Alaska

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VII. GIGANTES EN EL CAOS

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Al ir enumerando otras condiciones del acuerdo, parecía uno de los seguidores de Jesucristo, tal como aparecen en los Hechos de los Apóstoles, en el momento de distribuir las responsabilidades misioneras de la incipiente iglesia cristiana:

—Nuestros buenos amigos baptistas se quedan con la isla de Kodiak y con el territorio más próximo. Las Aleutianas, donde hay mucho por hacer, corresponden a los metodistas. Los episcopalianos continuarán la obra que inició hace décadas la iglesia anglicana de Canadá, su allegada, en el curso alto del Yukón. Los congregacionistas se han ofrecido para encargarse de una zona muy difícil: el cabo Príncipe de Gales. Y una excelente iglesia que ustedes quizá no conozcan, la de los moravos alemanes de Pensilvania, llevará la Palabra de Dios a la cuenca del río Kuskokwim.

Más adelante se desencadenó una oleada de entusiasmo ecuménico, y más confesiones se ofrecieron a participar en el gran acuerdo: los cuáqueros de Filadelfia, que estaban siempre a la vanguardia en ese tipo de obras, recibieron Kotzebue y una región minera cercana a Juneau; los evangelistas suecos, Unalakleet; los católicos romanos, el amplio territorio que rodeaba la desembocadura del Yukón y en donde habían trabajado antes los misioneros ortodoxos rusos. La repartición de Alaska constituyó un extraordinario ejemplo de lo mejor del ecumenismo, y el mérito correspondió principalmente a Jackson.

Sin embargo, por muy nobles que sean los acuerdos verbales, son algo completamente distinto a la puesta en práctica: pasaron años sin que las principales iglesias estadounidenses cumplieran con sus promesas. No se había creado ninguna misión bautista ni metodista, ni siquiera una de los cuáqueros. Desesperado al ver que los indígenas de Alaska se corrompían porque se les había negado la Palabra divina, Jackson suplicó a las iglesias más importantes que entraran en acción, si bien no obtuvo ningún resultado. Viajó a Filadelfia para hablar con los cuáqueros, seguro de que lograría convencerles de que se trasladaran al norte, pero no consiguió nada. En estado de desesperación moral, Jackson pasó una calurosa noche del mes de agosto de 1883 en la ciudad de los cuáqueros, redactando una carta para la iglesia morava, cuya sede estaba en la cercana localidad de Bethlehem: les rogaba que prosiguieran en Alaska la noble tarea que habían iniciado con los esquimales del Labrador, pero, una vez más, la única respuesta a sus esfuerzos fue el silencio.

No obstante, su carta debió de causar algún efecto en los fieles alemanes de Bethlehem, ya que el invierno siguiente, cuando viajó a los Estados Unidos, Jackson recibió sin previo aviso una invitación para visitar Bethlehem y exponer ante los moravos su punto de vista sobre las necesidades de Alaska. El misionero tomó rápidamente un tren en Filadelfia y se encaminó hacia el norte, hasta la bonita y antigua ciudad, típicamente alemana, donde pronunció uno de sus discursos más inspirados.

—La iglesia morava ha estado siempre a la vanguardia de la obra misionera —explicó Jackson a su audiencia—. Es algo propio de vuestra tradición y de vuestro espíritu. Esta vez, recibís de nuevo un llamamiento de Dios: «Los esquimales de Alaska languidecen sin Mi Palabra Sagrada». ¿Osaréis negaros?

Aquella noche, los serios ciudadanos encargados de la iglesia decidieron enviar a fines de 1885 una misión de exploración al río Kuskokwim, formada por cinco granjeros jóvenes y piadosos (tres hombres y dos mujeres). Cuando vieron el gran río gemelo del Yukón y comprobaron que sus gentes estaban ansiosas de recibir medicinas, enseñanza y cristianismo (pues consideraban que eso explicaba la prosperidad de los blancos), los jóvenes misioneros escribieron a Bethlehem: «Aquí se nos necesita». A su debido tiempo, les siguió uno de los mejores grupos de religiosos que trabajaron jamás en Alaska, con lo que se derribó la barrera de indiferencia. Los cuáqueros se apresuraron a ocupar las zonas que les correspondían; después fueron los bautistas y los metodistas; en poco tiempo, Alaska quedó salpicada de misiones, a menudo perdidas en lugares remotos, que contribuirían con el tiempo a civilizar la Tierra Grande.

