Alaska

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VI. MUNDOS DESAPARECIDOS

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tlingit que llevaba el bonito nombre de Kakina, un apelativo, cuyo significado se desconocía, que había sido el de su bisabuela. Además de una expresión dulce y franca que manifestaba su serenidad espiritual, tenía también un porte digno que expresaba: «Voy a hacer muchas cosas, a mi manera». Era la hija de un buen pescador y tenía dieciséis años; por alguna afortunada razón, se había librado tanto de los tatuajes como de la inserción de un disco en el labio inferior. En los primeros años del nuevo siglo, representaba el tipo de joven pudorosa pero segura de sí misma que, en esa época de cambios, podía aspirar a casarse con algún exiliado ruso, para formar con él un puente entre el pasado y el presente, entre los

tlingits y los rusos.

Pero ya de niña presintió la imposibilidad de que tal cosa ocurriera, porque era orgullosamente fiel a las costumbres de su raza y le parecía que, entre la aldea

tlingit y el fuerte ruso, había una distancia espiritual imposible de franquear dignamente, a menos que la mujer

tlingit renunciara a su identidad, y estaba segura de negarse a ello. Los últimos meses, sus padres habían comenzado a preguntarse qué sería de su hija, como si fueran ellos los responsables de su salvación y no la misma Kakina. Les complacía que varios jóvenes, tanto

tlingits como rusos, no ocultaran el intenso interés que sentían por ella; además, durante la última visita del Evening Star descubrieron que el primer oficial Kane había tratado repetidas veces de acostarse con ella; pero la muchacha había rechazado tanto a Kane como a los muchachos de Sitka: tenía buenas razones para hacerlo, ya que, cuando sólo tenía catorce años, había decidido que el esclavo Corazón de Cuervo era el mozo más atractivo de la región. Durante los años posteriores, Kakina pudo apreciar su tenaz valentía, su lealtad hacia Kot-le-an, el talento que demostraba al negociar con los estadounidenses y, sobre todo, su apostura; en el rostro del esclavo descubrió la misma majestuosa serenidad que había visto en su propio rostro, cuando le prestaron uno de los espejos mágicos traídos por el capitán Corey.

Por consiguiente, aquel apacible verano de 1801 Corazón de Cuervo se enfrentó con tres tareas, cuya realización requería toda su energía: conquistar a Kakina como esposa, construir una casa en la orilla del arroyo de los salmones, bajo las grandes píceas, y tallar un tótem como los que adornaban su aldea natal, en el sur, antes de que le capturaran y convirtieran en esclavo.

Las diversas tribus de

tlingits eran de naturaleza tan diferente que apenas parecían miembros de la misma familia. Los

tlingits de Yakutat, hacia el norte, eran prácticamente salvajes: todo su interés se centraba en la guerra, las invasiones y la matanza de prisioneros. Los del clan de la colina que dominaba el estrecho de Sitka, como Kot-le-an, eran guerreros si era necesario defender su territorio, pero también lo suficientemente tranquilos como para apreciar los beneficios de la paz, siempre que pudieran obtenerla sin renunciar a sus principios. Los del sur, de donde Corazón de Cuervo era originario, vivían junto a las fronteras del pueblo

haida, una rama diferenciada de los

atapascos que tenía un idioma propio; habían tomado de ellos la artística costumbre de tallar, para instalarlos en todas las aldeas y en los hogares importantes, postes totémicos de madera de cedro rojo, altos, imponentes y llenos de color, donde se registraban los acontecimientos principales de la aldea o de la casa. El pueblo de Kot-le-an no acostumbraba a tallar tótemes y los

yakutats los quemaban en cuanto invadían una aldea; pero Corazón de Cuervo, obligado a vivir en tierra extraña, no podía sentirse a gusto en una casa que no contara con la protección de un tótem.

Con la energía que le caracterizaba, Corazón de Cuervo se aplicó simultáneamente a los tres cometidos. Pidió a Kot-le-an que le acompañara y se fue resueltamente a la cabaña de pescadores donde vivía Kakina.

—¿Me concederías el honor de tomar a tu hija por esposa? —preguntó solemnemente al padre de Kakina.

—Puedes confiar en este hombre —aseguró Kot-le-an al padre, antes de que él pudiera dar una respuesta.

—Pero es un esclavo —protestó el pescador.

—Ya no. El honor no lo permite —replicó Kot-le-an. Y, de este modo, se acordó el matrimonio.

