Alaska

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XII. EL ANILLO DE FUEGO

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Los tres hombres se vistieron, calzaron los esquíes y, con las enormes cargas a la espalda, partieron a buen paso por la primera parte del ascenso, mientras las dos mujeres terminaban de armar el campamento. Noventa minutos después estaban de regreso, mojados por el sudor y dispuestos al descanso. Por excelente que fuera su estado físico, la altura los había obligado a respirar a mayor ritmo y no les desagradó que las mujeres prepararan la cena.

Durante los días siguientes, con paciencia, acarrearon sus mochilas hacia arriba, perdiendo en peso sólo aquello que comían. Después de muy cuidadosos preparativos, como si se encaminaran hacia la cima del Everest, llegaron a la marca de los tres mil trescientos metros, donde dejaron la primera parte del equipo: los esquíes. A la mañana siguiente, mientras se disponían a ponerse los pesados crampones de acero, tuvieron en cuenta una regla sagrada del montañismo: «Mantener la cabeza despejada y los pies calientes». El escalador que faltaba a una de esas dos normas podía tener graves dificultades. Por eso Takabuki supervisó personalmente el calzado de su equipo. Sobre los pies desnudos, a los que se había permitido respirar durante toda la noche, cada miembro se ponía un par de calcetines de trama fina, sumamente caros, hechos de un poliéster sedoso que absorbía el sudor, alejándolo del cuerpo. Sobre ellos iba otro par de calcetines muy finos; luego, un tercero, de punto grueso y trama abierta, para proporcionar abrigo y protección. A continuación se calzaba una de las zapatillas más ligeras y flexibles que se puedan imaginar, en parte fabricada con un metal exótico, y en parte con lona hecha de una fibra nueva. Ése era el secreto de los escaladores japoneses: un calzado flexible, sumamente fuerte y adaptable, que envolvía el pie como un guante, preparándolo para recibir la pesadísima bota plástica que se ponía sobre él, para que proporcionara una buena protección y también una especie de aire acondicionado.

Cualquier observador desinformado, al ver que el pie quedaba encerrado en cinco capas de tejido, metal y materiales de la era espacial, habría supuesto que lo siguiente eran los crampones metálicos. Pero eso era prematuro, pues sobre la bota coreana iba una polaina gruesa, flexible y aislante, para que la nieve no pudiera penetrar dentro ni subir por la pernera del pantalón. Sólo con esto atado en su sitio era posible atarse los crampones. Hecho eso, el escalador tenía en los pies alrededor de cuatrocientos dólares de equipo, tan efectivo que podía llegar a la cumbre y descender sin peligro de congelamiento, pero tan pesado que se requería una fortaleza nada común para levantar una pierna tras otra, abriendo asideros en la empinada cuesta de hielo, aun sin cargar una mochila de treinta kilos.

Ese año no habría una sola persona en el equipo de Takabuki que padeciera de congelamiento; los médicos de Denali no tendrían que amputar un solo dedo de esos pies.

El ascenso marchaba bien. Los tres hombres avanzaron audazmente a lo largo del «Expreso de Oriente» y por la última cuesta hasta la cima, donde cada uno fotografió a los otros dos, entre la nieve y el hielo. Por fin, el Sensei instaló su cámara en ángulo, sobre un montón de nieve, preparó el disparador automático y tomó una fotografía de los tres, en la que se le veía enarbolando orgullosamente el estandarte del Club Alpino de la Universidad de Waseda en la cima del mundo, a seis mil noventa y seis metros de altura.

En el crítico descenso las cosas continuaban bien. Cuando llegaron al campamento establecido a cinco mil metros, a eso del mediodía, estudiaron la posibilidad de iniciar inmediatamente el descenso. Pero a Takabuki no le gustaba el aspecto de las nubes que se estaban agolpando por el oeste y dijo:

—Sería mejor que sacáramos las dos palas.

