Alaska

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VII. GIGANTES EN EL CAOS

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Durante el resto del trayecto, los marineros rescatados comieron aparte, rechazados por los demás hombres, hasta que se les pudo entregar a otras autoridades; el capitán Healy, en cambio, se sentaba con ellos para preguntarles cómo había naufragado en el hielo su barco ballenero, y les escuchaba con atención cuando le explicaban que los maderos se torcieron, se agrietaron y acabaron haciéndose pedazos, a medida que el hielo iba avanzando implacablemente. Antes de la siguiente escala, Healy llamó al primer Oficial y le dijo:

—Quiero incluir una anotación en el cuaderno de bitácora: «En Point Hope rescatamos a seis marineros que habían quedado aislados cuando el ballenero Casiopea, de New Bedford, se hundió en el hielo».

—¿Eso es todo? ¿Sin fecha? ¿Sin nombrarlos?

—Eso es todo —bramó Healy. Y cuando estuvo escrita la anotación, la firmó.

Después de esto ancló en el cabo Príncipe de Gales, un lugar que los años siguientes cobraría gran importancia para él y que, en aquella ocasión, ejerció una influencia decisiva: al desembarcar descubrió que un numeroso grupo de esquimales estaba pasando hambre porque los resultados de la caza de ballenas y focas habían sido nefastos y no disponían de más alimentos. Cuando sus oficiales hubieron dado de comer a los escuálidos nativos, les comentó, por primera vez:

—¿No es absurdo? Allá, en el cabo Navarin, la tierra no era mucho más fértil que aquí y los esquimales estaban rollizos, y creo que unos y otros provienen de la misma raza. ¿Cuál es la diferencia? Los de allá tienen renos… —En aquel momento se le ocurrió una idea genial—: ¿Por qué no traemos hasta aquí cien renos, o mil? Los esquimales de esta parte vivirían como reyes.

Desde el cabo Príncipe de Gales derivó hacia la desembocadura del Yukón, y envió dos de las lanchas cuarenta y cinco kilómetros río arriba, para que llevaran medicamentos y noticias.

—Me gustaría remontar el Yukón unos mil quinientos kilómetros —dijo, cuando le contaron cómo se vivía junto al gran río.

Estaba de nuevo en el mar de Bering y, tras un amplio viraje hacia el oeste, llegó a la costa septentrional de la gran isla de San Lorenzo y fondeó junto a Sevak, el pueblo situado más al este. Como los indígenas conocían el Corwin, Healy esperaba que fueran a recibirle varias canoas, pero la aldea no daba ninguna señal de vida. Se sentó en la proa del primer bote que desembarcó y descubrió algo que, si bien al principio le dejó desconcertado, en Seguida le sumió en una indescriptible amargura: todos los habitantes de Sevak estaban muertos.

Mientras recorrían la aldea intentando averiguar qué había ocurrido, uno de los marineros observó que no se veía ningún hueso de foca, de morsa o de ballena.

—No tenían nada que comer, señor. Han muerto de inanición.

Pero ¿por qué? No consiguieron resolver el misterio en Sevak, y ni siquiera en Kookoolik, un pueblo más grande en el cual vivían antes muchos nativos: allí también habían muerto todos; tampoco había huesos de foca ni de morsa, aunque encontraron restos de toneles que habían contenido ron y en los que se había destilado melaza. No hallaron la respuesta hasta que el Corwin arribó a Chibukak: dos indígenas de Powooiliak, la aldea de la costa sur que el capitán Schransky no había podido visitar a causa de la tormenta, habían acudido para rebuscar entre las ruinas.

—Mucho ron —les explicaron—. Mucha melaza. Todo julio y agosto, bailar y gozar en la playa. Ningún hombre cazar ballenas en

umiaks. Al final ellos venir a pedirnos comida. Nosotros no tener para compartir. Morir todos.

—¿Quién lo hizo? —preguntó Healy, a gritos, de pie entre los resecos cadáveres.

—Barco grande y oscuro, capitán muy alto de pelo blanco. Les enseñó melaza, se llevó todo el marfil.

