Alaska

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VI. MUNDOS DESAPARECIDOS

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A la sombra del espléndido volcán que resguardaba el estrecho de Sitka, el Gran Toyón agonizaba. Había gobernado durante treinta años la multitud de islas montañosas que componían sus dominios y había impuesto el orden entre los indios

tlingits, obstinados y a veces rebeldes, que se mostraban reacios a someterse a nadie. Los

tlingits formaban un grupo belicoso, en nada parecido a los esquimales del norte, más tranquilos, ni a los apacibles

aleutas de la cadena de islas. Les gustaba la guerra; en cuanto tenían la oportunidad, convertían a sus enemigos en esclavos, y no temían a ningún hombre. Por eso, a la muerte del Gran Toyón, cuando quedó vacante el puesto de mando que se había ganado con tanta sagacidad, los

tlingits pensaron que antes de que se proclamara y estableciera un nuevo

toyón, habría un período de desórdenes, guerras y muertes violentas.

Cuando el corpulento esclavo conocido por el nombre de Corazón de Cuervo se enteró de que su amo agonizaba, el pánico se apoderó de él, al comprender que las mismas cualidades que le habían convertido en el esclavo favorito del

toyón (su valentía en el combate y la diligencia con que acudía a defender a su señor) iban a condenarle a muerte, ya que entre los

tlingits existía la costumbre, cada vez que moría un

toyón, de matar casi en el mismo momento a tres de sus mejores esclavos, para que estuviera bien atendido en el mundo de más allá de las montañas. Y puesto que Corazón de Cuervo era, según la opinión general, el mejor de los esclavos del

toyón, recibiría el honor de ser el primero en apoyar el cuello sobre el tronco usado en el ritual, para que cuatro hombres apretaran un tronco más pequeño contra su garganta hasta dejarlo sin vida, estrangulándolo sin estropearle el cuerpo, que le sería útil en el otro mundo.

Por primera vez aquel hombretón tenía miedo. La historia de su vida era la de una lucha constante contra las adversidades, porque había sido uno de los principales defensores del valle donde habitaba su clan, contra los enemigos que habían tratado de invadirles desde tierras más altas, situadas al este. Cobró fama de paladín, de quien dependían la seguridad y la libertad de los

tlingits del valle; e incluso los

tlingits de la isla de Sitka, que eran más numerosos y estaban encabezados por el Gran Toyón, cuando les invadieron, tras llegar en sus canoas y arrasarlo todo a su paso, tuvieron que detenerse al topar con Corazón de Cuervo y nueve camaradas, y los veinticuatro invasores tuvieron que luchar duramente cuatro días enteros antes de vencerles. Tres de los compañeros de Corazón de Cuervo murieron en la batalla, y él también habría figurado entre las bajas, de no haber ordenado el

toyón en persona:

—¡Reservadme a ése!

Los atacantes arrojaron hábilmente unas redes sobre Corazón de Cuervo, le inmovilizaron y le llevaron a rastras ante el jefe vencedor.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el jefe.

—Seet-yeil-teix —respondió él secamente, con tres palabras

tlingits que significaban «corazón del cuervo de la pícea».

El

toyón sonrió al oír que el singular cautivo era del clan del Cuervo, pues él, por su parte, pertenecía al del Águila, lo que implicaba una competencia natural con los cuervos, aunque tenía que reconocer que los guerreros de ese clan podían ser excepcionalmente astutos y temibles.

—¿Cómo obtuviste el nombre? —preguntó el

toyón.

—Intentaba saltar de una roca a otra y me caí al arroyo —contestó su prisionero—. Estaba empapado, y furioso, pero lo intenté otra vez y me volví a caer. Lleno de rabia, lo volví a intentar. En aquel momento, un cuervo que trataba de arrancar algo de una rama de pícea, resbaló, se cayó para atrás y lo intentó otra vez. Y mi padre gritó: «Tú eres el cuervo».

—La tercera vez, ¿lograste saltar?

—No; y el cuervo también fracasó. De mayor, conseguí saltar, pero conservé el nombre.

