Alaska

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VII. GIGANTES EN EL CAOS

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atapasca en medio de una comunidad esquimal

inupiat. Era una devota cristiana ortodoxa, por lo que continuó prestando su cabaña para que pudieran celebrarse en la intimidad los oficios religiosos, pero sólo logró aumentar las sospechas y el rencor de Agulaak. Los vecinos le advirtieron que el loco rondaba por la aldea profiriendo amenazas contra ella, pero la mujer no podía hacer nada para defenderse.

Sin embargo, su hijo, que era ya lo bastante mayor para comprender el peligro que representaba Agulaak, encontró el rifle ruso de su difunto padre. Un día de invierno (el sol no salía más que una hora, al mediodía, como un deslucido fuego fatuo) el niño vio que Agulaak se aproximaba a la cabaña de su madre; de un salto, Dmitri se plantó frente al hombre, le apuntó al pecho con el arma y gritó:

—¡Agulaak, si vuelves a acercarte a mi madre, dispararé!

El loco, convencido de que el espíritu del sacerdote se había reencarnado en el hijo, se asustó al ver al muchacho y huyó, alejándose del rifle.

Después de eso, le vieron deambular por las afueras de la aldea; a veces dormía al socaire de alguna choza. Cuando hablaba con los aldeanos, les avisaba que el fantasma del padre Fyodor había vuelto para vengarse, sin comprender que, en todo caso, sería el mismo Agulaak quien correría peligro. Nunca fue consciente de haber matado al sacerdote, aunque continuó temiendo al pequeño Dmitri, al que pocas veces se veía sin su rifle.

Al carecer de gobierno, los remotos pueblos de Alaska pasaban por una época sombría y agitada.

Igual que un obscuro cuervo que recorriera las aguas del norte en busca de un naufragio con el que alimentarse de carroña, el Erebus bordeaba la costa de Siberia, en busca de una aldea Chukotski[7] para despojar a sus habitantes de las pieles cazadas durante el invierno; pero los siberianos, que ya conocían la crueldad del capitán Schransky, se quedaron en sus casas y ocultaron sus tesoros en pieles hasta que el siniestro buque se hubo marchado, con el capitán en cubierta, la canosa cabeza desnuda, intentando sacar algún provecho.

Como esa etapa de la expedición le defraudó, el capitán Schransky tomó rumbo norte, hacia el cabo de la costa asiática que mas cerca queda de América; desde allí se desvió hacia el este, rumbo a la grande y populosa isla de San Lorenzo, pues en otras ocasiones había conseguido buenas pieles en las tres aldeas situadas más al norte. Se aproximó con cierto recelo a las poblaciones, ya que los últimos años sus habitantes habían adquirido conciencia del valor de las pieles y las cobraban muy caras al intercambiarlas por sierras y martillos para los hombres o por telas para las mujeres.

El capitán Schransky pretendía acabar con este intercambio complicado, por lo que había decidido, bastante antes de divisar San Lorenzo, que esa vez sus tácticas le saldrían menos caras; al anclar frente a Kookoolik, el pueblo más importante de la costa norte, no desembarcó las mercancías habituales (telas y artículos de ferretería) sino un barril de ron, y explicó a los habitantes de San Lorenzo el trato que pensaba establecer a partir de entonces.

Repartió generosamente el ron para ganarse a los nativos; cada noche se bailaba y cantaba, y los hombres y las mujeres terminaban yaciendo inertes hasta el amanecer. Hubo fugaces aventuras entre los marineros y las jovencitas de la aldea, mientras los pretendientes de las muchachas yacían borrachos por los rincones. Sin embargo, la principal consecuencia de la perversión de los isleños fue que éstos, como cada vez estaban más sedientos de licor, sacaron de su escondite las reservas de piel de foca y colmillos de marfil y las intercambiaron por ron, a un precio escandalosamente bajo.

Al cabo de tres semanas, tras despojar a Kookoolik de casi todas sus riquezas, Schransky bajó a tierra dos barriles de la oscura melaza de las Indias Occidentales; pero los isleños, tras probar el líquido agridulce, aseguraron que no les gustaba y que preferían el ron. Schransky les inició entonces en un nuevo placer, que provocó la destrucción de la aldea: enseñó a dos viejos a convertir la melaza en ron, y el destino de los isleños quedó claro en cuanto la destilación ofreció el primer embriagador resultado.

