Aleph

Aleph


Los ojos de Hilal

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Cuando por fin empieza el nuevo día, me levanto, me cambio de ropa y voy a la sala. Ya están todos allí, incluida Hilal.

—Tienes que escribirme un permiso para que pueda volver aquí —dice, antes incluso de darme los buenos días—. Hoy ha sido un sacrificio llegar, y los revisores de cada vagón me han dicho que sólo me dejarán pasar si…

Ignoro sus palabras y saludo a los demás. Les pregunto si han pasado buena noche.

—No —es la respuesta colectiva.

Por lo visto no he sido el único.

—Yo he dormido muy bien —continúa Hilal, sin saber que está provocando la ira colectiva—. Mi vagón está en el centro del tren y se mueve mucho menos que éste. Éste es el peor vagón para viajar.

El editor iba a decir una grosería, pero se controla. Su mujer mira hacia la ventana y enciende un cigarrillo, para disimular su irritación. La otra editora pone una cara cuyo mensaje es claro para todos: «¿No dije yo que esta chica era inoportuna?»

—Voy a poner todos los días una reflexión en el espejo —dice Yao, que también parece haber dormido muy bien.

Se levanta, va hasta el espejo que hay en la sala y pega un papel en el que pone:

«Aquél que desee ver el arcoíris debe aprender a disfrutar de la lluvia.»

Nadie se entusiasma demasiado con la frase optimista. No es necesario tener el don de la telepatía para saber lo que pasa por la cabeza de cada una de esas personas: «Dios mío, ¿esto va a durar 9.000 kilómetros?»

—Tengo una foto en mi móvil que os quiero enseñar —continúa Hilal—. Y he traído mi violín, por si os apetece escuchar música.

Ya estamos escuchando música que suena en la radio de la cocina. La presión en el compartimento empieza a aumentar; en breve alguien va a ser realmente agresivo y ya no voy a ser capaz de controlar la situación.

—Por favor, déjanos desayunar en paz. Estás invitada, si quieres. Después voy a intentar dormir. Y más tarde veré tu foto.

Ruido estruendoso: un tren pasa al lado, en dirección contraria. Había ocurrido lo mismo toda la noche con una regularidad alucinante. Y el balanceo del vagón, en vez de recordarme la cariñosa mano balanceando la cuna, se parecía más a los movimientos de un barman preparando un dry martini. Estoy físicamente mal y con un intenso sentimiento de culpa por haber hecho que todas estas personas se embarcasen en mi aventura. Empiezo a entender por qué la famosa diversión del parque de atracciones se llama montaña rusa.

Hilal y el traductor intentan varias veces iniciar una conversación, pero nadie en aquella mesa —los dos editores, la mujer de uno de ellos, el escritor que tuvo la original idea— la siguen. Desayunamos en silencio; por el lado exterior de la ventana el paisaje se repite constantemente: pequeñas ciudades, bosques, pequeñas ciudades, bosques.

—¿Cuánto tiempo falta para Ekaterinburg? —le pregunta el editor a Yao.

—Llegaremos esta madrugada.

Suspiro general de alivio. Tal vez podamos cambiar de idea y decir que como experiencia fue suficiente. No hay que subir una montaña para saber que es alta; no hay que llegar a Vladivostok para decir que has viajado en el Transiberiano.

—Bien, voy a intentar dormir otra vez.

Me levanto. Hilal se levanta conmigo.

—¿Y el papel? ¿Y la foto del móvil?

¿Papel? Ah, sí, el permiso para que pueda volver a nuestro vagón. Antes de que yo pueda decir algo, Yao escribe algo en ruso y me pide que lo firme. Todos en el vagón —yo incluido— lo miramos con furia.

—Por favor, añade «sólo una vez al día».

Yao hace lo que le pido, se levanta y dice que va a ir a ver a uno de los inspectores del tren para que sellen la declaración.

—¿Y la foto del móvil?

A estas alturas lo acepto todo, siempre que pueda volver a mi habitación. Pero no quiero hacer enfadar más a los que me han invitado a este viaje. Le pido a Hilal que me acompañe hasta el final del vagón. Abrimos la primera puerta y llegamos a un cubículo en el que están las puertas exteriores del tren y una tercera que lleva al vagón anterior. El ruido allí es insoportable porque, además de la fricción de las ruedas en los raíles, está el chirrido de las plataformas que permiten pasar de un vagón a otro.

Hilal me enseña la foto del móvil, posiblemente sacada después de amanecer. Una nube alargada en el cielo.

