Alaska

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V. EL DUELO

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aleutas armados con garrotes corrieron hasta la casucha y en ese reducido espacio pegaron con fuerza en la cabeza a los agresores, con tanta aplicación que el más fuerte de ellos salió de la choza tambaleándose, con la cabeza destrozada, hasta que cayó muerto, mientras el otro hombre escapaba gritando, perseguido por dos

aleutas que le golpeaban en la espalda.

Milagrosamente, los otros

aleutas consiguieron llevarse en secreto el cadáver y lo escondieron en un barranco, bajo un montón de piedras. El traficante que sobrevivió a la paliza trató después de acusarles, diciendo que unos

aleutas le habían atacado con garrotes, pero tanto él como su compañero muerto tenían tan mala reputación que la Compañía no lamentó borrarlos de su plantilla, y, unos días después, se envió al superviviente a pasar el resto de su vida entre las focas. Cidaq presenció su marcha con inflexible satisfacción y regresó a la choza del chamán, donde, para su sorpresa, la momia no demostró mucho entusiasmo por el incidente.

—No tiene importancia —dijo—. A esos dos no les vamos a echar de menos, y tú no has ganado nada con esta historia. Lo importante es que están a punto de producirse las tres maneras de ayudarnos de las que te hablé. Prepárate. Tu vida está cambiando. El mundo está cambiando.

Entonces el chamán hizo que la momia hablase como si se estuviera alejando de la choza, y Cidaq le suplicó que se quedara; como la Vieja no acababa de irse, fue el chamán quien la interrogó primero:

—Esas ayudas, ¿también a mí me serán útiles?

—¿Qué significa ser útil? —espetó la anciana, con bastante impaciencia—. ¿Acaso a Cidaq le resulta útil que uno de sus agresores haya muerto y el otro esté exiliado? Solamente si ella hace algo que le permite obtener un beneficio.

Con el correr de los años, la momia había adquirido una personalidad propia y con frecuencia expresaba opiniones contrarias a las del chamán. Era como un voluntarioso estudiante que se hubiera liberado de la tutela de su maestro y, en algunas ocasiones en que hablaban sobre asuntos importantes, el chamán y la obstinada momia llegaban a entablar una discusión.

—Pero, esas nuevas maneras, ¿no serán perjudiciales? —preguntó el chamán.

—Por sí mismo, ¿qué es lo que resulta perjudicial? —respondió la vieja, con otra irritada pregunta—. Solamente lo que permitimos que lo sea.

—¿Puedo emplear esas nuevas maneras? ¿Y ayudar con ellas a los míos? —preguntó Lunasaq.

No hubo respuesta, porque la vieja sabía que la solución se encontraba en el propio chamán. Pero cuando Cidaq formuló casi la misma pregunta, la momia suspiró y guardó silencio, como sumida en antiguos recuerdos, y luego suspiró otra vez.

—De todos mis años —dijo finalmente—, y he disfrutado de varios miles, recuerdo solamente los que me enfrentaron con desafíos: mi marido, al que no llegué a apreciar hasta que vi de qué modo se comportaba ante la adversidad; mis dos hijos, que se negaron a ser cazadores, pero se convirtieron en unos expertos constructores de kayaks; el invierno en que todos se pusieron enfermos y sólo quedamos otra vieja y yo para conseguir pescado; aquel espantoso año en que el volcán de Lapak estalló sobre el océano y cubrió nuestra isla con dos palmos de ceniza, y mi marido y yo tuvimos que llevarnos a los sobrevivientes mar adentro, durante cuatro jornadas, Para poder respirar; y las noches apacibles en que yo imaginaba planes que nos permitirían llevar una vida mejor. —Se interrumpió y entonces pareció dirigir su voz directamente hacia Cidaq, para después volverse hacia el chamán, que le había permitido continuar su existencia durante el período actual—: Están llegando tres hombres a Kodiak. Traen con ellos el mundo y todo el significado del mundo. Y vosotros les recibiréis, cada uno a vuestra manera.

Entonces habló con una voz mucho más suave, dirigiéndose solamente a Cidaq:

—¿Te sentiste bien cuando viste cómo mataban a aquel ruso?

—No —contestó Cidaq—. Tuve la sensación de que algo acababa. Como si algo se hubiera terminado.

—¿Y no te sentiste satisfecha?

—No; sólo se acababa. Algo malo había terminado, sin que yo tuviera mucho que ver con ello.

