Alaska

Alaska


VI. MUNDOS DESAPARECIDOS

Página 39 de 123

aleutas y son todos unos salvajes; entre ellos, la mujer del sacerdote.

—Yo veo en estos mismos

aleutas el futuro de la América rusa —respondió Baranov, con un gesto desafiante de su regordeta barbilla, plenamente consciente de los peligrosos derroteros que tomaba la conversación—, y el más prometedor de todos es la esposa del sacerdote.

—Tomad nota de lo que os digo: ya la veréis caer de nuevo en el arroyo —espetó la princesa, sorprendida por la severa contestación—. Si ésa se finge cristiana es sólo para engañar a hombres como vos, tan fáciles de burlar.

Más tarde, al encontrarse con su esposo, la princesa protestó:

—Baranov ha estado muy antipático cuando le he reprendido por defender a esa pobre

aleuta que se ha liado con el cura. Tienes que informar a San Petersburgo que el tal Voronov se está poniendo en ridículo por causa de esa pequeña salvaje.

Vladimir Ermelov, con la sabiduría que los hombres casados adquieren tras penosos esfuerzos, había aprendido a no oponerse nunca a la fuerte voluntad de su mujer, sobre todo al tener en cuenta que estaba estrechamente relacionada con la familia del zar. Sin embargo, esta vez ignoró tranquilamente sus diatribas contra Sofía Voronova, y en los informes que enviaba a la patria no tenía sino palabras elogiosas para la conducta de su esposo; esta valoración inicial abrió el camino de los extraordinarios sucesos que acontecieron más adelante en la vida del padre Vasili.

Cuanto peor se presenta Baranov (y sólo he informado sobre sus defectos y desatinos flagrantes), con mayor claridad se revela el sacerdote Vasili Voronov como un clérigo excepcional. En el enfoque y en la consecución de su tarea ha alcanzado una perfección que le convierte prácticamente en un santo; lo recomiendo a la atención de Vuestra Excelencia, por su honestidad como religioso, pero también porque representa con gran capacidad a Rusia. Sólo he podido encontrarle una desventaja, y es que está casado con una señora

aleuta de tez bastante oscura; sin embargo, si se le ascendiera a un cargo superior, supongo que se le podría librar de ella.

Por lo tanto, mientras la princesa despotricaba contra Baranov y Sofía Voronova, el teniente Ermelov expresaba su acuerdo en relación con el hombre, aunque se quedaba callado si la víctima era Sofía; insistió en esta actitud y continuó socavando el poder de Baranov en la colonia.

—Del mismo modo que unos campesinos no sirven como tripulación de un barco militar, un comerciante no puede gobernar una colonia —decía Ermelov a su esposa y a quien quisiera escucharle—. En este mundo hacen falta caballeros.

Cuando el Moscovia iniciaba los preparativos para zarpar de Nueva Arkangel y regresar a Rusia, llegaron ciertos documentos que apoyaban la actitud de Ermelov; algunos de estos papeles incluían severas reprimendas dirigidas a Baranov, por la presunta negligencia con que administraba el capital de la Compañía y por demorarse en imponer el orden en sus vastos dominios, que se extendían desde la isla de Attu, en el oeste, hasta Canadá, en el este; otros documentos informaban al teniente Vladimir Ermelov de que el zar había autorizado su ascenso a comandante.

Baranov, que se sintió humillado por la severidad de las críticas, pidió consejo al padre Vasili y le habló de su situación:

—Esperaba al menos que el próximo barco trajera dinero para poder continuar con el trabajo pendiente y también, quizá, la notificación de que se me premiaba con algún título; nada importante, ya me entendéis, cualquier cosa de poca categoría, pero que me permitiera usar algún galón que me identificara como miembro de la baja nobleza… —Entonces perdió el control, se sintió como un sesentón fracasado y durante unos instantes trató de contener las lágrimas.

—Bueno, bueno, Aleksandr Andreevich —susurró el sacerdote—, Dios ve el valor de vuestro trabajo. Ve la caridad que os inspiran los niños, el cariño con que acercáis a los

aleutas al seno de Su Iglesia.

Baranov suspiró, se enjugó las lágrimas y preguntó:

—En ese caso, ¿por qué el gobierno no lo ve?

Voronov le dio una respuesta que se había repetido a lo largo de los siglos:

—Los cargos no se reparten equitativamente.

