Alaska

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VI. MUNDOS DESAPARECIDOS

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En cuarto lugar: (He dejado para el final el motivo más importante): aun cuando los Estados Unidos muestran indicios de disgregarse, sus ciudadanos también parecen muy decididos a apoderarse de todo el norte de América, desde el Polo Norte hasta Panamá, y si nosotros nos quedamos con las posesiones de esa zona que los estadounidenses han escogido para ellos, tarde o temprano entraremos en conflicto con esta floreciente potencia. Aunque los Estados Unidos aún no se han percatado de ello, sus súbditos más previsores han empezado a soñar con Alaska, y ese deseo se extenderá los próximos años.

Aconsejo encarecidamente que Rusia se deshaga lo más pronto posible de esas condenadas colonias.

Es posible que una copia del informe llegara clandestinamente a manos del presidente James Buchanan, que había sido secretario de Estado y había actuado como embajador en Rusia en 1831, época en la que adquirió un sincero afecto por ese país. De cualquier modo, al acercarse a su fin la guerra de Crimea, varias autoridades estadounidenses se enteraron de que Rusia estudiaba la posibilidad de vender Alaska a los Estados Unidos.

En aquella época la historia mundial vivió una interesante evolución, a la que se llegó prácticamente por casualidad. En los montañosos campos de batalla de Crimea luchaban los soldados de varias naciones europeas, aliadas contra Rusia, que les plantaba cara sin ayuda. Rusia perdía una y otra batalla, pues sus enemigos eran más numerosos y estaban mejor dirigidos, pero contaba con un fiel partidario y aliado en los centros de la opinión pública mundial: los Estados Unidos. En todos los momentos críticos, los estadounidenses tomaron abiertamente el partido de Rusia, aunque nunca explicaron sus motivos. Intentaron evitar que se formara una coalición todavía más poderosa contra el zar. Enviaron varias cartas en las que declaraban su apoyo moral y no hicieron nada que comprometiera a Rusia en relación con la posible venta de Alaska. De todas las naciones que intervinieron directa o indirectamente en la guerra de Crimea, las dos que formaron una alianza más estrecha fueron Rusia y los Estados Unidos.

Por lo tanto, no resultaba extraño que, después de la guerra, los rusos partidarios de ceder lo que juzgaban una carga excesiva consideraran favorablemente a los Estados Unidos y, en la época en que se estudió seriamente la posibilidad de una venta, en Rusia nadie criticó a los Estados Unidos como posible comprador; si la situación hubiera sido normal, es bastante probable que el presidente Buchanan hubiera efectuado la compra entre 1857, año en que comenzó su mandato, y 1861, año en que terminó el mismo y se inició la guerra de secesión.

Aquella guerra atroz, que afectó a un territorio muy grande y tuvo unos efectos devastadores porque se interrumpió el comercio y se perdieron muchas vidas, impidió llevar a cabo ninguna empresa en el extranjero, como era la adquisición de una región desconocida del mundo. La guerra se prolongaba; no había dinero disponible para nada más, y durante un turbulento período de dos años pareció que la Unión acabaría destrozada sin que quedara nadie con autoridad para negociar la compra con Rusia.

Pero entonces se dio otro momento de aquella extraña evolución a la que nos referíamos: cuando el destino de la Unión parecía más precario que nunca y varias naciones europeas se mostraban ansiosas por lanzarse sobre sus restos, Rusia envió su flota a aguas americanas, con la promesa implícita de colaborar en la defensa del Norte contra cualquier incursión de las potencias europeas, especialmente de Gran Bretaña y Francia. Una escuadra rusa entró en el puerto de Nueva York, y otra, en San Francisco; aguardaron allí, en silencio, sin hacer ninguna ostentación de su presencia, esperando ancladas, simplemente. Para el Norte, en 1863, estos buques significaron lo mismo que habían significado para los rusos en 1856 las cartas de apoyo de los estadounidenses; no se trataba de una colaboración militar efectiva, sino de algo que quizá tenía el mismo valor: la seguridad de no estar solo en los días funestos.

