Alaska

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VII. GIGANTES EN EL CAOS

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tlingits tramaban alguna conspiración, en la que estaban implicados Iván Orejas Grandes y por lo menos cincuenta indios de otras poblaciones. Después de formular esta inquietante teoría, la sagaz familia reunió una perturbadora cantidad de datos que la confirmaban: más reuniones secretas en la parte trasera de la casa,

tlingits que no eran de la zona y acechaban en las afueras de la ciudad, alguna que otra arma robada, una misteriosa arrogancia que antes no demostraban los indígenas…

—Ahora que no está el ejército y no lo ha sustituido ninguna institución, los

tlingits se han vuelto audaces —dijo Carl Caldwell—. Va a ocurrir algo malo.

—Si los rumores son ciertos —opinó su esposa—, en la ciudad se han infiltrado suficientes

tlingits como para aniquilarnos.

—Los trabajadores del muelle me han dicho que han robado más armas —informó Tom. Por su parte, Betts explicó que, en la calle, los niños

tlingits increpaban a los niños blancos.

—¡Es el colmo! —exclamó Caldwell, furioso—. Si nosotros vemos gestarse los disturbios, ¿cómo es posible que las autoridades no se den cuenta de nada?

Pero ¿quiénes eran las autoridades? Cuando la familia decidió que Caldwell se presentara ante ellas para informarles de sus sospechas sobre una posible sublevación de los indios, resultó evidente que no quedaba ningún funcionario con quien pudiera tener una entrevista útil. El barquito guardacostas que había bombardeado una aldea equivocada cerca de Taku continuaba anclado en el puerto, pero su capitán, a quien el episodio había dejado en ridículo, no quería que le ocurriera lo mismo por culpa de las descabelladas sospechas de un hombre que aún no llevaba un año en la ciudad.

—¿Vivía usted aquí cuando mandaba el general Davis? —El capitán interrumpió a Caldwell con una divagación, en cuanto el hombre sacó el asunto a relucir—. ¿No? Bueno, aquí no se le apreciaba mucho, Pero cuando se fue le destinaron a la frontera entre Oregón y California, donde se habían rebelado los indios

modocs. Un indio muy peligroso al que llamaban el Capitán Jack declaró que se rendía, pero mató de un disparo a Canby, el general estadounidense. A Davis le nombraron su sustituto. Demostrando una gran valentía, logró capturar al Capitán Jack y le hizo ahorcar. Le condecoraron tras el episodio de los

modocs, y el tiempo que le quedaba en el ejército lo pasó luchando contra los indios, a los que despreciaba. Fue un verdadero héroe.

Caldwell no había ido para hablar de un general al que no conocía, pero le fue imposible tratar seriamente sobre la inminente crisis, que él veía perfilarse con gran claridad; bajó desesperado del guardacostas.

—Ni siquiera me han escuchado —le contó a su mujer.

Aquella noche, se reunieron en la casa rusa Iván Orejas Grandes y cinco de sus lugartenientes; Caldwell se las compuso para escuchar la acalorada conversación, pero como se desarrolló en

tlingit, sólo pudo captar el sentido general de las palabras, aunque el tono de las voces reflejaba una evidente hostilidad.

Sin embargo, las sospechas de Caldwell se confirmaron, ya que los indios, mientras discutían sobre las maniobras y la distribución del tiempo, emplearon algunas palabras y frases en inglés: «municiones», «barco en el puerto», «temprano», «atacan tres hombres», además de otros términos relativos a acciones militares. Al amanecer, Caldwell había oído lo suficiente Y reunió a su familia para discutir qué medidas tomarían:

—Ya que no podemos contar con el apoyo de los Estados Unidos y aquí no hay ningún gobierno que pase a la acción, lo único que podemos hacer es ponernos a merced de los canadienses.