Un día, cuando Jackson estaba trabajando en Sitka, se adentró en el estrecho el nuevo guardacostas Bear; antes de que pudiera anclar, el misionero había tomado una decisión que resultó de gran importancia para la historia de Alaska: «Me gustaría navegar en un barco como ése». Al mediodía había ya presentado el permiso de viaje al primer oficial, que miró por encima del hombro al extraño hombrecito y le dijo:

—Este asunto tendrá que resolverlo el capitán.

El misionero entró por primera vez en el camarote del capitán Mike Healy, que había empezado a emborracharse tan pronto como el Bear había llegado a Sitka, y que en aquel momento estaba sentado, con el loro encima de un hombro. Muy molesto por la inesperada intromisión, Healy profirió una sarta de brutales juramentos mientras fulminaba a Jackson con la mirada.

—Y ahora ¿qué coño quiere usted? —concluyó.

Si la embestida hubiera acobardado al pequeño misionero, se habría terminado cualquier posibilidad de relación entre los dos hombres; pero Jackson era muy osado: se irguió, adoptó una postura digna y exclamó en tono grandilocuente:

—¡Capitán Healy, soy un sacerdote y no tolero que el nombre de Dios sea profanado en mi presencia! Además, también he venido a Alaska para acabar con el tráfico de licores, y usted, señor, está borracho.

—Tiene usted razón, reverendo… —comenzó a decir Healy, sorprendido ante aquel gallito.

Pero en aquel momento el loro soltó unas cuantas palabrotas de su propia cosecha, y Healy le asestó tal coscorrón que el animal corrió a refugiarse en su percha, tan rápidamente que pareció que iba a perder las plumas.

—¡A ver si te callas, tú! —Después Healy se ocupó del visitante—. ¿Qué dice su documento, reverendo?

—Está extendido por el Departamento del Tesoro y confirma que puedo viajar gratuitamente a bordo de su barco cuando el cumplimiento de mis funciones lo requiera.

—¿Y cuáles son sus funciones?

—Llevar a los esquimales la Palabra de Dios. Educar a los niños de Alaska. Y acabar con el tráfico de licores.

Para asombro de Jackson, Mike Healy, a quien la educación había salvado la vida, se levantó de su asiento, tambaleándose, le tendió la mano y prometió apoyarle, cosa que hizo durante veinte años:

—Estoy de acuerdo con usted, reverendo. La educación salva las almas, Y el alcohol es la maldición de los indígenas de Alaska.

—Parece que a usted le ha maldecido también, capitán.

—Sólo en mi vida privada. Como capitán de este barco, una de mis principales funciones es acabar con el tráfico de

hooch.

—¿Qué es eso del

hooch?

—Un licor, un auténtico matarratas. Destroza a los esquimales. Ha exterminado aldeas enteras. —Healy se dejó caer de nuevo en la silla, alargó la mano hacia un vaso que Jackson no había visto hasta entonces y acabó de vaciarlo. Luego levantó la vista con una sonrisa pícara y dijo—: Traiga su equipaje a bordo. A las cuatro zarpamos rumbo a Kodiak y Siberia. —Éste fue el principio de la colaboración entre aquellos dos hombres singulares.

Healy medía un metro ochenta y cinco, era cinco años más joven y veinte veces más fuerte; Jackson medía exactamente treinta centímetros menos, de modo que su cabeza no alcanzaba la altura de la nuez de Healy. El capitán era católico romano, y sus hermanos y hermanas ocupaban puestos de importancia en esta religión; Jackson era un devoto presbiteriano que despotricaba contra los católicos, como había hecho en su momento John Knox. Healy era un negro de Georgia que según la ley debería haberse convertido en esclavo; Jackson era producto de la agitación religiosa y social que se había extendido por la zona rural del norte del estado de Nueva York (de la misma fuente surgieron Elizabeth Cady Stanton, Lucretia Mott y Joseph Smith, a quien fueron revelados los secretos del mormonismo) y pensaba que los negros, los indios y los esquimales eran seres humanos dignos del amor de Dios, pero no de la equiparación social con los blancos. Healy era aficionado a blasfemar y a emborracharse; Jackson, un hombre estricto que consideraba su deber aleccionar a los infieles y liberarlos de su locura. Había enormes diferencias entre ellos, y no vacilaban en exhibirlas.