Healy no ordenó a la tripulación que sepultara los cuerpos: eran demasiados. Había sido aniquilada la mayoría de la población de una isla entera, y, al parecer, el responsable estaba fuera de la ley y tenía todo un imperio bajo su dominio, desde el Polo Norte hasta Tahití, desde Lahaina, en Hawai, hasta Cantón, en China. Era más necesario que nunca apresarlo, pues había corrompido a toda una sociedad.

Cuando se acercaba el final del viaje anual de inspección de sus dominios, Healy vio que, hacia el oeste, el Erebus continuaba cazando focas en pleno océano y, aunque con el Corwin no podía competir con Schransky y su Erebus, no hizo caso de las diferencias entre los dos barcos y avanzó hacia él como si quisiera chocar con la embarcación infractora; pero Schransky le evitó fácilmente y se alejó hacia el oeste.

—No será un asqueroso negro quien detenga al Erebus —dijo el capitán a su primer oficial.

El capitán Michael Healy, el protector de los mares árticos, era un negro estadounidense. De joven, cuando intentaba hacer carrera en Aduanas, se había acostumbrado a llevar un sombrero que le cubría la frente morena y un gran bigote que disimulaba la negrura de alrededor de la boca; muchas personas sólo se daban cuenta de que era negro cuando le conocían desde hacía tiempo.

Su padre, Michael Morris Healy, había sido un duro irlandés propietario de una plantación en Georgia, que se había casado con una encantadora esclava llamada Elisa, con la que tuvo diez hijos, todos de gran belleza y talento. «Es un crimen que unos niños como los nuestros tengan que convertirse en esclavos», decidió Healy; sin embargo, según la ley, así se les consideraría en Georgia en cuanto llegaran a adultos. Por eso, Healy y su esposa se arriesgaron enormemente para conseguir lo imposible: se llevaron de Georgia a sus diez hijos; les inscribieron en escuelas del Norte, dirigidas conjuntamente por cuáqueros y católicos, y les vieron convertirse en los más eminentes hermanos de raza negra de la historia de los Estados Unidos.

Cuatro de los chicos se hicieron famosos: uno llegó a ser un importante obispo católico; otro se convirtió en un ilustre catedrático de derecho canóníco; Patrick, el tercero, mostró desde muy jovencito una capacidad excepcional para los estudios, gracias a la cual llegó a dirigir la Universidad de Georgetown, además de ser, durante los últimos veinte años del siglo XIX uno de los pedagogos de más prestigio en los Estados Unidos; el cuarto hijo, Míke, se escapó de la escuela, se embarcó y, con el tiempo, se convirtió en uno de los capitanes más condecorados del Cuerpo de Guardacostas del Tesoro.

Tres de las chicas se hicieron monjas, y una de ellas llegó a ser al final de su carrera la superiora de un convento importante. Es muy interesante tratar de averiguar cómo adquirieron esos extraordinarios niños negros un talento tan poco habitual, que admiraron muchos blancos, en campos muy diferentes. Aunque seguramente heredaron la fortaleza de carácter de la Valiente disposición de su padre, la educación del irlandés no explica demasiado bien la superioridad intelectual de sus hijos; cabe imaginar que proviniera de la singular esclava Elisa. El caso es que, por aquellos años, los hermanos Healy constituían una de las familias más destacadas de los Estados Unidos; quizá los únicos que estaban a su altura eran los hermanos Adams, de Massachusetts, pero hay que recordar que los Adams disfrutaron desde niños de todos los privilegios y nunca les amenazó el estigma de la esclavitud. La aportación de los Healy a la historia estadounidense fue excepcional, aunque ninguno de los diez hermanos alcanzó la popularidad de Mike.

