Alaska

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V. EL DUELO

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—No está bien lo que hacemos, niña —le dijo, mientras estrechaba sus dedos con fuerza—. Y seguramente los espíritus no lo aprueban. Pero es mejor que morir sola en esta isla. No lo olvides nunca, Cidaq. Pase lo que pase, será mejor que lo que dejas aquí.

Apenas el Zar Iván había dejado atrás la sombra del volcán, la filosofía práctica de la Vieja se vio puesta a prueba, porque Rudenko, que ahora era el propietario de Cidaq, la llevó a rastras al interior del barco, desgarró sus vestidos de Piel de nutria e inició una serie de actos brutales que la dejaron aturdida y humillada. Lo peor fue que, cuando se hubo cansado de la joven, la entregó a sus brutales compañeros, que abusaron obscenamente de ella; la encerraron en la fétida bodega del barco y le dieron de comer sólo de vez en cuando, después de obligarla a someterse a sus indecencias. Rudenko no se sentía en absoluto responsable del bienestar de la muchacha, y la forma en que la trataban degeneró tan salvajemente que en varias ocasiones, durante los cincuenta y dos días de viaje hasta Kodiak, ella temió que iban a arrojarla Por la borda antes de llegar a puerto, como un objeto casi muerto que ya no tuviera utilidad.

Era la experiencia más triste por la que podía pasar una muchacha, porque ni uno sólo de los siete u ocho hombres que se acostaron con ella le demostró la menor muestra de afecto ni le dio ninguna señal de que quisiera protegerla de los otros. Todos la trataban como si no fuera humana, como a un objeto indigno. Pero ella sabía que en Lapak había sido niña apreciada, alguien respetado por las chicas de su edad y que estaba en pie de igualdad con los muchachos, y sabía también que las espantosas indignidades que padecía eran el precio que tenía que pagar Por huir de una situación todavía peor. Recordó las palabras de su bisabuela y ni una sola vez quiso arrojarse por la borda para acabar con aquellos abusos, cuando sus tribulaciones se volvieron casi insoportables. ¡De ningún modo! Soportaría aquel viaje hasta Kodiak porque era su única posibilidad de sobrevivir, pero tomó cuidadosamente nota de los que la humillaban y le daban puntapiés cuando se cansaban de ella y se prometió que si alguna vez el barco llegaba a atracar en Kodiak, se tomaría su revancha. Algunas veces, en la oscuridad, una sonrisa que llegaba como la marea se apoderaba de su cara, y ella se tocaba con la lengua el disco labial y se decía: «Si ayudé a matar aquella ballena, sabré cómo tratar a Rudenko». Se imaginaba entonces diversas formas de vengarse, y eso le resultaba tan reconfortante que los crujidos del barco y el odioso comportamiento de sus pasajeros dejaban de afligirla.

El viaje llegó a su fin. Contra todas las expectativas, el desvencijado Zar Iván llegó penosamente a la isla de Kodiak y, cuando se vaciaron las bodegas, para alegría de los hambrientos rusos que estaban destinados en la isla, los marineros permitieron que Cidaq recogiese su triste hatillo y subiera a la barcaza que iba a conducirla a la agitada vida de la colonia. Pero, aunque quedaba en libertad, no podía abandonar sin despedirse a aquel odioso barco y a sus igualmente odiosos pasajeros y, cuando zarpó la barcaza, alzó la vista hacia los hombres que la habían maltratado y que ahora se reían de ella desde la cubierta.

—¡Ojalá os ahoguéis! —gritó, en ruso—. ¡Ojalá la gran ballena os arrastre hasta el fondo del océano!

Y, a pesar de su rabia, por su cara pasó como un relámpago una hosca sonrisa que parecía advertir: «¡Cuidado, señores! Seguramente volveremos a encontrarnos».