Los otros tres estuvieron de acuerdo en seguir este plan. El problema era cómo llegar hasta los canadienses para suplicarles ayuda. Tom conservaba un mapa de las rutas de acceso a Alaska que les había dado la compañía de vapores con la que habían viajado a Sitka. Aunque los datos eran incompletos, calcularon que hasta la isla de Prince Rupert y el puerto marítimo del mismo nombre habría una distancia de cuatrocientos cincuenta kilómetros.

—Con una buena canoa, tres hombres podrían llegar en cuatro días, si estuvieran fuertes.

—¿Y tú serías uno de ellos? —preguntó el padre.

—Por supuesto —respondió Tom.

—Nora —preguntó entonces Carl Caldwell—: si Tom y yo tenemos que ir al sur en busca de ayuda, ¿os defenderéis solas Betts y tú hasta que nosotros volvamos? —Antes de que su mujer pudiera responder, señaló hacia la parte trasera de la casa—: Y con esos de ahí conspirando.

—Nos refugiaríamos en la iglesia, con las demás mujeres y sus maridos —manifestó serenamente su esposa, y miró a su hija, que asintió con la cabeza. Tom tenía mucha razón al proponer que se emplearan al menos tres hombres, ya que sería necesario remar casi cuatrocientos cincuenta kilómetros; la mitad, lejos de la costa.

—Antes de ponernos en camino tenemos que conseguir un hombre más —reconoció el padre.

Los días siguientes observó a sus convecinos, fijándose en las caras de los blancos para intentar descubrir quién era valiente, hasta reducir la elección a dos hombres cuyo porte le había impresionado. Uno era un hombre mayor, llamado Tompkins, que desempeñaba trabajos diversos, igual que él; el otro, mucho más joven, se llamaba Alcott, y Carl le había visto en el puerto, cuando trabajaba en los barcos.

Su primer impulso fue abordar a Tompkins, lo que resultó un presentimiento acertado, pues el hombre le sorprendió con una rápida respuesta:

—¡Claro que va a haber problemas! —Sin embargo, al proponerle Carl ir en busca de ayuda a Canadá, Tompkins se acobardó—: Está demasiado lejos: De todos modos, no van a ayudar nunca a los estadounidenses, porque quieren quedarse con Alaska.

Al parecer, la familia Caldwell no podía contar con su ayuda.

Esa misma tarde, un grupo de indios que habían llegado a la ciudad desde el norte armaron un alboroto en el centro de Sitka, los colonizadores blancos se asustaron, y cundió el pánico; pero otros indios a las órdenes de Orejas Grandes intervinieron rápidamente para calmar el escándalo que habían formado aquellos

tlingits, de modo que no se produjo el temido alzamiento general. El incidente hizo que Tompkins anunciara su decisión:

—Tenemos que ir a Canadá en busca de ayuda.

Sin embargo, Caldwell había hablado en el puerto con Alcott, un joven Muy inteligente que también tenía formada una opinión clara sobre la situación:

—Todo esto se irá al diablo muy pronto. ¿A Canadá? No se me había Ocurrido, pero aquí no podemos contar con ayuda. —Alcott insistió en formar parte de la expedición, con lo cual fueron cuatro.

La canoa no era como las de Pensilvania, una frágil barquita de corteza de abedul; Tompkins consiguió una embarcación sólida y resistente, con armazón de madera de pícea, que tenía grandes posibilidades de superar la etapa marítima de la travesía. En aguas más tranquilas, podrían haberla llenado ocho remeros; con la mar más picada, podían ir cuatro cómodamente.

—Con esto llegaremos al Canadá —opinó Tom, en cuanto los cuatro hombres acudieron a inspeccionar la embarcación. Ya había empezado la aventura.