Los indígenas, en la época en que deberían haberse hecho a la mar a cazar focas y recolectar pieles y carne, organizaban fiestas en la playa; los meses más crudos, en vez de ir en pos de morsas para conseguir marfil y también para tener más carne seca que les ayudara a subsistir el invierno siguiente, continuaban alegres y borrachos, sin importarles que pasaran los días. En Kookoolik no se había vivido nunca con tan despreocupada felicidad como el largo verano en que los nativos descubrieron cómo beber ron Y destilar más con los apreciadísimos toneles de melaza. Claro que, cuando zarpó el Erebus, se llevó todo lo que de valor había en la aldea.

—¿Cuándo saldréis los hombres a cazar la comida que necesitaremos durante el invierno? —preguntó, en vano, una vieja a quien no gustaba el sabor del ron; pero nadie hizo caso del problema que planteaba ni de cómo solucionarlo.

En el pueblo de Sevak, situado en la costa oriental de la isla, adonde se dirigió el Erebus, los marineros se encontraron con una comunidad a la que le gustaba mucho bailar; por eso, cuando en la aldea se conoció el ron y el misterioso secreto de su manufactura, se oyeron las antiguas canciones esquimales, en tanto sus habitantes ejecutaban una rarísima danza: los hombres y las mujeres permanecían con los pies firmemente asentados en el suelo, como si hubieran quedado atrapados en lava petrificada, mientras rodillas, cintura, torso, brazos y cabeza se movían rítmicamente y adoptaban unas contorsiones inimaginables. Para el resto del mundo, «bailar» significaba «saltar o brincar artísticamente», pero para estos esquimales representaba prácticamente lo contrario: «Mantén quietos los pies, mientras mueves con gracia el resto del cuerpo».

Al principio, a los marineros les parecieron monótonos los bailes de Sevak, pero después de contemplarlos varias noches seguidas, los más atrevidos se unieron a la danza y, siguiendo el ritmo de las canciones, con los pies muy quietos, se retorcieron de una forma completamente nueva para ellos, mientras algunas ancianas bailaban alegremente a su lado. Aquel verano de gloria, los bailarines llegaban borrachos al amanecer, mientras las morsas y ballenas pasaban junto a la isla, sin que nadie las cazara.

Durante aquel verano en San Lorenzo, presidía todas las fiestas la silueta alta y severa del capitán Schransky, que permanecía apartado mientras contemplaba la juerga, morbosamente complacido al observar la progresiva degradación de los isleños: «Esa chica se va a acostar ahora con Adams; aquella vieja ya empieza a hacer eses; el hombre desdentado está a punto de desmayarse». Se mantenía al margen, como un dios escandinavo que contemplara las travesuras de los mortales y encontrara un sarcástico placer en ver cómo se encaminaban a la perdición.

En Chibukak, la tercera aldea, situada en el extremo más occidental de la isla, el capitán Schransky consiguió muchísimas pieles a cambio de muy poco ron, porque en las aguas vecinas no era difícil capturar focas y morsas y los habitantes del pueblo habían reunido una importante cantidad de pieles; en condiciones normales, las hubieran intercambiado con los barcos que llegaban de Siberia, pero como los rusos tenían prohibido, desde hacía un siglo, llevar alcohol a parte alguna de Alaska, no podían proporcionar a Chibukak la interesante mercancía que ofrecía el capitán Schransky.

La ruina fue allí más trágica que en los otros dos pueblos: el mar era tan rico que los buenos pescadores necesitaban trabajar solamente unas semanas entre julio y agosto para reunir una buena provisión de comida; aquel año, sin embargo, la temporada útil la pasaron cantando, divirtiéndose y entregados a la concupiscencia. Esta vez ninguna vieja sabia advirtió del peligro a los hombres, pues incluso las mujeres se pasaban el tiempo borrachas, de fiesta en fiesta; los habitantes de Chibukak se agruparon sonrientes en la Playa para decir adiós a sus buenos amigos, el día que el Erebus zarpó Por fin hacia el sur, cargado de pieles de foca y morsa.

Cuando el siniestro Erebus estaba a punto de marcharse de San Lorenzo, el capitán Schransky divisó el pueblecito de Powooiliak, en la costa sur, y Pensó que, al estar tan aislado, seguramente no había recibido la visita de los comerciantes siberianos. En ese caso, era probable que tuvieran grandes reservas de marfil; cuando se disponía a averiguarlo, un súbito cambio de tiempo le advirtió que no tardaría en formarse el hielo, por lo que renunció al marfil de Powooiliak y se dirigió hacia el sur.