Cuando se desató esa ventisca de verano (pues en el Denali las ventiscas podían atacar cualquier día del año) los cinco japoneses estaban abrigados en su cueva de nieve, donde permanecieron acurrucados durante tres días tempestuosos.

Hubo un solo incidente desafortunado. Kimiko salió con intenciones de alejarse sólo unos pasos para orinar, pero su padre, al verla, gritó de un modo que ella jamás le había oído:

—¡Kimiko! ¡La soga!

Oda-san alargó una mano y la sujetó por la pierna. Una vez que estuvo a salvo dentro de la cueva, Takabuki dijo serenamente:

—Es así como se muere: saliendo sin cuerdas.

Después de disculparse por su error, Kimiko dijo:

—De cualquier modo, necesito salir.

Se ató con una cuerda, que Oda-san sujetó a una pica para hielo clavada dentro de la cueva, y no corrió peligro.

Al amainar la tormenta descendieron a un plano inferior y comenzaron a establecer el último campamento. Pero Takabuki-sensei, sabiendo que los escaladores cansados cometen errores mortales, probó personalmente la nieve hasta asegurarse de que estaba firme; sólo entonces permitió que se extendiera la fuerte tela impermeable sobre la cual se armarían las tiendas. Siguiendo la inflexible regla del profesor: «¡Nada de fogatas en la tienda grande!», pues muchos equipos perdían las tiendas, las provisiones y hasta la vida en esos incendios, el grupo levantó una simple tienda para cocinar a poca distancia, y a ella fue Kimiko para preparar las raciones calientes. Al cabo de algunos momentos Sachiko fue a ayudarla, pero volvió casi de inmediato, gritando:

—¡Ha desaparecido!

Los veinte segundos siguientes fueron un ejercicio de férrea disciplina, pues Takabuki se plantó suavemente ante la salida, con los brazos extendidos para evitar que cualquiera saliera corriendo: si algo se había llevado a su hija, eso mismo podía tragarse a quien se precipitara tras ella.

—Según las reglas —dijo en voz baja, sin dejar de bloquear el paso. Kenji Oda reaccionó en cuestión de segundos y se envolvió instintivamente el cuerpo con una soga, atando nudos poderosos y extraños; luego tomó una pica para hielo y entregó el otro extremo de la cuerda a Sachiko y Yamada. Por fin, apartando al Sensei, salió cautelosamente para ver qué había ocurrido, seguro de que sus dos compañeros mantendrían la cuerda tensa, a fin de que él no los arrastrara a la muerte si caía en alguna grieta profunda.

Miró dentro de la tienda-cocina y creyó comprobar que Kimiko no había caído, por algún descabellado accidente, a través de la gruesa tela de nylon que servía de base. Pero al explorar la zona a la izquierda de la entrada ahogó una exclamación y volvió a la tienda grande, muy pálido:

—Se ha hundido en una grieta.

Nadie cayó en el pánico. El Sensei se arrastró hasta la tienda-cocina y, hurgando con su hachuela, vio el misterioso agujero por el que Kimiko había caído a una profundidad desconocida. Oda, que continuaba actuando rápida y efectivamente, en una serie de movimientos ininterrumpidos, depositó el mango de madera de su pica en el borde del agujero; de ese modo, cuando su soga se clavara en el borde, el mango impediría que se hundiera en la nieve, provocando quizás una pequeña avalancha que pudiera envolver a la persona caída. Dónde estaba Kimiko y en qué estado, nadie podía adivinarlo.

Sin un momento de vacilación, Oda se introdujo en la apertura por donde Kimiko se había hundido y se fue descolgando diestramente, formando un ocho con la soga para frenar la caída, hasta adentrarse profundamente en la grieta.

Era un agujero monstruoso, de varios metros de profundidad y sin fondo discernible, pero por voluntad de las fuerzas que lo habían tallado, sus lados no eran parejos, sino que formaban una serie de salientes melladas que podían detener un cuerpo en caída. Pero Kimiko no estaba a la vista, aun cuando Oda encendió su linterna para observar las terribles formaciones de hielo.