Los blancos se escabulleron de Sitka con el mismo sigilo con el que se había introducido Iván Orejas Grandes. Aguardaron uno de esos amaneceres grises y brumosos de Sitka en los que todo, incluso las sombrías montañas, parecía ocultarse bajo un manto de plata, y se marcharon sin que les vieran los

tlingits. Se alejaron rápidamente del estrecho de Sitka, cubrieron el primer tramo del trayecto serpenteando entre el círculo de islas, y luego se desviaron hacia el sur y alcanzaron por primera vez el peligroso mar abierto, donde se encontraron con olas de impresionante tamaño, pero que no resultaban infranqueables. La travesía fue heroica, se les agotaron los músculos y se les encogió el estómago, pero consiguieron llegar al denso grupo de islas por entre las cuales se podía llegar hasta cerca de Prince Rupert. Hubo un último tramo de océano abierto y, después de dejarlo atrás, los fatigados mensajeros llegaron remando a la seguridad del puerto canadiense.

Por una de esas afortunadas casualidades que también intervienen en la historia y que llevan al mismo resultado que una cuidadosa planificación, al llegar al puerto de Prince Rupert, los cuatro se encontraron con el Osprey, un pequeño barco de guerra canadiense, destinado allí como defensa de los puestos marítimos de la Hudson’s Bay Company; además, como Prince Rupert estaba en la parte más occidental del Canadá, los funcionarios solían tomar sus propias decisiones sin requerir la aprobación de una lejana capital.

—¿Dicen ustedes que los indios están a punto de apoderarse de Sitka? ¿Y por qué no toma medidas el gobierno? ¿Que no hay gobierno? ¡Es increíble!

Lo primero que tenían que hacer los de Sitka era convencer a los canadienses de que la situación en Alaska era realmente mala, pero como Carl Caldwell era muy persuasivo, en menos de una hora la tripulación del Osprey estaba segura de que sin su ayuda podría ocurrir una verdadera tragedia en Sitka; al anochecer, el pequeño buque canadiense se dirigía a todo vapor hacia el norte, para defender los intereses estadounidenses.

¿Era la situación de Sitka, a finales de febrero de 1879, tan arriesgada como la había descrito el grupo de Caldwell? Probablemente no. Iván orejas Grandes y los demás jefes

tlingits responsables no tenían ninguna intención de matar a todos los blancos de la ciudad mientras dormían: lo que pretendían era una posesión equitativa de la tierra; poder contar con alimentos, herramientas y telas; que se controlara de alguna manera la pesca del salmón, y participar de forma justa en el proceso legislativo. Estaban decididos a presentar batalla a cualquier fuerza militar que se les enfrentara, e incluso algunos hombres, como Orejas Grandes, estaban dispuestos a morir por sus ideas; sin embargo, en aquel conflictivo período, los

tlingits hostiles no Proyectaban ninguna revolución sangrienta como la que el Osprey pretendía sofocar. En realidad, si hubiera habido en Sitka un gobierno constituido, habría podido negociar con los

tlingits, resolver pacíficamente sus inquietudes y evitar un conflicto grave; sólo que, claro está, tal gobierno no existía.

El Osprey arribó al estrecho de Sitka el 1 de marzo de 1879; su descarada exhibición de poder, con los cañones listos y las tropas uniformadas desembarcando marcialmente, acalló la más mínima posibilidad de una sublevación de los

tlingits. No se produjo ninguna muerte. Las mujeres de la familia Caldwell no tuvieron que buscar asilo en la antigua iglesia rusa. Y los

tlingits que se reunían en la parte de atrás de su casa fueron desapareciendo a medida que Iván Orejas Grandes y los otros rebeldes forasteros regresaban tristemente a sus apartadas poblaciones, seguros de que durante las próximas décadas seguiría sin hacérseles justicia.

Después se formó la leyenda de que un buque de guerra canadiense había recuperado Alaska para los Estados Unidos, en un momento en que ningún departamento de la administración estadounidense había sido capaz de asumir la responsabilidad. A bordo del Osprey, Caldwell, repentinamente emocionado, contribuyó a forjar el mito:

—Ha sido un día sombrío en la historia de los Estados Unidos. Ni siquiera ese tal general Davis, de quien tanto se ríen, habría permitido que pasara algo tan vergonzoso.