Sus hazañas en los mares del norte se hicieron legendarias, y a los periódicos les encantaba relatar sus heroicidades. ¿Que un imprudente grupo de balleneros tardaba demasiado en marcharse de Punta Desolación y se quedaba bloqueado por el hielo, con riesgo de morir de hambre?, Míke Healy, en uno de sus endebles barcos guardacostas, circulaba a toda prisa por entre unos témpanos que podrían aplastar a una embarcación seis veces más grande; se abría camino, como por ensalmo, y conseguía llegar hasta los marineros encallados. ¿Qué ocurría alguna tragedia en una aldea remota de la costa siberiana?, el intrépido Mike Healy acudía a salvar a los rusos. Si una tormenta hundía a un ballenero en el mar de Bering, ¿quién rescataba a los náufragos seis meses después?, Mike Healy, que había acertado a detenerse en una isla deshabitada de las Aleutianas, movido por un presentimiento. Y cualquier persona que Healy llegara a rescatar en un rincón perdido del Ártico, seguro que cantaría sus alabanzas al regresar a la civilización.

Su popularidad se extendió por todo el país, y cuando preguntaron a un canadiense, que vivía en una pequeña ciudad del oeste, quién era el presidente de los Estados Unidos, respondió sin vacilar: «Mike Healy, que manda en todo».

Pero a los habitantes de la costa, mejor informados, no les engañaba la irreflexiva adulación que los ciudadanos profesaban a Healy; sabían que le atormentaba la frustración por haber sido incapaz de expulsar a Emil Schransky de las aguas que estaban bajo su vigilancia. Siempre que se reunía un grupo de hombres que conocían bien el mar, se admiraban de la impunidad de que gozaba el capitán alemán en las islas de las Focas, de que se dedicara cuanto quisiera a la caza pelágica y de que incurriera flagrantemente en el delito de contrabando de ron y melaza, con los que destruía las aldeas indígenas. Ni siquiera la desgracia ocurrida en la isla de San Lorenzo, de la cual los marinos estaban bien enterados, impidió que Schransky repitiera su acción en otros lugares y escapara después a Hawai o a China con su perverso botín. Schransky era la espina que Mike Healy tenía clavada, y los defensores de Míke siempre lo tomaban como excusa:

—Si el barco de Healy fuera tan bueno como el de Schransky, podrían batirse de igual a igual. Pero tal como están las cosas, no tiene ninguna posibilidad.

Por culpa de la desigual situación, la imagen del corpulento capitán, con su melena y barba blancas, continuó atormentando al antiguo esclavo de Georgia.

Pero no tardaría en llegar ayuda, aunque de una forma tan complicada que no podría haberse planeado. La ciudad de Dundee, en la costa oriental de Escocia, no destacaba por sus astilleros, si bien había uno que era conocido porque se construían navíos poco comunes, según las indicaciones del cliente. En 1873 recibió el encargo de construir un barco lo bastante fuerte para resistir a las placas de hielo del Labrador y de Groenlandia, y en 1874 botó una embarcación tosca y achaparrada que, después de naufragar, tras una intensa vida de ochenta y nueve años, se recordó como uno de los grandes barcos de la historia. Fue bautizado con el nombre de Bear, medía sesenta metros y medio de proa a popa, nueve metros y siete centímetros de manga y cinco metros y setenta centímetros de calado, y su desplazamiento era de mil setecientas toneladas. La construcción era un prodigio de eclecticismo: el casco era de roble del Báltico; la cuaderna, de roble escocés, más pesado; la cubierta, de madera de teca de Birmania; la proa y los costados estaban revestidos de carpe australiano; la quilla era de pino americano; las piezas metálicas se habían forjado en Suecia, y los instrumentos de navegación provenían de siete países distintos, europeos y estadounidenses.

El Bear era un velero de tres palos, con aparejo de fragata: grandes velas cuadradas en el trinquete y velas triangulares más pequeñas y ligeras en el palo mayor y el de mesana; pero en medio del barco, delante del palo mayor, había un auténtico motor de vapor, con una gran chimenea roma, que le daba un desmañado aspecto de tanque.

—Las velas cuadradas le darán impulso —aseguraron los constructores, al entregarlo a los futuros propietarios para que navegara entre los hielos de América del Norte—, las triangulares, rapidez de maniobra, y el motor le permitirá abrirse paso entre el hielo. Pero el verdadero secreto es… ¡Fíjense en la proa!