Sin embargo, compartían tres opiniones, lo que prevaleció sobre todas las diferencias: los dos pensaban que se podría gobernar Alaska si algún hombre de buena voluntad quisiera intentarlo; estaban dispuestos a ofrecerse para cumplir con este cometido, y ambos querían que se tratara con respeto a los indígenas.

Su amistad se consolidó durante la primera travesía que realizaron juntos, porque cada vez que se encontraban ante una dificultad, parecía que se daban cuenta inmediatamente de las implicaciones morales y, de una manera asombrosa, cada uno aprobaba lo que el otro sugería. El capitán Healy ya no tenía que impartir justicia solo, surcando los mares a bordo de un mugriento barco aduanero, porque ahora el noble Bear llegaba a puerto echando bocanadas de humo, con su digno capitán a bordo, asistido por un presunto doctor en teología. Healy y Jackson formaban una impresionante pareja de titanes que circulaba por una región anteriormente infestada de enanos, y su autoridad quedaba establecida tan pronto como el Bear llegaba a una nueva aldea.

En su primer viaje juntos, pusieron orden en Kodiak y llevaron provisiones a la guarnición rusa de Petropávlovsk; en la costa siberiana, dictaron sentencia sobre diversos asuntos y, finalmente, fueron a parar al cabo Navarin, donde la gente salió a recibirles en canoas tan pronto como se enteraron de que volvía el capitán Healy, pues recordaban los generosos regalos que les había hecho en su último viaje. Healy pidió a Jackson que desembarcara, ya que quería enseñarle los rebaños de renos, que proporcionaban abundante comida a los siberianos; al principio, el misionero no comprendió la importancia de la visita, porque todavía no había visto a los esquimales de Alaska que se morían de hambre, sin comida para el invierno.

—¡Renos! —exclamó Healy—. Podríamos cargarlos en el Bear y, con buen viento, desembarcarlos dos días después en Alaska.

—¿Sería posible?

—Podríamos hacerlo ahora mismo, si tuviéramos autorización y dinero para comprar los excedentes de esta gente.

La perspectiva de salvar vidas en Alaska gracias a la experiencia siberiana entusiasmó a los dos estadounidenses; después de reunir a los pastores de cabo Navarin, Healy intentó convencerles de la posibilidad de comerciar con renos entre las dos orillas del mar de Bering.

—Cuando vuelva usted a Washington, averigüe si podemos conseguir fondos —dijo Healy a Jackson, al ver el interés que mostraron los pastores cuando el capitán les explicó lo que recibirían a cambio de los animales.

—¿Tanta falta hacen los renos?

—Ya lo verá usted mismo.

Después de atravesar el mar de Chulcotsk desembarcaron en una serie de poblaciones (Barrow, Desolation, Point Hope, cabo Gales), en las que Jackson pudo comprobar la devastación provocada por la falta de reservas de alimentos; esto le llevó a tomar una determinación firme:

—Capitán Healy, usted y yo tenemos que hacer dos cosas para salvar a los esquimales: construir una misión, con su propia escuela, y proporcionarles renos.

En el trayecto de regreso, el Bear cambió de rumbo para hacer escala en la isla de San Lorenzo, donde Healy mostró a su amigo misionero la destrucción que habían causado el ron y la melaza del Erebus. Jackson se horrorizó al ver los esqueletos, que continuaban esparcidos por el suelo; por la noche, cuando el tenaz Bear retomó su camino hacia el sur, se fue a hablar con el capitán Healy, que dirigía el barco a través del mar de Bering:

—Capitán, usted mismo descubrió las ruinas de estas aldeas y sabía cuál era la causa; no entiendo cómo puede seguir bebiendo.

—No soy perfecto —dijo Healy—. Y usted tampoco lo es, de lo contrario, no habría tanta gente furiosa… quiero decir, disgustada con usted.

—Borrachos, mineros sin escrúpulos, la gentuza de Sitka… Me alegro de que sean mis enemigos, capitán.

