Alaska

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V. EL DUELO

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Hacia el 1790, la colonización rusa de los territorios americanos se degradó hasta el nivel más bajo que había alcanzado nunca una nación europea al llevar la civilización hasta las tierras recién descubiertas. España, Portugal, Francia e Inglaterra se habían comportado mejor, y el único País que se acercó a la desastrosa actuación de los rusos en las Aleutianas fue Bélgica, que tantas atrocidades cometió en el Congo. Los rusos acabaron con los Sistemas de vida que siempre habían permitido a los isleños gobernarse razonablemente. Agotaron las fuentes de alimentos hasta el punto de que la gente llegó a pasar hambre. Exterminaron, o poco menos, a las nutrias marinas y casi provocaron la desaparición de una riqueza que podría haber continuado eternamente. Y, peor aún, eliminaron las antiguas creencias sin sustituirlas por otras viables. Los viejos sacerdotes borrachines, como el Padre Pétr, de Los Tres Santos, no llegaron a convertir al cristianismo a más de diez

aleutas en diecinueve años y ni siquiera ofrecieron a esas almas bien dispuestas un poco de consuelo espiritual o alguna mejora en su vida terrena. La situación era tan desastrosa que un observador imparcial hubiera podido concluir con bastante justificación que los rusos degradaban todo lo que tocaban. Sin embargo, ahora iba a llegar una solución desde Irkutsk.

En aquel invierno del 1726 en que Vitus Bering y su asistente Trofim Zhdanko habían quedado aislados por la nieve durante su viaje a Kamchatka, se desviaron voluntariamente hasta la capital regional de Irkutsk, no muy lejos de la frontera con Mongolia, para entrevistarse con el voivoda Grigory Voronov, cuya hija Marina, tan trabajadora y eficiente, les causó muy favorable impresión. Marina se casó con Iván Poznikov, el comerciante de pieles siberiano, y, más adelante, después de que unos maleantes asesinaran a su primer marido cuando viajaban hacia Yakutsk, se casó con el cosaco Zhdanko. Cuando le presentaron a Trofim, Marina le había dicho que en Siberia, todas las cosas buenas provenían de Irkutsk, lo que todavía era cierto.

La ciudad había florecido durante los años transcurridos desde entonces y se había convertido en el centro administrativo y comercial de la Rusia oriental, además de en el foco desde el cual irradiaban ese tipo de ideas creadoras que permiten prosperar a una sociedad; de todas las instituciones allí presentes, la más poderosa era la Iglesia Ortodoxa, cuyo obispo local estaba decidido a inyectar vitalidad religiosa en Kodiak, que era el territorio más oriental y el más retrasado de los que caían bajo su administración.

Cuando Bering y Zhdanko conocieron a Marina Voronova, ignoraban que tenía un hermano menor, llamado Ignaci, que se había quedado en Moscú cuando su padre se trasladó al este para ocupar el cargo de gobernador. Este Ignaci tenía un hijo llamado Luka, quien, a su vez, en 1766, tuvo Un varón al que bautizó con el nombre de Vasili, y el niño, desde su infancia, mostró inclinación por las órdenes sagradas. Una vez terminados los estudios primarios, Vasili no tardó en solicitar el ingreso en el seminario de Irkutsk y, el 1790, a la edad de veinticuatro años, ya estaba preparado para la ordenación. Por entonces, la familia Voronov se hallaba inmersa en un tenso debate, y la tía abuela Marina Zhdanko, que ya tenía ochenta y tres años, viajó desde Petropávlovsk hasta Irkutsk para darles a conocer los vehementes opiniones, las cuales originaron la irritación de varios miembros de la familia.