De pronto oyó un gemido; en una cornisa, nueve o diez metros más abajo, vio la silueta de Kimiko en la penumbra. Con señales de cuerda ideadas muchos años antes, hizo saber a los otros que por fin la tenía a la vista. Sin vacilar un solo instante, descendió más y más. Cuando estaba a un par de metros de ella notó que la violenta caída, además de dejarla inconsciente, la había introducido como una cuña en un sitio reducido, del que no tenía manera de salir.

—¡Kimiko! —llamó, acercándose. No hubo respuesta. Entonces, mientras esperaba a que le llegara la cuerda para el rescate, estudió el modo de atársela para lograr la máxima efectividad. Pero antes de empezar se la ató alrededor del cuerpo con firmeza; de ese modo, si ocurría algo en los minutos siguientes, al menos impediría que la muchacha muriera.

Sólo entonces tomó la segunda cuerda y, con una desconcertante serie de nudos ideados para ese tipo de emergencias, la ató formando una hamaca de la que no podría caer. Pero cuando trató de liberarla descubrió que no podía, pues la muchacha estaba aprisionada en aquel rincón. Tal vez un fuerte tirón desde arriba la desprendiera. Lo pidió por señas y, cuando los tres de arriba tiraron de la segunda soga, después de haber asegurado la primera, Oda vio con alivio que Kimiko salía de su prisión.

En cuanto la joven estuvo libre, ordenó por una seña que dejaran de tirar. Allí, en las heladas penumbras de la grieta, por la que descendía la luz del atardecer, le pellizcó la cara y le apretó los hombros para devolverle la conciencia. La segunda parte de su terapia fue peor, pues el hombro derecho estaba dislocado por la caída y la presión fue tan grande que la muchacha revivió y, al verse sujetada por Oda, sollozó de dolor.

Por entonces, Alaska tenía una población de cuatrocientos sesenta mil ochocientas treinta y siete personas; por lo tanto, había unos setenta y cinco mil jóvenes en edad de enamorarse o pensar en el matrimonio. De hecho, ese año se celebraron seis mil cuatrocientos veintidós matrimonios, pero ninguno se forjó en un aprieto tan extraordinario como el que unió a Kenji Oda y Kimiko Takabuki, colgados a quince metros de profundidad en una grieta, en las heladas laderas del Denali. Mientras ella se estiraba para besarle, ambos vieron que, de no haberse estrellado contra la cornisa que le dislocó el hombro, ella habría continuado descendiendo hasta una profundidad insondable.

Por esa vez, el «Expreso de Oriente» no se cobró ninguna víctima entre los japoneses.

Cuando Kendra Scott regresó a Desolation, después de su inesperada visita a Jeb Keeler, supo vagamente que un forastero se había instalado en un cobertizo abandonado, al norte de la aldea. Según rumores, allí vivía pobremente, con trece perros esquimales y

malamutes bien adiestrados.

Los rumores eran correctos. Era uno más de esa inagotable raza de jóvenes estadounidenses, graduados en buenas universidades y preparados para hacerse cargo de la empresa familiar, que renunciaban después de cuatro o cinco años aburridos, abandonando un puesto excelente y quizás una esposa igualmente envidiable, para probar suerte en las carreras de trineos que se celebran en los páramos de Alaska. Se los encuentra en las afueras de Fairbanks, Talkeetna y Nome, trabajando como esclavos en los muelles, durante el verano, para ganar los enormes salarios que gastan durante el invierno, alimentando a quince o dieciséis perros. Generalmente dejan de afeitarse; a veces ganan algún dinero organizando excursiones en trineo para los turistas. Con frecuencia hay también universitarias deseosas de experimentar la vida en el Ártico, que trabajan como camareras y se instalan con ellos por un tiempo, corto o largo.