Aquella misma tarde, en la orilla del arroyo de los salmones, un kilómetro y medio al este de la colina y en lo más profundo de un magnífico bosque de píceas, Corazón de Cuervo y Kakina comenzaron a talar los árboles con los que iban a construir su hogar; al anochecer, cuando ya habían trazado los contornos de la casa, llevaron a rastras hasta la orilla un tronco de cedro, que Corazón de Cuervo pensaba utilizar para tallar un tótem. Al día siguiente, con la ayuda de Kot-le-an en persona y de tres de sus colaboradores, subieron el tronco sobre unos soportes que permitirían mantenerlo separado del suelo mientras Corazón de Cuervo se dedicaba a esculpir, una tarea que iba a ocupar todo su tiempo libre durante casi un año.

Cuando trabajaba en el tronco, talló solamente la cara que se vería desde el frente e incluyó una selección propia de las hermosas imágenes que resumían la historia espiritual de su pueblo: los pájaros, los peces, los grandes osos, los barcos que surcaban las aguas, los espíritus que gobernaban la vida.

Pero no las dispuso al azar, sino que, respetando los mismos principios que habían guiado a Praxíteles y a Miguel Ángel al crear sus esculturas, siguió los modelos que marcaba la tradición para relacionar las formas y los colores, y lo hizo de forma magistral. A medida que surgía el tótem, dejaba de ser únicamente un poste con dibujos que se iba a plantar delante de una casa, y se convertía en una obra de arte refinada y vital, magnífica cuando estuvo acabada. Corazón de Cuervo y Kakina quedaron muy complacidos en el momento en que todo estaba ya listo para levantarlo en el lugar elegido, y se sintieron honrados cuando el

toyón, Kot-le-an y el chamán se acercaron para rendir homenaje y bendecir el tótem que ya se erguía en el aire, como señal de que en aquella casa vivía una familia

tlingit que se tomaba la vida en serio.

Corazón de Cuervo se había casado, su casa estaba casi terminada y había instalado un vistoso tótem; un día de junio de 1802, mientras trabajaba, Kot-le-an y dos de sus hombres corrieron al arroyo de los salmones con interesantes noticias:

—Los rusos están más débiles que nunca. Es el momento de acabar con ellos.

Se encomendó a Corazón de Cuervo que continuara espiando, y desde un matorral, al este del reducto de San Miguel, consiguió descubrir varios hechos de importancia: Baranov, su peligroso adversario, no estaba; su ayudante de confianza, Kyril Zhdanko, también estaba ausente; como eran muchos los

aleutas que habían regresado a Kodiak, la guarnición total del fuerte parecía reducida a unos cincuenta rusos, y apenas doscientos

aleutas, número que hacía posible derrotarlos. Además, aunque ahora había en la playa más edificios pequeños y desprotegidos, no se había reforzado la parte principal del fortín ni la plaza cercada.

—Seguiremos el mismo plan que habíamos decidido —dijo Corazón de Cuervo, cuando informó a Kot-le-an y a sus ayudantes—. Atacamos desde la bahía, con los barcos, y desde el bosque, por tierra. Tomamos los edificios pequeños en la primera acometida, nos atrincheramos y luego invadimos el reducto.

—¿Es fácil, lo primero? —preguntó Kot-le-an, y Corazón de Cuervo asintió.

—¿Y lo segundo? —preguntó de nuevo Kot-le-an.

—Muy difícil —contestó Corazón de Cuervo, con franqueza.

A fines de junio, una noche, cuando el sol acababa de ponerse (aunque ya eran las once), un grupo de embarcaciones

tlingits salió de la parte sur del estrecho; mientras la silenciosa flotilla avanzaba hacia el norte, coordinando sus movimientos con los de los guerreros que cruzaban el bosque, el fuerte se recortó en el fulgor plateado de la noche estival de Alaska, a la que nunca llega la oscuridad. Las dos fuerzas convergieron en silencio y, a las cuatro de la mañana, coincidiendo con el regreso del sol, cayeron sobre el campamento ruso, ocuparon inmediatamente los edificios que no tenían protección e invadieron el patio cercado; después, siguiendo las tácticas que dos años antes había ideado el espía Corazón de Cuervo, atacaron los Puntos vulnerables, se abrieron paso en el interior de la fortaleza, prendieron fuego a las construcciones rusas y degollaron a los defensores cuando intentaban huir de las llamas. Murieron tanto rusos como

aleutas; sólo se salvaron los afortunados que estaban ausentes, pescando o cazando pieles.