La familia se enfrentaba a un curioso problema. En el momento de ordenarse, los sacerdotes de la iglesia ortodoxa rusa tenían que tomar una difícil elección, que determinaba el rumbo futuro y los límites de su vida. Un hombre joven, con el corazón inflamado de entusiasmo, podía elegir entre convertirse en sacerdote negro o en sacerdote blanco, nombres que se referían a las vestimentas que proclamaban su decisión. El sacerdote blanco era el que elegía servir al pueblo, como jefe de una iglesia local, como misionero o como asistente menor en la obra divina. Lo importante es que no sólo se le permitía, sino que se le animaba a casarse y, cuando establecía una familia en su comunidad, quedaba inextricablemente ligado a ella. El sacerdote blanco era un hombre del pueblo, y a ellos y al esfuerzo de sus familias se debía la mayor parte de las buenas obras de la iglesia. Luka Voronov, el padre de Vasili, había sido sacerdote blanco en la zona rural de Irkutsk, y su hijo, que había crecido en esa tradición, había sido adoctrinado sobre los méritos de esta elección.

Pero otros jóvenes sacerdotes, impulsados por la ambición de la carrera eclesiástica o por el deseo sincero de ver a su Iglesia bien administrada, elegían ser sacerdotes negros, pues, aunque sabían que eso les impediría casarse, eran conscientes también de que se les concedería a ellos el gobierno de su Iglesia. Cualquier muchacho que aspirara a ejercer un alto cargo religioso en Rusia o en una provincia importante, como Irkutsk, tenía que elegir el hábito negro, hacer votos de castidad y respetar aquellas decisiones de por vida, si no quería verse rigurosamente excluido de cualquier puesto importante en la jerarquía. Había una regla inflexible, que no admitía excepciones: «Los dignatarios religiosos sólo surgen de entre los sacerdotes negros».

El joven Vasili sentía la clara vocación de seguir los pasos de su padre, pues en la zona de Irkutsk no había habido un sacerdote más apreciado que Luka Voronov, ni siquiera el obispo, que era sacerdote negro, naturalmente. Vasili contaba con el apoyo seguro de su padre y hubiera seguido su ejemplo, de no ser porque su tía abuela Marina expresó firmemente su opinión en contra.

—¡Hijo! Sería un desastre que tú mismo te negaras la posibilidad de alcanzar un alto cargo en nuestra iglesia. No pienses siquiera en elegir el hábito blanco. Desde tu nacimiento has estado destinado a ser un jefe; quizá el jefe supremo.

Su sobrino Luka, el padre del joven, reaccionó con bastante energía ante aquel consejo, que le parecía fantasioso.

—Mi querida tía Marina, tú sabes tan bien como Vasili que la jerarquía de nuestra iglesia no busca sacerdotes de Siberia.

—¡Un momento, un momento! Sólo porque tú, Luka, renunciaras al camino recto y volvieras la espalda a los ascensos, cosa que nunca comprendí, no es motivo para que tu hijo, que tiene tanto talento, haga lo mismo. ¡Mírale! ¿Acaso el mismo Dios no le ha escogido para formar parte de la jerarquía?

La familia volvió la vista hacia Vasili, muy digno con su túnica de seminarista, rubio, alto y erguido, de aspecto apuesto y de modales respetuosos, y vieron que era un joven apto para prestar un servicio distinguido a su iglesia. Tal como había comentado su tía abuela, era un hombre destinado a alcanzar la grandeza. Pero su padre veía algo más noble que la posibilidad de ascender; veía a un joven nacido para servir, tal vez en el puesto más humilde que ofreciera la iglesia, tal vez en un alto cargo, pero que siempre cumpliría con las nobles responsabilidades de su religión, como él mismo, Luka, había tratado de hacer toda su vida. El joven seminarista poseía el toque de gracia que dignifica a un hombre, cualquiera que sea la tarea que se le asigne; tenía vocación, una llamada exterior tan apremiante como el grito insolente de un sargento en el frío de la mañana. Estaba destinado a cumplir el trabajo del Señor y se sentía ansioso por hacerlo en el puesto que se le asignara.