El sueño de esos hombres, que se cuentan por veintenas, es participar en la Iditarod; no para ganarla, por supuesto, basta con llegar al final de esa competición, con justicia considerada la más difícil del mundo. En lo peor del invierno ártico, con ventiscas aullando desde Siberia y temperaturas inferiores a los cuarenta grados bajo cero, unos sesenta intrépidos parten de Anchorage con sus trineos y sus perros, para cubrir una penosa distancia hasta Nome, oficialmente establecida en 1049 millas: mil millas mas en el cuadragésimo noveno estado; en realidad, varía entre mil cien y mil doscientas millas (mil setecientos sesenta a mil ochocientos veinte kilómetros), por un territorio increíblemente arduo.

—Es como correr de la ciudad de Nueva York hasta Sioux Falls, en Dakota del Sur, si todavía no hubiera carreteras —explicó Afanasi a Kendra—. Pese a lo que muchos piensan, el conductor no suele viajar sobre los patines de su trineo, sino que corre detrás cuatro veces de cada cinco.

Kendra no podía comprender que una persona en su sano juicio malgastara tantos miles de dólares en comida para perros y pagara una inscripción de mil doscientos dólares para sufrir ese trato, sobre todo teniendo en cuenta que el primer premio era de sólo cincuenta mil dólares. Afanasi dijo:

—Yo participé cuando era más joven. La gloria de deslizarse hasta esa línea de llegada, ganes o pierdas, te dura toda la vida.

Naturalmente, los jóvenes de Los cuarenta y ocho de abajo que venían al norte para competir, en general sólo efectuaban una vez el horrible trayecto. Después volvían a casa, se casaban y retomaban su puesto en la empresa familiar. Pero al envejecer colgaban detrás del escritorio el certificado donde se probaba que, en 1978, habían competido en la Iditarod y llegado a la meta. Eso los diferenciaba de los atletas locales que hubieran ganado algún premio en competiciones menores.

El joven que ocupaba el cobertizo de Desolation, para brindar a sus perros la experiencia del verdadero Ártico, era en muchos sentidos el típico ejemplo de esos intrusos: graduado en la Universidad de Stanford, treinta años de edad, cinco de trabajo en la empresa paterna, divorciado de una dama de la alta sociedad que, al conocer su decisión de emigrar al Círculo Polar Ártico con trece perros, contó a sus amigos que él padecía un desequilibrio mental. Pero en ciertos aspectos era único. Para empezar, era Rick Venn, vástago de la poderosa familia que controlaba los intereses de Ross Raglan en Seattle. En segundo lugar, de todos los advenedizos sólo él tenía vínculos históricos con Alaska, y tercero, por ser el nieto de Malcolm Venn y Tammy Ting, tenía sangre

tlingit y china; por lo tanto, era en parte nativo. Su tez era tan oscura y sus facciones tan asiáticas que habría podido pasar fácilmente por uno de los jóvenes de Alaska, mezcla de rusos y nativos.

También se distinguía de los otros en que, si bien su cabaña también era un caos, cuidaba de su aspecto personal tal como lo hubiera hecho en Seattle. Se afeitaba, se recortaba el pelo con tijeras y, una vez a la semana, lavaba una tina llena de ropa. Pero era como los otros en el afecto que mostraba a sus perros y en el cuidado amoroso con que los hacía trabajar: en la arena si no había nieve, en los montículos más profundos cuando la había. Polar era un perro esquimal de siete años, con un cruce de lobo algunas generaciones atrás y, en tiempos más recientes, de

malamute. Había varios perros más grandes que él en el equipo, pero su inteligencia salía fuera de lo común y era, entre ellos, el líder indiscutible. Polar, perfectamente adaptado a su amo, obedecía de inmediato las órdenes de Rick. A los perros de trineo se los adiestra para girar a la derecha o a la izquierda según la voz de mando; hay cinco o seis palabras más que tienen su significado específico. Pero Polar tenía la notable habilidad de anticiparse a las intenciones de Rick, casi antes de que gritara la orden, y conducía diestramente a los otros perros en la dirección debida.