—Estás preparada para recibir a los que vienen —afirmó la momia. Después preguntó, dirigiéndose a su chamán—: ¿Qué sentiste tú cuando a él le asesinaron?

—Sentí lástima por él —contestó Lunasaq con sinceridad—, porque había vivido una vida tan miserable. Y me alegré por mí, porque todavía me queda mucho trabajo por hacer aquí, en Kodiak.

—Estoy orgullosa de vosotros dos. Estáis preparados. Pero nadie me ha preguntado qué es lo que yo siento. Esos tres que vienen, también se dirigirán a mí con sus problemas.

—¿Qué sientes tú? —preguntó entonces el chamán, pues el bienestar de la momia fortalecía el suyo.

—Os he dicho que para mí los años buenos eran aquéllos en que algo traía desafíos —dijo ella—. Ya va siendo hora de que pase algo interesante en esta condenada isla.

Y, después de darles aquella alentadora información, se retiró para preparar el próximo reto que le reservaban sus trece mil años de edad.

El primero que llegó fue un hombre que regresaba ilegalmente. Nadie esperaba verle otra vez en la isla de Kodiak, pero reapareció con una misión que dejó atónitos a todos los que hablaron con él. Era Yermak Rudenko, aquel traficante corpulento y barbudo que había comprado a Cidaq y se había escapado de las islas de las Focas, decidido a hacer cualquier cosa antes que volver allí. Los funcionarios de la Compañía descubrieron que había llegado como polizón en un barco que regresaba con un cargamento de pieles, le arrestaron y le llevaron a la tosca oficina del puerto.

—¿Sabéis cómo es aquello? —les preguntó, fingiendo arrepentirse—. Antes allí sólo vivían las focas. Ahora, hay unos pocos

aleutas y unos cuantos rusos. Llega un barco al año, no hay casi nada para comer y nadie con quien hablar.

—Por eso te enviaron —le interrumpió un joven oficial, que nunca había pasado privaciones—. Aquí eras incorregible, y en el próximo barco volverás a ir allá, que es donde tienes que estar, y para siempre.

Rudenko se puso pálido y se desvaneció toda la furia que había desplegado cuando era el rey del Zar Iván y de los traficantes de Kodiak. Le resultaba insoportable tener que enfrentarse durante el resto de su vida a la espantosa soledad de las islas Pribilof y empezó a suplicar a aquellos funcionarios que controlaban su destino.

—No hay más que lluvia. Ni un árbol. En invierno el hielo lo envuelve todo Y, cuando vuelve el sol, solamente están las focas, que abarrotan la isla. En sólo una semana, un niño de seis años sería capaz de cazar tantas como le Pidieran. Y no hay nada más.

Pareció que toda la fuerza escapaba de su cuerpo enorme, de grandes músculos y hombros pesados, y, desde luego, toda su arrogancia se esfumó. Si la sentencia le obligaba a embarcarse en un bote y regresar a aquella isla desolada, prefería saltar al agua durante el trayecto o matarse después de desembarcar; porque malgastar los años de su vida en aquella inutilidad improductiva era más de lo que podía soportar.

—¡No me hagáis volver! —les rogó.

—Te enviamos allí porque aquí no podíamos hacer nada contigo —los funcionarios se mostraron inflexibles—. En Kodiak no hay lugar para ti.

Desesperado, debatiéndose en busca de alguna salida, balbuceó una petición, y entonces, a pesar de que no hacía al caso, la isla de Kodiak adquirió un compromiso que duró tanto como la violenta vida de aquel hombre.

—¡Aquí vive mi mujer! ¡No podéis separar de su mujer a un ruso creyente!

La noticia dejó atónitos a los presentes, que intercambiaron miradas.

—¿Alguien conoce a la mujer de este hombre? —se preguntaban unos.

—¿Por qué no nos dijeron nada de esto? —decían otros.

El resultado fue que el funcionario que estaba temporalmente a cargo de los asuntos de la Compañía tomó una decisión.

—Llevaos a este hombre; ya veremos —dijo.

—Encargó la investigación a un joven oficial de la Marina, el alférez Fedor Belov, quien inició las averiguaciones mientras volvían a encarcelar a Rudenko; tras algunos aburridos interrogatorios, el joven oficial descubrió que el prisionero Rudenko había comprado a una muchacha

aleuta en la isla de Lapak y, aunque la trataba mal, en cierto modo se le podía considerar como su marido. Belov informó a sus superiores, que se mostraron preocupados.