La primera visión de Kodiak indicó a Cidaq que la isla era parecida a la de Lapak y, a la vez, muy diferente. Al igual que su isla natal, era un territorio árido, de contorno serrado por las bahías y rodeado de montañas; pero allí terminaba el parecido, porque no contenía ningún volcán, aunque ofrecía algo que ella nunca había visto hasta entonces. En algunas praderas había alisos y árboles tan bajos como arbustos, y le intrigó ver la forma en que se movían las hojas y las ramas. En unos pocos lugares protegidos se habían juntado grupos de álamos blancos, con la clara corteza desprendida, y en el extremo opuesto de la aldea donde iba a vivir se elevaba una pícea aislada y majestuosa, que la sorprendió por su gran altura y su deslumbrante color verde azulado.

—¿Qué es eso? —preguntó a una mujer, que recogía pescado de una barca.

—Un árbol.

—¿Y qué es un árbol?

—Eso de ahí —le contestó la mujer; y Cidaq se quedó largo rato contemplando la pícea.

Los Tres Santos estaba formada por un conjunto de toscas chozas que bordeaban la playa de una bahía con forma de ele mayúscula invertida, la cual, gracias a la protección de una isla grande, situada a unos cuatrocientos metros de la costa, permitía un anclaje seguro para los barcos dedicados al tráfico de pieles. Sin embargo, más al interior ofrecía poco espacio para ampliarse, Porque quedaba encajada al pie de unas altas montañas.

Pasaron dos días antes de que Cidaq, que subsistía como podía, yendo de choza en choza, descubriera la principal diferencia entre Lapak y Kodiak: en su nuevo hogar, la población se dividía en cuatro grupos distintos. Por una parte, estaban los

aleutas como ella, que los rusos habían llevado hasta allí y que eran de poco tamaño y escasos en número e importancia. Luego venían los nativos que vivían desde siempre en la isla; se llamaban

koniags[6], eran corpulentos, de difícil trato y de genio vivo, y superaban a los

aleutas en una proporción de veinte a uno o más. Un

aleuta que había conocido a Cidaq en Lapak le aseguró que los rusos les habían llevado a la isla porque no podían dominar a los

koniags. El siguiente peldaño de la escala social lo ocupaban los tratantes de pieles, unos hombres salvajes y malvados, asentados allí de por vida, a menos que más adelante llegaran a idear alguna excusa que les permitiera acompañar un embarque de pieles hasta Petropávlovsk. Y finalmente, estaban los auténticos rusos, muy pocos, por lo general hijos de familias privilegiadas, que prestaban servicios allí durante unos cuantos años, hasta que habían robado lo suficiente para retirarse a una finca cercana a San Petersburgo. Eran la élite, las otras tres castas se comportaban como ellos ordenaban, y, de vez en cuando, llegaban barcos de guerra a Los Tres Santos, para imponer la disciplina que dictaban estos rusos.

Aquellos primeros días, a Cidaq le faltaba la experiencia para comprender que sus

aleutas eran esclavos; no había otra palabra para definir su situación, porque los señores rusos ejercían sobre ellos un poder absoluto, del que no había escapatoria, y, si un

aleuta intentaba escapar, los hostiles

koniags podían matarle. Como no tenían cerca mujeres con las que compartir su sufrimiento ni podían tener hijos que llegaran a sustituirles, la situación de los varones

aleutas esclavizados en Kodiak era exactamente la misma que la de las mujeres aisladas en Lapak: unos y otras se veían condenados a vivir una breve existencia, morir y contribuir al exterminio de su raza.

Los traficantes de pieles tampoco estaban mucho mejor, porque ellos tenían la condición de siervos y estaban atados a aquella tierra, sin ninguna Posibilidad de progresar ni de llegar a formar un verdadero hogar en la Rusia que los había exiliado. Su única esperanza consistía en conquistar una Mujer nativa, o robarla a su esposo, y tener hijos con ella, a los que se consideraba criollos y que con el tiempo podían aspirar a la ciudadanía rusa. Pero la mayoría de ellos eran propiedad de la compañía que les empleaba y tenían que trabajar duramente y sin descanso, hasta su muerte, para aumentar las riquezas del imperio.