Cuando finalmente se disponía a anunciar la decisión de elegir el hábito blanco, la tía abuela Marina dejó atónita a la familia:

—Como sabía que la reunión era importante, me he permitido consultar la cuestión con el obispo y le he pedido que viniera a vernos, para servirnos de orientación. Ve a ver si ha llegado su carruaje, Luka.

Poco después apareció el obispo en persona, quien hizo una reverencia ante aquella gran dama, la cual había contribuido con su dinero, generosa y frecuentemente, para que él pudiera llevar a cabo el trabajo iniciado por la Iglesia, especialmente en las islas.

—Como os dije el otro día,

madame Zhdanko, sois un honor para Irkutsk.

—Como mi padre en sus tiempos —replicó ella, sin azorarse. Y añadió, aunque un poco tarde—: Y como Luka, a su modo. —Como no quería que el obispo perdiera su tiempo con tonterías, continuó—: Vasili opina que, para servir al Señor, tiene que elegir el hábito blanco.

—A su edad, yo elegí el negro.

—¿Y pudisteis ejecutar la obra del Señor con la misma capacidad?

—Creo que el deseo más imperioso del Señor es mantener la prosperidad de su Iglesia.

Marina no se conformó con esta victoria, pues quería escuchar algo más que lugares comunes.

—Decidme la verdad, obispo —le pidió—, si este joven tomara el hábito negro, ¿le tendríais en cuenta para ocupar un puesto en las Aleutianas?

Los miembros de la familia quedaron asombrados ante una pregunta tan impertinente sobre la política de la Iglesia, pero la vieja sabía que le quedaban pocos años de vida y que en las islas que tanto le gustaban a su segundo marido había todavía mucho trabajo por hacer. El obispo tampoco se sorprendió ante la claridad con que había hablado la anciana señora, pues sus antiguas obras benéficas le daban derecho a entrometerse un poco, especialmente en lo que concernía a un miembro de su propia familia. El obispo pidió más té, sostuvo su taza en equilibrio, mordisqueó un pastelito y dijo:

—Como bien sabéis,

madame Zhdanko, estoy gravemente preocupado por la situación de nuestra Iglesia en las islas. La zarina ha dispuesto sobre mis hombros la responsabilidad de velar por la divulgación de la Palabra Sagrada y por que los salvajes ingresen en la familia de Cristo. —Miró sucesivamente a cada miembro de la familia, tomó un sorbo de té y dejó la taza. Entonces continuó con cierto tono de tristeza—: Y he fracasado. He enviado a aquella zona a un sacerdote tras otro, a hombres que quizá habían sido buenos en sus tiempos, pero que cuando van allá son ancianos y ya no arden en el fuego de la ambición y el entusiasmo. Malgastan sus vidas y los recursos de la iglesia. Beben, discuten con los funcionarios de la Compañía, no prestan atención a los que de verdad están a su cargo, que son los isleños, y no atraen ningún alma hacia Jesucristo.

—Habéis resumido cuanto yo quería decir —manifestó la luchadora anciana, con aquella vehemencia que no había disminuido desde sus tiempos de muchacha, cuando vivía en Irkutsk—. Necesitamos hombres de verdad en las islas. Es decir, si queremos llevar allá la civilización. Quiero decir que hay que hacerlo si queremos conservar ese nuevo imperio, en lugar de entregarlo, como unos cobardes, a los ingleses o a los españoles, por no mencionar a esos condenados estadounidenses, cuyos barcos ya comienzan a hacer incursiones en aguas que deberían ser nuestras. —Era evidente que se habría embarcado inmediatamente hacia las islas, ya fuera como gobernadora, como almiranta, como generala o como jefa de la iglesia local.