Baranov rumió pensativo esta verdad, y después se echó a reír, suspiró y dijo:

—Es cierto, Vasili. Vos sois diez veces mejor cristiano que el obispo de Irkutsk, pero ¿quién os lo reconoce? —Entonces dejó de compadecerse, tomó al sacerdote de las manos y le dijo, con gran solemnidad—: ya soy viejo y estoy muy cansado, Vasili. Esta obra interminable le carcome a uno el alma. Hace veinte años supliqué a San Petersburgo que enviara un sustituto pero no llega ninguno. Ese barco de allá abajo trae críticas contra Mi trabajo, pero no me trae nada de dinero para mejorarlo ni ningún hombre más joven para ocupar mi puesto.

Esta vez, como hablaba de un desencanto real y no de una herida superficial a su vanidad, ya no pudo dominarse más y asomaron a sus ojos amargas lágrimas. Ahora, al final de una vida larga y tortuosa, no era más que un fracasado y, para colmo, un inútil; se sentó delante del sacerdote, se estremeció y agachó la cabeza.

—Rezad por mí, Vasili. Estoy perdido en el fin del mundo. No sé qué hacer.

Pero le esperaba una humillación peor. Cuando Ermelov tuvo noticia de su ascenso, su esposa organizó una celebración de gala en la que iban a participar las tripulaciones de los barcos de la bahía y los habitantes de las casas de lo alto de la colina, e incluso los obreros

aleutas que vivían dentro de las murallas y los

tlingits de fuera de ellas; la princesa dispuso las cosas de modo que las fiestas de los barcos se pagaran con fondos de la Marina, mientras que las de tierra se cargaban en el menguado presupuesto de Baranov.

El administrador general, al enterarse de esa duplicidad, se indignó:

—No tengo presupuesto. No tengo dinero.

Sin embargo, cuando comenzaron los festejos, al presenciar la alegría de los marineros y de los indios, Baranov se descubrió contagiado por la celebración; en lo mejor de la fiesta, el comandante Ermelov, tieso y serio como un arpón de madera de fresno, se adelantó para recibir el juramento de fidelidad del padre Vasili, y Baranov les vitoreó con sincera generosidad, aunque tanto él como el sacerdote sabían que él era muchísimo más eficiente, como administrador comercial y político, que Ermelov como geopolítico de la Marina.

Baranov se encontró en una extraña situación que hubiera podido paralizar a un hombre de menor valía: se le acusaba de robar los fondos de la Compañía, cuando ésta se negaba a enviarle dinero alguno. Además, se le acusaba de quedarse con el dinero de la Compañía para su uso personal, precisamente cuando él estaba invirtiendo su propio dinero en obras que deberían ir a cargo de la Compañía, por ejemplo, en el cuidado de las viudas y los huérfanos. Era absurdo, pero no quiso que la situación le desorientara, por lo que recurrió a un dicho tranquilizador y a un viaje al sur que le aportó aún mayor consuelo. El dicho lo explicaba y lo perdonaba todo: «¡Así es Rusia!»; en cuanto a la excursión, le aliviaba de heridas mortales.

Veintisiete kilómetros al sur de Nueva Arkangel, perdido entre una infinidad de islas y rodeado de montañas que se elevaban desde el mar, había un milagro de la naturaleza: un manantial que apestaba a azufre y arrojaba Un torrente copioso y humeante, al cual se podía añadir un poco de agua helada, traída de un arroyo cercano, para que fuera posible sumergirse en él. Los

tlingits se habían ocupado del manantial durante más de mil años y habían vaciado troncos de pícea para usarlos como tuberías con las que traían agua desde la fuente y desde el arroyo cercano; después la mezclaban en un hoyo excavado en la tierra y revestido de piedras. Los

tlingits habían provisto un conducto de agua fría de un ingenioso pivote, de modo que se podía apartar cuando el agua caliente estaba suficientemente templada.

Era un sitio agradable, oculto entre los árboles y protegido Por las montañas, y su situación permitía contemplar el océano Pacífico mientras se disfrutaba tomando un baño en la tina. En su lejano exilio, uno de los lamentos habituales de Kot-le-an y Corazón de Cuervo era: «Ojalá Pudiéramos volver a los baños termales»; y una de las primeras cosas que hicieron los rusos al conquistar la colina fue navegar hacia el sur, para construir un buen baño cubierto en el manantial sulfúrico, con dos tuberías de verdad para acarrear los dos tipos de agua. Con el tiempo, se creó un auténtico balneario, como los de la tierra natal, y Baranov, en cuanto consiguió pacificar la zona, comenzó a visitar los baños. ¿Que Ermelov había armado un escándalo? Baranov corría hacia los baños termales. ¿Que el sustituto llevaba Siete años de retraso? Él se sometía al tratamiento sulfúrico y, mientras se remojaba en la bañera, manejando los dos grifos con los dedos del pie hasta que el agua caliente le dejaba rosado como una flor, se olvidaba de la rabia que los demás descargaban sobre él y, descansando, proyectaba las grandes obras que aún quedaban por hacer.