Estas crueles tradiciones no eran una excepción, sino la forma en que se gobernaba Rusia entera; y los altos funcionarios que llegaban a Kodiak no encontraban nada malo en aquel modelo de eterna servidumbre, pues, en la tierra natal, sus fincas familiares se administraban así, y ellos confiaban en que las cosas continuarían siempre de este modo en Rusia.

La vida en Kodiak era un infierno, tal como comprobó Cidaq, quien descubrió que no había suficiente comida, faltaban medicinas, y no tenían agujas para coser ni pieles de foca con las que fabricar ropas. Para su sorpresa, advirtió que en Kodiak los rusos se habían adaptado al ambiente de una forma mucho menos inteligente que los

aleutas en Lapak. Ella vivía fuera de los canales oficiales, se escondía con una familia pobre después de otra, y, siempre al borde de la inanición, observaba el extraño desarrollo de la vida en Kodiak. Por ejemplo, una mañana llegó a ver cómo unos funcionarios rusos, con el apoyo de un patético grupo de soldados harapientos, reunían a la mayoría de los traficantes de pieles recién llegados que habían compartido con ella el Zar Iván y les obligaban, a punta de bayoneta, a embarcarse en una flota de pequeñas embarcaciones que estaba a punto de hacerse a la mar, entre mucho alboroto y abundantes maldiciones, para emprenderlo que un

aleuta calificó en un susurro como «el peor de los viajes por mar»: los mil doscientos kilómetros que les separaban de las dos lejanas islas de las Focas, que más adelante serían conocidas con el nombre de islas Pribilof, donde había una increíble abundancia de estos animales.

—¿Volverán? —preguntó ella.

—Nunca vuelven —musitó el

aleuta.

En aquel momento Cidaq ahogó un grito de asombro, porque reconoció a tres de los hombres que habían abusado de ella, los cuales estaban al final de la hilera que se dirigía hacia los barcos; aunque estuvo tentada de gritarles algún insulto, no lo hizo, pues a poca distancia detrás de ellos venía esposado Yermak Rudenko, que llevaba el pelo revuelto, como si acabara de pelearse, las ropas desgarradas, y echaba fuego por los ojos. Al parecer, estaba avisado de cómo iba a ser la vida en las islas de las Focas y, aunque no había absolución posible para esa sentencia, aún se resistía a obedecer.

—¡Anda más de prisa! —Oyó Cidaq que gruñían en ruso los soldados, mientras le empujaban.

Durante un fugaz instante, Cidaq pensó: «¡Tienen suerte de que esté encadenado!». Y se entretuvo imaginando lo que haría Rudenko con aquellos hombres escuálidos y desnutridos, si llegaban a soltarle las manos. Pero entonces recordó la brutalidad de su comportamiento y sonrió al pensar que él iba a soportar un poco del mismo sufrimiento que le había infligido a ella.

Sonó un silbato. Hicieron subir a empujones a bordo a Rudenko y a los otros rezagados, y la hilera de once pequeñas embarcaciones partió hacia un viaje arriesgado incluso para barcos mayores y mejor construidos. Al verlas desaparecer, Cidaq descubrió que sus sentimientos oscilaban entre el deseo vengativo de que se hundieran y la esperanza de que se salvaran, a causa de los pobres

aleutas que también eran conducidos, para un cautiverio que duraría toda su vida, a las islas de las Focas.