Era tres veces más gruesa de lo normal, estaba reforzada con madera de roble Y de carpe y, según manifestaron orgullosamente los constructores de barcos que la habían ideado, era capaz de «abrirse paso entre cualquier tipo de hielo con el que se encuentre».

En aquel momento, al comienzo de la vida marítima del Bear, se pensaba destinar el barco a algunas tareas rutinarias; más tarde se vio obligado a intervenir en una operación de rescate, y fue entonces cuando alcanzó la fama y apareció en primera plana en todo el mundo: el estadounidense Adolphus Greely, explorador del Ártico, se había adentrado valerosamente en las aguas septentrionales del Atlántico, su barco había naufragado al colisionar con una gran masa de hielo y diecinueve marineros habían muerto al intentar regresar caminando a la civilización. Tras el fracaso de todos los intentos de rescate con barcos normales, el gobierno estadounidense había comprado el Bear por el elevado precio de cien mil dólares, y la embarcación había acudido a toda prisa al punto donde se suponía que había ocurrido la desgracia.

Era un barco completamente distinto de los que se habían visto antes en el Ártico, y su construcción reforzada le permitió abrirse paso entre placas de hielo que no habrían podido atravesar otras embarcaciones, además de rescatar a Greely y a seis supervivientes más, lo que le valió el aplauso general. Mientras el mundo ovacionaba aquella extraordinaria nave, alguien tuvo la sagaz idea de transferirla al Cuerpo de Guardacostas de Alaska, donde podría ser de gran utilidad.

Rodeó el cabo de Hornos en noviembre de 1885, y llegó a San Francisco después de navegar tan sólo ochenta y siete días. Por casualidad, cuando el Bear amarró en el puerto, el capitán Mike Healy estaba disponible, de modo que, sin haberlo premeditado, se le destinó al mando del aclamado barco, que era ya tan célebre como el mismo Healy. La unión entre el hombre y la máquina fue singular: al trasladar sus cosas al camarote del capitán, mientras montaba una percha para el loro y buscaba un sitio donde esconder las botellas, Mike exclamó:

—¡Ésta es mi casa! —Pero hasta que no contempló la imponente proa con el increíble revestimiento de madera de carpe, no se atrevió a repetirse el antiguo juramento—: Ahora sí que vamos a echar del mar a ese hijo de puta.

En 1886, la nueva unidad de Healy tomó rumbo norte, camino de Barrow, el punto más extremo del continente, que había quedado aislado por el hielo; una vez allí, se abrió paso poderosamente entre témpanos que una embarcación normal no se habría atrevido a desafiar, y, como le acompañaba la suerte, logró rescatar a tres grupos de marineros cuyos barcos habían quedado destrozados por el hielo. Cuando les dejó de nuevo en San Francisco, los náufragos alabaron tanto a Healy como al Bear, lo que hizo crecer la leyenda del buque:

—Puede navegar en todas partes. En esa zona, podrá salvar miles de vidas. Y si Healy es el capitán, el mar estará seguro.

En el trayecto de ida y vuelta a Barrow, el Bear pasó cerca de la isla de San Lorenzo; a Mike Healy le atormentó el recuerdo de las tres aldeas aniquiladas y se enfureció al pensar que el Erebus continuaba rondando Por aquellas aguas y quebrantando impunemente las leyes. Varias veces, al echar anclas frente a alguna aldea del litoral de Alaska, descubrió que el Erebus había pasado por allí con su carga de ron y melaza y se había quedado con el marfil y las pieles de los últimos dos o tres años.

Incapaz de alcanzar o de sancionar al merodeador, Healy tuvo que regresar tristemente a San Francisco e informar: «El bergantín Erebus, al mando del capitán Schransky, de New Bedford, ha estado vendiendo ron a los nativos, se ha dedicado a la caza pelágica y ha saqueado las colonias de focas, sin que lograra apresarlo el barco guardacostas, a pesar de los intentos». Incluso con su nueva y más potente embarcación, Healy, el negro, no había conseguido capturar a Schransky, el nórdico.