Su extraordinaria tenacidad le había convertido en alguien muy valioso cuando su tribu tenía que enfrentarse a tareas fuera de lo común; como a menudo tenía éxito, se atrevía a emprender cualquier cosa, ya fuera la guerra con otros clanes, la construcción de una casa o su decoración, al acabarla, con los característicos tótemes. Fue precisamente su audacia la causa de que le capturaran, pues cuando el ejército del Gran Toyón atacó a su clan, Corazón de Cuervo se hizo cargo de la defensa y se adelantó tanto a sus compañeros que fue fácil rodearle.

Cuando el

toyón estaba a punto de exhalar el último suspiro, lo que convertiría en inevitable la muerte de Corazón de Cuervo, el cautivo llevó a cabo su maniobra más osada. Se escabulló de la gran casa de madera en la que había vivido el

toyón desde el momento en que había llegado al poder, cruzó con cautela el lugar señalado por seis altos tótemes y se alejó hacia los espesos bosques que crecían más al sur. Intentó adentrarse en lo más profundo del bosque, pero no pudo, porque se acercaban ruidosamente dieciséis asistentes al velatorio. Con un brinco ágil, se ocultó tras una gran pícea y les oyó pasar, entre lamentos por la inminente muerte de su jefe; en cuanto desaparecieron, saltó de nuevo al sendero y se precipitó hacia el abrigo protector de los altos árboles y los claros sombreados que éstos amparaban. Una vez se encontró seguro entre las píceas, echó a correr con furia demoníaca, porque, según su plan, cuando el viejo muriera él tendría que estar tan lejos como le fuera posible.

«Si no me encuentran cuando el

toyón muera, no podrán matarme. Claro que, si más adelante consiguen capturarme, me matarán por haber huido. Pero de esa forma tengo una oportunidad: si consigo subir a bordo de un barco, puedo decirles que había ido a comerciar, y no tendrán más remedio que creerme», razonaba. No era un plan insensato ni estaba falto de fundamento, porque Corazón de Cuervo era uno de los

tlingits que habían aprendido los rudimentos del inglés y podían tratar de negocios con los estadounidenses, cuyos barcos se detenían con cierta frecuencia en el estrecho de Sitka.

Por eso, mientras corría, invocó en silencio a los barcos a los que recordaba haber llevado carne de ciervo y agua dulce, cuando los estadounidenses habían llegado en busca de pieles: «White Dove, paloma blanca, ven volando. J. B. Kenton, ayúdame. Evening Star, lucero de la tarde, brilla para indicarme el camino».

Pero entonces descendió la niebla que daba fama a Sitka, como si fuera un edredón grueso y gris, suspendido a poca altura por encima de la tierra y de la superficie de la bahía. En poco tiempo se volvió impenetrable, con lo que Corazón de Cuervo perdió cualquier posibilidad de abordar un barco mercante que le salvara la vida; durante tres días llenos de angustia permaneció Oculto entre las píceas, en la orilla de la bahía, aguardando a que la niebla se levantara.

El tercer día, al anochecer, mortificado por el hambre, oyó un ruido sordo que le alertó. Parecía un cañonazo como los que disparaban los marineros para deducir, a partir del eco, la distancia aproximada que les separaba de los peligros que acechaban en las rocas de la costa; pero no se repitió, como hubiera sucedido si se hubiera tratado de una de estas pruebas. Por otra parte, podía haber ocurrido que un solo cañonazo hubiera surtido efecto, y Corazón de Cuervo, reconfortado por esta esperanza, se quedó dormido al socaire de una pícea caída.

Al amanecer, le despertó el estridente graznido de un cuervo; era la mejor señal que podía recibir del otro mundo, pues los

tlingits, desde siempre, se dividían en dos grupos familiares: el clan del Águila y el del Cuervo, y todos los seres humanos de la Tierra pertenecían a uno o a otro. Por supuesto, Corazón de Cuervo pertenecía al clan del Cuervo, lo que significaba que tenía que defender a su grupo en las competiciones que enfrentaban a los dos clanes o en disputas más serias, por el alzamiento de tótems en el terreno comunitario de la aldea o por la pesca. Como cuervo, sólo podía casarse con un águila, según lo estipulado miles de años atrás para conservar la pureza de la raza, pero los hijos de un hombre cuervo y de una mujer águila se consideraban águilas y, como tales, se consagraban a la subsistencia de ese clan.