A principios de otoño, en el límite sur del mar de Bering, se encontró un día rodeado por una gran cantidad de focas que habían abandonado las islas Pribilof y se dirigían hacia otro mar más cálido para invernar; el capitán, aun sabiendo que estaba prohibido cazar focas en esas circunstancias no pudo resistir la tentación de llenar hasta los topes la bodega del barco, con pieles que podría vender en Cantón, y ordenó a la tripulación que atacara a las focas, las cuales eran especialmente vulnerables en alta mar. Aunque no se trataba exactamente de caza pelágica, porque se llevaba a cabo en otoño y las hembras no estaban preñadas, estaba igualmente prohibida por todos los países fronterizos con la ruta que seguían las focas; no obstante, como era difícil que algún barco patrullara por la zona en esa época, el capitán continuó con la cruel cacería.

Sin embargo, por pura casualidad, el guardacostas Rush, un barco malo y lento, volvía dificultosamente a puerto, tras sufrir un contratiempo que lo había obligado a detenerse en las islas Pribilof; el capitán del Rush, en cuanto vio que el Erebus estaba matando focas, lanzó un disparo de aviso para indicar su presencia al infractor, aunque tenía claro que, aparte de amonestarlo, poco podía hacer con el barco que cazaba ilegalmente. A medida que el Rush se acercaba lentamente a la zona donde se estaban cazando focas, el Erebus se alejaba descaradamente a la misma velocidad; esta comedia se prolongó casi toda la mañana.

Por fin, con las velas desplegadas, el Erebus adquirió velocidad, comenzó a maniobrar escandalosamente cerca del impotente Rush y partió hacia China con todo su valioso cargamento. Era el rey de aquellos mares, y a quien obedecería sería al capitán Schransky, y no al medroso capitán de un guardacostas estadounidense.

Los últimos días de la primavera de 1877, los indios

tlingits que vivían fuera de las murallas de Sitka siguieron con atención los acontecimientos de la capital y, con gran sorpresa, pudieron ver que en el estrecho había fondeado el vapor California para llevarse a toda la guarnición militar; las tropas se embarcaron el 14 de junio, y la mañana del día 15 se fueron para siempre de Alaska.

—¿Quién va a ocupar su puesto? —preguntó un

tlingit a sus compañeros; pero nadie lo sabía.

Aprovechando la confusión, tres astutos

tlingits (antiguamente les hubieran llamado guerreros) se apoderaron de una canoa sin que se dieran cuenta los vigilantes estadounidenses y se marcharon de Sitka, una noche plateada, en la época en la que el sol se ponía solamente durante unas pocas horas; dirigieron el bote directamente al norte, hacia el laberinto de fascinantes canales que desembocaban en el estrecho de Peril, y de allí al magnífico estrecho de Chatham, que dividía en dos partes esa región de Alaska. Al bordear el extremo septentrional de la isla de Admiralty, que está situada más al este, viraron hacia el sur y atravesaron el bello pasaje en el cual se alzaría en el futuro la capital de Juneau, y entonces, con un viraje a la izquierda, en dirección al Canadá, se adentraron en uno de los canales de la región, el estuario del Taku; un bonito riachuelo de montaña, el río de las Pléyades, bajaba desde la vertiente izquierda, cubierta de glaciares, y en la desembocadura se alzaba una cabaña construida muchos años antes. Los

tlingits habían acudido en busca de los consejos del venerable habitante de la rústica vivienda.

—¡Hola, Orejas Grandes! —gritaron al acercarse a la cabaña, pues sabían por experiencia que el hombre solía disparar contra los intrusos—. ¡Iván Orejas Grandes, venimos de Sitka!

Siguieron llamándole, hasta que un

tlingit alto y corpulento, de pelo blanco y de porte erguido pese a sus sesenta años, se asomó a la puerta de la cabaña y miró hacia la orilla del río: vio a tres hombres que había conocido cuarenta años antes, cuando los

tlingits libraron contra los rusos repetidos combates, la mayor parte perdidos.

—¿Qué os trae por aquí? —preguntó a sus antiguos compañeros, acercándose a la orilla para saludarles.

—Los estadounidenses de Sitka. —Orejas Grandes torció el gesto al escuchar esta respuesta—. Están perdiendo fuerzas. Orejas Grandes, ya va siendo hora…

—¡Pasad! Pasad y hablaremos.

