Alaska

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IV. LOS EXPLORADORES

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chukchis y en el océano Ártico durante medio siglo; pero hacia el 1843 comenzó una nueva afluencia y, pocos años después, casi trescientos balleneros desafiaban las aguas del Norte.

Cuando escapó hacia el sur el Evening Star, el primero de aquella valiente estirpe, los traficantes de pieles erigieron un monumento de piedra que conmemoraba el lugar donde el cuerpo mutilado de Zagoskin había llegado a la costa; parecían dispuestos a olvidar el episodio, como si simplemente hubieran corrido un riesgo y les hubiese salido mal.

—Estuvimos a punto de apoderarnos del barco —dijo Irmokenti a los hombres que cerraban filas a su alrededor—. ¡Ese condenado arponero!

—¿Por qué tuviste que matar a aquel joven y a su mujer? —le preguntó Zhdanko.

Su hijo ni siquiera le contestó, porque consideraba que una cosa así podía ocurrir en cualquier operación arriesgada. En cuanto a la muerte del capitán, que se había mostrado tan agradable con ellos en sus dos visitas, era otro accidente de guerra.

—¿Acaso se trataba de una guerra? —volvió a inquirir su padrastro.

—Estamos en guerra contra todo el que pretenda quitarnos esta nueva tierra —espetó Irmokenti.

Zhdanko insistió entonces en preguntar por qué su hijo creía que los estadounidenses deseaban apoderarse de una isla como Lapak, donde no había árboles y donde cada vez quedaban menos focas y nutrias marinas.

—Sí, esta isla está agotada —reconoció él—. Y los nativos son unos inútiles. Pero más hacia el este hay lugares mejores.

El anciano, que pudo comprobar así que su hijo planeaba proseguir en los territorios situados más al este con sus asesinatos, su piratería y sus desenfrenadas matanzas, tomó entonces una decisión. Un hermoso día nublado, sin lluvia ni viento, perfecto para cazar nutrias, Zhdanko se dirigió a Irmokenti.

—Bonito día —le dijo, ante la sorpresa del otro—. Hace demasiado tiempo que somos enemigos. Ahora que ya no está Zagoskin, veamos si podemos conseguir algunas pieles más.

Se embarcaron en el kayak, y el viejo ocupó el lugar de proa desde donde solía remar Zagoskin, para que Irmokenti pudiera asestar sus golpes a las nutrias.

—Yo remaré desde aquí —dijo.

—Venid a ayudarnos a formar el círculo —gritó su hijo a unos hombres que descansaban en la playa; pero sólo acudieron otros dos.

Trofim condujo la embarcación lejos de la costa, a la sombra del Qugang, asegurando a Irmokenti que por allí había visto nutrias, hasta que finalmente llegaron a un lugar donde las maniobras de los tres kayaks no resultaban muy visibles a los hombres de la playa. Encontraron nutrias, y, cuando Irmokenti comenzó a formar el reducido círculo para cazar una hembra que llevaba a su cría sobre el vientre, la madre demostró una asombrosa agilidad y los esquivó de un lado a otro, aprovechando que el círculo no estaba formado por suficientes botes.

Irmokenti se enfureció porque su padrastro tardaba en responder a las maniobras de la nutria, y empezó a maldecirle a él y a los demás remeros, a los que amenazó con darles una paliza en cuanto volvieran a la playa.

—¡Formad! ¡Acercaos más pronto a ella cuando yo la ahuyente hacia vosotros!

Pocos minutos después, cuando por culpa de la impericia de Trofim los cazadores habían quedado muy mal distribuidos, Irmokenti se volvió para regañar otra vez al anciano, el cual, desde su puesto en la popa, sacudió tan violentamente el kayak que la proa giró por completo y arrojó a Irmokenti por la borda.

Él no se asustó. Mientras volvía a maldecir a Trofim, repitió lo que había hecho la vez que se había zambullido en el agua desde el Evening Star, es decir, agitó violentamente los brazos y trató de asirse al agujero de proa del kayak; seguramente hubiera conseguido salvarse por segunda vez, de no ser porque Zhdanko se apartó rápidamente, miró a su hijastro, y le golpeó en plena cara con la parte plana del remo. Luego, como si esperase a que se viera obligada a emerger una indefensa madre nutria para cazarla, aguardó a que la cabeza de Irmokenti asomara por la superficie, avanzó hasta ese punto con rapidez, y le asestó un segundo golpe que estuvo a punto de partirle el cráneo.

Remó tranquilamente, sin apresurarse, aguardando la reaparición de la cabeza ensangrentada, y, cuando ésta asomó, la hundió con calma en el agua, y la mantuvo sumergida durante varios segundos. Sólo entonces comenzó a agitar vigorosamente el remo, y gritó:

—¡Socorro! Irmokenti se ha caído.