Entre los

tlingits existía una creencia que él suscribía: Si bien los águilas solían ser más fuertes, los cuervos eran, con mucho, los más prudentes, ingeniosos y astutos cuando se trataba de aprovechar los recursos de la naturaleza o de vencer a los adversarios sin recurrir a la lucha. Era cosa sabida que la Humanidad había recibido el agua, el fuego y los animales con los que se alimentaba gracias a la sagacidad del Primer Cuervo, que logró engañar a los antiguos custodios de estos bienes.

—Todas las cosas buenas estaban fuera de nuestro alcance —le había explicado el hermano de su madre—, y vivíamos en la oscuridad, pasando frío y hambre, hasta que el Primer Cuervo, que se dio cuenta de nuestros pesares, engañó a los demás para que nos dejaran compartir esas cosas buenas.

Al oír que el cuervo graznaba con las primeras luces del alba, comprendió que era la señal de que en la bahía podría rescatarle algún barco y corrió a la orilla del agua con la esperanza de ver el navío que quizá había disparado el cañonazo la noche anterior, si es que había sido eso aquel ruido. Sin embargo, cuando miró hacia la niebla no pudo ver nada y, desilusionado, creyó sentir el tronco apretado contra su cuello. Desconsolado y hambriento, se recostó contra una pícea y miró fijamente hacia la bahía invisible, todavía envuelta en la oscuridad; en tal aprieto, viéndose muy cerca de la muerte, volvió a suplicar en silencio que se presentaran los barcos estadounidenses: «Nathanael Parker, ayúdame. Lared Harper, acércate a salvarme la vida».

Silencio; luego, el ruido del hierro contra la madera y la llegada de una imprevista brisa que despejó un poco la niebla; después, misteriosamente, como si una mano poderosa descorriera un telón, la revelación de la silueta de un barco, seguida por su rápida inmersión en la cambiante bruma. Pero ¡allí estaba el barco! En su desesperación, Corazón de Cuervo pasó por alto el peligro que corría si dejaba que sus perseguidores descubrieran su posición, corrió a la playa y se adentró en el agua hasta las rodillas, gritando en inglés:

—¡Barco! ¡Barco! ¡Pieles!

Si algo podía atraer a los estadounidenses a la costa (suponiendo que el barco viniera de los Estados Unidos), era la perspectiva de contar con pieles de nutria; pero no hubo respuesta. El

tlingit se adentró más en el mar, aunque no sabía nadar, y gritó otra vez:

—¡Americanos, por favor! ¡Pieles de nutria!

Tampoco esta vez hubo respuesta; pero entonces sopló una ráfaga de viento más fuerte que despejó la niebla, y allí, apenas a doscientos metros de distancia, milagrosamente a salvo entre las diez o doce islas boscosas que resguardaban el estrecho de Sitka, estaba el Evening Star, un barco mercante de Boston, con el que Corazón de Cuervo había comerciado en otros tiempos.

—¡Capitán Corey! —gritó, corriendo entre las olas con los brazos en alto.

Armó tal alboroto que alguien le vio desde el bergantín. Un oficial le enfocó con un catalejo y anunció al puente:

—¡Un nativo nos hace señas, señor!

Bajaron un bote y cuatro marineros remaron inseguros hacia la orilla. Cuando Corazón de Cuervo, lleno de alegría porque le rescataban, se adentró más en el agua para recibirles, se encontró con dos rifles que le apuntaban directamente al pecho.

—¡Quieto o disparamos! —ordenaron secamente los marineros.

Miles Corey, el capitán del barco mercante Evening Star, un hombre de cincuenta y tres años y curtido en sus viajes por el Pacífico, sabía de muchos capitanes que habían perdido los barcos y jamás corría ningún riesgo. Antes de abandonar el Evening Star en el esquife, los marineros recibieron una advertencia:

—Hay un solo indio, pero podría haber cincuenta más acechando entre los árboles.