En la primavera de 1865, al terminar la guerra, las dos naciones que se habían apoyado mutuamente en esos momentos de crisis estaban dispuestas a efectuar la transacción discutida durante tantos años, y es significativo que cada una creyera estar haciendo un favor a la otra. Los Estados Unidos pensaban que Rusia buscaba comprador porque necesitaba vender; Rusia tenía la impresión de que en Washington todo el mundo ansiaba apoderarse de Alaska. ¡Qué equivocados estaban los dos aliados!

Durante la guerra de secesión estadounidense y la guerra de Crimea, Arkady Voronov, ya un hombre maduro, y Praskovia, su elegante esposa, continuaron viviendo y trabajando en Nueva Arkangel como si el futuro de esa región de Rusia estuviera grabado en mármol. Restauraron el castillo Y se instalaron en una de las alas nuevas; intensificaron el comercio con países del Pacífico central y occidental, como Hawai y China, e introdujeron mejoras en prácticamente todos los aspectos de la vida colonial.

Había sido idea de Praskovia enviar a estudiar a San Petersburgo a los jóvenes criollos con más posibilidades, y ya habían empezado a regresar algunos, convertidos en médicos, maestros o funcionarios. Inspirándose en las obras de su piadoso suegro, Praskovia solicitó a los monasterios de toda Rusia que cedieran los valiosos iconos, estatuas y brocados que ahora adornaban la catedral y la convertían en una de las más ricas, desde el punto de vista artístico, al este de Moscú.

San Petersburgo, como si pretendiera aumentar el atractivo de Alaska, envió como gobernador a un gallardo joven, el príncipe Dmitri Maksutov, CUYO título se remontaba a los tiempos en que invadieron Rusia los tártaros del Asia central, a quienes los rusos deben las facciones asiáticas que les diferencian de otros europeos. Era un hombre apuesto y de talento, que cuando pertenecía al ejército del zar se había casado con una atractiva mujer cuyo padre enseñaba matemáticas en la Academia de Marina. Esta elegante señora había muerto prematuramente después de darle tres hijos, de modo que el príncipe llegó a Alaska con su encantadora segunda esposa, una joven llamada María, que conocía bien la situación de Alaska porque era la hija del gobernador general de Irkutsk. Se reveló como una princesa perfecta para aquel puesto fronterizo, como una mujer amable que se interesaba por todo, y formó una corte en la que permitió participar a sus convecinos.

El primer día que pasaron en la nueva casa, el príncipe Dmitri explicó sus proyectos a María:

—Pasaremos aquí diez o quince años. Convertiremos este lugar en una auténtica capital. Después volveremos a San Petersburgo, para recibir otro título y un ascenso importante.

Cuando llevaban muy poco tiempo instalados, el matrimonio comprendió que, para alcanzar lo que ambicionaban, tenían que contar con un colaborador local de confianza; no tardaron mucho en localizar a la persona más capacitada para prestarles este apoyo.

—Ese tal Voronov —dijo el príncipe a su esposa—, es excepcional.

—¿No es criollo?

—Sí, pero a su padre lo escogió el zar Nicolás en persona para nombrarlo arzobispo metropolitano.

—¿Y la madre? ¿No era nativa?

—Una santa, según dicen. Tienes que averiguar cosas sobre ella.

Todas las personas a quienes interrogó la princesa dijeron que Sofía Voronova había sido una auténtica santa, y la joven se convirtió en la más ferviente partidaria de Arkady. Ella misma invitó a su casa a los Voronov y charló con Praskovia mientras los maridos iniciaban una importante conversación. Hablaron ante una mesa cubierta de mapas, y ya los primeros comentarios del príncipe demostraron que estaba decidido a dar a las líneas de los mapas una realidad que hasta entonces no tenían.