—¡Que sirva de advertencia a los rusos! —gritó Kot-le-an, el instigador de la matanza, que se plantó entre los cadáveres cuando ésta se había consumado—. ¡No pueden venir a robar las tierras de los

tlingits!

Después de quemar los barcos y los botes rusos, los victoriosos

tlingits regresaron triunfalmente hasta su colina, como conquistadores del estrecho de Sitka y defensores de los derechos de su raza.

Kot-le-an, aunque estaba sorprendido por la facilidad con que habían vencido a los rusos, no imaginó ni por un momento que un hombre decidido como Baranov dejara pasar semejante humillación sin hacer nada. No podía prever la reacción de los rusos ni el momento en que se produciría, pero estaba seguro de que iban a actuar, por lo que tomó precauciones desacostumbradas. Se acercó resueltamente al lugar donde Corazón de Cuervo y su mujer continuaban construyendo la nueva casa y anunció, sin rodeos:

—Éste es el mejor emplazamiento de la isla. Nuestro fuerte tiene que estar aquí.

Corazón de Cuervo quiso protestar por la invasión, porque se había esforzado mucho para construir la parte de la casa que estaba terminada y para tallar el tótem, pero Kakina le interrumpió e intervino con una seguridad que sorprendió a su marido:

—No podremos descansar hasta haber expulsado a los rusos de nuestra tierra, Kot-le-an. Quédate con nuestra casa.

Kakina se puso a trabajar con los

tlingits que llegaron para convertir su casa en un cuartel militar. Más adelante, ella misma sugirió cercar toda la zona con una empalizada alta, gruesa y erizada de lanzas y también colaboró en la construcción de la valla.

El fuerte terminado (una serie de edificios pequeños y sólidos, protegidos por una empalizada) quedaba cerca del arroyo de los salmones, por el este, y a poca distancia del estrecho, por el sur. Hacia el este, lo resguardaba un denso bosque, cuyos árboles más viejos, al morir, habían caído de manera que los troncos, entrecruzados, formaban una espesura impenetrable.

—No podemos defender la colina —explicó Kot-le-an a sus paisanos, cuando se terminó la construcción—, porque los barcos rusos podrían apostarse en el estrecho y bombardearnos con los cañones. Sin embargo, en el lugar donde está el nuevo fuerte, no podrán acercarse lo bastante para perjudicarnos.

—¿Cuándo nos trasladamos? —preguntaron algunas mujeres.

—Sólo en caso de que vengan los rusos… —respondió el

toyón—, si es necesario.

Corazón de Cuervo, al oír la declaración del

toyón, que se podía tomar por una fanfarronería, pensó: «Kot-le-an tiene razón. Un hombre como Baranov regresará. Tiene que hacerlo».

De este modo, los sueños de Corazón de Cuervo y Kakina se esfumaron entre los planes de guerra. Habían construido una casa, pero servía de cuartel militar; el tótem estaba en su sitio, pero se erguía delante de la versión

tlingit de un reducto ruso, y no delante de un hogar.

—¿Podemos defenderlo contra los rusos? —preguntó Kakina.

—Lo hemos construido muy sólido —respondió ambiguamente su marido—. Ya lo ves.

—Pero los rusos, ¿no podrían atacarlo y abrirse paso en el interior, como vosotros hicisteis con ellos?

—Ya se verá, uno de estos días —contestó Corazón de Cuervo.

Se inició entonces un tiempo de espera, pasiva y nerviosa. Por fin, en septiembre de 1804, en el estrecho de Sitka comenzaron a aparecer barcos rusos cargados de combatientes: primero, el Neva, que venía desde San Petersburgo; luego, el Jermak, el Catalina y el Alejandro. También se juntaron trescientos cincuenta kayaks de dos plazas en el golfo que separaba Sitka de Kodiak, en el extremo de un peligroso pasaje. A fines del mismo mes, controlaban el estrecho ciento cincuenta rusos y más de ochocientos

aleutas todos fuertemente armados y ansiosos de vengar la destrucción del reducto de San Miguel, ocurrida dos años antes. Los rusos daban por sentado que tendrían que tomar por asalto la colina que ocupaban anteriormente los

tlingits, por lo que Baranov, la noche del 28 de septiembre, llevó sus naves hasta el pie de la colina, con la intención de bombardearla por la mañana.