—¡Quieto o disparamos! —repitieron los hombres.

Corazón de Cuervo se quedó paralizado, sumergido en el agua hasta la cintura.

—¡Por Dios, si es Corazón de Cuervo! —gritó uno de los hombres. Y le alargó el remo, para que pudiera subir al bote aquel

tlingit con quien ya antes habían tenido tratos.

El capitán Corey y el primer oficial Kane ofrecieron un festivo recibimiento a su viejo amigo, y le escucharon atentamente cuando les explicó la situación que le había obligado a adentrarse solo en el bosque.

—¿Quieres decir —preguntó el capitán— que te hubieran matado? ¿Sólo porque se ha muerto el viejo?

—Tú dices yo cuatro días en barco, ¿eh? —les suplicó Corazón de Cuervo, en su imperfecto inglés—. Tú dices niebla demasiado, ¿eh? Cuatro días.

—¿Por qué son tan importantes esos cuatro días? —preguntó Kane.

Corazón de Cuervo se dirigió a él para explicárselo. Los dos hombres eran más o menos igual de corpulentos, los dos igual de musculosos y temerarios, Y por esa razón el antiguo arponero se interesaba por el

tlingit.

—Yo tener que morir tres días atrás —explicó—. Si yo huir, ellos atrapar, ahora muerto. Pero si yo en barco, negocios… —Alzó las manos como si las liberase de ataduras, indicando que con esta excusa tal vez pudiera salvarse.

La omnipresente niebla de Sitka había descendido una vez más sobre el Evening Star y era ya tan densa que hasta los extremos de los dos mástiles resultaban invisibles desde cubierta.

—Seguramente la bruma se mantendrá durante dos días más. Estás a salvo aseguraron Corey y Kane al esclavo en peligro.

Para celebrarlo, sacaron una botella de un estupendo ron jamaicano y brindaron allí mismo, en el estrecho de Sitka, protegidos por el volcán y por el círculo invisible de montañas. Cuando Corazón de Cuervo sintió en la garganta el calor del exquisito líquido oscuro, se relajó y contó a los estadounidenses que había ayudado a conseguir muchas pieles para ellos; sus salvadores se mostraron muy complacidos con la información y, a su vez, le enseñaron las mercancías que traían desde Boston para que los

tlingits se enriquecieran.

—Esto son toneles de ron —dijo el capitán Corey, señalando los dieciocho barriles que guardaban en la bodega—. Y ¿qué crees que es eso?

Corazón de Cuervo, con su arete de cobre atravesado en el cartílago de la nariz, examinó doce cajones rectangulares de madera.

—Mí no sabe —dijo.

Entonces Corey ordenó a un marinero que arrancara los clavos (y que los guardara) de una de las tapas; allí, envueltos en trapos empapados en aceite, había nueve preciosos rifles, debajo de los cuales, también en hileras de nueve, había otros veintisiete. Las doce cajas, que los armeros de Boston habían empaquetado con gran cuidado, contenían cuatrocientas treinta y dos escopetas de la mejor calidad, y detrás había barriletes con suficiente Pólvora para dos años, además de reservas de plomo y moldes para fabricar balas.

Corazón de Cuervo, convencido de que sus perseguidores, si recibían tal Poder de sus manos, no se atreverían a ordenar su ejecución, sonrió, estrechó la mano del capitán y le agradeció efusivamente los extraordinarios bienes que los bostonianos traían para los

tlingits: el ron y las armas.

Los

tlingits, una rama secundaria de los poderosos

atapascos que poblaban el interior de Alaska, el norte de Canadá y gran parte del oeste de los Estados Unidos, eran un grupo de unos doce mil indios de características muy diferenciadas, que habían emigrado hacia el sur, a lo que más adelante sería Canadá, y después habían regresado al norte, otra vez a Alaska, con un idioma y unas costumbres propias. Se dividían en varios clanes, instalados en el litoral sur de Alaska y, especialmente, en las grandes islas situadas frente a la costa; la mayor parte se había establecido en la isla de Sitka, en la excelente tierra que bordeaba el estrecho del mismo nombre.

