

—Señor —digo finalmente cuando el dolor retrocede—. Que estas marcas de quemaduras queden para siempre en mi cuerpo, que no olvide jamás quién fui el día de hoy.

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