—La zarina nos ha ordenado favorecer el establecimiento de familias rusas en estas islas —señaló el director en funciones— y, más concretamente, pidió que se promocionara el matrimonio con las muchachas nativas, si se convertían al cristianismo.

Puesto que la zarina en cuestión era Catalina la Grande, autócrata de autócratas, que lograba enterarse de lo que ocurría en los puntos más remotos de su imperio, era aconsejable cumplir todas sus consignas.

Por lo tanto, ordenaron al alférez Belov que volviera al trabajo y comenzara a investigar a la supuesta esposa de Rudenko. ¿Existía de verdad? ¿Era cristiana? ¿Sería posible que el único sacerdote ortodoxo de Kodiak, que casi siempre estaba borracho, bendijera su matrimonio? El oficial se ocupó primero de esta última cuestión y se fue en busca del padre Pétr, un derrotado sacerdote de sesenta y siete años, que repetidas veces había solicitado que le permitieran regresar a Rusia. Descubrió que el anciano estaba dispuesto a satisfacer cualquier encargo que le hiciera la Compañía, que era quien le proporcionaba alojamiento y comida.

—¡Por supuesto que sí! Nuestra adorada zarina, que Dios la proteja, nos ha dado instrucciones, y nuestro venerado obispo de Irkutsk, que Dios le proteja, a quien tenemos en gran respeto…

Al mencionar el nombre del obispo, sus pensamientos se desviaron hacia la séptima solicitud que pensaba dirigir al dignatario, suplicándole que le liberara de las difíciles responsabilidades que tenía a su cargo en la isla de Kodiak. Entonces perdió el hilo de su discurso y, con una mirada inexpresiva en su rostro blanco y barbudo, inquirió con humildad:

—¿Qué deseáis de mí, joven?

—¿Recordáis al traficante de pieles Yermak Rudenko?

—No.

—Un hombre corpulento, muy pendenciero…

—Ah, sí.

—Trajo una muchacha de Lapak. Una

aleuta, claro.

—Es algo muy normal entre los marineros.

—Ha pasado casi un año entero en las islas de Las Focas.

—Claro, claro; es un mal tipo.

—¿Casaríais a ese tal Rudenko con su muchacha

aleuta?

—Por supuesto. La zarina nos ordenó que… Sí, lo ordenó.

—Pero solamente si las muchachas se convertían al cristianismo. ¿La bautizaríais?

—Sí; para eso me enviaron aquí, para bautizar. Para que los paganos conozcan el amor de Jesucristo.

—¿Habéis bautizado a alguno?

—A unos pocos; son tipos muy tozudos.

—¿Pero a ésta, la bautizaríais y la casaríais?

—Sí, porque son órdenes de la zarina. Leí la orden, me la envió nuestro obispo de Irkutsk.

El alférez Belov comprendió que el anciano no tenía muy claro qué estaba haciendo allí o qué tenía que hacer. Llevaba varios años en las islas y, a pesar de ello, había bautizado a muy pocas personas, había celebrado todavía menos matrimonios y no había llegado a dominar ninguno de los idiomas de los nativos. Era el peor ejemplo del esfuerzo civilizador ruso, y los chamanes como Lunasaq se habían colado en el amplio vacío que dejaba su falta de entusiasmo misionero.

—Enviaré vuestra solicitud al obispo de Irkutsk —prometió Belov—. En cuanto a vos, ¿estaréis dispuesto a celebrar ese matrimonio?

—Gracias, gracias por enviar la carta.

—Os he preguntado por la boda.

—Ya sabéis lo que ha manifestado la zarina, que los cielos protejan a Su Alteza Real.

El alférez Belov informó, pues, a los funcionarios de que Rudenko tenía algo así como una esposa y de que el padre Pétr estaba dispuesto a bautizarla y a celebrar la boda, siguiendo las instrucciones de la zarina. Entonces los funcionarios preguntaron a Belov si había visto a la joven y si la juzgaba digna de convertirse en ciudadana rusa.

—Todavía no la he visto —respondió él—, pero creo que está aquí, en Los Tres Santos, y proseguiré diligentemente con la investigación.