No sentía la misma ambivalencia respecto a su propia situación, porque cada día que lograba sobrevivir le daba un motivo más para agradecer el haber escapado al solitario terror de la isla de Lapak. Kodiak estaba viva y, aunque sus habitantes se habían enredado en tempestades de odio y de frustrados sentimientos de venganza, aunque sus administradores vivían preocupados por la merma de las nutrias marinas y la necesidad de navegar hasta muy lejos en busca de focas, el aire estaba lleno de energía y bullía con el entusiasmo de construir un mundo nuevo. A Cidaq le gustaba Kodiak y, a pesar de subsistir de manera mucho más precaria que en Lapak, constantemente se recordaba a sí misma que seguía viva.

Como ya tenía quince años y todo le despertaba un intenso interés, se dio cuenta de que las cosas no marchaban bien para los rusos, los cuales se enfrentaban a una guerra franca con los

koniags y a la rebelión de los nativos de otras islas situadas más al este. Docenas de hombres procedentes de Moscú y Kiev, que se consideraban superiores en todos los sentidos a aquellos isleños primitivos, ahora morían a sus manos, y ellos les demostraban que habían llegado a dominar las técnicas de la emboscada nocturna y del ataque por sorpresa durante el día.

Pero lo que entristecía a Cidaq era la evidente degradación de los

aleutas, estrangulados por la desnutrición, las enfermedades y los malos tratos; la tasa de mortalidad entre ellos era escalofriante y a los rusos no parecía importarles. Por todas partes Cidaq veía señales de que su pueblo se enfrentaba a un exterminio inexorable.

Durante una breve temporada vivió con un

aleuta y una mujer nativa que no estaban casados puesto que no existía una comunidad

aleuta que celebrara los enlaces y les diera su bendición, los cuales luchaban por llevar una vida digna. Él cumplía las instrucciones de la Compañía, salía diariamente en busca de nutrias y cazaba con gran habilidad, se portaba bien y vivía de la escasa comida que le proporcionaba la Compañía. No se quejaba ante nadie, por miedo de que le sentenciaran a las islas de las Focas, y su mujer mostraba idéntica obediencia.

Sin embargo, cayó sobre ellos una tragedia que no podía ser más arbitraria y cruel. Apartaron al hombre de su trabajo en la caza de nutrias y, sin previo aviso, le condenaron al exilio en las islas de las Focas. Una noche, uno de los peores traficantes del Zar Iván entró en su choza, en busca de Cidaq, y como no la encontró, golpeó a la mujer en la cabeza y la arrastró hasta el lugar donde estaban de juerga cuatro de sus compañeros; abusaron todos de ella a lo largo de tres noches y, al terminar la orgía, la estrangularon. Cidaq pasó dos semanas escondida en la choza, sola, hasta que los mismos cinco traficantes la capturaron y la violaron repetidas veces. Probablemente la hubieran matado también al concluir la diversión, de no ser por la silenciosa llegada a Los Tres Santos de un hombre extraordinario, que había tomado la firme decisión de impedir la lenta muerte de su pueblo.

Había aparecido misteriosamente una mañana, y su silueta enjuta había surgido del territorio boscoso del norte, como la de un animal habituado a los bosques y a las altas montañas; sin duda, si los rusos le hubieran visto llegar, le habrían obligado a alejarse otra vez, porque era un hombre demasiado viejo para prestarles servicios y estaba tan consumido que ya no podía ser muy útil para nadie. Tenía más de sesenta años, un aspecto desaliñado y la mirada salvaje, y no llevaba consigo más que una chocante colección de trastos cuya utilidad los rusos no podían adivinar: un saco de piedras parecidas al ágata, pulidas tras una larga estancia en el lecho de algún río, otro saco lleno de huesos, siete varas de distintos tamaños, seis o siete trozos de marfil, la mitad de los cuales procedían de mamuts muertos mucho tiempo atrás y la otra mitad de morsas cazadas en el norte; y una Piel de foca bastante grande que envolvía un fardo cuadrado al que debía sus extraordinarios poderes. Contenía una momia bien conservada, la de una Mujer que había muerto miles de años antes y a la que habían sepultado en una cueva de la isla de Lapak.