—He estudiado la sugerencia que hicisteis el otro día,

madame Zhdanko, y estoy de acuerdo; si este excelente joven elige el hábito negro, lo hará con mi bendición. Tiene un gran futuro en esta Iglesia. Y no puede comenzar en mejor sitio que en las Aleutianas, donde podrá inaugurar una civilización completamente nueva. Cumplid bien con vuestro trabajo allí, joven, y tendréis inmejorables posibilidades para servir a la Iglesia. —Después hizo una reverencia a Marina, y añadió un comentario de orden práctico—: Para dirigir la iglesia de Kodiak, no necesito a un joven que se case con una muchacha de la zona y se hunda lentamente en el alcoholismo, como sus predecesores, sino a alguien que se despose con la Iglesia y construya un edificio nuevo y fuerte.

Animado por aquellas palabras, Vasili Voronov, el joven más prometedor de cuantos se habían graduado en el seminario de Irkutsk, eligió el hábito negro, hizo votos de celibato y se consagró al servicio del Señor y a la resurrección de Su bochornosa Iglesia Ortodoxa en las Aleutianas.

Pese a tener más de ochenta años, Marina Zhdanko seguía conservando una energía endemoniada y, en cuanto terminó de dar instrucciones a su sobrino nieto Vasili sobre cómo tenía que orientar su vida religiosa, se dedicó con extraordinario vigor a poner en orden sus propios asuntos. Aprovechando que se encontraba en Irkutsk, donde estaba establecida la casa central de la Compañía, de la que era uno de los socios principales, decidió proponer ciertos cambios en la administración, y los miembros masculinos de la junta directiva se sorprendieron cuando la vieron llegar a su despacho con paso majestuoso.

—Quiero enviar a un verdadero gerente para que organice nuestras Propiedades en las Aleutianas —les anunció, con firmeza.

—Ya tenemos un gerente —le aseguraron los hombres.

—Quiero un hombre que trabaje, en lugar de quejarse —espetó ella.

—¿Habéis pensado en alguien? —le preguntaron.

—Desde luego —contestó ella, entusiasmada.

En aquella época, en Irkutsk había un comerciante fuera de lo común, llamado Aleksandr Baranov, que tenía cuarenta y pocos años y era un veterano de las duras guerras comerciales siberianas. Marina le había visto de vez en cuando, caminando por las calles con la cabeza inclinada, como si preparara algún movimiento magistral, y le intrigaban las historias que se contaban de él.

—Es de baja cuna, no tiene ningún tipo de antecedentes familiares. Tiene una esposa a la que nadie conoce, porque cuando él vino a Siberia la mujer le prometió reunirse pronto con él, pero nunca acudió. Es un hombre que ha prestado servicio en todas partes y es honrado como la luz del sol, pero siempre le acaba arruinando algún desastre del cual él no tiene culpa alguna.

—¿Es honrado de verdad? —preguntó ella.

—El que más —en eso estaban todos de acuerdo.

—¿Qué es eso que he oído decir sobre una fábrica de vidrio? —preguntó ella.

Entonces escuchó un relato increíble:

—Yo estaba con él cuando ocurrió. Un día, mientras estábamos bebiendo cerveza, a una criada, una auténtica campesina, se le cayó una jarra, que se rompió. Como bien sabéis, el vidrio es muy caro en un puesto de frontera como Irkutsk, de modo que el tabernero empezó a dar golpes a la pobre muchacha por haber roto algo tan valioso. Pavel y yo censuramos al hombre por su brutalidad, pero Baranov se quedó sentado, con los fragmentos de la jarra en las manos, y al cabo de un rato dijo: «Tendríamos que fabricar el vidrio aquí mismo, en Irkutsk. No haría falta acarrearlo desde Moscú». ¿Y sabéis lo que hizo?

—No me lo imagino —reconoció Marina.

—Escribió a Alemania —explicó otro hombre— para pedir un libro que tratase sobre la fabricación del vidrio y después aprendió alemán con un comerciante, para poder descifrarlo, y, sin ninguna experiencia práctica, sin haber visto nunca soplar una pieza de vidrio, abrió su fábrica.

—¿Y fracasó, como sus otros sueños?

—¡En absoluto! Fabricaba vidrio de muy buena calidad. Durante la cena habéis bebido con una de sus piezas.

—¿Y qué ocurrió?

