Alaska

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V. EL DUELO

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Cidaq no veía mal alguno en plantearles la pregunta y buscar el consejo moral del chamán y su momia, pues aún se consideraba una parte de su misma sociedad. Cuando necesitara ayuda para asuntos más espirituales, recurriría a su nuevo sacerdote, pero su antiguo chamán era quien podía aconsejarla sobre las cuestiones prácticas.

El chamán, que vio una ocasión de reforzar su dominio sobre la muchacha, se apresuró a contestar su pregunta:

—¡No! Te están utilizando en su propio provecho, Cidaq. Esto es corrupción, la destrucción de los

aleutas. —En su afán por preservar el universo

aleuta de mar, tempestades, morsas y salmones que saltaban en la corriente, exclamó—: Al que tendríamos que ahogar al atardecer no es a Rudenko, sino al sacerdote que da semejantes consejos. Está aquí para destruirnos.

Pero la momia tenía otra opinión:

—Espera; veamos qué ocurre. En mis muchos años he descubierto que la mayoría de los problemas se resuelven con sólo esperar. La criatura que va a nacer, ¿será niño o niña? Espera nueve lunas y lo sabrás.

Al salir de la choza, Cidaq comprendió que el chamán hablaba sólo de aquel año, de aquel conjunto de contradicciones, mientras que la momia hablaba de todos los veranos y los inviernos por venir; y, para la muchacha, tenían más sentido los consejos de ambos que los del padre Vasili.

Sofía, al regresar abiertamente a la choza del chamán y a una religión de la que supuestamente había abjurado, hizo temer al padre Vasili que faltaba mucho para resolverse la lucha por el alma de la joven. Había sido bautizada y, técnicamente, era cristiana, pero su fe era tan vacilante que sería preciso tomar medidas radicales para completar su conversión. Vasili invitó a Cidaq al edificio construido con madera de deriva que él llamaba su iglesia y la hizo sentar en una silla fabricada por él mismo.

—Sofía —comenzó—, conozco la atracción que ejercen las viejas costumbres. Cuando Jesucristo llevó Su nueva fe a los judíos y a los romanos… —La muchacha no comprendía una palabra de lo que el sacerdote le estaba diciendo—. No soy yo quien ha traído la verdadera religión a Kodiak. Es Dios mismo, quien ha dicho: «Es hora de que estos buenos

aleutas sean salvados». Yo no vine; Dios me envió. Y no me envió a la isla, me ha enviado a ti. Dios ansía acogerte en Su seno, Sofía Kuchovskaya. Y, aunque no quieras escuchar lo que yo te digo, no puedes dejar de escuchar lo que dice Él.

—¿Cómo puede pedirme Dios que me case con un hombre como Rudenko?

—Porque los dos sois hijos Suyos. Él os ama por igual y quiere que, como hija Suya, le ayudes y salves a Su hijo Yermak.

El sacerdote pasó más de una hora suplicando a Cidaq que adoptara sin reservas el cristianismo y renunciara al chamanismo, que se entregara a la Misericordia de Dios y a la benevolencia de Su Hijo Jesús; y le espantó que la muchacha atajara sus intentos de convencerla espetándole los argumentos que había escuchado en la choza.

—Tu dios se interesa muy poco por las mujeres, por mí; sólo le importan los hombres, como Rudenko.

Vasili se apartó como si le hubieran pegado, porque oía, en el duro rechazo de la muchacha isleña, una de las eternas quejas contra la Iglesia ortodoxa rusa y contra otras versiones del cristianismo: que era una religión de hombres, establecida para salvaguardar y perpetuar los intereses masculinos. Comprendió que a aquella inteligente joven solamente había logrado inculcarle la mitad de las creencias principales de su doctrina.

—No te he hablado de lo hermoso de mi religión —le confesó, tomándola humildemente de las manos—. Estoy avergonzado. —Intentando expresar de forma clara los aspectos de su fe que había pasado por alto, musitó—: Dios ama especialmente a las mujeres, porque gracias a ellas la vida puede continuar.