Recorrió silenciosamente la parte norte de la aldea e instintivamente se dirigió hacia la alta pícea, cuyas grandes raíces estaban parcialmente expuestas por la erosión: Dejó caer a un lado su valioso fardo y comenzó a cavar la tierra entre las raíces, como un animal cuando construye su madriguera. Una vez hubo excavado un hoyo de tamaño considerable, levantó a su alrededor y por encima de él una especie de choza en la que instaló su residencia y colocó su fardo en el lugar de honor. Pasó tres días sin hacer nada y después comenzó a visitar discretamente a los

aleutas.

—¡He venido a salvaros! —les informaba con fúnebre gravedad.

Era el chamán Lunasaq, que había adquirido experiencia en varias islas, aunque nunca había logrado hacer nada importante ni había alcanzado un verdadero prestigio, porque había preferido vivir apartado de la gente, en comunión con los espíritus que gobiernan a la Humanidad y a los bosques, a las montañas y a las ballenas, y se había limitado a ayudar cuando se le necesitaba. No se había casado nunca porque le molestaban los ruidos de los niños, y se esforzaba en evitar el contacto con sus señores rusos, desconcertado ante su extraño comportamiento. Por ejemplo, no podía concebir que los que ostentaban el poder separasen a los hombres de las mujeres, como habían hecho los rusos al secuestrar a todos los hombres de Lapak y abandonar a las mujeres para que murieran. «¿Cómo creen que va la gente a producir nuevos trabajadores para sus barcos?», se preguntaba. Tampoco comprendía que pudieran matar a todas las nutrias del mar, cuando con un poco de moderación se hubieran asegurado todas las necesarias, año tras año, hasta el final de los tiempos. Pero por encima de todo, no lograba entender el crimen de que hombres adultos corrompiesen a muchachas muy jovencitas, con las que tendrían que casarse más adelante, si tanto hombres como muchachas querían sobrevivir y dar sentido a la existencia.

En realidad, había llegado a contemplar tantas maldades en las diversas islas ocupadas por los rusos que no se le había ocurrido nada más sensato que ir a Kodiak, donde estaba el cuartel general de la Compañía para intentar llevar algún alivio a su pueblo, porque le dolía pensar que pronto tendría que abandonarles, dejándolos en las tristes condiciones que estaban padeciendo. Al igual que Tomás de Aquino, Mahoma y San Agustín, sentía la necesidad de dejar este mundo un poco mejor de lo que estaba cuando él lo había heredado; pero cuando se instaló entre las raíces del gran árbol protector, comprendió que, si se comparaba con el poderío de los invasores rusos, con sus barcos y sus armas, él se encontraba casi indefenso, excepto Por el hecho de que contaba con una ventaja de la que ellos carecían. En su hatillo de piel de foca estaba aquella anciana, con sus trece mil años de antigüedad, y que con cada año de su existencia más poderosa se volvía. Con su ayuda, el chamán salvaría a los

aleutas de sus opresores.

Silenciosamente, como el tranquilo viento del sur que a veces sopla desde el turbulento océano Pacífico, empezó a frecuentar a los pequeños

aleutas que con tanta obediencia cumplían los dictados de los rusos y les recordó insistentemente que les traía mensajes de los espíritus:

—Siguen siendo ellos quienes gobiernan el mundo, a pesar de los rusos, y tenéis que escucharles, porque os servirán de guías a través de esta época difícil, como supieron guiar a vuestros antepasados, cuando se vieron atacados por tempestades.

Les comunicó que guardaba entre las raíces del árbol los objetos mágicos que le permitían comunicarse con aquellos espíritus omnipresentes y se sintió más tranquilo cuando los hombres, de dos en dos o de tres en tres, comenzaron a acudir para consultarle. Repetía siempre el mismo mensaje:

—Los espíritus saben que tenéis que obedecer a los rusos, por absurdas que sean sus órdenes, pero también quieren que os defendáis. Guardad algo de comida para los días en que no reparten nada. Comed cada día un poco de algas, porque la fuerza viene de ellas. Dejad escapar a las crías de las focas y de las nutrias. Sabréis cómo hacerlo sin que los rusos se den cuenta. Y cumplid las antiguas normas, que son las mejores.