Los paisanos del difunto

toyón habían elegido para establecerse un destacado promontorio del estrecho que ascendía hasta una pequeña colina, la cual ofrecía una gran vista. Era un lugar excelente: en el este, estaba rodeado por doce o catorce abruptas montañas que formaban un semicírculo protector, y, en el oeste, se erguía como una torre el majestuoso cono del volcán. Sin embargo, tal como había descubierto el ruso Baranov al contemplar por primera vez el estrecho, unos años antes, una de sus características más atractivas era la profusión de islas, algunas tan pequeñas como una mesilla de té y otras de tamaño considerable, que salpicaban la superficie del agua y dispersaban el agitado oleaje que, de otro modo, hubiera llegado rugiendo desde el Pacífico.

Cuando por fin se levantó la niebla, el capitán Corey se abrió paso con decisión con su Evening Star por entre las islas, hasta llegar a unos cientos de metros del pie de la colina, y disparó un cañón para informara los indios de que estaba dispuesto a comprarles pieles; pero cuando se disponían a realizar el intercambio, los estadounidenses se encontraron en un aprieto. Desde que el capitán Cook había sido víctima de una emboscada en las islas de Hawai, los capitanes y las tripulaciones se quedaban en sus barcos y pedían a los nativos que subieran a bordo con sus mercancías, mientras algunos marineros montaban guardia, armados con rifles. Sin embargo, como en Sitka los

tlingits estaban ocupados con el entierro del Gran Toyón, los estadounidenses no siguieron la costumbre, sino que botaron una chalupa y, con Corazón de Cuervo encaramado en la proa, remaron hasta la playa.

Al principio, los afligidos

tlingits les hicieron señas de que se alejara, pero los encargados de la ceremonia vieron al esclavo Corazón de Cuervo de pie entre los visitantes y declararon que llevaban buscándole los últimos cinco días, porque era uno de los tres esclavos que había que sacrificar para que el

toyón dispusiera de sirvientes en el otro mundo. El capitán Corey y el primer oficial Kane se dieron cuenta de que los

tlingits pretendían arrebatarles a Corazón de Cuervo para darle muerte y afirmaron que no estaban dispuestos a permitirlo; pero sólo había cuatro marineros en el bote Y, como no iban armados, pensaron que, si trataban de oponerse seriamente, los

tlingits les vencerían. Entonces, abrumados por la vergüenza de abandonar a un buen hombre que les había confiado la vida, no opusieron resistencia alguna cuando algunos de los ancianos prendieron a Corazón de Cuervo y le llevaron a rastras hasta el tronco ceremonial.

En aquel momento intervino un hombre que más adelante alcanzó relevancia en la historia de los

tlingits: —era un joven y valiente jefe de tribu llamado Kot-le-an, un individuo alto y nervioso de unos treinta años, vestido con una camisa y unos pantalones hechos con pieles escogidas y envuelto en una decorada chaqueta blanca de piel de ciervo. Llevaba en el cuello una cadena de conchas y en la cabeza, el característico sombrero de los

tlingits, una especie de embudo invertido, del que brotaban seis vistosas plumas. Igual que Corazón de Cuervo, lucía un fino aro de cobre en la nariz, pero su cara rolliza se distinguía por un bigote negro caído y una perilla bien recortada. Por su estatura, su delgadez y su porte, tenía un aspecto muy diferente al de los demás indios; y su voz, su decisión y su osadía delataban la fuerza moral que le había convertido en un célebre jefe militar y en el principal colaborador del

toyón. En sus viajes anteriores, los seis estadounidenses no habían visto a Kot-le-an, que se encontraba ausente, en alguna incursión de castigo contra vecinos rebeldes; de todos modos, aunque hubiera estado en el pueblo poco le hubieran conocido, pues Kot-le-an consideraba el comercio in digno de él. Era un guerrero, y como tal se adelantó para impedir la ejecución de Corazón de Cuervo. Con palabras que los estadounidenses no en tendieron y que nadie les tradujo, pues hasta entonces había sido el prisionero quien prestaba tal servicio, el joven cacique expresó una decisión que resultó profética:

—Uno de estos días, tendremos que defender nuestras tierras de americanos como éstos o de los rusos de Baranov, que cada vez tienen más poder en Kodiak. Soy vuestro jefe guerrero y voy a necesitar hombres como Corazón de Cuervo; no puedo permitir que os lo llevéis.