Por eso, el día feliz en que el Moscovia zarpó finalmente de Nueva Arkangel llevando al comandante Ermelov de vuelta a Rusia, Baranov bajó a la playa y agitó el brazo en señal de despedida, con el obediente entusiasmo de un subordinado; pero en cuanto el barco se perdió de vista llamó a un asistente:

—Vámonos a los baños. Quiero purificarme de este hombre detestable.

Inmerso en el agua medicinal, tomó importantes resoluciones que convirtieron en muy provechosa su permanencia en el este, además de interesante para los historiadores del futuro.

Cuando regresaba a Nueva Arkangel, tras su excursión a los baños, su oronda y brillante cabeza bullía con ideas nuevas, y le alegró ver que había anclado otro barco extranjero durante su ausencia. Sonrió al acercarse más y leer el rótulo de proa: «Evening Star Boston». Sin duda, el capitán Corey cargaba en sus bodegas cosas muy necesarias, como víveres y clavos, y otras cosas que no lo eran tanto, como ron y armas.

A Baranov le tranquilizó comprobar que al inflexible y antipático Moscovia lo sustituía un barco estadounidense mucho más tolerante, por lo que saludó cordialmente al capitán Corey y a su primer oficial Kane y les invitó a su casa de la colina; ellos le informaron sobre las últimas victorias de Napoleón en Europa. En la cena, comentó a los estadounidenses y al padre Vasili, con la generosidad que caracterizaba sus negocios y que explicaba los errores de su contabilidad, si es que los había:

—¡Ahora lo comprendo! Rusia tiene tanto miedo de Napoleón que el zar no ha tenido tiempo de ocuparse de nosotros, tan apartados. Ni de enviarnos el dinero prometido.

Pero a medida que avanzaba la velada, comenzaron a aflorar los problemas entre Estados Unidos y Rusia; Baranov habló con mucha franqueza:

—Capitán Corey: es un honor para esta ciudad veros de nuevo por aquí, pero confiamos en que no venderéis ron y armas a los

tlingits.

Corey respondió encogiéndose de hombros como si dijera: «Los Estadounidenses hacemos negocio con lo que podemos, gobernador», Y Baranov, que interpretó correctamente el gesto, le advirtió amablemente:

—Tengo órdenes de impedir la venta de ron y armas, capitán. Es un comercio que destruye a los nativos y les incapacita para hacer nada digno.

—Pero nuestro país —respondió Corey, con gran firmeza— insiste en su derecho a comerciar en alta mar, en cualquier lugar y con la mercancía que queramos.

—Esto no es alta mar, capitán. Es territorio ruso, como pueden serlo Ojotsk o Petropávlovsk.

—Yo no lo creo así —replicó el bostoniano, sin levantar la voz—. Aquí donde estamos, sí. Sitka es rusa —como casi todos los extranjeros, se refería a la ciudad sólo con el nombre de Sitka, sin llamarla nunca Nueva Arkangel, lo que aumentó la indignación de Baranov—. Pero el agua que la rodea es mar abierto, y así lo consideraremos.

—Y mis órdenes son impedíroslo —respondió Baranov, en el mismo tono.

Miles Corey era un hombrecito tozudo que se había pasado la vida luchando en el mar y en los puertos, y las amenazas rusas le preocupaban tan poco como las que pudieran llegar de Tahití o de Fiyi.

—Respetamos, sin poner ninguna objeción, vuestra autoridad aquí, en Sitka, pero no tenéis ninguna sobre lo que juzgamos aguas internacionales.

—¿De modo que pensáis repartir ron y armas entre nuestros nativos? —preguntó Baranov.

—Así es —respondió Corey, amablemente pero con firmeza.

Los historiadores y los moralistas tienen un curioso objeto de debate en el hecho de que, en aquella época, Inglaterra y los Estados Unidos, los dos países anglosajones que se jactaban de respetar los dictados más insignes de la religión y de la civilización, se consideraran autorizados, por alguna justificación moral que nadie más podía comprender, a comerciar a voluntad con lo que consideraban «los países atrasados del mundo». En defensa de este inalienable derecho, Inglaterra consideró justo imponer el consumo de opio entre los chinos; por su parte, los Estados Unidos insistieron en su derecho a vender ron y armas a los nativos de cualquier parte, incluso (es preciso admitirlo) a los belicosos indios de su propio territorio, en el oeste.