No obstante, cuando un titán (y Mike Healy lo era) emprende valientemente la batalla, a menudo se le une otro dispuesto a prestar ayuda y entre los dos, aunque se conozcan sólo desde poco tiempo atrás, llegan a hacer milagros. Una fría tarde de febrero, desde el territorio montañoso que rodea Deadhorse, en Montana, se aproximaba a Alaska el segundo coloso.

Sheldon Jackson era un hombre extraño. Viajaba solo, aunque en el último pueblo le habían advertido que amenazaba ventisca. Tenía cuarenta y tres años, y llevaba barba y un espeso bigote para tener un aspecto más severo; este asunto le preocupaba mucho, porque quería causar buena impresión a los desconocidos, pese a su diminuta estatura. Su altura exacta era siempre objeto de discusiones: sus detractores, que eran muchos, aseguraban que no llegaba al metro y medio, lo cual era ridículo, mientras que él se atribuía un metro sesenta, cosa igualmente absurda; como solía ponerse alzas en los zapatos, aparentaba un metro cincuenta y cinco. De todos modos, cualquiera que fuese su estatura, a menudo parecía un enano rodeado de hombres mucho más altos.

En aquel momento intentaba abrirse paso entre la nieve que comenzaba a caer, aunque no dudaba de que sería capaz de llegar a su destino antes del anochecer: «Dios me quiere allí», se decía. Con esto tenía suficiente para darse ánimos, porque era misionero de la Iglesia presbiteriana y estaba absolutamente convencido de que Dios le reservaba una tarea importante, y cada vez tenía mayores sospechas de que sería fuera de los Estados Unidos donde iba a lograr sus milagrosas conversiones. Por eso, cuando subió a lo alto de una colina desde donde pensaba que iba a ver el pueblo de Deadhorse, de trescientos ochenta y un habitantes, y no se encontró ante las luces de ninguna ciudad, sino con una colina más alta que la anterior, se limitó a reacomodar la pesada mochila, irguió sus frágiles hombros y dijo en voz alta:

—Muy bien, Señor. Seguramente has escondido el pueblo al otro lado de esta colina. —Y continuó avanzando a través de la ligera nieve, que ya comenzaba a arremolinarse, deteniéndose de vez en cuando para limpiarse las gafas de montura metálica.

La pendiente era bastante pronunciada, cosa que él se explicó como una protección que Dios había dispuesto alrededor del pueblo; no flaqueó su entusiasmo ni siquiera al llegar al pie de la montaña y comenzar a remontarla, porque le resultaba inconcebible que Deadhorse no estuviera más allá de la sierra. Mientras subía a la cima arreció la nevada, pero Jackson, en lugar de preocuparse, pensó: «Es una suerte que falte tan poco para llegar, Porque la tormenta podría ponerse fea», continuó la difícil ascensión, tan arraigado en su fe como en la época en que cumplía su labor misionera en las montañas de Colorado o en las llanuras de Arizona.

Cuando estaba llegando a lo alto de la colina, le alcanzó una ráfaga de nieve arrastrada por el intenso viento que aullaba por encima de la cumbre; por un momento, los pequeños pies de Jackson tropezaron y resbaló para atrás, pero en seguida recuperó la seguridad y consiguió subir hasta la cima. Allá abajo, tal como esperaba, vio las lucecitas de Deadhorse.

Se encontró entonces con un problema mucho más serio: delante de él no había un pueblo de trescientos ochenta y un habitantes, sino una aldea formada por ocho casas diseminadas. La información que le habían facilitado los presbiterianos en la última población donde se había detenido era totalmente errónea, pero como eran presbiterianos, no cabía pensar mal de ellos: «Tal vez nunca se hayan desplazado personalmente hasta aquí».