En abril apareció por fin un barco de guerra estadounidense, y los canadienses se retiraron cortésmente, con el agradecimiento de la población. Más adelante llegó a Sitka un hombre inteligente y reservado, el comandante Beardslee; vino a bordo del Lamestown, cuya cubierta de popa se convirtió en la capital de Alaska, pues Beardslee daba, desde allí, órdenes referidas a asuntos que conocía poco. Por suerte, contaba con el asesoramiento de Caldwell, y muchas de las leyes que el abogado había imaginado las promulgó Beardslee, quien estableció un tribunal no oficial y situó a Caldwell en un cargo similar al de juez.

Ambos sabían que la forma de gobierno no era demasiado buena, pero era la única posible; a lo largo de dos años, con toda su buena intención, los dos hombres administraron Alaska como pudieron, sin que ninguno de ellos pensara que ese sistema fuera a durar mucho.

—Es una vergüenza —se quejó Beardslee, cierto día en que algo había salido mal; y el juez Caldwell estuvo de acuerdo con él.

Sin embargo, no se tomaban a sí mismos muy en serio, porque en aquella época vivían en Sitka solamente ciento sesenta blancos y criollos, además de unos cien indígenas, y en toda Alaska había sólo treinta y tres mil habitantes en total.

El implacable curso de la historia y la propia naturaleza de los seres humanos Impiden que se prolongue una situación como aquélla en que se encontraba Alaska en el Período posterior a 1867. O bien se produce una revolución que trae consigo el caos, lo que estuvo a punto de ocurrir cuando se rebelaron los

tlingits; o interviene una potencia extranjera, que en este caso habría sido Canadá; o bien surge un coloso como Abraham Lincoln o como Otto von Bismarck, toma el mando y reorganiza sabiamente las cosas. Alaska, en aquella época crítica, tuvo la fortuna de que se acercaran a sus costas dos gigantes muy diferentes que se hicieron cargo de la situación; entre los dos, consiguieron que esa región abandonada disfrutara de un aparente gobierno.

El primero era un marino ceñudo y malhumorado de nombre típicamente irlandés: Michael Healy; tenía un vocabulario grosero, una insaciable sed de licores fuertes y una tendencia innata a usar los puños. Entre su corpulenta estatura de metro ochenta y cinco y el mal genio que le dominaba, no parecía el tipo de hombre capaz de convertirse en una autoridad respetada; sin embargo, eso es lo que ocurrió en los helados mares del norte. Aunque había nacido en Georgia y detestaba el frío, fue el marinero de la época que mejor llegó a conocer los mares árticos y consiguió derrotar a las peligrosas costas de Siberia y Alaska.

Durante el vergonzoso episodio de 1876, cuando el patrullero Rush había intentado, sin éxito, impedir que el Erebus se dedicara a la caza ilegal de focas, él era uno de los suboficiales del barco aduanero; jamás olvidaría lo que se juró al ver que el insolente capitán de pelo blanco escapaba con una sonrisa desdeñosa. «¡Voy a atrapar a ese cabrón!», se prometió Healy; pero sería inconveniente transcribir lo que decidió hacer con el alemán en cuanto cayera en sus manos. Sintió tanta rabia por la humillación recibida de un buque de guerra estadounidense que se retiró a su camarote, sacó su licor de contrabando y se emborrachó. Ya avanzada la noche, algo más sereno, prometió al loro domesticado que le acompañaba en los viajes:

—¡Por todos los santos! ¡Atraparemos a ese chulo asqueroso! Cuando se endurezca el hielo y no pueda escaparse… —Dio un puñetazo amenazador en el aire.