Aunque los perros formaban un buen equipo, no era raro que, mientras esperaban impacientes, dos de ellos se enfrentaran mostrándose los colmillos. Si alguien no los detenía de inmediato, la amenaza podía degenerar rápidamente en una lucha salvaje y sangrienta. Si Rick estaba presente era él quien interrumpía de inmediato la pelea, naturalmente. Pero en caso contrario, Polar daba un paso atrás, emitía un profundo gruñido y los perros se separaban. También mordía a cualquier perro perezoso y era siempre él quien se lanzaba hacia delante con mayor energía, cuando Rick pedía más velocidad. Se trataba de un perro excepcional. Cuando llegó la nieve, para él fue un placer conducir a su equipo por trayectos de mil quinientos, dos mil y hasta tres mil metros por la tundra.

Como en Desolation no existían restaurantes para turistas, ninguna joven aventurera de Los cuarenta y ocho de abajo convivía con Rick. Pero cuando llevó su equipo a la aldea para hacer una exhibición sobre arena, entre la multitud reunida vio a Kendra Scott, cerca de Vladimir Afanasi. Reconoció en ella al tipo de mujer que valía la pena tratar y, después de la demostración, buscó a Afanasi para preguntarle quién era.

—La mejor maestra que hemos tenido en mucho tiempo. Viene de Utah.

—¿Mormona?

—Puede ser. Tal vez por eso quiso explorar el norte.

—¿Nos puede presentar?

—Creo que es inevitable.

Una tarde soleada, Afanasi llevó a Kendra al desordenado cobertizo. Ella se echó a reír en cuanto bajó del camión, pues un cartel pulcramente pintado proclamaba: PERRERAS DE KENSINGTON, como si se tratara de un costoso alojamiento para perros mimados. Cuando el propietario asomó la cabeza por la puerta para averiguar el origen de esa carcajada, Kendra vio a un joven apuesto y bien parecido, algo mayor que ella, vestido con un mono azul.

—¿Qué pasa?

—Me gusta tu letrero. ¿Esto es un alojamiento para perros?

—Sin duda. Hay trece.

Y Rick señaló el sitio donde ataba a sus perros esquimales y

malamutes, cada uno a su propia estaca y con cadenas cortas, para que no se molestaran entre sí.

—¿Para la Iditarod?

—¿Has oído hablar de esa carrera?

—Hay que estar loco para intentarlo.

—Lo estoy —reconoció él.

Pero sólo cuando se adelantó a estrecharle la mano cayó Kendra en la cuenta de lo chiflado que estaba. En la pechera de su mono llevaba grabado ese tipo de lema que encanta a los universitarios quijotescos: ¡REUNAMOS A GONDWANA!

—¿Qué significa esto? —preguntó ella.

El joven explicó que había cursado la licenciatura de geología en Stanford, donde ése era el grito de guerra.

—Pero ¿dónde queda ese lugar?

—Es un continente que se rompió en pedazos hace doscientos cincuenta millones de años. Creo que el Polo Sur formaba parte de él.

—Puedes enrolarme en tu cruzada.

En los días siguientes, cuanto más oía hablar Kendra sobre los rigores de la Iditarod, más le interesaban los procedimientos por los que Rick adiestraba a sus perros. Cuando llegó la nieve, comenzó a pasar los sábados y domingos en el cobertizo, para darle algún aspecto de respetabilidad. Pero evitaba cualquier relación romántica, pues aún se consideraba vagamente comprometida con Jeb Keeler. Por cierto, cuando el joven abogado visitó Desolation por sus negocios con Afanasi, prácticamente se instaló en el apartamento de Kendra, donde se quedaba hasta las tres o las cuatro de la madrugada. Rick, al observarlo, preguntó si estaban comprometidos. Ella respondió:

—Cuando se está tan lejos de casa es difícil decidirse.

Cuanto menos una vez por semana, si la nieve era adecuada, Rick la llevaba a dar un largo paseo de adiestramiento en su trineo. Era una magnífica experiencia sentarse allí, envuelta en mantas, y recorrer quince kilómetros hacia los lagos helados. Rick corría detrás y, de vez en cuando, subía a la parte posterior de los largos patines, gritando indicaciones a Polar y alentando ocasionalmente a los otros perros.