Llevaba en el bolsillo el nombre de la persona a la que tenía que dirigirse: Otto Trumbauer. «Suena más a luterano que a presbiteriano», se dijo. Se detuvo delante de la primera casa para preguntar por los Trumbauer, y allí le explicaron:

—Usted debe de ser ese misionero que dijeron que venía. Trumbauer le está esperando. Vive dos casas más allá.

Al llamar a la puerta de los Trumbauer, ésta se abrió de golpe y se oyó un cordial saludo:

—¡Padre, le estábamos esperando para cenar! —Y le hicieron entrar en la acogedora habitación.

La señora Trumbauer, una robusta mujer de unos cuarenta años, comentó mientras cerraba la puerta:

—Llega usted justo a tiempo. Deje esa mochila y quítese el abrigo.

El hijo veinteañero y una joven delgada que parecía ser su esposa le ayudaron a desprenderse de las gruesas prendas y le acomodaron ante la mesa preparada.

Durante la cena, Jackson se enteró de las malas noticias, porque Trumbauer padre explicó:

—Debe de haber algún error. Aquí somos sólo ocho familias: dos de ellas son católicas, dos, ateas, y de las otras cuatro, sólo tres tenemos algún interés en que se instale una iglesia presbiteriana.

Jackson apenas pestañeó al escuchar la sombría relación:

—Jesús no comenzó con doce discípulos. La Iglesia avanza con los soldados de que disponga, y ustedes dos, señores, parecen valientes.

Insistió en que fueran a buscar esa misma noche a las otras dos familias presbiterianas, de modo que el primer oficio de la iglesia presbiteriana de Deadhorse se celebró mientras fuera soplaba una ventisca que formaba montones de nieve.

Los varones adultos, a quienes correspondía construir la iglesia, no tenían demasiadas ganas de entregarse a la tarea, por pequeño que fuera el edificio; pero Jackson se mostró inflexible: le habían enviado a Deadhorse para instalar una iglesia presbiteriana y estaba decidido a cumplir con su obligación.

—Me parece que he organizado más de sesenta congregaciones y he ayudado a construir por lo menos treinta y seis iglesias al oeste del Mississippi; ahora se me han encomendado todos los estados del norte, desde el oeste de Iowa. Este pueblo tan bonito es un sitio ideal para establecer una iglesia de la que dependa toda la zona.

Durante las semanas siguientes, los dos hombres de la familia Trumbauer quedaron impresionados por la fortaleza física y moral de aquel hombrecillo que había atravesado a pie las montañas para vivir con ellos mientras construían una iglesia. Trabajaba como el más fornido de los aldeanos, y los domingos pronunciaba unos inspirados sermones que duraban más de una hora, aunque toda su congregación no constaba más que de tres familias: Sin embargo, la situación varió en cuanto Jackson hizo una visita a las dos familias ateas, quienes le informaron de que eran más bien agnósticas.

—Vengan al oficio del domingo —les rogó—. No es necesario que crean, sólo que escuchen el mensaje. No pasaremos el cepillo —añadió, con la falta de tacto que le caracterizaba, intentando bromear.

Como se había mostrado muy sincero al invitarles, una de las familias se presentó en casa de los Trumbauer para escuchar el sermón del domingo siguiente, que trataba sobre el cometido del misionero. Durante la comida que celebró después la comunidad, Jackson confesó el origen de su asombrosa energía:

—En mi primer año de estudios en el Union College, allá en el este, escuché un llamamiento: «Sheldon, hay personas, al otro lado del mar, que no conocen los Evangelios. Ve con ellos y llévales Mi Palabra Sagrada».

—Pero usted no se fue al otro lado del mar. Nos ha dicho que estuvo destinado en Arizona y Colorado.

—Cuando me licencié en la facultad de Teología de Princeton, me presenté ante una comisión examinadora para ir a las misiones extranjeras, pero me dijeron: «Es usted demasiado débil y enfermizo para servir en el extranjero»; por eso me enviaron a Colorado, Wyoming y Utah, donde ayudé a construir iglesia tras iglesia, y ahora estoy en una de las regiones más duras: Montana e Idaho.

—¿A qué se refiere usted —preguntó un joven— cuando dice que escuchó un llamamiento?