Sin embargo, al día siguiente, al amanecer, cuando los rusos comenzaron a subir la colina detrás del valiente Baranov, dispuesto a presentar batalla, descubrieron con sorpresa que el fuerte estaba vacío; todos los

tlingits habían huido a la gran fortaleza nueva, un kilómetro y medio más al este, donde el tótem custodiaba la entrada principal y cuyos muros medían cincuenta centímetros de espesor. Baranov, tras anunciar que se había cobrado un triunfo, indicó a las tropas que acudieran al fuerte abandonado y subió siete cañones, que se dispusieron de manera que controlaban todos los accesos.

—No sé dónde están los

tlingits, pero ya nunca volverán a ocupar esta colina —dijo Baranov a sus hombres; y, durante el resto de su vida, hizo cumplir esta decisión.

Los

tlingits, que estaban a salvo en la nueva fortaleza y seguros de poder defenderla contra cualquier amenaza de los rusos, se echaron a reír al enterarse de que Baranov había atacado un fuerte desierto; sin embargo, se mostraron más preocupados ante los informes de los espías:

—Han empezado a embarcar más soldados en los cuatro barcos de guerra anclados al pie de la colina.

La noticia no asustó a Kot-le-an, aunque sí le llevó a preguntarse cuánto daño podrían hacer los cañones de esas cuatro naves; por eso envió a Corazón de Cuervo para que parlamentara con Baranov, a fin de establecer unas condiciones que permitieran a ambos grupos compartir la hermosa bahía, con todas sus riquezas.

Acompañado por un joven guerrero y con una bandera blanca en lo alto de un palo largo, Corazón de Cuervo recorrió el camino que cruzaba el bosque, con la intención de exponer ante los rusos los términos propuestos por Kot-le-an; pero, al llegar al fuerte, se llevó la desagradable sorpresa de que le despidieran bruscamente, con palabras desdeñosas:

—Nuestro capitán no trata con subordinados. Si tu jefe quiere hablar con nosotros, que se presente él en persona.

Corazón de Cuervo, humillado y lleno de rabia, volvió hecho una furia y advirtió a Kot-le-an que no tenía sentido continuar con las negociaciones, pero el joven cacique, durante su ausencia, se había afirmado en la convicción de que era preferible un reparto pacífico que una guerra declarada. Por la mañana, Corazón de Cuervo, acompañado por un emisario especial, regresó a la colina, esta vez por mar y en una canoa ceremonial. Mientras el antiguo esclavo llevaba la canoa hasta un desembarcadero, el emisario comenzó a entonar un florido mensaje de paz:

—Poderosos rusos: nosotros, los poderosos

tlingits, deseamos vuestra amistad. Vosotros invadisteis nuestra tierra para construir vuestro reducto, nosotros hemos devuelto vuestro reducto a nuestra tierra. Estamos a la par, pie con pie, mano con mano, por eso, respetemos la paz.

Al decir esto, el emisario se dejó caer de la canoa y, con el agua hasta la nariz, dirigió una mirada suplicante a los centinelas rusos, que silbaron para llamar a los oficiales. Dos hombres jóvenes descendieron los peldaños que remontaban la colina y, al ver al emisario flotante, se echaron a reír. Después reconocieron a Corazón de Cuervo y le espetaron otra vez las mismas palabras despectivas:

—Si tu jefe tiene un mensaje que darnos, que venga en persona.

Iban a retirarse cuando Corazón de Cuervo desplegó ante ellos una de las pieles de nutria más grandes y sedosas que se habían encontrado nunca en aquella zona.

—¡Éste es nuestro regalo para el gran Baranov! —gritó, en inglés.

Como el presente era muy atractivo, los oficiales llevaron al

tlingit hasta el fuerte por los escalones de piedra; allí, Baranov aceptó graciosamente las pieles y, a cambio, le entregó un traje de paño, completo.

—Queremos la paz, gran Baranov —dijo, en

tlingit, el antiguo esclavo, convertido en un hombre muy digno.

Entonces, el ruso expuso sus condiciones:

—Dos rehenes se quedarán conmigo. Tenéis que acatar nuestra autoridad sobre la colina y el territorio circundante que yo designe para nuestro cuartel. Y tenéis que quedaros en la zona, en paz, y comerciar con nosotros.