Aquel concepto nuevo, que el vehemente sacerdote explicó muy bien, tuvo un gran efecto sobre Sofía, la cual permaneció clavada en su silla, en una especie de trance, en tanto Vasili recogía de su altar los símbolos venerados que resumían su religión: una imagen de la crucifixión; una bonita talla, hecha por un campesino de Irkutsk, de la Virgen con el Niño; un icono rojo y dorado que representaba a una santa; y una cruz de marfil. Los dispuso delante de la joven, casi de la misma forma que Lunasaq había exhibido sus símbolos, y comenzó a rogar a la joven, meditando bien las palabras y las frases, para que consiguieran expresar el hermoso significado del cristianismo:

—Sofía, Dios nos ofreció la salvación por medio de la Virgen María. Ella te protege a ti y a todas las mujeres. Los santos más gloriosos fueron mujeres clarividentes que ayudaron a los demás. Dios habla por medio de estas mujeres, y ellas te suplican que no rechaces la salvación que representan. Abandona las antiguas costumbres pecadoras y toma el camino nuevo de Dios y Jesucristo. ¡Sus voces te llaman, Sofía!

Su nombre pareció retumbar por todos los rincones de la tosca capilla, hasta que la muchacha temió desmayarse; pero entonces siguieron unas palabras apremiantes:

—Así como Dios me ha enviado a Kodiak para salvar tu alma, así tú has sido traída hasta aquí para salvar la de Rudenko. Tu deber está claro: eres el instrumento elegido por la gracia de Dios. Igual que Él no pudo salvar al mundo sin la ayuda de María, tampoco puede salvar a Rudenko sin tu ayuda.

Al escuchar aquellas hermosas palabras, Sofía comprendió que se había convertido plenamente en una cristiana. Hasta entonces, el cristianismo concernía solamente a los hombres y a su bienestar, pero esta nueva definición demostraba que también había lugar para Cidaq, la cual, en aquel trascendental momento de revelación, tuvo una visión totalmente nueva de lo que podía ser la vida humana. Jesús se convirtió en una realidad: gracias a la benevolencia de Dios, Jesús era el Hijo de María; y por la intercesión de maría, las mujeres podían alcanzar lo que durante tanto tiempo les había sido negado. Las santas eran reales; la cruz era tangible madera de deriva que había llegado hasta la isla donde habitaban aquellas santas, cualquiera que fue sé; y, por encima de los demás misterios y de los hermosos símbolos de la nueva religión, se elevaba el prodigioso mensaje de redención, perdón y amor. El padre Vasili había traído a Kodiak una nueva visión del Universo, y Sofía Kuchovskaya la reconocía y la comprendía, por fin.

—Entrego mi vida a jesús —declaró, con dulce sencillez; y esta vez lo decía en serio. Su conversión se había completado.

Cidaq era una joven honrada y al salir de la capilla se dirigió directamente a la choza del chamán, donde aguardó a que Lunasaq sacara su momia.

—He tenido una visión de los nuevos dioses. En el día de hoy vuelvo a nacer, como Sofía Kuchovskaya. He venido a agradeceros, con lágrimas en los ojos, el amor y la ayuda que me ofrecisteis antes de que yo encontrara la luz.

En la choza resonó una lamentación, que provenía a la vez de Lunasaq, quien comprendía que estaba perdiendo una de las batallas más importantes de su vida, y de la momia, quien sabía desde hacía muchas estaciones que los cambios acaecidos en sus islas no presagiaban nada bueno:

—Eres como una cría de morsa que avanza tambaleándose sobre el hielo peligroso, Cidaq. ¡Ten cuidado!

Aquel recuerdo fortuito del significado de su nombre, el animal joven que corre en libertad, hizo que Cidaq se diera cuenta de la inmensa pérdida a la que se enfrentaba.

—Me tambalearé, sin duda —susurró—, y echaré de menos vuestro consuelo; pero sobre el hielo soplan vientos nuevos y yo tengo que escucharlos.

—¡Cidaq! ¡Cidaq! —exclamó la momia.

En aquel lúgubre clamor fue la última vez que la hija de las islas escuchó su precioso nombre; después la joven se arrodilló delante del chamán y le agradeció sus consejos, y delante de la momia, cuyo sensato apoyo había sido tan importante para ella en los momentos de crisis.

—Me parece como si fueras la abuela de mi abuela. Te echaré de menos. El chamán, ansioso por no perder el contacto con la niña que tanto apreciaba, hizo hablar a su momia, sin que aparentase estar muy preocupada:

—Bueno, siempre podrás venir a charlar conmigo.

En aquel momento se confirmó la dolorosa separación:

—No, no podré, porque ahora soy otra persona. Soy Sofía.

Al decir esto, Cidaq hizo una nueva reverencia ante aquellas fuerzas ancestrales de su vida y, con lágrimas en los ojos, les abandonó, al parecer para siempre. Cuando la choza quedó privada de su presencia, el viejo chamán y la anciana permanecieron callados durante algunos minutos, hasta que surgió del saco un alarido de mortal angustia, como si hubiera llegado el fin de una vida, no sólo el fin de una idea:

—¡Cidaq! ¡Cidaq!