Orejas Grandes escuchó sin despegar los labios la descripción del caos en que había desembocado la ocupación estadounidense; cuando sus visitantes concluyeron la triste letanía, había tomado ya una decisión:

—Es el momento de atacar.

—Yo también lo creía —le advirtió uno de los mensajeros—. Seguramente podríamos derrotar a esos inútiles que ocupan ahora la colina; pero lo que me preocupa es que puede unírseles otro contingente de soldados.

—No se trata de librar una gran batalla, con gritos de guerra —fue la sensata respuesta de Orejas Grandes—. Es mejor hostigarles hasta que se sientan derrotados y podamos recobrar nuestros derechos.

Orejas Grandes parecía un nuevo Kot-le-an, y hablaba como los sabios de la tribu, porque toda la vida había estado obsesionado por la injusticia que había padecido su raza al perder el espléndido territorio de Sitka; su pasión se inflamó cuando le explicaron la decadencia del gobierno estadounidense, pero no perdió sus dotes de estratega:

—Una verdadera batalla daría que hablar, lo que conduciría rápidamente a que llegaran del sur más barcos cargados de soldados; sin embargo, si efectuamos cada día pequeños ataques, iremos ganando ventaja sin provocar la alarma.

Le dio la razón el desatino cometido por el incompetente funcionario del Departamento del Tesoro que había tomado el mando en Sitka. Un

tlingit que vivía en la isla de Douglas se presentó en el estuario del Taku, con inquietantes noticias:

—Tenemos problemas en la aldea. Cuatro mineros blancos intentaron Violar a nuestras mujeres, y nos batimos con ellos. Como represalia, han enviado desde Sitka un barco de guerra, porque aseguran que les atacamos nosotros.

Aunque la palabra

tlingit equivalente a «barco de guerra» no indicaba nada sobre el tamaño (la embarcación que se acercaba podía ser tanto un gran buque de guerra como una corbeta), producía una impresión de poderío militar. Iván orejas Grandes, que se había visto obligado a adoptar un nombre ruso en 1861, cuando ya declinaba el poder del zar, quiso comprobar con sus propios ojos la fuerza de los estadounidenses en los momentos de decadencia de su gobierno, por lo que se embarcó en otra canoa junto a sus visitantes, y recorrieron la costa con cautela para que no les descubriera el barco enviado desde Sitka.

En compañía del emisario de la aldea amenazada, se escabulleron del estuario del Taku y se ocultaron en un extremo del estrecho que desembocaba en la población; allí estaban cuando un barquito estadounidense entró en las pacíficas aguas, localizó una aldea que no era la que buscaba y comenzó a bombardearla, con tan poca fortuna que, al fallar todos los proyectiles de la salva inicial, los habitantes de la aldea huyeron a un bosque cercano, desde donde vieron cómo la cuarta salva alcanzaba finalmente las chozas desiertas y las hacía pedazos. El barco navegó cerca de la orilla durante una hora, sin que ningún soldado tuviera el valor de desembarcar para evaluar los daños; por fin, con un último cañonazo que no hizo sino rebotar entre los árboles, se fue, dispuesto a anunciar otra victoria de los Estados Unidos.

Cuando se hubo marchado, Orejas Grandes y sus compañeros, incluido el emisario de la aldea que debería haber sido el objetivo del ataque, cruzaron el estrecho en las barcas hasta los restos del bombardeo, y explicaron a los desconcertados habitantes, que ya salían del bosque:

—Han disparado contra una aldea que no era la que buscaban.

Orejas Grandes reclutó, tanto en esa aldea como en otras, a varios combatientes

tlingits, quienes decidieron también que había llegado el momento de actuar contra los incompetentes que ocupaban Sitka. Durante las semanas siguientes, comenzaron a introducirse secretamente en la capital varios hombres procedentes del estuario del Taku.

De haber vivido todavía en Sitka Arkady Voronov, en menos de una semana hubiera descubierto la creciente amenaza de los

tlingits, pero los estadounidenses se dejaban llevar tranquilamente, sin saber que les rodeaba un enemigo cada vez más poderoso.

El período más oscuro de la ocupación de Alaska por los estadounidenses se produjo entonces. Pese a que la presencia del ejército fue desastrosa ya que los ciudadanos gobernados por el general Davis lo encontraban sumamente ridículo, al menos había cierta apariencia de gobierno; después de 1867, un noventa por ciento de sus actuaciones fueron positivas o sin consecuencias negativas, por lo que quedarse incluso sin un remedo de gobierno no podía tener más que consecuencias desgraciadas.