—Comprendo que la carrera fascine a los hombres —dijo Kendra un día, mientras descansaban a medio camino.

—No sólo a los hombres. —Rick le recordó que, últimamente, mujeres de más edad que ella habían ganado la carrera.

—¿Las mil cien millas? Deben de ser amazonas.

Y él la corrigió:

—Para esta carrera no se necesitan músculos, sino cerebro y resistencia.

El cerebro hacía falta porque cada participante debía ponerse de acuerdo con un piloto para que dejara caer desde el avión grandes bultos de salmón seco u otros tipos de alimento a lo largo del camino, tanto para los perros hambrientos como para su conductor, y la planificación de ese aprovisionamiento requería a la vez buen criterio y dinero. Más de un novato gastaba sus ahorros de todo el año, más el dinero que le enviaba su familia, sólo para cubrir los gastos de la Iditarod.

—¿De dónde salió ese nombre? —preguntó Kendra un día.

—Es el de un antiguo campamento minero —dijo Rick—. Por allí pasaba una senda; ahora nuestra carrera la usa cada año.

En las primeras semanas del invierno, Kendra vivió casi en un mundo de sueños. Ordenaba el cobertizo, trabajaba con los perros, y disfrutaba de largos viajes de adiestramiento en el fin de semana. Comenzó a pensar que esa gloriosa experiencia sería eterna: la interminable tundra blanca, con sus fuertes ventiscas, y la maravillosa seguridad de que Rick sabía lo que estaba haciendo. La posibilidad de que se enamoraran aún no había surgido, pues él aún estaba afectado por el naufragio de su primer matrimonio y ella se consideraba más o menos comprometida con Jeb Keeler. Pero ambos sentían, cada vez más, que después de la Iditarod sería ineludible tomar ciertas decisiones, aunque por el momento se mantuvieran así.

En una de esas excursiones por la nieve hacia el sur, ella se vio obligada a recordar hasta qué punto los esquimales

inupiats del Ártico vivían al borde del desastre. Mientras recorrían la costa, a varios kilómetros de Desolation, Rick divisó una vivienda de estilo antiguo, con paredes de madera y pesado techo de hierba. Sin pensar que podía ser una intromisión, dio una orden a Polar, que inmediatamente dirigió el equipo hacia la choza. Cuando el trineo se detuvo ante la puerta, Kendra notó con espanto que era la casa de su destacada alumna, Amy Ekseavik, que allí había sido criada y allí vivía ahora, ayudando a su madre viuda. La jovencita apareció en el oscuro umbral, mirando furiosamente a los perros por debajo del espeso flequillo, y entonces vio a su maestra envuelta en mantas.

Fue un reencuentro glacial, pues Amy había perdido hasta la leve humanidad que se había permitido adquirir bajo el cuidado de Kendra. Mantuvo a los visitantes a distancia y, cuando ellos pidieron ver a su madre, se apartó sin decir nada.

Por la viuda, Kendra supo que se había establecido un acuerdo por el cual la madre, supuestamente, daba enseñanza a la niña en su propia casa. Así se cumplía con la ley del estado, aunque hubiera buenas escuelas en la zona. Pero resultaba obvio que la Rama finalmente encendida en esa criatura milagrosa, durante el año escolar anterior, se había apagado o vacilaba tanto que pronto se extinguiría.

Angustiada por haberse entrometido en la vida de Amy y en sus problemas sin solución, Kendra se despidió torpemente de la niña y volvió hacia el norte, con los ojos llenos de lágrimas. Cuando se detuvieron a descansar dijo a Rick:

—Se me parte el corazón. Es demasiado horrible.

Y se derrumbó contra la chaqueta de su compañero, sollozando. Cuando él quiso saber de qué se trataba, le contó la gélida llegada de Amy a la escuela, el año anterior, y su gradual deshielo, hasta convertirse en una de las niñas más brillantes y prometedoras que Kendra conociera en su vida.