Pero la antigua poseedora de ese nombre ya no podía oírles.

Fue una boda inolvidable para todos los asistentes. Yermak Rudenko, corpulento y ceñudo, apareció muy pálido tras el largo encarcelamiento, resentido, encorvado, amargado por el trato recibido, pero aliviado por no tener que regresar a las islas de las Focas; no parecía en absoluto un novio, pues su aspecto era más o menos el mismo que en su encarnación anterior: el asesino al acecho de indefensos viajeros. Sofía Kuchovskaya, por su parte, ofrecía un llamativo contraste. Joven, exuberante, sin la menor señal de los malos tratos que había recibido a manos de su futuro esposo, con el cabello extraordinariamente largo suelto sobre la espalda, cortado recto por delante casi a la altura de las pestañas, y con aquella gran sonrisa en la cara, parecía exactamente lo que era: una joven novia, algo desconcertada por lo que estaba ocurriendo y en absoluto segura de poder controlarlo.

Los invitados eran todos rusos o criollos; no se invitó a ningún

aleuta porque los funcionarios consideraron que aquel día una muchacha nativa ingresaba en la sociedad rusa. Para ella habían acabado los días pecadores del paganismo y comenzaban los brillantes días de la religión ortodoxa, y se esperaba que estuviera agradecida por mejorar de posición social.

Incluso Rudenko vivió una metamorfosis. Había dejado de ser uno de tantos crueles convictos sentenciados a las Aleutianas o el fugitivo de las islas de las Focas; ahora era el instrumento que permitiría llevar a cabo una importante misión encargada por la zarina, el ingreso en el cristianismo del alma pagana de una

aleuta. Rudenko se impregnó de su recién adquirida respetabilidad y se comportó como un auténtico colono ruso.

El padre Vasili estaba profundamente emocionado, pues Sofía era la primera mujer

aleuta que había convertido y la primera de su raza cuya conversión podía tomarse en serio. Pero Sofía era, para él, mucho más que un símbolo del cambio que iba a invadir las islas; era un ser humano admirable, triunfante pese a las calamidades padecidas, que hubieran enloquecido a una persona de menor valía, y dotada de una aguda percepción de lo que le ocurría a su gente. «Al salvar a esta joven —se decía Vasili mientras se dirigía hacia el dosel bajo el cual iba a leer el oficio de boda—, Rusia obtiene a una de las mejores». Y les casó, ataviado con su hábito negro.

Los marineros rusos bailaron y cantaron, y los funcionarios pronunciaron discursos y felicitaron a Sofía Rudenko por su ingreso en la sociedad y a su esposo Yermak por su liberación. Al tercer día, las celebraciones se vieron empañadas por la súbita intromisión del desharrapado chamán, que había salido de su choza y había entrado en las propiedades de la Compañía, el cual, con voz temblorosa y salvaje, recriminó al padre Vasili que hubiera consagrado una boda tan infame.

—¡Vete, viejo loco! —advirtió un guardia.

No sirvió de nada, pues el viejo no cejó en sus molestas acusaciones, hasta que Rudenko, irritado por aquella interrupción de los festejos que protagonizaba, corrió hacia el chamán, vociferando:

—¡Fuera de aquí!

—¡Asesino! —gritó entonces en ruso el anciano, mientras señalaba al novio con un largo dedo—. ¡Violador de mujeres! ¡Cerdo!

Rudenko se enfureció y comenzó a pegarle puñetazos, y le golpeó tantas veces y con tanta fuerza que Lunasaq se tambaleó e intentó mantenerse en pie asiendo a su agresor, hasta que recibió dos secos golpes en la cabeza y se desplomó en el suelo.

Entonces intervino Sofía. Apartó a su esposo, se arrodilló junto a su antiguo consejero y le dio unas palmaditas en la cara hasta hacerle recobrar la conciencia. Luego, sin prestar atención a los invitados, quiso llevarle hasta su choza; sin embargo, para sorpresa de la joven, intercedió el padre Vasili, quien rodeó con sus brazos el tembloroso cuerpo de su enemigo y le condujo a un lugar seguro. Sofía les siguió con la mirada, sabiendo que debería acompañarles; pero cuando quiso correr tras ellos, Rudenko, enfurecido por lo que había ocurrido y por la participación de su esposa, la agarró por un brazo, la hizo girar en redondo y le dio tal bofetada en la cara que la dejó tendida en el suelo. Hubiera comenzado a darle patadas, de no ser por la intervención del alférez Belov, que levantó a Sofía del suelo y le quitó el polvo con que se había ensuciado. Sin embargo, no pudo limpiar la oscura sangre que goteaba por el mentón de la muchacha, donde el puño de Rudenko había abierto un corte en la carne que rodeaba el disco labial de marfil.