—Voronov, cada vez que oigo la expresión que usted ha empleado en los últimos informes, siento incluso malestar físico.

—¿Qué expresión, Excelencia? —preguntó Voronov, con desarmante naturalidad, porque su edad y su intachable reputación le permitían mantener el aplomo ante el nuevo comandante.

—«La isla imperial de Rusia en el oriente».

—Le pido disculpas, pero creo que no comprendo sus objeciones. ¡Una isla, una isla! Si en San Petersburgo nos toman por un grupo de islas, no nos darán importancia. Sin embargo, Alaska —señaló con un gesto de la mano hacia el continente desconocido— es un vasto territorio, quizá tan extenso como toda Siberia. —Dio una fuerte palmada sobre uno de los mapas y dijo—: Voronov, quiero que usted explore este territorio, para informar a San Petersburgo de lo que poseemos realmente.

—Excelencia, ya he estado donde señala —repuso Voronov, que apartó del mapa la mano del príncipe e indicó la inhóspita región en la que, en el futuro, se alzaría la capital de Juneau—. Es igual que Nueva Arkangel: una costa escarpada y, más allá, nada más que montañas, adentrándose en lo que debe de ser el Canadá.

—Aquí se levantó una ciudad bastante buena —Maksutov señaló con impaciencia el lugar donde se alzaba el castillo—. ¿Por qué no se puede hacer lo mismo allá?

—Detrás de nuestra ciudad, Excelencia, se extiende una bella zona de bosques. —Voronov mostró la diferencia con su delgado índice—. Pero aquel territorio no es más que una vasta extensión de hielo, una región eternamente congelada, de la que surgen continuamente glaciares que fluyen hasta el mar.

El príncipe Maksutov sintió Por un momento, en la comodidad de su castillo, la dureza de la región que le correspondía gobernar, pues, aunque en algunos libros ingleses y alemanes había contemplado grabados que mostraban la fuerza destructiva de los glaciares, nunca había sospechado que hubiera ninguno tan enorme a ciento cincuenta kilómetros del lugar donde estaba sentado. En cualquier caso, saberlo no le hizo cambiar de idea, ya que no era su dignidad de príncipe lo que le había permitido avanzar en la carrera política, sino su tozudez. Renunciando a su proyecto de erigir una ciudad nueva en el continente, apartó audazmente la mano para señalar hacia el norte, donde algún entusiasta cartógrafo ruso (basándose en datos parciales contenidos en los documentos que enviaban a San Petersburgo capitanes de barco, comerciantes de pieles y misioneros) había trazado lo que pensaba que podía ser el curso del gran y misterioso río Yukón. El príncipe y Voronov observaron la impresionante extensión de ciento cincuenta kilómetros de costa donde el Yukón se convertía en una maraña de bocas, algunas de las cuales no llegaban a alcanzar el mar. A cualquier viajero sin experiencia le sería imposible localizar la ruta correcta, tanto desde el río como desde el mar, y enviar a alguien, por muy inteligente o atrevido que fuera, a esa peligrosa espesura de ríos, estrechos y pantanos, significaba condenarlo a debatirse por la región cuando menos durante un año; pero Maksutov era un hombre obstinado.

—Voronov, quiero que remonte el Yukón. Esboce mapas. Hable con los habitantes, si los hay. Explíquenos qué tenemos por allí.

Arkady, que había heredado de sus antepasados ortodoxos el valor y un sentido de la responsabilidad ante los deberes de su cargo, respondió a su superior:

—Comprendo que necesita saber qué pasa por aquí —extendió la mano y señaló en el mapa una amplia región helada—, pero no sé si habría que adentrarse desde la desembocadura del Yukón. Mejor dicho, desde sus bocas.

—¿De qué otro modo, pues? —preguntó Maksutov.