A lo largo de su carrera a bordo de los pequeños barcos guardacostas, el teniente Healy, el comandante Healy y, por fin, el capitán Healy mereció progresivos elogios de sus superiores; también sufrió repetidas humillaciones por parte del Erebus, pero tales escaramuzas no las perdió por ser un mal marino o por faltarle valentía, sino por gobernar barcos peores. Una vez, mientras estaba al mando del Corwin, el mejor de los dos guardacostas, sorprendió al Erebus dedicado a la caza ilegal de focas en las islas Pribilof.

—¡Muchachos, ya lo tenemos! ¡A toda marcha!

Como si le ayudara una brisa divina, el gran barco azul oscuro desplegó sus velas cuadradas y huyó del guardacostas. Era imposible perseguirlo, de modo que el barco del gobierno regresó como pudo a sus otras obligaciones, mientras que el capitán Schransky, de pie sobre el puente de su fina embarcación, se reía una vez más de los fracasos de Healy.

¿Acaso ese irlandés borrachín y malhablado, que fracasaba siempre en sus intentos de escarmentar al siniestro barco criminal, llegó a algún resultado en su período de servicio por los mares árticos? La respuesta nos la da un viaje emprendido hacia el final de la década de 1870. A principios de primavera, al mando del Corwin, Healy zarpó de San Francisco con una tripulación completa y una gran autoridad implícita, ya que era el funcionario estadounidense de mayor rango en Alaska y sus aguas territoriales. En el trayecto hacia el norte se detuvo en Sitka, escuchó las quejas de los habitantes de la ciudad y mandó que llevaran a la cubierta de popa a unos granujas acusados de vender

hooch a los indios; les impuso una multa y sacó copias cuidadosamente de los recibos, para rendir cuentas del dinero cobrado.

Continuó desde allí, recorriendo en sentido inverso el trayecto histórico que había conducido a Aleksandr Baranov a Sitka y a la inmortalidad, y cruzó un brazo del Pacífico que le llevó hasta Kodiak, donde una delegación de los antiguos residentes

aleutas y otra de los colonos estadounidenses quisieron saber su veredicto en relación con un conflicto por los derechos de pesca que envenenaba las relaciones entre los dos grupos. Esta vez desembarcó, pero le acompañó un escribiente del barco; escuchó con paciencia las declaraciones de las 1 partes en conflicto y después sorprendió a todo el mundo al afirmar:

—Hay que pensarlo con cuidado.

Invitó a todos a subir al barco, donde organizó un festín con las provisiones del Corwin. Por supuesto, no se sirvieron licores, porque la principal responsabilidad de los barcos guardacostas era poner fin a la venta ilegal de alcohol a los indígenas; sin embargo, Healy se escurrió hasta su camarote para echar un saludable trago de las botellas que tenía escondidas. Al terminar el banquete, llevó junto a la borda del patrullero a los cabecillas de las dos facciones, un grupo de unos siete hombres, y les dijo:

—Ustedes, los

aleutas, tienen derechos ancestrales que hay que respetar. Pero ustedes, los nuevos colonos, también tienen sus derechos. ¿No estaría bien que lo tuvieran en cuenta y se repartieran el mar?

Pronunció un veredicto digno de un juez, y los combatientes lo acataron, pues tanto en Kodiak como en cualquier otro lugar de aquellos mares era cosa sabida que «no habrá nunca nadie más digno de confianza que el capitán Mike».

Desde Kodiak tomó rumbo oeste, hacia las Aleutianas, y ancló en Unalaska, donde encontró a seis valientes marineros que habían naufragado y habían llegado a puerto entre grandes privaciones, mientras veinte de sus compañeros continuaban encallados en la costa septentrional de la gran isla Unimak, situada en el este. Cambió de rumbo para dirigirse a aquella desolada isla y rescató a los náufragos; entonces regresó a Unalaska y pagó con fondos del gobierno el viaje de los veintiséis marineros a Kodiak, donde hicieron un transbordo para continuar hasta San Francisco.