—¿Queréis toda esta tierra? —preguntó Corazón de Cuervo, después de haber pedido dos veces al ruso que repitiera las exigencias.

Baranov asintió.

—¿Y pretendéis que obedezcamos vuestras órdenes?

El ruso volvió a asentir, ante lo cual Corazón de Cuervo se irguió en toda su estatura y replicó:

—Hablo en nombre de nuestro jefe, Kot-le-an, y de nuestro

toyón. Jamás aceptaremos semejantes condiciones.

Baranov ni siquiera parpadeó. Se limitó a mirar inquisitivamente al capitán del Neva, Lisiansky, quien asintió. Entonces dijo, con aparente indiferencia:

—Di a Kot-le-an que comenzaremos el ataque mañana al amanecer.

Corazón de Cuervo regresó a la canoa, donde le esperaba el emisario, y los dos

tlingits vieron que los soldados rusos y cientos de combatientes

aleutas habían empezado a correr hacia los cuatro barcos y hacia los kayaks.

El 1 de octubre de 1804, las cuatro naves de guerra estaban listas Para recorrer el breve trecho hasta el fuerte

tlingit y comenzar el bombardeo. Pero una calma exasperante se apoderó del estrecho; el gran barco Neva, del que dependían en gran parte los rusos, no podía moverse. Sin embargo, estaba al mando del capitán Urey Lisiansky, luchador resuelto e ingenioso, quien consiguió superar la situación al alinear más de cien kayaks que, por medio de sogas atadas a las popas, jalaron lentamente del pesado navío hasta ponerlo en su sitio.

—Están decididos a luchar —susurró Kot-le-an a Corazón de Cuervo, al contemplar el hercúleo esfuerzo; y ordenó prepararse duramente.

La eficiencia del capitán Lisiansky quedó algo deslucida, porque Baranov, un hombre obeso de cincuenta y siete años, se creía un genio militar capaz de llevar a la batalla a un ejército compuesto por la mitad de los efectivos. Él, a quien sus hombres habían dado el mote de «el Comodoro», estaba convencido de que su experiencia en las batallas siberianas y en las pequeñas escaramuzas de las islas le convertía en un estratega; daba órdenes a gritos, como si fuera un veterano curtido en el combate. Sin embargo, aunque algunos le tomaban por un payaso, su valentía y su deseo de venganza contra los

tlingits por haber destruido el reducto infundían ánimos en sus hombres, que estaban dispuestos a seguirle adonde fuera necesario.

Pero antes de arrastrar a sus hombres a la batalla definitiva, Baranov, que recordaba las historias de guerra que había leído, se consideró obligado por el honor a ofrecer a su enemigo una última oportunidad de rendirse, por lo que envió a tres rusos bajo una bandera blanca. Al acercarse al fuerte

tlingit, el que iba al mando gritó:

—Ya conocéis nuestras condiciones. Dadnos tierras y rehenes. Y permaneced aquí, pacíficamente, para comerciar.

En el interior del fuerte sonó una risotada; después, una descarga que hizo crujir los árboles por encima de las cabezas de los negociadores. Los hombres temieron que el siguiente disparo les apuntara y huyeron al Neva, donde contaron a Baranov cómo les habían recibido. El ruso no se enojó, aunque dijo a las personas que le rodeaban:

—Ahora vamos a tomar el fuerte.

Entonces, tal como se había decidido, el capitán Lisiansky envió cuatro botes fuertemente armados para que destruyeran todas las canoas

tlingits varadas en la playa. La batalla había comenzado.

Baranov, vestido con una armadura de madera y cuero y enarbolando una espada, avanzó por el agua hasta la playa, a la vanguardia de sus hombres, decidido a tomar por asalto las murallas y exigir la rendición. Con el apoyo de tres pequeños cañones portátiles, se detuvo a escuchar los ruidos del interior de la fortaleza, pero no pudo oír nada.

—La han abandonado, tal como hicieron con la colina —gritó, y con el temerario heroísmo de un campesino, condujo a sus hombres directamente hacia las murallas.

Pero en cuanto estuvieron al alcance de los mosquetes, los muros estallaron con el fuego disparado por cientos de buenos rifles bostonianos; el efecto sobre los invasores fue desastroso, porque la inesperada descarga alcanzó a muchos de ellos en plena cara.