Ayudaba a los que caían enfermos; acostaba a la víctima en una estera limpia, después le rodeaba la cabeza con caracolas, para que el mar pudiera hablarle, y ponía junto a sus pies piedras sagradas, para que conservara la estabilidad. Cuando se enfrentaba a problemas que no podía solucionar, sacaba a la momia, aquella marchita criatura cuyos ojos, hundidos en la cara ennegrecida, miraban fijamente para tranquilizar y aconsejar:

—Ella dice que te verás obligado a ir a las islas de las Focas, no tienes escapatoria. Pero allí encontrarás a un amigo de confianza, que te apoyará toda la vida.

Nunca mentía a los hombres sentenciados a vivir en las islas, ni les aseguraba que encontrarían una mujer o que tendrían hijos, pues sabía que era imposible; sin embargo, sí les hacía ver que era posible la amistad, ese sentimiento que dignifica la vida, y afirmaba que un hombre sensato tenía que ir en su busca, aunque estuviera viviendo un gran horror.

—Encontrarás un amigo, Anasuk, y trabajarás en algo que sólo podrás hacer tú. Y los años irán pasando.

Más tarde, cuando los botes zarpaban hacia las islas de las Focas, el chamán aparecía en la playa, sin ocultarse, para despedir a los

aleutas, y, durante los últimos meses del 1790, los funcionarios rusos se habituaron a su figura espectral, aunque de vez en cuando se preguntaban de dónde había salido y quién era exactamente. Pero nunca sospecharon que, gracias a él, los esclavos habían recuperado una pequeña parte de su dignidad e integridad, pues a juzgar por la situación de su propia gente, tanto la de los funcionarios como la de los tratantes de pieles convertidos en siervos, todo se iba rápidamente al diablo.

Con el correr del tiempo, el chamán Lunasaq se enteró de uno de los casos más tristes y desesperados que sufrieron los

aleutas, el de Cidaq, la muchacha que aquellos criminales se estaban pasando de uno a otro, pese a que las normas de la Compañía lo prohibían. Un día, cuando el siervo traficante de turno se encontraba ausente porque había ido a descargar un kayak lleno de pieles, el chamán se presentó en la choza donde estaba viviendo por aquel entonces la muchacha y, al verla con el pelo sucio, con la cara pálida y tan demacrada que el disco labial casi se desprendía de su boca, la tomó de las manos y la atrajo hacia sí.

—¡Hija mía! Los espíritus buenos no te han abandonado. Me envían para ayudarte.

Insistió en que Cidaq le acompañara inmediatamente y abandonara la miseria moral en la que estaba viviendo. Desafiaba las normas de la Compañía y se arriesgaba a que el traficante ruso le matara a golpes para recobrar a su mujer, pero la condujo hasta su choza entre las raíces y, una Vez dentro, destapó su tesoro más valioso, la momia, frente a cuya cara de pergamino hizo sentar a Cidaq.

—Niña —entonó—, esta anciana pasó por calamidades mucho peores que las tuyas. Hubo volcanes que estallaron en la noche, inundaciones, el furor del viento, la muerte, las infinitas pruebas que nos asaltan. Y luchó.

Continuó hablando así durante varios minutos, sin ver que la pequeña Cidaq hacía lo posible por no reírse de él. Finalmente, la muchacha alargó las dos manos, con una tocó la de él y con la otra rozó los labios de la momia.

—No necesito que ella me ayude, chamán. Mira este disco labial. Es hueso de ballena; yo ayudé a matarla. Llegará el día en que mataré a cada uno de los rusos que me han maltratado. Soy como tú, viejo; yo lucho cada día.