Varios días después, el cadáver llegó a la costa tan descompuesto e inflado por el agua que nadie pudo adivinar lo ocurrido durante la cacería de nutrias; ese día, Kyril acudió como solía a la choza de Trofim, y se hizo un prolongado silencio durante el cual el anciano cosaco pensó: «Tiene la misma edad que Irmokenti cuando le conocí, pero ¡qué distinto es!».

—Vi lo que ocurrió cuando cazábamos esas nutrias —dijo el muchacho, tras una vacilación. Trofim no dijo nada, y el joven añadió, al cabo de un rato—: Nadie más lo vio. Yo iba delante.

Los ojos del anciano se llenaron de lágrimas, aunque no por el remordimiento, sino en respuesta a las grandes contradicciones de la vida. El joven cazador no reparó en su llanto, porque él también estaba sumido en la perplejidad ante el hecho de que aquel anciano, a quien él quería, hubiera matado a su propio hijo.

—Se cayó del kayak porque se volvió demasiado deprisa —dijo Kyril por fin, cuando logró recuperar la compostura necesaria para hablar—. La culpa fue suya. Yo lo vi. Es lo que les he dicho a los demás.

Se hizo el silencio de nuevo, mientras cada uno de ellos se daba cuenta de que el otro se había implicado en una mentira deliberada.

—Él era malo, abuelo —añadió Kyril, intentando absolver sus mutuas culpas—. ¡Matar a esa muchacha que había sido tan amable con nosotros! ¡Matar a tantos isleños! Merecía la muerte, y, si no se hubiera ahogado como ha ocurrido, yo mismo le habría asesinado. No sé cómo —dijo tras una vacilación, que convirtió el silencio en algo siniestro—, pero le habría matado, abuelo.

Zhdanko pensó con mucho cuidado lo que iba a decir después, porque quería que cada palabra por sí sola transmitiera su significado exacto, y durante casi media hora contempló el volcán y habló de cosas sin importancia.

—Ya es hora de que vuelva a Petropávlovsk para llevar nuestras pieles, Kyril —dijo al final, en voz baja—.

madame Zhdanko estará esperando allí, con otros fardos que habrá reunido por su cuenta; tendrá preparado un barco para llevarme a Ojotsk y luego tendré que viajar por tierra hasta el río Lena, atravesando un territorio muy malo. —Súbitamente, habló en plural—: Luego iremos en barcaza hasta Irkutsk. Ésa sí que es una ciudad bonita, créeme. Seguiremos hasta Mongolia, y allí venderemos nuestras pieles a los compradores chinos; pero hay que tener cuidado con ellos, si no quieres que te roben hasta las muelas. —Se meció hacia atrás y hacia adelante bajo la fría luz del sol, y entonces preguntó—: ¿Te gustaría?

—¡Claro que sí! —exclamó el muchacho.

—Tal vez tardemos tres años, ¿sabes? Y con este barco lleno de filtraciones que tenemos, es posible que no lleguemos siquiera a Kamchatka, pero vale la pena intentarlo. Y cuando volvamos a Lapak dejaremos este lugar miserable y nos iremos más al este, a Kodiak, donde dicen que hay muchas pieles.

—Pero, si queréis ir a Kodiak, ¿por qué no nos vamos ahora? —preguntó Kyril, tras pensárselo un momento.

—Porque tengo que informar a

madame Zhdanko de que su hijo ha muerto —le explicó Trofim—. Respeto mucho a esa mujer, y merece que sea yo quien se lo diga.

—¿Sabía ella… lo de Irmokenti?

—Me parece que las madres siempre lo saben todo.

—Entonces, ¿cómo podía quererle?

—Eso es lo misterioso de las madres —contestó Trofim.

Y el anciano, a sus setenta y nueve años, cuando ya debería llevar mucho tiempo retirado, permaneció sentado, soñando con mares turbulentos, con ataques de ladrones en un paso azotado por las tormentas de Siberia, con la tortura de impulsar una barcaza con una pértiga por el río Lena, con el entusiasmo de regatear con los chinos el precio de una piel de nutria; y se sintió impaciente por enfrentarse una vez más a los antiguos desafíos, Y por medir sus fuerzas con todas las novedades que encontraría en Kodiak.

Sabía que un explorador tenía que dedicar su vida a avanzar hacia el este, siempre hacia el este, rumbo al amanecer: cuando era un muchacho, había salido de su pueblucho ucraniano, al norte de Lvov, para viajar hacia el este con la intención de servir al zar Pedro en Moscú. Más adelante, había recorrido Siberia para encontrarse con

madame Poznikova; había continuado hasta las islas Aleutianas, donde conoció a muchos capitanes honorables (a Bering, a Cook, a Pym…); e incluso había llegado a las costas de América del Norte, como asistente del gran George Steller. Y siempre le quedaba otro importante desafío para el día siguiente, la isla vecina, el próximo mar tormentoso.

—No tengo hijos —dijo Trofim, serenamente—, y tú no tienes padre. ¿Cargamos nuestro barco agujereado y nos llevamos las pieles a Irkutsk?

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