Lo primero que desapareció de las calles de Sitka fueron las señales visibles de control. Los pocos policías que quedaban no ejercían autoridad alguna. Las instalaciones del puerto se deterioraron hasta tal punto que los escasos barcos que arribaban se marchaban apresuradamente y juraban no regresar a un puerto tan mal administrado, por lo que cada vez se ingresaba menos dinero en concepto de aduana. El contrabando se convirtió en endémico, y por los pueblos circulaba libremente ron,

whisky y melaza. Los mineros y los pescadores actuaban a su antojo, contravenían las escasas leyes existentes y diezmaban las riquezas que florecían antes en Sitka. Los barcos extranjeros invadieron las colonias de focas, supuestamente protegidas, y amenazaron con exterminar las morsas, ballenas y las alegres nutrias marinas, que comenzaban a recuperarse.

Sin embargo, la situación se reveló especialmente conflictiva en cuanto Comenzaron a llegar a la ciudad, desde las regiones apartadas, algunos

tlingits, como Iván Orejas Grandes, que se unieron a los rebeldes locales y CUYO comportamiento provocó el pánico de los colonos blancos. No se trataba de incendios ni asesinatos: sencillamente, volvía a haber

tlingits en las zonas de las que Baranov les había expulsado. Para la mayoría de blancos, que no habían conocido los viejos tiempos, la súbita aparición de un indio alto y corpulento como Iván Orejas Grandes representaba, a un tiempo, una presencia terrorífica y la premonición de que iba a ocurrir una desgracia.

—Tenemos que recuperar la libertad de vivir donde queramos —explicó a sus compañeros de conspiración Orejas Grandes, resumiendo muy bien los deseos de los

tlingits—, de acuerdo con nuestras antiguas costumbres, y el nuevo gobierno tiene que respetar nuestra forma de vida y nuestras leyes tribales.

Sin embargo, como no había ninguna autoridad establecida en la colonia ante la cual Orejas Grandes pudiera presentar estas justas reivindicaciones, la única forma que encontró el

tlingit de intentar conseguir su propósito fue introducir a los suyos en la vida cotidiana de Sitka; pero los habitantes de la ciudad creyeron que tenían que oponerse.

En aquella época vivían en Sitka los Caldwell, una familia de Oregón, compuesta por el matrimonio, su hijo Tom, de diecisiete años, y su hija Betts, de quince; habían vivido en Seattle y después se trasladaron al norte, con la idea de que el señor Caldwell abriera un bufete de abogado en la capital. El hombre acudió a la ciudad de frontera muy bien preparado para ejercer su profesión: se llevó tres cajones llenos de libros de derecho, especialmente sobre la administración de los territorios no autónomos y de los nuevos estados federales, porque pensaba que Alaska pasaría pronto por las dos etapas. Pero tuvo una gran desilusión al comprobar que ni la legislación ni los tribunales se habían interesado en absoluto por la pequeña capital; en cuanto a abrir un despacho, la legislación no le permitía adquirir un terreno para construirlo ni existían edificios desocupados que uno pudiera comprar con la seguridad de disponer de un título de propiedad.

—¿Qué puedo hacer? —preguntaba, cada vez más desesperado.

La respuesta se la dio un hombre que vivía en Sitka desde la época de los rusos:

—Creo que su esposa podría conseguir un puesto de maestra en la nueva escuela.

—Si hay un puesto vacante —dijo el señor Caldwell, disgustado—, lo ocuparé yo. Pero ¿dónde viviremos?

—Calle abajo hay una gran casa —le contestó el mismo consejero—. Antes vivía allí una familia rusa, muy buena gente. Volvieron a Siberia.

—No creo que nos interese comprar una casa grande —dijo el señor Caldwell.

—Mejor así —replicó el hombre—, porque no está en venta. Pero vive una mujer

aleuta muy simpática, casada con un pescador

tlingit, y acepta huéspedes.