Desde Unalaska inició la travesía del mar de Bering (como lo tenía en cierto modo por su mar particular, le gustaba más esa ruta que la del océano Pacífico), y llegó a una de sus ciudades favoritas: Petropávlovsk, en el extremo sur de la península de Kamchatka. En el hermoso y resguardado puerto se reunió con viejos amigos, que le pusieron al corriente de lo que sucedía en la costa siberiana y de las guerras tribales que se estaban gestando. Como los funcionarios rusos le consideraban parte de la policía marítima, las últimas noches en tierra fueron desenfrenadas y alcohólicas; tuvieron que llevar a Mike Healy a la fuerza hasta el Corwin, justo a tiempo para zarpar hacia el norte con la primera luz del día.

La escala siguiente fue en el cabo Navarin, bastante lejos de Petropávlovsk; su estancia tuvo importantes consecuencias ese año, y todavía más los Posteriores. El capitán puso el barco al pairo, cerca de la abrupta costa, y disparó una salva ante la cual diez o quince canoas se acercaron hasta el Corwin, aunque en otras ocasiones no le hubiera recibido más que un adusto silencio. Esta vez, sin embargo, Healy había izado la bandera de los Estados Unidos Y aquellos hombres y mujeres que, algunos años antes, habían rescatado a los náufragos de un barco estadounidense, treparon por los costados del Corwin para dar la bienvenida a los nuevos estadounidenses. Después de que subieran todos a bordo, Healy les alineó como si fueran los representantes de un soberano extranjero, disparó otra salva y pidió al trompeta que convocara a reunión. Sin ocultar la emoción que le embargaba en los momentos solemnes, chapurreando el ruso (aunque de haberlo empleado perfectamente le hubieran entendido solamente unos pocos siberianos, porque la mayoría no hablaba más que Chukotski), Healy declaró:

—El soberano de Washington siempre sabe si alguien de buena voluntad ha ayudado a un estadounidense en peligro. Tú, y tú también, os hicisteis a la mar para rescatar a los marineros del Altoona cuando este barco naufragó y les acogisteis durante más de un año en vuestras yurtas. Les entregasteis en buen estado de salud al barco de rescate enviado por los rusos, por lo que el soberano de Washington me ha ordenado que venga a daros las gracias.

Entonces pidió a los componentes del grupo visitante que se pusieran en fila ante él, para entregar a cada uno de ellos un regalo de considerable valor: un serrucho, un juego de herramientas, tela suficiente para tres vestidos, un chaquetón, un juego de cacerolas y, para el jefe, un sombrero de gala emplumado. Fueron apareciendo más regalos, todos escogidos personalmente por el capitán Healy y entregados con sus propias manos. Cuando acabó de repartir los obsequios, Healy susurró al primer oficial:

—La próxima vez que naufrague un barco estadounidense en esta costa, los marineros no tendrán nada que temer.

Casualmente, esta visita de buena voluntad tuvo otra consecuencia más duradera, pues los siberianos, que estaban muy contentos por tal demostración de aprecio, insistieron en que el capitán les acompañara a tierra; una vez allí, la inquieta imaginación de Healy le llevó a preguntar:

—¿Cómo podéis vivir tan bien con una tierra tan pobre? —Y pellizcó las rollizas carnes de uno de los robustos siberianos.

—Los renos —le explicaron.

Le mostraron los rediles construidos con maderos en las afueras de la aldea, en los que había encerradas manadas de renos: nueve animales pertenecían a una sola familia, un grupo familiar podía disponer de treinta, y unos sesenta correspondían a la comunidad.

—¿Y qué comen?

Los aldeanos señalaron a lo lejos, hacia una colina donde un pastorcito cuidaba de una manada de renos sueltos que pacían el musgo de la tundra. Entonces el capitán envió a dos hombres, para que uno ocupara el puesto del pastor mientras el otro le acompañaba a la aldea; cuando llegó el muchacho, Healy le entregó su propio cinturón y le dijo que el soberano de Washington se lo regalaba por su valiente conducta de tres años atrás.