—¿Entonces? ¿Lo ves?

Sí, veo una nube.

—Nos acompaña.

Nos acompaña una nube que en este momento ya habrá desaparecido completamente. Sigo estando de acuerdo con cualquier cosa, siempre que esa conversación acabe pronto.

—Tienes razón. Después hablamos de ello. Ahora vuelve a tu compartimento.

—No puedo. Sólo me has dado permiso para venir aquí una vez al día.

El cansancio no me dejó razonar bien, y no me di cuenta de que acababa de crear un monstruo. Si venía una vez al día, vendría por la mañana y no nos iba a dejar hasta la noche. Más tarde me encargaré de corregir el error.

—Escúchame bien: yo también soy un invitado en este viaje. Me encantaría disfrutar de tu compañía todo el tiempo, siempre tienes mucha energía, nunca aceptas un «no» por respuesta, pero sucede que… —Los ojos. Verdes, sin ningún maquillaje— … sucede que…

Puede que sea el agotamiento. Más de veinticuatro horas sin dormir y perdemos casi todas nuestras defensas; estoy en ese estado. Aquel cubículo sin ningún mueble, hecho sólo de acero y de vidrio, empieza a difuminarse. El ruido disminuye, la concentración desaparece, y ya no soy plenamente consciente de quién soy ni de dónde estoy ahora. Hago un esfuerzo, pero no puedo pensar con claridad. Sé que le estoy pidiendo que se comporte, que vuelva al lugar del que ha venido, pero lo que sale de mi boca no tiene ninguna relación con lo que estoy viendo.

Miro hacia la luz, hacia un lugar sagrado, y una ola se acerca hacia mí, llenándome de paz y amor, aunque ambas cosas casi nunca van juntas. Me veo a mí mismo, pero también están allí los elefantes con trompas erguidas en África, los camellos en el desierto, la gente hablando en un bar de Buenos Aires, un perro que cruza la carretera, el pincel que se mueve en las manos de una mujer que está a punto de terminar un cuadro con una rosa, nieve derritiéndose en una montaña en Suiza, monjes entonando cantos exóticos, un peregrino llegando a la iglesia de Santiago, un pastor con sus ovejas, soldados que acaban de despertar y se preparan para la guerra, los peces en el océano, las ciudades y los bosques del mundo, todo tan claro y tan gigantesco, tan pequeño y tan suave.

Estoy en el Aleph, el punto en el que todo está en el mismo lugar al mismo tiempo.

Estoy en una ventana mirando el mundo y sus lugares secretos, la poesía perdida en el tiempo y las palabras olvidadas en el espacio. Esos ojos me dicen cosas que ni siquiera sabemos que existen pero que están ahí, listas para ser descubiertas y conocidas sólo por las almas, no por los cuerpos. Frases que son perfectamente comprendidas aunque no sean pronunciadas. Sentimientos que exaltan y sofocan al mismo tiempo.

Estoy delante de puertas que se abren durante una fracción de segundo y luego vuelven a cerrarse, pero que permiten desvelar lo que se esconde tras ellas: los tesoros, las trampas, los caminos no recorridos y los viajes jamás imaginados.

—¿Por qué me miras de esa manera? ¿Por qué tus ojos me enseñan todo esto?

No soy yo el que habla, sino la chica, o mujer, que está frente a mí. Nuestros ojos se han transformado en espejos de nuestras almas; tal vez no sólo de nuestra alma, sino de todas las almas de todas las criaturas que en ese momento caminan, aman, nacen y mueren, sufren o sueñan en este planeta.

—No soy yo… sucede que…

No puedo terminar la frase, porque las puertas siguen abriéndose y revelando sus secretos. Veo mentiras y verdades, danzas exóticas delante de lo que parece ser la imagen de una diosa, marineros luchando contra el mar violento, una pareja sentada en una playa mirando el mismo mar, que parece tranquilo y acogedor. Las puertas siguen abriéndose, las puertas de los ojos de Hilal, y empiezo a verme a mí mismo, como si ya nos conociésemos desde hace mucho, mucho tiempo…

—¿Qué estás haciendo? —me pregunta.

—El Aleph…

Las lágrimas de la chica, o mujer, que está delante de mí parecen querer salir por una de aquellas puertas. Alguien dijo que las lágrimas son la sangre del alma, y es eso lo que veo ahora, porque he entrado en un túnel, estoy yendo al pasado, donde también ella me espera, con las manos puestas como si estuviese rezando la oración más sagrada que Dios ha concedido a los hombres. Sí, ella está allí, frente a mí, arrodillada en el suelo sonriendo, diciendo que el amor puede salvarlo todo, pero yo veo mis ropas, mis manos, una de ellas tiene una pluma…

—¡Para! —grito.