Por eso, cuando Aleksandr Baranov, el obstinado comerciante, se propuso impedir semejante tráfico en su territorio, gente como el capitán Corey y el primer oficial Kane defendieron con firmeza que los hombres libres tenían el derecho de comerciar con los indígenas sometidos al imperio ruso, según su voluntad y sin miedo a represalias.

—Es sencillo, gobernador Baranov —explicó Corey—. Navegamos hacia el norte, bien lejos de Sitka, y allí cambiamos nuestras mercancías por pieles; eso no perjudica a nadie.

—Salvo a los nativos, que se pasan el día borrachos, y a nosotros los rusos, que tenemos que gastar grandes cantidades de dinero para protegernos de los rebeldes armados. —Y Baranov señaló la empalizada, que tan cara costaba de mantener.

Por esa vez, el problema no se resolvió. Se impuso la superioridad moral de los estadounidenses, y el Evening Star comenzó a hacer planes para navegar hacia el norte y vender sus mercancías a cambio de las reservas, cada vez más reducidas, de pieles de nutria. Sin embargo, la última noche pasada en tierra se produjo una conversación que tuvo consecuencias importantes para el desarrollo de aquella región del mundo. Mientras el capitán Corey hablaba con los Voronov sobre la historia de los

tlingits y los

aleutas, Baranov y Tom Kane, el antiguo arponero, sentados a un lado contemplaban el puerto, que se veía con un hermoso color gris plateado.

—Nueva Arkangel nunca llegará a ser la ciudad importante que proyecto, señor Kane —dijo el ruso—, mientras no tengamos nuestro propio astillero. Decidme: ¿es muy difícil construir un barco?

—Nunca he construido uno.

—Pero los usáis para navegar.

—Navegar y construir son dos cosas distintas.

—Pero un hombre como vos, que entiende tanto de barcos, ¿podría construir uno?

—Si tuviera los libros adecuados, supongo que sí.

—¿Sabéis leer alemán?

—No aprendí a leer inglés antes de los quince años.

—¿Pero aprendisteis solo?

—Así es.

—Yo también —le contó Baranov—. Quería instalar una fábrica de vidrio, conseguí un libro en alemán y aprendí solo a leer ese idioma.

—¿Funcionó bien la fábrica?

—Pasablemente. Mirad. —Sacó un texto alemán sobre la construcción de barcos, una versión del mismo que había usado Vitus Bering un siglo antes.

Kane tomó el volumen y se lo devolvió después de haber mirado unas cuantas ilustraciones.

—Una fábrica de vidrio puede funcionar pasablemente. Un barco, no.

Con estas palabras, rechazó la propuesta de Baranov, aunque no podía hacer lo mismo con su aguda concepción del futuro de Sitka; al interrogarle sobre esto, Kane destapó un volcán del que surgió la lava de las ideas.

—Quiero construir barcos aquí, muchos barcos. Y establecer una colonia en California, donde los españoles no están logrando nada. Creo que tendríamos que hacer negocios con China. Y con un capitán como vos, con un barco propio, podríamos comerciar fácilmente en Hawai, e incluso sería posible colonizarla. —Tomando a Kane por el brazo, le preguntó—: ¿Qué opináis de Hawai?

Allí, al borde del Pacífico, Kane cayó en la tentación de revelar su admiración y hasta su nostalgia por aquellas islas paradisíacas.

—Alguien tendría que tomar posesión de esas islas —dijo, entusiasmado—. Si Rusia no lo hace, lo harán Inglaterra o los Estados Unidos.

—Un hombre de vuestra edad, señor Kane… —insistió Baranov—. ¿Cuántos años tenéis? ¿Más de cincuenta? Ya deberíais ser capitán de vuestro propio barco.

—Nuestro primer capitán, un buen hombre llamado Pym, prometió ascenderme gradualmente hasta capitán. —Kane sonrió amargamente—. Pero le mataron en la isla de Lapak. Seguí trabajando a las órdenes del capitán Corey, pensando que él también me ascendería. Nunca lo hizo. Me dije que un día de éstos el viejo se iba a morir y yo tomaría su puesto. Pero ya lo veis: pasa de los sesenta y está más fuerte que nunca, y el otro día me aseguró que había decidido no morirse. Así que continúo trabajando —se interrumpió con una carcajada y reconoció—: Es buen capitán. No me quejo.