Por medio de nuevos interrogatorios, se enteró de que la joven se llamaba Cidaq y que residía, si es que se podía emplear esta palabra, en una choza cuyo ocupante anterior había sido asesinado, sin saberse muy bien cómo, Pues los detalles eran poco claros. Descubrió con sorpresa que se trataba de una joven sencilla, de quince o dieciséis años, que no estaba embarazada, era excepcionalmente limpia para ser una

aleuta y tenía nociones de ruso. Advirtió que su presencia la aterrorizaba, aunque ignoraba que era por el miedo de verse complicada en el asesinato del traficante un asunto que ya desde el principio se había abandonado; hizo lo posible por tranquilizarla:

—Traigo buenas noticias, muy buenas noticias.

Ella suspiró, sin lograr imaginar de qué podía tratarse.

—Se te ha concedido un gran honor —le dijo Belov, mientras se inclinaba hacia ella, y ella se inclinaba también para escuchar—. Tu marido quiere casarse legalmente contigo. Por la religión rusa. Con sacerdote. Bautismo. —Hizo una pausa y luego añadió, con gran pompa—: ciudadanía rusa plena.

Sin abandonar su postura, le sonrió y se sintió aliviado cuando vio la enorme sonrisa que estalló en el rostro de la muchacha. La tomó de las manos y, embargado por su propia alegría, exclamó:

—¿No te lo había dicho? ¡Grandes noticias!

—¿Mi marido? —preguntó ella, por fin.

—Sí. Yermak Rudenko. Ha vuelto de las islas de las Focas.

Éste fue el inicio del fraude mediante el cual Cidaq iba a lograr vengarse de Rudenko, porque la muchacha consiguió disimular, con la astucia de un animalillo, cualquier reacción física o verbal que pudiera delatar su repugnancia ante la idea de volver a reunirse con Rudenko y, durante la pausa que siguió, comenzó a imaginar varias formas de cobrarle la deuda a aquel hombre malvado. Pero comprendió que tenía que saber más cosas antes de dar el paso siguiente y se fingió encantada por la noticia.

—¿Dónde está mi marido? ¿Cuándo puedo verle?

—¡No vayas tan de prisa! Está aquí, en Los Tres Santos. Y la Compañía dice que, si os casáis como es debido, él puede quedarse —añadió solemnemente el joven oficial, como si le estuviera comunicando un último favor.

—¡Qué maravilla! —exclamó la joven.

Entonces el oficial añadió una condición que a ella le permitió complicar las cosas:

—Por supuesto, para que se celebre la boda por la iglesia tendrás que convertirte antes al cristianismo.

—¿Y de lo contrario le harán volver a las islas de las Focas? —preguntó entonces Cidaq, fingiendo estar horrorizada.

—O puede que le fusilen.

—¿Significa eso que ha vuelto sin permiso?

—Sí. Ardía en deseos de estar otra vez contigo.

—¿Cristianismo? ¿Matrimonio? ¿Eso es todo lo que hace falta?

—Sí; y el padre Pétr dice que está dispuesto a encargarse de tu conversión y a celebrar tu boda.

Cidaq sonrió al alférez Belov con su redonda cara radiante por la fingida gratitud y le dio las gracias por sus alentadoras noticias.

—¿Y cuándo puedo ver a mi señor Yermak? —quiso saber después, como si estuviera profundamente enamorada.

—Ahora mismo.

En la bahía de Los Tres Santos no había cárcel, lo que no debe extrañarnos, pues contaba con muy pocas cosas de las que precisa una sociedad organizada, pero en las oficinas de la Compañía había un cuarto sin ventanas y con una puerta doble, que podía cerrarse con llave por ambos lados; descorrieron los cerrojos, y el joven oficial condujo a Cidaq al cuarto oscuro donde estaba sentado su supuesto marido, encadenado con grilletes.

—¡Yermak! —exclamó ella, con una alegría que complació al prisionero sin sorprenderle, porque, aunque comprendía que resultaba arriesgado confiar en ella para lograr su libertad, era tan arrogante que pensaba que la joven se iba a deslumbrar ante la tentadora posibilidad de convertirse en la esposa legal de un ruso y le iba a perdonar todo lo que le había hecho en el pasado—. ¡Yermak! —volvió a exclamar Cidaq, como una esposa sumisa.

Se desprendió del alférez Belov y corrió hacia su perseguidor, tomó sus manos esposadas y las cubrió de besos, y después hundió su rostro sonriente en la barba del hombre para besarle de nuevo. Al presenciar aquel emotivo reencuentro entre el traficante de pieles ruso y la muchacha isleña que tanto le adoraba, Belov disimuló un sollozo y salió para informar a las autoridades de que era necesario continuar con los preparativos de la boda.