—Su Excelencia —Voronov eludió la cuestión—, piense en lo que puede ocurrir si me introduzco en esa maraña de bocas… Además, ¿quién me asegura que podré localizar la ruta correcta? —Ante la mirada atenta del príncipe, Voronov siguió con el dedo la inmensa curva que describe el Yukón hacia el sur, en el último tramo de su curso hacia el mar—: Uno podría pasarse un año entero avanzando por un laberinto así.

—Es cierto —reconoció Maksutov; pero entonces se dio una palmada en el puño, que sonó como un disparo—: ¡Qué demonios!, Voronov, sé que algunos sacerdotes han remontado el Yukón hasta un asentamiento misionero llamado…

No pudo acordarse del nombre del lugar, aunque sí recordó haber oído que un sacerdote de los que estaban aquellos días en la catedral para presentar sus informes a los superiores, había realizado exactamente la misma travesía que él acababa de proponer a Voronov, por lo que envió a un mensajero

aleuta en busca del hombre.

—Estoy dispuesto a ir —aseguró Voronov al príncipe, mientras aguardaban—. Quiero ver el Yukón. Pero prefiero llegar como es debido.

—Eso es lo que le he propuesto —repuso Maksutov.

El sacerdote, un hombre desaliñado, increíblemente flaco, de barba descuidada, ojos legañosos y edad indefinida (igual podía tener cuarenta y siete que sesenta y siete años), se presentó ante los dos funcionarios y acto seguido comenzó a proferir insistentes disculpas, sin que los dos administradores pudieran adivinar por qué.

—¿Cómo se llama? —preguntó secamente el príncipe, intentando atajar tal verbosidad.

—Soy el padre Fyodor Afanasi —respondió el nervioso sacerdote.

—¿Es cierto que ha remontado el río Yukón?

—Durante nueve años.

—¿Qué edad tiene?

—Treinta y seis. —Esta sencilla declaración permitió a los que le interrogaban descubrir algo muy importante sobre ese vasto río: allí los jóvenes envejecían.

—Así que conoce bien la zona —inquirió el príncipe, en un tono de voz más amable.

—Remonté a pie cientos de kilómetros —respondió el sacerdote.

—¡No me diga! No puede haber caminado por el Yukón: es un río.

—Pero está congelado la mayor parte del año.

—¿La mayor parte del año? —preguntó el nuevo gobernador.

—Desde septiembre hasta julio, digamos —asintió el padre Fyodor.

—¿Hasta dónde remontó el río?

—A lo largo de setecientos cincuenta kilómetros. Hasta Nulato. Es lo más lejos que han llegado las tropas rusas. —Vaciló antes de añadir una mala noticia—: De hecho, es sólo el comienzo de nuestro territorio, ¿sabe? Nulato está sólo un corto trecho río arriba.

—¿Cómo se podría llegar a Nulato? —preguntó Voronov, tras un silbido de asombro.

Lo que ocurrió a continuación les sorprendió, tanto a él como al príncipe, pues el sacerdote, después de pedir permiso humildemente, revolvió los mapas hasta encontrar uno que abarcaba gran parte del Pacífico oriental.

—Lo mejor es navegar desde Nueva Arkangel hasta San Francisco…

Era algo tan absurdo que sus dos oyentes protestaron:

—Pero nosotros queremos ir al norte, al Yukón, por aquí. —Y Señalaron en el mapa que el estrecho de Sitka quedaba al sudeste del río.

—Por supuesto —repuso el padre Fyodor—, pero no hay barcos que sigan esa ruta. Es preciso ir a San Francisco, lo cual requiere unos veintiocho días, y cruzar el mar hasta Petropávlovsk.

—Es que no queremos ir a Siberia —vociferó el príncipe—, sino al Yukón.

Es el único modo de llegar al Yukón. La etapa dura aproximadamente un mes.

Voronov, que iba anotando en un papelito los tiempos indicados, observó que ya llevaba dos meses en el mar y aún le faltaban un océano y un continente para alcanzar su objetivo.