El Evening Star vendió algunas mercancías a los conciudadanos de Baranov, levó anclas y zarpó rumbo al norte, hacia la próxima isla; allí buscó a Kot-le-an y a Corazón de Cuervo y les ofreció gran cantidad de armas, además de barriles de ron para sus seguidores. Pero cuando llegó el momento de continuar hacia el norte, rumbo a Yakutat, donde otros

tlingits estaban a la espera de armas para atacar al pueblo de Kot-le-an (pues lo que más apreciaban los

tlingits era una buena batalla de vez en cuando, entre ellos mismos, si no había rusos a mano), el primer oficial Kane se entretuvo con Corazón de Cuervo y, cuando Corey envió un bote en su busca, declaró:

—Decidle que me quedo —y el antiguo arponero habló con tanta convicción que nadie se atrevió a llevarle la contraria.

—¿Qué hacemos con tus cosas? —preguntaron los marineros.

—No hay nada mío allá. Lo he traído todo conmigo —contestó Kane.

Dos días después, él y Corazón de Cuervo iban remando en una canoa rumbo a Sitka; allí, Kane informó a Baranov de que había vuelto al sur para poner en marcha un astillero, mientras Corazón de Cuervo aprovechaba la oportunidad para espiar las defensas rusas, pensando en la noche en que los

tlingits volverían a atacar.

El bostoniano Tom Kane, con la ayuda de un manual alemán para la construcción de barcos cuyo texto no sabía leer, pero del cual iba siguiendo las ilustraciones, terminó cuatro barcos: el Sitka, el Otkrietie, el Chirikov y el Lapak; de este modo, Baranov, su patrón, podría llevar a cabo los avances por el Pacífico que tenía planeados desde hacía tiempo. Reunió a un grupo de jóvenes capaces, les dio dos barcos y les encargó que ocuparan un emplazamiento muy bueno al norte de San Francisco; los españoles prestaron muy poca atención a esta invasión de su territorio, lo que permitió que los rusos consiguieran establecerse sólidamente en la zona.

Así se creó una extraña situación en aquella parte del mundo. Antes de que existieran siquiera ciudades como Chicago o Denver, cuando en San Francisco no vivían más que un centenar de personas y ninguna en la futura Los Ángeles, Sitka era ya una próspera población de casi un millar de habitantes, con su propia biblioteca, escuela, astillero, hospital, puerto, gobierno civil y flota. Por añadidura, dependía de ella un poderoso asentamiento en California y parecía que, bajo la sabia administración de Baranov, conseguiría dominar toda la costa oriental del Pacífico, hasta San Francisco y probablemente hasta más allá de esta ciudad.

Con tan buen comienzo, Baranov decidió adentrarse en el Pacífico central; cuando Kane acabó de construir los barcos, Baranov le puso al mando del Lapak y le dio órdenes de establecer buenas relaciones con el rey Karnehameha de Honolulú. Kane y el rey ya se conocían y cada uno tenía una opinión favorable del otro, por lo que el cortejo de Hawai progresó con gran rapidez, hasta el punto de que las demás naciones comenzaron a temer verse obligadas a tomar medidas para impedir el avance; pero la astuta dirección de Baranov fortaleció la amistad entre Hawai y Sitka, y durante algunos años pareció que las islas doradas acabarían cayendo bajo el dominio ruso.

Entonces, Baranov comenzó a recibir golpes. Cercano ya al agotamiento, suplicó tres favores a San Petersburgo: dinero para terminar la construcción de su querida capital de Nueva Arkangel; un sustituto que ejerciera como administrador general, y alguna pequeña señal en reconocimiento de su eficacia a cargo de una de las administraciones más provechosas de Rusia: una medalla, unos galones, un título por mísero que fuera, algo que le apartara de la categoría de despreciable comerciante y le permitiera creer, siquiera brevemente, que su energía y su imaginación le habían otorgado carta de pequeña nobleza.

El dinero nunca llegó. Pero el lejano gobierno reconoció al fin que Baranov se había hecho viejo y designó un sustituto que tomaría a su cargo las responsabilidades de la administración; era un hombre eficiente, llamado Iván Koch, con una buena hoja de servicios como gobernador de Ojotsk. Baranov se alegró ante la perspectiva de tener tiempo libre para trabajar en lo que realmente le interesaba y, como sabía que Koch era un buen hombre, le envió una amable carta de felicitación que éste no llegó a recibir, porque mientras estaba en Petropávlovsk, de camino hacia su nuevo cargo, murió repentinamente.