—Pero el Gran Toyón también le necesita —protestaron algunos de los ancianos—. Sería inmoral enviar…

Kot-le-an, que detestaba la retórica y las discusiones largas, respondió a los ancianos con una inclinación de cabeza y, sin prestarles más atención, asió a Corazón de Cuervo de la mano para apartarle de los estadounidenses y de los encargados del funeral.

—A éste le necesito para cuando comience la lucha —con esta brusca contestación, salvó la vida del corpulento

tlingit.

Entonces, los norteamericanos observaron horrorizados cómo dos esclavos adolescentes eran arrastrados colina abajo, hasta la playa, y cómo les sumergían la cabeza en el agua hasta ahogarles. Los

tlingits llevaron cuesta arriba los cuerpos intactos de los dos muchachos, que depositaron ceremoniosamente junto al cadáver del Gran Toyón; después de esto, cuatro indios muy corpulentos prendieron al esclavo elegido para sustituir a Corazón de Cuervo, le acostaron sobre el tronco de madera usado para el sacrificio y le pusieron sobre el cuello un trozo más fino de madera de deriva, que apretaron hasta que el cuerpo ya no se agitó más. Con tristeza, como si lloraran la pérdida de un amigo, los

tlingits dispusieron el tercer cadáver junto a los pies del

toyón e indicaron por señas a los indios presentes que podía llevarse a cabo la sepultura del jefe.

Cuando acabó la ceremonia fúnebre, se realizó el trueque de las Pieles recolectadas por los

tlingits; Corazón de Cuervo actuó como mediador en el intercambio de diez de los dieciocho barriles de ron por pieles de foca. No había a la vista ninguna piel de nutria marina, de las que estaban tan solicitadas en China, Rusia y California; al parecer, el Evening Star tendría que zarpar llevándose las armas que ansiaban los

tlingits. Sin embargo, en el momento en que el capitán Corey iba a dar la orden de levar anclas, corazón de Cuervo y Kot-le-an se acercaron al barco en un pequeño bote de madera, construido recientemente a imitación de los barcos americanos, y, cuando estuvieron a bordo del Evening Star, Corazón de Cuervo enseñó las doce cajas de armas al joven cacique que le había salvado la vida.

—Aquí están las armas que necesitas —le dijo, en idioma

tlingit.

Inmediatamente, Kot-le-an observó la caja que un poco antes habían destapado para mostrar las armas a Corazón de Cuervo y apartó las tablas sueltas para ver los cañones de un elegante color azul oscuro y las lustrosas culatas de color marrón. Las armas eran bonitas, al margen de su finalidad práctica; pero, además, eran objetos de gran importancia, puesto que gracias a ellos los

tlingits podrían defenderse de futuros invasores.

—Los quiero todos —anunció Kot-le-an.

—Sólo los cambiaremos por nutrias marinas —objetó el capitán Corey, cuando alguien interpretó las palabras del jefe

tlingit.

Al escuchar la traducción, Kot-le-an no pudo dominar su rabia y dio una patada en el suelo con su mocasín.

—Diles que tenemos hombres suficientes para apoderarnos de los rifles —gritó.

Pero antes de que Corazón de Cuervo pudiera hablar, Corey asió a Kot-le-an por el brazo y le hizo darse la vuelta para señalarle los cuatro cañones de babor, que apuntaban directamente a las casas de la colina, y los cuatro de estribor, que se podían cambiar de posición.

—Y dile —gruñó— que también tenemos uno a proa y otro a popa, diez en total.

No hacía falta traducción, porque Kot-le-an sabía lo que eran los cañones. Un año antes, un buque inglés que había entrado en conflicto con los

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