En ese momento, en la oscuridad de la choza, se creó un vínculo entre Cidaq y la momia, porque la vieja que había muerto en Lapak hacía tanto tiempo habló a la joven de su isla. Habló, sí. Después de practicar durante décadas, Lunasaq había llegado a perfeccionar sus dotes para la ventriloquía hasta el punto de que no sólo podía proyectar su voz hasta una distancia considerable, sino que también podía imitar la forma de hablar de diferentes personas. Podía ser un niño que pidiera ayuda, un espíritu enfadado que amonestara a un hombre malo o, especialmente, la momia, con su vasta acumulación de conocimientos.

En esa primera conversación, a la que siguieron muchas más, los tres hablaron sobre los tiranos rusos, sobre las nutrias marinas, sobre los hombres sentenciados a las islas de las Focas y, especialmente, discutieron la venganza que Cidaq planeaba contra sus opresores.

—Puedo esperar —aseguraba ella—. Cuatro, y entre ellos el peor, están ya en las islas de las Focas. No volveremos a verles. Pero tres continúan aquí, en Kodiak.

—¿Qué vas a hacerles? —preguntó la momia.

—Estoy dispuesta a desafiar a la muerte, pero no dejaré de castigarles —respondió Cidaq.

—¿Cómo? —quiso saber la anciana.

—Puedo degollarles mientras duermen —contestó Cidaq.

—Hazle eso a uno, y ellos te degollarán a ti. Seguro —repuso la momia.

—¿Te enfrentaste tú a problemas tan graves? —inquirió Cidaq.

—Como todo el mundo —informó la vieja.

—¿Conseguiste vengarte?

—Sí. Les sobreviví. Me reí sobre sus tumbas. Y aquí sigo. Mientras que ellos Desaparecieron hace mucho. Hace mucho.

La choza se llenó con las risas ahogadas que la momia emitía al recordar su venganza; y era muy difícil advertir la destreza con que Lunasaq usaba su voz para que sonara como esas risas o detectar cuándo dejaba de ser la momia y se ponía a hablar severamente con su propia voz.

—Tengo que recordarte que el problema de Cidaq no es la venganza —dijo el charnán—, sino la supervivencia de su pueblo. Su problema es encontrar marido y tener hijos.

—Las focas tienen hijos. Las ballenas tienen hijos. Cualquiera puede tener hijos espetó la momia.

—¿Los tuviste tú? —preguntó Cidaq.

—Cuatro. Y eso no cambió nada —contestó la anciana.

—Pero tú vivías sin ningún peligro, junto a los tuyos —interrumpió otra vez Lunasaq.

—Nadie vive nunca sin ningún peligro —dijo la momia—. Dos de mis hijos se murieron de hambre.

—¿Cómo fue que ellos murieron y tú sobreviviste? —inquirió el chamán.

—Los viejos pueden soportar los golpes —explicó la anciana—. Miran más allá. Los jóvenes se los toman demasiado en serio. Y se dejan morir. Tú —se dirigió con bastante brusquedad al chamán—, a esta niña la tratas con demasiada severidad. Déjala que se tome su venganza. Los dos os sorprenderéis cuando veáis la forma en que se produce.

—¿Llegará?

—Claro. Igual que muy pronto van a llegar los rusos a esta choza, para darnos una paliza a todos. Pero Lunasaq, mi ayudante, ya ha pensado en eso, y tú resultarás de gran ayuda, de una forma que ahora no puedes adivinar. Tu ayuda llegará de tres maneras, que vendrán en diferentes direcciones. Pero ahora, escondedme.

Apenas habían ocultado a la momia cuando irrumpieron en la choza dos de los traficantes siervos y atacaron al chamán con unos golpes tan brutales que Cidaq temió por su vida. Pero tan pronto había comenzado la paliza, un grupo de cinco

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