Desde el cabo Navarin, Healy continuó remontando la costa siberiana, pasando de largo frente a la isla de San Lorenzo y las Diomedes, hasta llegar al mar de Chulcotsk, donde se detuvo en una remota aldea con cuyos habitantes había comerciado en cierta ocasión; también le consultaron sus problemas, y el capitán, tan ceñudo como siempre, escuchó las explicaciones, aunque no alcanzó a comprenderlas hasta que entre un marinero que sabía algo de ruso y un siberiano que hablaba también algunas palabras lograron desentrañar el problema y cómo se podía solucionar. Healy pronunció su dictamen y resolvió el asunto, siquiera por el momento.

—Los rusos de Petropávlovsk no se atreverían a venir hasta aquí y escuchar estos problemas —le dijo uno de los marineros, cuando estuvieron a bordo del Corwin.

—Pero éste es mi mar, y ésta es mi gente —replicó el capitán, no del todo equivocado.

Desde Siberia, atravesó el mar de Chukotsk hasta llegar a un puerto que conocía muy bien: Punta Desolación. Le consternó la noticia de que al padre Fyodor, el buen misionero, le había asesinado un loco que continuaba libre después de tanto tiempo porque no había dónde encarcelarlo. Cuando atraparon al asesino y le llevaron ante Healy, a bordo del Corwin, bastaron unas pocas preguntas para comprobar que el pobre hombre era irresponsable, por lo que le encerraron en el calabozo que tenían todos los barcos guardacostas.

Healy desembarcó para visitar a la señora Afanasi y a sus dos hijos, y se enteró de que Dmitri, con su rifle ruso, había defendido del loco a su madre.

—A bordo del barco tengo una medalla para un chico valiente como tú —le dijo.

Antes de que el Corwin zarpara hacia el sur para continuar con sus obligaciones, llevaron en bote a Dmitri hasta el barco, y el capitán Healy rebuscó entre los regalos hasta encontrar una medalla que había comprado en el puerto de San Francisco. Representaba un águila, y el capitán la prendió en la blusa del niño.

—Esto es para un auténtico héroe —declaró con voz grave y solemne.

La siguiente escala del viaje fue en la desolada Point Hope, donde soplaban sin cesar los vientos del norte, y en la cual el vigía divisó a un grupo de hombres blancos acurrucados entre dunas de arena; se enviaron botes a inspeccionar, pero los marineros descubrieron algo pavoroso y, de nuevo a bordo del Corwin, se lo explicaron al capitán Healy, que se puso lívido.

—¡No quiero que se haga ningún informe! —rugió—. Que no se anote en el cuaderno de bitácora. Aquí no hemos estado.

Tras decir esto, no obstante, saltó sin pensarlo a la chalupa, se acercó rápidamente a tierra y recogió a los hombres confinados; les trató amablemente, como si fueran sus hijos, y les condujo a la seguridad del barco. Después se refugió en el camarote, donde le encontró el primer oficial.

—¡Quién sabe, quién sabe…! —musitaba Healy, mientras acariciaba al loro.

—Está muy claro, ¡qué demonios! —exclamó con rabia el primer oficial—. Son caníbales. Se han comido la carne de sus propios compañeros y, por lo que puedo colegir, probablemente han matado a alguno antes de que muriera de forma natural.

—¿Quién sabe? —murmuró Healy.

—¡Lo sé yo, le digo! —El primer oficial se enfureció—. Lo sabe Henderson. Y Stallings. Son unos malditos caníbales y no les queremos a bordo.

Mike Healy dirigió una patética mirada al escandalizado oficial y preguntó:

—¿Quién sabe qué habríamos hecho usted y yo? ¿Quién coño lo sabe?

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