—Que se empezó a importar un montón de vidrio de otras grandes fábricas del oeste, a precios mucho más bajos.

Cuando Marina preguntó si aquella competencia había apartado a Baranov del comercio de la zona, todos los hombres querían contestarle a la vez:

—¿A Baranov? ¡En absoluto! Examinó las cristalerías que se importaban y opinó que eran mejores que el vidrio que fabricaba él, de modo que clausuró su negocio y se puso a trabajar como agente de ventas para sus competidores.

—Me gustaría conocer a ese hombre, que parece tener tanto sentido común —decidió Marina.

Le presentaron a Baranov, y vio ante ella un hombre bajo, desaliñado y gordinflón, calvo como un témpano, que cruzaba las manos sobre la barriga como si se dispusiera a hacer una reverencia ante algún superior, pero su mirada penetrante y móvil delataba que consideraría con interés cualquier proposición que se le ofreciera.

—¿Conocéis el comercio de pieles? —preguntó ella.

Durante media hora, el hombre le describió los progresos que se habían conseguido últimamente en las Aleutianas, en Irkutsk y en China, y le recomendó que al llevar las pieles aleutianas hasta San Petersburgo siguieran un recorrido mejor, que permitiría transportarlas con mayor rapidez.

—¿Ganáis mucho vendiendo cristal? —Fue la siguiente pregunta de la mujer, Y él tuvo la oportunidad de explayarse sobre cómo se podrían mejorar los beneficios en las Aleutianas, si se contaba con imaginación y con la seguridad de un pequeño capital.

En menos de una hora, Marina se había convencido de que aquel hombre era el indicado para representar en las Aleutianas tanto a Rusia como a la Compañía.

—Estad preparado, señor Baranov, tengo que hacer algunas averiguaciones.

Cuando él se marchó, Marina se presentó nuevamente ante sus directores y les hizo una sucinta recomendación:

—El hombre que necesitamos en las islas es Aleksandr Baranov.

Los hombres protestaron y le recordaron que aquel hombre había fracasado en todo, pero ella les recordó:

—Ustedes mismos dijeron que era honrado. Y yo añado que tiene imaginación, fuerza de voluntad… y sentido común.

—En ese caso, ¿por qué ha fracasado? —le preguntaron.

—Porque no tenía a una persona experimentada como yo para marcarle una orientación, ni a unos jóvenes inteligentes como ustedes, que le proporcionaran fondos —contestó la anciana.

Era el mejor resumen que se había oído nunca, en Irkutsk o en San Petersburgo, de las necesidades de Rusia en su aventura americana, y eso lo sabían los directores.

—Puede que Baranov sea demasiado viejo —protestó, sin embargo, un hombre muy precavido.

—Yo le doblo la edad —dijo Marina, con un bufido de rabia—, y mañana mismo me embarcaría hacia Kodiak, si fuera preciso.

—Será mejor que le hagáis entrar —decidieron los hombres, a regañadientes.

Después de que Marina le interrogase hábilmente durante unos minutos, Baranov se reveló como un hombre dotado de una clara visión de futuro, y ella le elogió por su astucia:

—Gracias, señor Baranov. Parecéis tener las tres cualidades que necesitamos. Un exceso de energía, un entusiasmo imbatible y una clara perspectiva de lo que Rusia puede conseguir en sus islas.

—Eso espero —dijo él, con modestia, mientras hacía una sencilla reverencia.

Los directores eran conscientes de que Marina les empujaba a tomar una decisión que tal vez no les convenía y, resentidos por su intromisión, comenzaron a poner en evidencia los fallos de su candidato:

—Sin duda comprenderéis que la Compañía tiene dos obligaciones, señor Baranov. Tiene que ganar dinero para nosotros, los directores que vivimos aquí, en Irkutsk. Y representa la voluntad de la zarina, que está en San Petersburgo.