En cuanto Cidaq se vio libre de Rudenko y Belov, corrió a la choza del chamán, gritando:

—¡Lunasaq! ¡Tengo que hablar con tu momia!

Cuando desenvolvieron el fardo de piel de foca, Cidaq explicó entre risas la asombrosa oportunidad que acababa de ofrecérsele:

—Si me caso con él, se queda; si no, vuelve con sus focas.

—¡Es extraordinario! —exclamó la momia—. ¿Le has visto?

—Sí. Llevaba grilletes. Le custodia un soldado armado con un rifle.

—Y, ¿qué has sentido al verle?

—Me he imaginado que le estrangulaba con mis propias manos.

—¿Y qué vas a hacer?

En el tiempo transcurrido desde que había visto por primera vez la odiosa cara de Rudenko, Cidaq había perfeccionado su enrevesada estrategia.

—Haré creer a todo el mundo que soy muy feliz. Dejaré que piensen que voy a casarme con él. Hablaré con él sobre la vida que vamos a llevar aquí, en Los Tres Santos…

—¿Y disfrutarás de cada minuto? —preguntó la anciana.

—Sí; y en el último instante diré que no, para ver cómo le arrastran otra vez a su prisión eterna entre las focas.

—Pero, ¿qué motivo vas a alegar… para cambiar de opinión? —preguntó la momia, que en vida había sido una mujer práctica, lo cual explicaba su larga existencia posterior.

Las palabras con las que respondió Cidaq resultaron ser el origen de graves complicaciones:

—Diré que no puedo renunciar a mi antigua religión para convertirme en cristiana.

Lunasaq ahogó un grito, escandalizado ante aquella frívola declaración, pues ahora se trataba de la religión, que era la esencia de su vida, y podía darse cuenta del peligro que encerraba aquel juego. Apartó a un lado a la marchita momia, envuelta en su piel de foca, y el chamán Lunasaq, ante la amenaza, asumió la conversación.

—¿Has dicho que estabas pensando en convertirte al cristianismo?

—No; lo han dicho ellos. Para poder casarme con Rudenko, tendría que unirme a su religión.

—Pero no estarás pensando hacerlo, ¿verdad?

Continuando con el juego, la joven respondió, medio en broma:

—Bueno, si él fuera un ruso simpático… como el joven Belov, por ejemplo…

Muy serio, el chamán hizo sentar a Cidaq en una banqueta, se sentó ante ella y se puso a hablarle, como si estuviera haciendo un resumen de toda su vida:

—¿Es que no has visto la cristiandad de los rusos, jovencita? ¿Acaso ha ayudado en algo a nuestro pueblo? ¿Nos ha traído la felicidad que prometían? ¿O nos ha dado casas dónde refugiarnos? ¿O comida? ¿Nos aman ellos como su Libro dice que tendrían que amarnos? ¿Nos respetan? ¿Nos permiten entrar en sus casas? ¿Nos han dado alguna libertad nueva o siquiera han mantenido las que nosotros habíamos conseguido? ¿Hay algo… se te ocurre una sola cosa… algo bueno que su dios nos haya dado? Y de las cosas buenas que ya teníamos, ¿hay una sola que no nos hayan quitado?

La momia gruñó, desde dentro de su saco, ante aquel acertado resumen de la autoridad cristiana bajo el dominio ruso, y el chamán continuó, animado por ella; sacudía sus desaliñados mechones cada vez que presentaba un nuevo argumento para convencer a Cidaq:

—¿Es que en los viejos tiempos, con nuestros espíritus, no había felicidad en nuestras islas? ¿Acaso ellos no hacían que siempre encontráramos animales nadando en torno de nuestras islas, que podíamos cazar Para comer?, ¿acaso no nos protegían cuando íbamos en nuestros kayaks?, ¿no traían a nuestros hijos sanos y salvos al mundo?, ¿no nos devolvían el sol cada primavera?, ¿no aseguraban la armonía de nuestra existencia y nos permitían construir unos pueblos agradables, donde los niños jugaban al sol y los ancianos morían en paz? —Se conmovió tanto ante aquella visión del paraíso perdido de los

aleutas que su voz se elevó hasta convertirse en un gemido quejumbroso—: ¡Cidaq! ¡Cidaq! Has sobrevivido a grandes calamidades. Y, sin duda, los espíritus te han salvado para que cumplas una noble misión. En este momento de crisis, no pienses siquiera en abrazar sus innobles costumbres. Permanece junto a nuestro pueblo, Cidaq. Ayúdale a recobrar su dignidad. Ayúdale a elegir un camino honrado en estos tiempos de prueba. Ayúdame a mí a auxiliar a nuestro pueblo.