—Desde Petropávlovsk —continuó en tono monótono el sacerdote—, cruza usted el mar hasta Saint Michael, ese pequeño puerto tormentoso; serán unos diez días.

—Pero no está nada cerca del Yukón —protestó Voronov.

—Ya lo sé —dijo el sacerdote, haciendo una mueca—. Una vez pasé ahí dos meses inmovilizado.

—¿Por qué?

—Los barcos grandes no pueden entrar en el Yukón. Hay que esperar en Saint Michael que una canoa de piel le lleve a uno a través de la bahía, hasta el río. —Marcó en el mapa la peligrosa ruta y añadió—: Las canoas suelen naufragar durante la travesía.

—Y ahora, después de tres meses, ¿hemos llegado al río? —preguntó Voronov, con la boca seca.

—Ya estamos. Y con un poco de suerte y dos meses de remo y pértiga, se puede llegar a Nulato antes de que el Yukón se congele.

—¿En qué mes estamos? —preguntó Voronov.

—Todo tiene que planearse de acuerdo con el Yukón —explicó el sacerdote—. Está libre de hielo durante muy poco tiempo. Zarpando de Nueva Arkangel a finales de marzo, debería llegar a Saint Michael a finales de junio, justo en la época del deshielo. De ese modo estaría en Nulato bastante antes de que el río comience a congelarse.

—¿Eso significa que tengo que pasar todo el invierno en Nulato? ¿Hasta que el hielo desaparezca?

—Eso es.

Cuando Voronov calculó el tiempo que le tomaría ir y volver de Nueva Arkangel a Nulato, tanto él como el príncipe Maksutov se dieron cuenta de que, solamente para ir de una a otra base de Alaska, tendría que estar ausente por lo menos durante un año y medio. Los dos se horrorizaron.

—Cierta vez seguí una ruta muy diferente —el padre Fyodor ofreció un leve rayo de esperanza.

—¡Me gustaría oírlo! —exclamó Voronov, y el sacerdote volvió a sus mapas.

—La primera etapa es la misma: San Francisco, Petropávlovsk, Saint Michael. Pero entonces, en vez de ir en balsa hacia el sur, hasta el Yukón, se dirige uno hacia el norte, hasta un pueblecito llamado Unalakleet.

En el mapa, el lugar parecía un callejón sin salida: no conducía a ningún río ni a ningún camino importante, y estaba a más de cien kilómetros del Yukón, que a esa altura se desviaba hacia el norte; pero el padre Fyodor les tranquilizó, al asegurarles:

—Hay un sendero que cruza las montañas, a bastante altura en algunos tramos, y aproximadamente por esta zona va a parar al Yukón.

—¿Pero cómo voy a recorrer el sendero? —preguntó Voronov.

—A pie —respondió el sacerdote.

—¿Y cuando llegue al Yukón?

—Iría en grupo, por supuesto. Tiene que hacerlo así, para que no le maten los indios.

—¿Son como los

tlingits? —preguntó Voronov.

—Peores. —Con sus largos dedos, el sacerdote señaló algunas instalaciones rusas que los esquimales o los

atapascos habían incendiado, o en las que habían provocado una matanza—: En la mayoría, hicieron las dos cosas. Aquí, en Saint Michael, hubo muchos muertos. En Nulato, a donde quiere ir, tres incendios y tres asesinatos. En esta aldea cercana a la desembocadura del Yukón, dos incendios y seis asesinatos.

—¿Cuantos días hay desde Saint Michael hasta Nulato, siguiendo la ruta por tierra que propone? —preguntó Voronov, tras un carraspeo.