—Tal vez hayamos hecho algo espantoso, Rick, al pasar por aquí y recordarle mundos perdidos. —Los temores de Kendra estaban justificados. Tres días después llegó a Desolation la noticia de que Amy Ekseavik, de quince años y con un futuro brillante, había salido de la cabaña mientras su madre dormía, dejando el cuaderno de tareas abierto en la mesa, para suicidarse con la escopeta de su padre.

Ese primer año de Kendra al norte del Círculo Polar Ártico estuvo lleno de sorpresas por las costumbres locales, hasta alcanzar mesetas de las que se congratulaba: «Ahora entiendo Alaska», seguidas por explosiones que la obligaban a confesarse: «En realidad, no sé nada». Pero ninguna de las grandes revelaciones la dejó tan estupefacta como la llegada a Desolation de una mujer alta y decidida, que vivía con su familia en una cabaña de troncos, unos trescientos kilómetros al este, en uno de los rincones más desolados del territorio, donde tenía un albergue para cazadores, se podían pescar peces espectaculares y cazar piezas de caza mayor.

Venía acompañada de su hijo y traía una proposición notable:

—Desde que mi hijo era niño le doy clases en casa, concursos por correspondencia que me envían desde Estados Unidos. Aunque es algo temprano, creo que debería presentarse a los exámenes oficiales, pues estoy convencida de que tiene talento para ir a la universidad.

Luego presentó a su hijo: Stephen Colquitt, de un metro ochenta y dos centímetros, tímido, pero cuyos ojos volaban de un lado a otro como los de un halcón, absorbiéndolo todo.

—He venido a preguntarle… —explicó la mujer al director Hooker, nerviosa—. Tenemos buenos informes de la señorita Scott; dicen que es una buena profesora de matemáticas. Y queremos saber si estaría dispuesta a preparar a Stephen en álgebra.

Hooker se sintió incómodo.

—Eso sería muy irregular… tal vez imposible. No podemos inscribirle en nuestra escuela si no vive en nuestro distrito.

—¡Oh, no tenemos intención de inscribirle aquí! Lo que queremos son clases particulares. —Antes de que el director pudiera responder, añadió—: Estamos dispuestos a pagar las clases.

—Yo no cobraría nada —dijo Kendra—. Será un placer desempolvar mi álgebra.

—Y la trigonometría —agregó Stephen.

—Echaremos un vistazo a eso también.

Las semanas siguientes fueron tan productivas que Stephen, con su galope triunfal por el álgebra, la geometría y la trigonometría, la alejó un poco de los remordimientos por la muerte de Amy. Una noche, Kendra dijo a Afanasi y a Hooker:

—Es increíble lo que ha logrado esta señora con esos cursos por correspondencia. Cuando Stephen presente los exámenes oficiales tendremos que hacernos a un lado, porque va a reventar el sistema.

Kasm Hooker quedó impresionado en un sentido muy diferente:

—El padre jugaba un poco al baloncesto en el colegio y tienen una cancha reglamentaria junto al río. Las jugadas que conoce este chico no os las podéis ni imaginar.

En los partidos amistosos que celebraba la aldea cuando no había escuelas visitantes, se acordó que Hooker jugaría con Colquitt uno a uno. En el primer partido el muchacho dejó atónitos a todos desplegando una gran habilidad para pasar la pelota sin que tocara el suelo; pero lo que provocó gritos de elogio fue su diestro uso del doble salto. Parecía que iba a tirar, engañando así a Hooker, que saltaba para bloquearle el tiro; entonces él retenía la pelota y la arrojaba en el momento en que Hooker descendía, fuera de posición.

—¿Dónde has aprendido eso? —preguntó el jadeante director, durante una pausa.

—Papá tiene una antena parabólica y yo solía observar a Earl.

Cuando llegaron las notas obtenidas por Steve en los exámenes oficiales, todo el mundo pudo comprobar lo que la señora Colquitt sabía desde un principio:

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