No se castigó a Yermak Rudenko por haber pegado a su esposa o por haberle dado una paliza al chamán, porque la mayoría de los rusos consideraban a los

aleutas inferiores a las personas, como unos objetos a los que se podía castigar con brutalidad. Los rusos de Kodiak, la isla sin ley, pensaban que a todas sus esposas nativas, fueran

aleutas o criollas, les convenía recibir de vez en cuando una tunda justificada, y, en cuanto al castigo que se dio al chamán, se consideró que había sido un servicio a la comunidad rusa. Sin embargo, cuando el padre Vasili se enteró de lo que había hecho Rudenko mientras él ayudaba a llevar al chamán a su choza y cuando vio, durante los oficios, la gravedad de los cortes que había sufrido Sofía, en vez de consolar a la muchacha se fue directamente a hablar con Yermak:

—He visto lo que le habéis hecho a Sofía. Esto no tiene que volver a ocurrir.

—Ocúpate de tus asuntos, Faldas Negras.

—De mis asuntos me estoy ocupando. La humanidad es asunto mío.

El flaco sacerdote, hablando de este modo con el corpulento traficante, ofrecía un aspecto ridículo, y ambos hombres lo sabían, de modo que Rudenko apartó de un manotazo a Vasili, sin usar el puño, y al sacerdote se le enredaron los pies de tal manera que se cayó. Los que presenciaron el accidente (así había que llamarlo, puesto que Rudenko no había pegado al religioso) lo interpretaron como otro castigo impuesto por el matón del grupo a un sacerdote entrometido y, cuando vieron que Vasili temía tomar represalias, comenzaron a criticarle, hasta que la opinión general acabó siendo que «estábamos mejor con el borrachín del padre Pétr, que tenía la prudencia de no meterse en nuestros asuntos».

Unos días después, Sofía apareció en la capilla con el ojo izquierdo amoratado, y el padre Vasili comprendió que no podía postergar más su intervención, por lo que se acercó al matón al concluir los oficios.

—Si vuelves a maltratar a tu esposa haré que te castiguen —le dijo, con voz lo bastante alta para que los demás le oyeran.

Los que le escuchaban se echaron a reír, porque era evidente que el sacerdote no tenía suficiente fuerza física para pegar a Rudenko ni autoridad para exigir que algún funcionario lo hiciera, y su pusilanimidad demostraba lo bajo que había caído la Compañía.

Pero aquella situación estaba a punto de cambiar, porque había ya un tercer visitante camino de Kodiak, cuya llegada iba a producir grandes transformaciones. Un día de finales de junio de 1791, un marinero que contemplaba la bahía en cuyas orillas se alzaba Los Tres Santos divisó una pequeña embarcación de vela que parecía armada con trozos de leña y piel de foca. No era adecuada para navegar por el océano, ni siquiera para cruzar un lago, y en aquellos momentos hacía lo posible por acercarse a la orilla sin desarmarse. El marinero que la divisó, se preguntó si sería mejor acercarse a la playa rápidamente para tratar de salvarla o acudir corriendo en busca de ayuda. Se decidió por la segunda posibilidad y corrió hacia la ciudad, gritando:

—¡Llega un bote! ¡Hay hombres a bordo!

Tras asegurarse de que le habían oído, regresó apresuradamente a la orilla y trató de empujar el bote hasta las rocas de la playa, sin que pudieran ayudarle los marineros, que estaban medio muertos, con las barbas blancas por la sal. Intentó hacer solo el trabajo pero retrocedió espantado al ver que en el fondo del bote yacía el cadáver de un hombre calvo, demasiado viejo para haber emprendido una aventura semejante.

El primero en llegar a la embarcación encallada fue el padre Vasili, que gritaba a los que les seguían:

—¡De prisa! ¡Esta gente está a punto de morir!

Mientras iban llegando los demás, comenzó a administrar los últimos sacramentos al cuerpo que había tendido en el fondo de la embarcación, pero en aquel momento el hombre lanzó un gemido ronco, abrió los ojos y exclamó con alegría:

—¡Padre Vasili!