El sacerdote, que había cubierto el trayecto en ambas direcciones, trató de recordar su propia experiencia:

—Una vez —calculó—, salí de Saint Michael el primero de julio (es una buena época, si no se tienen en cuenta los mosquitos) y llegué a Nulato el cuatro de agosto. —Voronov protestó, pero el padre Fyodor continuó—: Ahora bien, si a usted no le importara tomar un trineo tirado por perros, no le haría falta quedarse nueve meses en Nulato. Podría alquilar un trineo de ésos que tanto les gusta usar a los indios, e ir a parar justo en medio del Yukón congelado, atravesarlo hacia Unalakleet y continuar hasta Saint Michael.

En ese momento, el príncipe Maksutov, cada vez más preocupado por las dificultades que presentaba la exploración de sus dominios, intervino expeditivamente:

—Supongamos, Arkady, que envío uno de nuestros barcos directamente a Petropávlovsk, sin pasar por San Francisco, y que una vez allí se requisa un barco más pequeño para la travesía hasta Unalakleet. Atraviesas las montañas en un trineo tirado por perros, haces una breve visita de inspección a Nulato y vuelves por el Yukón congelado, mientras el barco te espera junto a la desembocadura. ¿Cuánto tiempo sería necesario?

Voronov volvió a sumar, permitiéndose el mínimo retraso en cada una de las etapas, y declaró con cierta satisfacción:

—Suponiendo que no nos retrasáramos ni una sola vez, unos ciento cincuenta días. Teniendo en cuenta los contratiempos habituales, doscientos.

Sin embargo, el padre Fyodor echó por tierra tales planes:

—Por supuesto, cuando llegue al mar lo encontrará tan congelado como el río.

—¿Hasta cuándo? —preguntó Voronov.

—Durante el mismo período de tiempo —respondió el sacerdote—. El hielo no se deshace hasta julio… o cuando menos hasta mediados de junio.

Los dos administradores refunfuñaron. Pero el príncipe Maksutov más decidido que nunca a obtener informes sobre sus dominios, dijo a Voronov:

—Haremos lo que permita el hielo. Prepare el equipaje.

Tras una reverencia, Arkady se volvió para salir, pero se detuvo repentinamente y propuso algo bastante razonable:

—Usted conoce la zona, padre Fyodor. ¿Querría acompañarme para indicarme el camino?

—Me encantaría volver a ver a mi gente. Pasé nueve años con ellos, ¿saben? —respondió el sacerdote, entusiasmado; y sonrió al príncipe, como si el Yukón fuera una especie de isla de Capri, un soleado lugar de Veraneo.

De modo que se planeó el viaje, y el príncipe Maksutov, cumpliendo con sus promesas, envió a Petropávlovsk un barco bastante bueno con una carta para el comandante destinado allí, con el ruego de que se facilitara a Voronov una rápida travesía por el mar de Bering hasta Saint Michael. Sin embargo, cuando llegó el momento de la partida, Maksutov y Voronov se encontraron con un problema inesperado: Praskovia Voronova comunicó su intención de ir a Nulato con su marido. Se armó un gran revuelo, pues si bien a Arkady le agradaba la idea de viajar con su inteligente y decidida esposa, el príncipe Maksutov se oponía enérgicamente:

—¡El Yukón no es lugar para las damas!

Así quedaron las cosas, hasta que un consejo imprevisto permitió resolver la situación: el padre Fyodor, al enterarse de la discusión, declaró, alzando la voz más de lo acostumbrado:

—¿Una mujer en el Yukón? ¡Estupendo! La tropa estará encantada, y yo también.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Maksutov—. ¿Por qué?

—Es en nombre de Dios precisamente que hago esta propuesta —contestó el sacerdote—. Estaría bien que nuestras

atapascas vieran cómo viven las cristianas. Y qué aspecto tienen —añadió, sonrojándose.

De modo que se decidió que Praskovia participara en la expedición.