Baranov asintió con entusiasmo y uno de los directores hizo entonces un mordaz comentario:

—Pero vos no habéis conseguido nunca una ganancia segura, en nada de lo que habéis emprendido.

—Siempre he comenzado bien y después me he quedado sin dinero —contestó con una sonrisa el rechoncho comerciante, sin molestarse—. Ahora podría tener ideas igual de buenas, y sería asunto vuestro proporcionarme la inversión necesaria.

—Y en cuanto a la zarina, ¿podríais contentarla? —le preguntaron.

—Cuando se gana dinero todo el mundo está contento —respondió él, con la sencillez del comerciante.

—¡Muy bien dicho! —exclamó Marina—. Ése podría ser el lema de nuestra compañía.

Pero entonces los directores presentaron una objeción aún más sutil:

—Si os nombráramos representante nuestro en las Aleutianas, como parece ser el deseo de

madame Zhdanko, os convertiríais en el comerciante Aleksandr Baranov y os veríais obligado a confiar vuestra protección a algún oficial de la Marina, de noble linaje.

Nadie dijo nada, hasta que continuó un hombre más viejo:

—Y, como sabéis, no hay nada más despectivo en la faz de la Tierra que un oficial de la Marina rusa cuando mira por encima del hombro a un comerciante.

Otro de los directores se mostró de acuerdo y le preguntó, mientras todos se inclinaban esperando su respuesta:

—¿Pensáis que sabréis tratar a un oficial de la Marina, señor Baranov?

—Nunca he sido vanidoso —respondió aquel hombre excepcional, con la elegancia natural que le caracterizaba—. Siempre estoy dispuesto a reconocer en los otros todos los derechos que ellos mismos crean merecer. Pero eso nunca me ha apartado de la tarea que se esperaba de mí. Sólo soy un comerciante —añadió, tras mirar a cada uno de los hombres—, y la nobleza queda absolutamente fuera de mi alcance, pero tengo algo que nunca tendrá un noble oficial.

—¿Qué es?

En el silencio de aquel despacho de Irkutsk, Baranov, el soñador infatigable, dio su respuesta:

—Yo sé que la Rusia Imperial necesita utilizar las islas Aleutianas como escalones que le permitan alcanzar una importante ocupación rusa de América del Norte. Sé que empiezan a escasear ya las pieles de nutria marina Y que es preciso hallar otras fuentes de riqueza.

—¿Cuáles, por ejemplo? —preguntó uno de los directores.

Sin la más mínima vacilación, aquel gracioso hombrecillo, de mente tan ágil, expuso su compulsiva visión del futuro:

—El comercio.

—¿Con quién se comerciaría? —preguntó alguien.

—Con todos —repuso Baranov—. Con la Bay Company de Hudson, establecida en Nootka Sound; con los españoles de California; con Hawai. Y al otro lado del océano, con Japón y con China. Y con los barcos estadounidenses que ya comienzan a invadir nuestras aguas.

—Parecéis ansioso por abarcar todo el Pacífico —opinó uno de los directores.

—Yo no; Rusia —replicó él—. Me imagino cómo se extiende constantemente nuestro imperio, hasta alcanzar los puntos más lejanos.

Su visión del futuro eran tan amplia y elevada que las posibles consecuencias asustaron a los directores, los cuales, al día siguiente, fueron en busca de un oficial que representaba a la zarina y a los miembros más poderosos de su gobierno.

—Estos hombres me dicen que tenéis sueños muy ambiciosos, señor Baranov —comentó el oficial.

—Así lo exige el futuro de Rusia.

—Pero, ¿comprendéis vos algo de la política rusa? ¿No? Pues bien, permitidme que yo os lo explique, sin emplear términos de significado oscuro ni referencias cruzadas. Nuestra política consiste en defendernos a cualquier precio de los peligros que presenta Europa. Esto significa que no podemos hacer nada que ponga en alerta a ningún país del Pacífico o que ofenda a nadie. Si vos os convertís en nuestro representante en las islas Aleutianas, tendréis que evitar atacar los intereses de Gran Bretaña en América del Norte o los de España en California, u ofender a los Estados Unidos, a Japón o a China, o incluso a Hawai. Porque el destino de Rusia no va a decidirse en esas aguas. Se decidirá únicamente en Europa. ¿Habéis comprendido?

