Alaska

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V. EL DUELO

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Vasili, que había ido a consultar su propio problema, se encontró envuelto en el de Baranov.

—Es una mujer maravillosa, Vasili. Habla ruso, tiene unos padres responsables, lleva muy bien la casa y sabe coser. Ha prometido adoptar el nombre ruso de Ana y asistir regularmente a nuestra iglesia. —Baranov levantó la vista desde la caja donde se había sentado y, con una expresión radiante en su cara redonda, preguntó—: ¿Cuento con vuestra bendición?

El joven sacerdote no podía autorizar de ninguna manera que se trataran tan sin miramientos los votos matrimoniales, pero, por otra parte, necesitaba la carta de Baranov al obispo para poder solucionar sus propios asuntos, de modo que intentó negociar.

—¿Escribiréis a mi obispo? —Mediante esta digresión, Vasili daba a entender que no castigaría públicamente a Baranov si éste tomaba una concubina—. Después de todo, director general, no abandono la iglesia; sólo pretendo cambiar el hábito negro por el blanco.

—¿Para casaros con Sofía?

—Así es.

—Le escribiré. Si fuera más joven, yo mismo me casaría con Sofía.

Entonces Baranov estalló en una carcajada tan irrespetuosa que Vasili se ruborizó, creyendo que Baranov se burlaba de él. Se estaba burlando, pero no por las razones que temía Vasili.

—¿Recordáis lo que dijisteis cuando quise anular el matrimonio de Sofía y Rudenko? —Imitó la seriedad del joven sacerdote—: «Un voto es un compromiso solemne asumido a los ojos del Señor. No hay modo de que yo pueda anularlo». Pues bien, joven amigo mío, os veo muy ansioso por anular vuestros propios votos.

Vasili volvió a enrojecer, muy intensamente, y Baranov chasqueó los dedos, como si acabara de descubrir algo:

—Ella aún no sabe nada, ¿verdad?

Vasili tuvo que reconocerlo.

—¡Venid conmigo, entonces! —exclamó el voluntarioso gerente—. Se lo diremos ahora mismo.

Con sus regordetas piernas, echó a correr hacia el orfanato y mandó llamar a la sorprendida encargada. Cuando la muchacha estuvo frente a él, asió la mano de Vasili.

—Como te considero hija mía —le dijo—, tengo que informarte de que este joven ha pedido tu mano.

Sofía no se ruborizó o, al menos, en su tez dorada no pudo apreciarse el rubor; hizo una profunda reverencia y agachó la cabeza hasta que oyó hablar dulcemente al sacerdote:

—He trabajado duramente para salvar tu alma, Sofía, pero también para salvarte a ti. ¿Te casarás conmigo?

Ella sabía ahora bastantes cosas y podía comprender el significado del hábito negro.

—¿Y esto? —preguntó, alargando la mano y tomando la tela entre sus dedos.

—Lo he rechazado, tal como tú rechazaste tu vestido de piel de foca al convertirte en cristiana.

—Será un orgullo para mí —aceptó ella, con una sonrisa que le invadió la cara.

En Kodiak, podían transcurrir dos o tres años entre la llegada y la partida de un barco, por lo que la solicitud del cambio de hábito que había presentado Vasili no iba a recibir una rápida respuesta, y, además, aun cuando le otorgaran el permiso, podían pasar otros tres años antes de que llegara un sacerdote para consagrar la boda; por eso Baranov propuso una solución práctica:

—Teniendo en cuenta que Ana y yo vamos a convivir como marido y mujer, vos y Sofía tendríais que hacer lo mismo… hasta que llegue un sacerdote que lo ponga todo en orden, claro está.

—No puedo hacer eso.

Entonces Baranov citó la teología imperante en las lejanas islas Aleutianas:

—La zarina está en San Petersburgo y Dios está muy alto en el cielo. Pero nosotros estamos aquí, en Kodiak, de modo que hagamos lo que sea preciso.

Así, de esta extraña manera, tomaron esposas isleñas los dos dirigentes de la América rusa, el viejo director y el joven sacerdote. Cidaq Sofía Kuchovskaya Rudenko Voronova se convirtió en la madre de otro Voronov que trajo la luz a la América rusa y llevó a cabo los proyectos con los que soñaba Baranov. Ana Baranova, una mujer de talento, fue durante muchos años la amante del director general y le dio dos hijos excelentes, entre ellos una muchacha que se casó más adelante con un gobernador ruso. Cuando se supo que había muerto la verdadera

madame Baranova, a quien nadie vio nunca ni en Siberia ni en las islas, Ana pasó a ser la esposa legítima de Baranov, quien la presentaba siempre como «la hija del antiguo rey de Kinai». Los visitantes creían fácilmente la leyenda, porque la mujer tenía el porte de una reina.

Fue el cristianismo el que ganó la larga batalla entablada entre esta religión y el chamanismo; sin embargo, se trató de una victoria sanguinaria, porque, mientras que en el 1741, cuando los hombres de Vitus Bering pisaron por primera vez las costas aleutianas, vivían prósperamente en las islas dieciocho mil quinientas personas, que se habían adaptado magistralmente a su entorno sin árboles aunque rodeado de un mar fértil, a la partida de los rusos, la Población total no llegaba a las doce mil personas. El noventa y cuatro por ciento habían muerto de hambre, ahogados, como consecuencia de la esclavitud, se les había asesinado o se les había hecho desaparecer de algún modo en el mar de Bering. Y los pocos que sobrevivieron, como Cidaq, lo consiguieron porque se integraron en la civilización triunfante.

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