El sacerdote dio un respingo y le miró con más atención.

—¡Aleksandr Baranov! —exclamó—. ¡Qué manera de acudir a vuestro puesto!

Los exhaustos marineros fueron conducidos a tierra y se les dieron bebidas calientes, y, entonces, Baranov, que había resucitado milagrosamente, ante la sorpresa de sus compañeros y de quienes les habían rescatado, se quitó la ropa embarrada, se atusó los escasos cabellos y asumió el mando de la improvisada reunión en la orilla de la bahía. No alargó mucho su informe, porque los detalles eran conocidos por cualquiera que hubiera navegado en un barco ruso:

—Soy Aleksandr Baranov, comerciante de Irkutsk y principal administrador de los asuntos de la Compañía en la América rusa. Zarpé de Ojotsk en agosto del año pasado y aquí tendría que haber llegado en noviembre, pero ya podéis imaginar lo que ha ocurrido. Nuestro barco tenía vías de agua, nuestro capitán era un borracho y nuestro timonel se desvió mil quinientos kilómetros de la ruta, nos hizo chocar contra unas rocas, y el barco se perdió en el accidente.

»Hemos pasado un invierno catastrófico en una isla desierta, sin alimentos, herramientas ni mapas. Hemos logrado sobrevivir gracias a este gran compañero, Kyril Zhdanko, hijo de nuestra directora de Petropávlovsk, que tenía experiencia en las islas y se ha comportado como un valiente. Él construyó este bote y lo ha hecho llegar a Kodiak. Ahora le asciendo a asistente mío.

»Si el padre Vasili, amigo mío de Irkutsk, quiere conducirnos a su iglesia, daremos gracias a Dios por habernos salvado.

Sin embargo, cuando la procesión llegó a la miserable cabaña que el sacerdote utilizaba como capilla, Baranov expresó en voz alta una decisión que acababa de tomar, y los isleños descubrieron que el mando estaba ahora en manos de un hombre nuevo, de ideas muy claras.

—No pienso dar las gracias a Dios en esta pocilga. No es digna de la presencia de Dios, de la obra de un sacerdote ni de la asistencia de un director general.

Bajo el cielo abierto, junto a la bahía, inclinó su cabeza calva, cruzó los brazos sobre su fofa barriga y expresó su respetuoso agradecimiento por los diversos milagros que le habían salvado de capitanes borrachos, timoneles estúpidos y de morir de hambre durante el invierno. Fue él, y no el sacerdote, quien pronunció la plegaria y, al terminar, tomó a Kyril Zhdanko del brazo y exclamó:

—Nos salvamos por poco, hijo.

Antes de que el día terminara dictó algunas instrucciones que parecían contradictorias:

—Comenzad inmediatamente a organizar el traslado de nuestra central a un lugar más adecuado —le dijo a Zhdanko.

—Mañana comenzaremos a construir una auténtica iglesia —le explicó, sin embargo, al padre Vasili.

Zhdanko, que sabía que él iba a cargar con la mayor parte del trabajo, protestó:

—Pero si vamos a irnos de aquí, ¿por qué no nos esperamos y construimos la iglesia en el nuevo emplazamiento?

—Porque mi misión más importante es brindar a nuestra iglesia el apoyo que se merece. Quiero conversiones. Quiero que los niños aprendan los relatos bíblicos y quiero, desde luego, una iglesia decente porque representa el alma de Rusia.

Zhdanko consideró con más detalle aquella absurda decisión y comprendió que en realidad, lo que Baranov quería era un edificio, no importaba cómo fuera, que ostentara en el techo la tranquilizadora cúpula en forma de cebolla, típica de las iglesias rusas.

—No creo que en Kodiak haya nadie capaz de construir una cúpula en forma de cebolla, señor —aventuró.

—¡Claro que sí!

—¿Quién?

—Yo mismo. Si fui capaz de aprender a fabricar vidrio, puedo aprender a construir una cúpula.

Y aquel voluntarioso hombrecillo, el tercer día que llevaba residiendo en Los Tres Santos, localizó un edificio que podía servir como base, si se le quitaba el tejado, para sostener la cúpula que el mismo Baranov pensaba construir. Reunió a varios leñadores para que le trajeran madera y a algunos aserradores para que cortaran planchas curvas, rebuscó hasta el último clavo existente en Kodiak y requisó los escasos y toscos martillos que había en la isla, y pronto consiguió erigir en el aire frío, junto a los álamos blancos, una bonita cúpula en forma de cebolla, que quiso pintar de azul, aunque tuvo que conformarse con pintarla de marrón, que era el único color disponible en Kodiak.