—A veces sucede —contestó Jackson, con sorprendente vehemencia— que uno está solo en una habitación, o quizá está rezando, y Jesucristo en persona entra en el cuarto y dice (su voz suena tan clara como una campana): «Sheldon, quiero que lleves a cabo mi tarea». A partir de entonces, uno se encamina en esa dirección y le es imposible apartarse. —Como nadie dijo nada, concluyó—: Una voz así fue la que me hizo venir a Deadhorse, donde Jesucristo quería que se construyera una de Sus iglesias. Y, gracias a ustedes, no a Mí, vamos a construirla.

Era demasiado modesto, porque colaboró en gran medida en la construcción del pequeño edificio de troncos: llegó a trabajar hasta diez horas al día, en las tareas más duras; a veces, las mujeres se reían al verle venir por el camino, sujetando el extremo de un tronco, mientras algún corpulento mocetón se esforzaba en sostener el otro extremo. Si conseguía una de las escalas de mano, se ponía a manejar el martillo; pero todos los domingos estaba listo para su sermón: si se hubieran recogido en un opúsculo los que pronunció en Deadhorse, habrían ofrecido una exposición lógica de la filosofía que subyace bajo el esfuerzo de los misioneros.

Pero lo que impresionaba especialmente a esas tres familias de la localidad era que el hombrecillo, además del trabajo cotidiano y de los sermones dominicales, muchas noches, después de la cena, se ponía a escribir largos artículos para un célebre periódico religioso que había fundado en Denver y del cual aún se consideraba responsable. Cuando estaba a punto de acabar la construcción de la iglesia de madera, los Trumbauer y sus amigos presbiterianos decidieron que Jackson era un verdadero santo, un perfecto cristiano, y se sintieron contentos por haberle conocido. Al acercarse el momento de que el sacerdote se marchara hacia otra ciudad de Idaho en la que se necesitaba una iglesia, la señora Trumbauer dijo:

—En esta casa no ha habido nunca un hombre, ni mi padre, ni siquiera Otto, que me causara menos problemas. Sheldon Jackson es un santo. —Después añadió—: ¿No sería mejor decírselo? Si se entera más adelante se le partirá el corazón.

Las otras familias lo discutieron en sus casas y llegaron a la conclusión de que, si se tenía en cuenta tanto el aspecto práctico como las reglas del honor, lo mejor sería terminar la iglesia, organizar una gran ceremonia de consagración y decírselo después; de modo que siguieron este plan.

Al aproximarse el momento de consagrar la iglesia al culto de Jesucristo, Jackson fue a ver a las familias que no eran religiosas y les suplicó humildemente que participaran en la ceremonia:

—Es por el bien de toda la comunidad, no solamente de los presbiterianos.

Luego, sin hacer caso de su orgullo y sus creencias, olvidó el continuo combate que libraba contra católicos y mormones, visitó a las familias católicas y las invitó también a la celebración, con argumentos muy similares:

—Voy a consagrar una iglesia, y ustedes pueden ayudar a que la comunidad prospere.

Se mostró muy persuasivo, de modo que el jueves (se había elegido ese día a propósito, para que tanto los agnósticos como los católicos pudieran asistir, cosa que hicieron) pronunció un sermón extraordinaria mente lleno de cordialidad y devoción. Acalló sus exhortaciones habituales; quien le estuviera escuchando, creería que la religión presbiteriana no tenía ningún enemigo en todo el mundo y que no estaba en conflicto con ninguna otra secta cristiana. Por encima de todo, deseaba que su iglesia se convirtiera en agente del bien para una comunidad que, sin duda alguna iba a crecer.

Durante el banquete, Jackson circuló de familia en familia, sin olvidar a ninguna de las ocho, asegurándoles que la inauguración de la iglesia llevaría un nuevo amanecer a Deadhorse; su propia retórica le convenció y, al ver lágrimas en los ojos de las mujeres presbiterianas, pensó que eran lágrimas de alegría por la victoria del cristianismo.

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