El trayecto (de Nueva Arkangel a Petropávlovsk, Saint Michael y Unalakleet) cubría dos continentes y varias culturas diferentes. Los viajeros se encontraron con enormes glaciares, una docena de volcanes, ballenas y morsas, frailecillos y golondrinas de mar, hasta que llegaron a una costa pelada Y árida, donde el padre Fyodor pasó tres días llenos de incertidumbre, intentando localizar un grupo de nativos para que transportaran su equipaje cuando ellos atravesaran las montañas que les conducirían al Yukón. Mientras recorrían ese territorio estéril aunque atractivo, jalonado por pequeñas montañas, los Voronov descubrieron la sobrecogedora inmensidad del interior de Alaska, así como la agresividad de sus mosquitos, que algunas veces se arrojaban sobre los viajeros como si fueran una bandada de gaviotas que cayera sobre un pescado.

—¿Qué se puede hacer con estos horribles bichos? —preguntó Praskovia, desesperada.

—Nada —respondió el sacerdote—. Dentro de seis semanas habrán desaparecido. Si estuviéramos en septiembre no nos molestarían en absoluto.

Cuando llevaban varios días recorriendo el sendero, uno de los indígenas, que hablaba ruso, dijo:

—Mañana quizá veremos el Yukón.

Los Voronov se levantaron temprano para echar un primer vistazo a ese amplio río, cuyo nombre fascinaba a los geógrafos y a los que investigaban la naturaleza de la tierra.

—Tiene un nombre mágico —comentó Arkady al sacerdote, mientras desayunaban algo de salmón ahumado.

—Tiene un nombre cruel —le corrigió el padre Fyodor—. Ese río no te deja nunca recorrerlo sin problemas.

A Voronov no podían desanimarle las explicaciones de otra persona, de modo que, después del desayuno, se adelantó con Praskovia, y, tras una dura ascensión, llegaron a un punto desde el cual se veía el amplio valle abierto a sus pies. Como se había despejado la niebla que de vez en cuando lo ocultaba, Arkady y Praskovia pudieron contemplar tranquilamente el enorme y caudaloso río, que era mucho más ancho de lo que se imaginaban, y de un color mucho más claro, debido a la impresionante cantidad de arena y sedimentos que acarreaba desde las lejanas montañas.

—¡Qué grande es! —exclamó Arkady, cuando el padre Fyodor llegó jadeando a la atalaya.

—Cuando se desborda —explicó tranquilamente el sacerdote al encontrarse de nuevo con su viejo amigo, con su castigo—, lo he visto llegar desde esa colina hasta aquí. Y al final de la primavera, cuando comienza a deshacerse el hielo, por el centro del río se ven bajar trozos tan grandes como una casa, y ¡pobre de lo que se interponga en su camino!

Cuando ya había pasado de largo el resto del grupo, los Voronov siguieron en la colina, imaginando cómo sería el río mil quinientos kilómetros más arriba, donde estaban los primeros asentamientos del Canadá, esa nación misteriosa que nunca vieron los rusos. El Yukón les cautivó, les impresionó su fuerza turbulenta, y quedaron fascinados por su incesante fluir: era el mensajero de las regiones heladas, el símbolo de Alaska.

—Vamos —invitó el padre Fyodor—. Ya se cansarán del Yukón antes de que lo dejemos.

Cuando el grupo descendió hasta la altura del río y comenzó a remontar la orilla derecha, pudieron comprobar la verdad de la opinión que el padre Fyodor había expresado con tanta franqueza, porque constantemente se les interponían pequeños riachuelos que bajaban desde el norte para incorporarse a la corriente principal: había que vadearlos y, como aparecía uno cada media hora, los Voronov pasaron casi todo el primer día con los pies mojados. Pero al atardecer llegaron a Kaltag, un pueblo pequeño pero importante, y, entre los ladridos de los perros, los niños comenzaron a gritar:

—¡El padre Fyodor! ¡Ha vuelto!

Durante los momentos de tensión que siguieron, los Voronov pensaron que la vida en el interior de Alaska era muy diferente, porque se Vieron rodeados por unos nativos distintos a los que conocían: eran los

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