Lo que Baranov comprendía era que, aunque Rusia en aquel momento estaba interesada en Europa, sus intereses a largo plazo estaban en el Pacífico y en el futuro iba a cobrar la mayor importancia el contar con un asentamiento poderoso en América del Norte. Sin embargo, también sabía que él no era más que un simple comerciante, sin ninguna autoridad que le permitiera llevar a la práctica sus grandiosos proyectos, y tenía que aparentar sumisión.

—Comprendo lo que me ordenáis —contestó—. Si me enviáis, tendré que ocuparme de los asuntos de las islas, sin intentar ir más allá.

A continuación recibió su primera lección de diplomacia imperial, pues el oficial paseó la vista por la habitación y dijo, bajando la voz:

—Un momento, señor Baranov. Nadie ha dicho eso, desde luego. Si se os envía a Kodiak tendréis que tantear el terreno, en todas direcciones. Habrá que construir un fuerte, si los nativos lo permiten. Comerciar con Hawai, si es posible. Explorar California, a espaldas de los españoles. Y lo más importante es que tendréis que asegurarnos un asentamiento en América del Norte.

En el silencio que siguió, Baranov se cuidó de exclamar triunfalmente que precisamente eso era lo que él había dicho. En cambio, inclinó la cabeza ante el funcionario y repitió luego el ademán ante cada uno de los directores.

—Excelencia, sois un hombre sabio y prudente. Me habéis mostrado horizontes que yo no había visto antes —dijo, mientras el oficial de la zarina sonreía tristemente, como el sol del invierno en el norte de Siberia.

En muy pocas ocasiones a lo largo de la historia, a un visionario como Aleksandr Baranov se le ha encomendado una misión diplomática tan ajustada a la medida de su capacidad. Era un vulgar comerciante sin ningún prestigio social, que se vería obligado a competir en pie de igualdad con los altaneros oficiales de la Marina, miembros de la nobleza. Tendría que conseguir beneficios con el comercio de las pieles, que se encontraba en plena decadencia. Públicamente, no se le permitía emprender ningún movimiento por aquel océano y, sin embargo, se le encomendaba extender el Poderío ruso en todas direcciones. Además, él, que tenía que soportar la carga de una esposa siempre ausente, debería civilizar y educar aquellas salvajes islas de los mares árticos. Saludó con la cabeza a quienes pensaban encomendarle aquella misión imposible y habló con serena dignidad:

—Lo haré lo mejor que pueda.

Al día siguiente se enteró de que iba a tener ayuda, pues, en un almuerzo organizado por

madame Zhdanko, le presentaron al obispo de Irkutsk.

—La zarina —dijo el obispo en tono amenazador— es consciente de que el prestigio internacional de Rusia depende del éxito que obtengamos al extender la religión cristiana entre los nativos, y, francamente, en esta cuestión no hemos logrado mucho. Si la zarina se entera de nuestra ineficacia, la Compañía perderá el control de la América rusa y no volverá a ver más pieles. Esperemos —vociferó, mirando ferozmente a Baranov, como si él fuera el responsable de los errores pasados— que sepáis arreglar la situación.

—No puedo hacerlo solo —respondió el práctico comerciante—. Y, desde luego, no puedo conseguirlo con el tipo de sacerdotes que habéis estado enviando a la parte oriental de Siberia.

—Con la intención de corregir las pasadas deficiencias de mi Iglesia —aseguró el obispo, que tuvo que rendirse ante unas verdades dichas con tanta sinceridad—, pienso enviar con vos a un sacerdote de devoción probada, extraordinariamente prometedor; es el sobrino de

madame Zhdanko, un joven llamado Vasili Voronov.

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