Hilal cierra los ojos.

Estoy otra vez en un vagón de tren viajando hacia Siberia y de allí al océano Pacífico. Me siento todavía más cansado que antes, entiendo perfectamente lo que ha sucedido, pero soy incapaz de explicarlo.

Ella me abraza. Yo la abrazo y acaricio suavemente sus cabellos.

—Lo sabía —dice—. Sabía que te conocía. Lo sabía desde que vi por primera vez una foto tuya. Es como si tuviéramos que encontrarnos otra vez en algún momento de esta vida. Lo comenté con amigos y amigas, que dijeron que deliraba, que miles de personas dicen lo mismo de otras personas todos los días. Pensé que tenían razón, pero la vida… la vida te trajo hasta donde yo estaba. Has venido a buscarme, ¿verdad?

Me recompongo poco a poco de la experiencia que acabo de tener. Sí, sé de qué habla, porque hace muchos siglos crucé una de las puertas que he visto ahora en sus ojos. Ella estaba allí, con otras personas. Con mucho cuidado le pregunto qué ha visto.

—Todo. Creo que no voy a poder explicarlo en toda mi vida. Pero en el momento en el que cerré los ojos estaba en un lugar confortable, seguro, como si fuera… mi casa.

No, no sabe de qué habla. Todavía no lo sabe. Pero yo lo sé. Vuelvo a coger sus bolsas y la llevo de nuevo a la sala.

—No puedo pensar ni hablar. Siéntate ahí, lee algo, déjame descansar un poco y luego vuelvo. Si alguien comenta algo, di que fui yo quien te pidió que te quedases.

Hace lo que le pido. Me voy a mi habitación, me echo en la cama con ropa y todo y caigo en un profundo sueño.

Alguien llama a la puerta.

—Llegamos en diez minutos.

Abro los ojos. Ya es de noche. Mejor dicho, debe de ser de madrugada. He dormido todo el día y ahora voy a tener dificultades para volver a dormir.

—Van a retirar el vagón y a dejarlo en la estación, así que basta con llevar lo suficiente para pasar dos noches en la ciudad —continúa la voz del lado de fuera.

Abro las persianas de la ventana. Empiezan a aparecer luces fuera, el tren disminuye la velocidad, realmente estamos llegando. Me lavo la cara, preparo rápidamente la mochila con lo necesario para pasar un par de días en Ekaterinburg. Poco a poco la experiencia de la mañana regresa.

Cuando salgo, todos están de pie en el pasillo, excepto Hilal, que sigue sentada en el mismo lugar en el que la dejé. No sonríe, simplemente me enseña un papel.

—Yao me ha dado permiso.

Yao me mira y susurra:

—¿Has leído el

Tao?

Sí, ya había leído el

Tao Te King, como casi todo el mundo de mi generación.

—Pues ya sabes: «Gasta tus energías y permanecerás joven.»

Hace un gesto imperceptible con la cabeza, señalando a la chica que todavía está sentada. Encuentro el comentario de mal gusto.

—Si insinúas que…

—No insinúo nada. Si has entendido mal será porque está en tu cabeza. Lo que quería decir, ya que no entiendes las palabras de Lao Tzu, es: «Echa fuera todo lo que sientes y te renovarás.» Me parece que ella es la persona adecuada para ayudarte.

¿Acaso habrían hablado? ¿Acaso, en el momento en el que entramos en el Aleph, Yao pasaba por allí y vio lo que estaba sucediendo?

—¿Crees en un mundo espiritual? ¿En un universo paralelo, en el que el tiempo y el espacio son eternos y siempre presentes? —pregunto.

Los frenos empiezan a chirriar. Yao mueve la cabeza, haciendo un gesto afirmativo, pero en realidad entiendo que está midiendo sus palabras. Finalmente responde:

—No creo en Dios tal como tú lo imaginas. Pero creo en muchas cosas con las que tú ni sueñas. Si mañana por la noche estás libre, podemos salir juntos.

El tren para. Hilal finalmente se levanta y se acerca a nosotros, Yao sonríe y la abraza. Todos se ponen los abrigos. Nos bajamos en Ekaterinburg a la una y cuatro de la madrugada.

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