Una vez más, Baranov acosó a San Petersburgo solicitando un sucesor; en esta ocasión, se designó a un hombre mucho más joven, con buenas credenciales, que zarpó hacia Nueva Arkangel a bordo del Neva, un barco seguro y acostumbrado a recorrer el Pacífico oriental. Desde su mirador, Baranov observaba complacido cómo el Neva se adentraba en la bahía; pero entonces le horrorizó ver que, frente al volcán Edgecumbe, el barco quedaba inmerso en una tormenta y se hundía antes de poder llegar a tierra, arrastrando a la muerte a la mayor parte del pasaje, incluido el nuevo gobernador.

La desilusión fue muy grande y la llegada del célebre Moscovia empeoró las cosas; el barco estaba al mando de Vladimir Ermelov, enemigo declarado de Baranov, quien llegó de muy mal humor, pues esta vez su esposa, la princesa, no le acompañaba. En un documento confidencial se le ordenaba investigar los rumores que él mismo había puesto en circulación durante su estancia anterior.

Tendréis que investigar, con la mayor prudencia y secreto posibles, la conducta financiera de Baranov, el administrador general, de quien se nos ha informado que ha utilizado en beneficio propio fondos pertenecientes a la Compañía. Si en el curso de vuestra investigación descubrierais que es culpable de desfalco, este documento os autoriza a arrestarlo y encarcelarlo hasta que regrese a San Petersburgo, donde se le juzgará. En ausencia suya, vos desempeñaréis las funciones de administrador general.

Pero el gobierno de Rusia era extraordinariamente complicado, como demuestra el hecho de que junto a este documento viajaba una carta, esta vez dirigida a Baranov en lugar de a Ermelov, que complació mucho al comerciante. Era evidente que provenía de otro departamento del gobierno, pues decía:

Sepan todos que conferimos a Aleksandr Andreevich el rango de consejero colegiado del Cuerpo de Funcionarios del Estado, con una posición social equivalente en rango a la de coronel de Infantería, comandante de Marina o abad de la Iglesia, y con derecho a recibir el tratamiento de Su Excelencia.

Alejandro I

El deber y el privilegio de anunciar al mundo que Baranov, el administrador general, era ahora Su Excelencia Aleksandr Andreevich Baranov, consejero colegiado, correspondía por tradición al oficial de mayor rango entre los presentes, que, casualmente, en esos momentos era el comandante Vladimir Ermelov, oficial al mando del barco de guerra Moscovia de Su Majestad. El joven aristócrata, una preciosa mañana que él encontró sin embargo amarga, tuvo que acudir a la colina y presentarse frente a Baranov, quien, con su absurda peluca atada bajo la barbilla, se adelantó para recibir el gran honor que el zar le había concedido. Con la boca tensa, en un susurro casi inaudible, Ermelov leyó a regañadientes las palabras que elevaban a Baranov al rango de nobleza. Después de esto, le correspondía colgar del cuello de Baranov una cinta con la reluciente medalla que se le permitía usar en adelante; entonces ocurrió lo peor, porque la tradición requería que Ermelov besara al receptor de tal honor en ambas mejillas. Plantó el primer beso con evidente repugnancia y, cuando se disponía a conceder el segundo, gruñó en voz alta, de modo que todo el mundo pudo oírlo claramente:

—Por el amor de Dios, quitaos esta peluca.

Dos semanas después, cuando Ermelov manipulaba los confusos libros de las oficinas de la Compañía en Nueva Arkangel, se le encomendó una tarea todavía más desagradable; uno de sus jóvenes oficiales, vástago de una de las familias más aristocráticas de Rusia, se le presentó con una petición que le dejó atónito:

—Estimado comandante Ermelov: con vuestro permiso, señor, quiero casarme con una muchacha de esta isla, de intachable reputación; según lo acostumbrado, os ruego que me representéis cuando pida su mano al padre de la joven. ¿Me haréis el honor, señor?

Ermelov era consciente de que su responsabilidad consistía en proteger a las nobles familias de Rusia e impedir matrimonios apresurados que las perjudicaran, y por eso trató de ganar tiempo con el apasionado joven.

—¿Tenéis en cuenta el ilustre rango de que goza vuestra familia en Rusia? —preguntó, muy tieso y con la expresión más severa.

—Sí, señor.

Ir a la siguiente página

Report Page