Explicó sus planes durante el acto de consagración de la iglesia:

—Quiero que se numeren correlativamente todas las tablas para Poder llevarnos la cúpula cuando nos mudemos al nuevo emplazamiento, pues me parece que está muy bien construida.

En Kodiak, con el asunto de la cúpula la gente se convenció de que aquel dinámico hombrecillo, tan parecido a un gnomo y tan distinto a los gerentes que se ocupaban de los puestos fronterizos, estaba decidido a convertir la América rusa en un centro principal de comercio y de gobierno, Y además tenía unos intereses bastante amplios que se extendían a todos los aspectos de la vida en la colonia. Por ejemplo, un día en que la hermosa Sofía apareció con un ojo morado, Baranov llamó al padre Vasili.

—¿Qué le ha pasado a esta criatura? —preguntó.

—Su marido le pega.

—¡El marido! ¡Pero si parece una niña! ¿Quién es él?

—Un tratante de pieles.

—Debería habérmelo imaginado. Hacedle venir.

El hombretón acudió arrastrando los pies, y Baranov le habló a gritos:

—¡Ponte firme, canalla! —Cuando se hizo posible sostener razonablemente una conversación disciplinaria, el nuevo gerente le espetó—: ¿Quién te ha dado permiso para pegarle a tu joven esposa?

—Es que ella…

—Ella, ¿qué? —vociferó el hombrecillo, acercándose mucho a Rudenko. Y sin esperar a que le contestara, Baranov gritó—: ¡Que venga Zhdanko! —En cuanto se presentó el sensato criollo, hijo adoptivo de la poderosa

madame Zhdanko y futuro gobernador de las Aleutianas, Baranov le dio una sencilla orden—: Si este cerdo vuelve a pegar a su esposa, le fusiláis. —Se volvió con desdén hacia Rudenko, y añadió—: Me han dicho que también te gusta maltratar a los sacerdotes. Kyril, en cuanto ponga un dedo encima del padre Vasili o le amenace de algún modo, fusiladle.

En consecuencia, se consiguió establecer una especie de violento orden en la disoluta ciudad de Los Tres Santos, en el hogar de los Rudenko reinó un poco de paz y la nueva religión, alentada por Baranov, prosperó a medida que la antigua se retiraba aún más a las sombras. La tarea principal de Baranov, el director general, consistía en preparar el traslado de Los Tres Santos a un lugar más adecuado, en el otro extremo de Kodiak; cuando apenas había desarrollado un proyecto provisional, Rudenko, intimidado Por las amenazas de muerte de Baranov, se le acercó humildemente en busca de sus favores.

—¿Habéis cazado alguna vez los grandes osos de Kodiak, señor? —preguntó.

Baranov respondió que no había oído siquiera hablar de esa clase de osos, y Rudenko se apresuró entonces a ofrecer su experiencia para guiarle por el bellísimo territorio de bosques que había bastante al norte de Los Tres Santos, donde las montañas se elevaban desde el mar y alcanzaban la majestuosa y nevada altura de mil trescientos metros. Se organizó un grupo de seis hombres, y, durante la expedición, Rudenko mostró el aspecto más favorable de su carácter, pues estuvo atento a todo y trabajó con diligencia, hasta el Punto de que Baranov creyó que había conocido al traficante de pieles en un mal momento pasajero.

—Cuando os portáis bien, podéis ser un hombre admirable —le dijo a Yermak, la tercera noche.

—Con vuestras nuevas normas, me porto siempre bien —respondió Rudenko.

Pronto descubrieron señales que indicaban que uno de los gigantescos osos de Kodiak andaba por una región de ondulantes colinas pobladas de píceas; Rudenko tomó el mando y envió a cuatro eficaces ayudantes en distintas direcciones, hasta que hubieron rodeado a la bestia, aún invisible. Luego todos avanzaron hacia el centro de la zona así delimitada y se acercaron al oso, que, según le susurró Rudenko a Baranov, era muy grande.

—Manteneos detrás de mí, director general. Estos animales son peligrosos.

Con el brazo izquierdo, empujó a Baranov hacia atrás, lo que resultó una intervención afortunada, pues, en aquel momento, uno de los cazadores situados al otro lado del círculo hizo un ruido imprevisto y alertó al oso, que echó a correr en dirección a Rudenko.

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