En un solo día, los Caldwell recibieron la buena noticia de que Podían alquilar algunas habitaciones en la antigua casa rusa, como se la seguía llamando, y la mala nueva de que, si bien había vacante un puesto de maestra en la escuela, sólo se aceptaban mujeres. En consecuencia, la señora Caldwell comenzó a ejercer de maestra en una escuela que no contaba con una forma clara de financiación, puesto que ningún departamento de la colonia recaudaba impuestos; a su esposo, por su parte, con la inventiva del hombre que se había atrevido a abandonar el civilizado Oregón para emprender la aventura fronteriza de Alaska, se le ocurrieron unas cuantas maneras de ganar algo de dinero sin ejercer su profesión de abogado. Llevaba los trámites que algunos convecinos tenían pendientes con algún departamento de la metrópoli. Actuaba como representante de los pocos barcos que llegaban a puerto. Colaboraba en el depósito de carbón donde esos mismos barcos se aprovisionaban de combustible para seguir viajando hacia el norte. Y no le importaba trabajar de jornalero o hacer alguna chapuza. Ni él ni su mujer contaban con un sueldo fijo, pero con lo que ganaban, junto con el dinero que podía conseguir su hijo, que sabía adaptarse a las circunstancias tan bien como el padre, los Caldwell iban tirando; además, en cuanto los mineros y los pescadores comenzaron a hacer al padre algún pequeño encargo, la situación de la familia mejoró un poco.

Caldwell estaba siempre alerta ante cualquier rumor o información sobre el momento en que se establecerían tribunales en Sitka y un gobierno formal en Alaska, que permitieran a un abogado ganarse honradamente la vida.

—Cuando llegue el momento, Nora, en Alaska nadie estará mejor informado que yo sobre los entresijos del comercio, las aduanas, la importación de mercancías y la administración de minería y pesca. Seguro que la situación mejorará, y entonces Carl Caldwell y su familia tendrán lo que se merecen.

Por supuesto, en el sombrío período de 1877 y 1878 fracasaron sus esperanzas de que Washington actuara: en vez de calmarse las cosas en Alaska, se pasó a una etapa de graves desórdenes. Caldwell se dio cuenta del peligro que les amenazaba una tarde en que su esposa llegó de la escuela con noticias desconcertantes:

—Uno de los niños de la escuela, que suele jugar con niños

aleutas, ha dicho que un famoso guerrero

tlingit que combatió muchas veces contra los rusos…

—¿Qué pasa con él?

—Ha vuelto a Sitka.

—¿Y qué significa eso?

—Se lo he preguntado a otra de las maestras; lo único que me ha dicho que su hermano le había visto en las afueras del pueblo. Se llama Iván orejas Grandes y es un famoso guerrero, como ha dicho el niño.

—Nunca he oído ese nombre —comentó el señor Caldwell.

Los días siguientes investigó discretamente y descubrió que el tal Iván orejas Grandes, si en verdad se trataba de él, había luchado contra los rusos antes de exiliarse voluntariamente en algún lugar del este.

—Si ha vuelto —explicó un blanco viejo— sólo nos traerá problemas. Yo vivía aquí en la época en que él combatió contra los rusos. Nunca les venció, pero tampoco aceptó jamás la derrota.

—Me parece que el otro día le vi —explicó otro hombre, con la voz temblorosa por el miedo, cuando Caldwell preguntó cómo era ese Orejas Grandes—. Tendrá unos sesenta años, es alto y robusto, y tiene el pelo blanco. Es muy moreno de piel, incluso para ser

tlingit.

Por aquellos días, Caldwell comprobó que la

aleuta y el

tlingit dueños de la casa rusa en la que se alojaban los cuatro miembros de su familia adoptaban una actitud distante y no parecían muy dispuestos a charlar con los huéspedes. Carl, como buen abogado, comenzó a investigar, intentando averiguar a qué se debía el cambio, y descubrió que, por la noche, los propietarios de la casa recibían secretamente a invitados; el matrimonio y el hijo mayor organizaron una vigilancia, y el muchacho pudo ver a cuatro

tlingits entrando disimuladamente en la casa por la puerta de atrás.

—¿Uno de ellos era alto, mayor y de pelo blanco? —preguntó Carl, en un susurro.

—Sí —respondió su hijo—. Está aquí ahora.

—Puede que esté pasando algo muy importante. —Carl hizo jurar al muchacho que guardaría el secreto—: No digas nada a nadie.

Él, sin embargo, pasó la noche levantado, vigilando la puerta trasera, hasta que, al amanecer, logró ver claramente a un

tlingit alto y apuesto, que debía de ser Iván Orejas Grandes.

Las semanas que siguieron, los cuatro Caldwell (pues ahora la hija participaba también en la investigación) descubrieron indicios bastante firmes de que los

aleutas y los

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