Estaba temblando cuando acabó de hablar, porque sus espíritus, las fuerzas que impulsaban los vientos y encendían el sol, le habían ofrecido una visión del futuro y había podido ver que su pueblo iba a morir rápida y dolorosamente si abandonaba sus antiguas costumbres. Vio cómo los hombres perdían el sentido, cada vez más borrachos; vio cómo los morenos

aleutas morían a causa de enfermedades desconocidas que nunca atacaban a los blancos rusos; vio cómo jóvenes alegres como Cidaq eran corrompidas y despreciadas; y, por encima de todas las cosas, contempló el declive inexorable y la desaparición definitiva de todo lo que había hecho resplandecer la vida en Attu, en Kiska, en Lapak y en Unalaska y vio que todo era arrastrado por los suelos, hasta que los mismos espíritus que habían gobernado aquella vida llegaban a desaparecer.

Un universo, un universo entero que había conocido episodios de grandeza, como cuando dos hombres solos en medio de la vastedad del mar, protegidos únicamente por un kayak de piel de foca, cuyos costados podría agujerear cualquier pez que se lo propusiera, atacaban al monstruo, unos hombres que en total pesaban sólo ciento diez kilos, mientras el animal alcanzaba cuarenta toneladas, y luchaban hasta matarlo. Aquel universo y todo lo que abarcaba estaba en peligro de extinción, y Lunasaq sentía que era el único responsable de salvarlo.

—Cidaq —susurró, suplicándole con voz casi ahogada por la angustia—, no desdeñes las antiguas y seguras costumbres que te han protegido, en favor de otras nuevas y perversas, que te prometen vivir bien y solamente te conducen a la muerte.

Sus palabras ejercieron un efecto poderoso sobre Cidaq, que permaneció sentada en una especie de trance, mientras él sacaba de sus hatillos los símbolos reverenciados que hasta entonces la habían guiado en la vida: los huesos, los trozos de madera, los guijarros pulidos, el marfil que tanto había costado conseguir en el mar. El chamán los distribuyó alrededor de la muchacha, formando dibujos que ella ya conocía, e inició un cántico, usando palabras y frases que la muchacha no comprendía, pero tan poderosas que trajeron hasta la habitación a los espíritus que gobernaban la vida, los cuales hablaron a la joven como en los días de su niñez.

—¡Cidaq, no nos abandones! Cidaq, los otros te prometen una vida digna, pero no te la dan; no se la dan nunca a nuestra gente. Cidaq, sigue las costumbres que permitieron que tu bisabuela viviera tanto tiempo y con tanto valor. Cidaq, no te alíes con esos dioses nuevos y extraños que solamente alardean, pero no tienen ningún poder. ¡Cidaq, Cidaq!

Su nombre resonó por todos los rincones de la choza, hasta que la muchacha temió desmayarse; pero entonces, desde el saco de la momia surgieron unas palabras de ánimo:

—Paso a paso, Cidaq. Sonríe a Rudenko. Dale esperanzas. Y más tarde envíale otra vez al exilio con las focas. Después nos enfrentaremos a esas cosas que desconciertan a nuestro chamán y que a mí también me desconciertan.

La niña de cara redonda y sonrisa como un sol agitó con fuerza la cabeza, como si quisiera dejarla preparada para la tarea que tenía que emprender.

—No permitiré que me conviertan en cristiana —le prometió a su chamán—; es decir, en una auténtica cristiana.

Y salió de la choza, sonriendo una vez más, mientras intentaba imaginar la cara que pondría Rudenko en el último instante, cuando ella se negara a casarse y él comprendiera que le había engañado, para obligarle a volver con las focas.

La momia había predicho que a Kodiak llegarían tres hombres con mensajes de inquietud o de esperanza, y Rudenko había sido el primero, con malas noticias; pero se acercaba un segundo hombre, que traía ideas creativas, que llegó muy a tiempo.

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