Los rusos se batieron desordenadamente en retirada; entonces, los

tlingits irrumpieron desde el portón central, custodiado por el tótem, y cayeron sobre la desalineada formación, matando e hiriendo a los hombres sin necesidad de esquivar ningún contraataque. Si el capitán Lisiansky no hubiera corrido en auxilio de Baranov, se habría producido una matanza general. El primer asalto, que sin duda habían ganado los

tlingits, resultó una funesta derrota para el comodoro Baranov.

Una vez a bordo del Neva, Baranov mostró a sus oficiales una grave herida en el brazo izquierdo; le acostaron y le dejaron bajo el cuidado de un médico, y entonces Lisiansky hizo un resumen de la derrota:

—Ha habido tres muertos entre mis hombres y catorce rusos heridos, además de muchísimos

aleutas, que huyeron como conejos al primer disparo. Pero algo hemos ganado: Baranov está herido de bastante gravedad, por lo que no podrá continuar. Ahora vamos a organizar el asedio y a hacer pedazos ese fuerte.

Pero antes de que se iniciara el cañoneo, contemplaron un atroz augurio de que la batalla sería a muerte, como el anterior ataque al reducto de San Miguel: aparecieron en la playa, casi al alcance del fuego enemigo, seis guerreros

tlingits que llevaban unas lanzas en alto, en las que habían ensartado el cadáver de uno de los rusos. A un silbido del jefe, los

tlingits impulsaron con brusquedad las seis lanzas hacia arriba y las Clavaron profundamente en el cuerpo, hasta que las puntas metálicas asomaron por el otro lado, rojas de sangre. A una segunda señal, arrojaron las armas hacia adelante, dejando que el cuerpo cayera al agua de la bahía.

Minutos después se inició el cañoneo, y cuando se supo en cubierta que un cuarto ruso había muerto a causa de las heridas, el fuego se intensificó. El bombardeo continuó durante dos días, y el regimiento a cargo de Lisiansky efectuó una salida durante la cual mataron a todos los

tlingits que encontraron en las inmediaciones del fuerte; pero entonces se dieron cuenta de que la gran empalizada construida por Kot-le-an y Corazón de Cuervo era muy gruesa y resistiría incluso las balas de cañón mayores.

—Si tratamos de derribar la cerca, no lo conseguiremos —dijo Lisiansky a sus hombres.

Baranov, en cuanto le informaron, consultó la situación con su capitán e hizo que elevaran los cañones; entonces comenzaron a llover balas en el interior del fuerte, balas de tal tamaño y disparadas con tal frecuencia que hacían inevitable la destrucción del reducto.

—No podrán aguantarlo mucho tiempo —aseguró Lisiansky a Baranov, mientras veía caer las balas sin apenas un fallo; y el gordo comerciante sonrió con gravedad.

Los Primeros días del sitio hubo gran júbilo dentro del fuerte, porque los defensores

tlingits se cobraron tres victorias importantes: su empalizada resultó Impermeable al fuego ruso; rebatieron el primer ataque por tierra, con grandes pérdidas para el enemigo, y, sin sufrir represalias, consiguieron burlarse de los rusos en la playa, cuando arrojaron el cadáver empalado al mar.

—¡Podemos con ellos! —gritaba Kot-le-an, en los primeros momentos de victoria.

Sin embargo, cuando el cañoneo empezó seriamente y los rusos dispararon por encima de las murallas, cambió radicalmente el curso de la guerra. En el interior de la estacada había unas quince construcciones independientes, agrupadas alrededor de la casa que habían comenzado a edificar Corazón de Cuervo y Kakina; las balas rusas, con una suerte endemoniada empezaron a caer sobre los edificios de madera, destrozándolos y matando, o hiriendo gravemente a los ocupantes. Los niños chillaban en medio de la destrucción; en unos espantosos momentos, cayeron tres proyectiles seguidos sobre la casa de Corazón de Cuervo, saltaron chispas y comenzó un incendio que rápidamente arrasó toda la vivienda. Corazón de Cuervo, al contemplar las violentas llamaradas, tuvo la premonición de que estaba viendo la muerte de todo cuanto veneraban los

tlingits, porque aquella casa había sido un símbolo de su liberación y de su ingreso en la tribu más poderosa de aquella raza.

Sin embargo, como no podía permitir que Kakina ni Kot-le-an se dieran cuenta de sus aprensiones, caminó entre los defensores del fuerte para infundirles palabras de aliento:

—Ya pararán. Se irán cuando comprendan que no pueden conquistarnos.

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