—Me refiero a gente de orden. ¡Bueno, antes de conocerle, oí hablar mucho de usted en Seattle!

—A mí me hizo venir al mundo Dios para que ejecutara Su voluntad, y tengo que hacerlo a mi manera.

—Yo no tengo ni idea de quién me hizo venir al mundo. Estoy aquí para gobernar un barco, y lo hago a mi manera.

De esa forma aquellos dos hombres imperfectos, cada uno de los cuales tuvo enemigos mientras ejerció su trabajo en Alaska, continuaron navegando hacia el sur, imaginando las cosas que esperaban conseguir: convertir a los esquimales, imponer orden en el mar, llevar a Alaska renos siberianos, educar, educar y educar…

Los dos estaban de acuerdo en cuanto a este último ideal, como demostraron los trágicos sucesos ocurridos durante el segundo viaje que realizaron juntos.

—Usted no me habló del Erebus hasta llegar a San Lorenzo, capitán, pero le carcome el alma, ¿no es cierto? —preguntó Jackson, una fría noche de octubre, pocos días después de zarpar.

—Así es.

—¿Le importaría explicarme por qué?

Healy, con una sarta de blasfemias, relató la interminable lucha librada contra aquel barco traidor y la crueldad con que desobedecía las leyes que debían proteger, además de a los esquimales, a las morsas y las focas:

—En primavera ronda por esta zona, contraviniendo las leyes de todos los países, y espera a que las pobres focas preñadas pasen nadando cuando se dirigen a criar al norte; entonces les dispara con rifles, las mata y les arranca las crías para vender en China las pieles, que son muy suaves.

—Habría que acabar con él —aseguró Jackson.

—Con este barco sí que podría acabar con él —respondió Healy. Y se encerró en su camarote, donde se emborrachó.

Los últimos días del viaje, Jackson pasó mucho tiempo en cubierta, con su pequeño cuerpo envuelto en prendas de piel de foca compradas en Siberia. Si los marineros le preguntaban qué estaba haciendo, contestaba con evasivas, porque se había empeñado en algo insensato: quería divisar el Erebus, un barco que ya odiaba, aunque no lo había visto nunca. Un atardecer distinguió una embarcación de color negro, o que así lo parecía, bastante lejos, al oeste de su barco, y se apresuró a informar al capitán Healy.

—¡Es ese hijo de puta! —exclamó Healy—. Mire: con el catalejo se ve su pelo blanco.

Emil Schransky, al mando de su barco criminal, había visto al Bear mucho antes de que le vieran a él. Había oído decir que Healy tenía un nuevo patrullero, pero no daba crédito a las historias que la gente contaba sobre la embarcación, y además despreciaba a su comandante:

—No podrá vencerme ningún maldito negro.

Sin embargo, cuando acababa de desplegar las grandes velas negras para jugar al gato y al ratón, como había hecho en el pasado con las lentas embarcaciones que Healy había usado hasta entonces, cayó en la cuenta de que esta vez se enfrentaba a un barco muy diferente. Vio la chimenea, que despedía una negra nube de humo, las enormes velas cuadradas, abiertas para recoger el viento, y, lo que más miedo le dio, la impresionante proa, reforzada con madera de roble y de carpe.

—¡Listos para escapar! —gritó, demasiado tarde.

Mientras los marineros desplegaban como podían el último grupo de velas, vieron con consternación que el Bear les había burlado, pues había cambiado de rumbo rápidamente y avanzaba directamente hacia ellos.

—¡Va a tratar de embestirnos! —gritó Schransky, sin ocultar su temor.

Tenía razón, porque Mike Healy, el capitán negro al que tanto despreciaba, se disponía a golpear con la peligrosa proa de su barco justo en el centro del Erebus.

—¡Todo a babor! —chilló Schransky al timonel.

El hombre trató de maniobrar de manera que el barco oscuro tomara un rumbo paralelo al del Bear y éste pasara junto a él sin causar daños, como en los duelos que habían mantenido otras veces. En esta ocasión, sin embargo, Healy pudo poner en práctica sus viejos trucos con un barco nuevo y potente; de pie en el centro del barco, con el loro chillando sobre el hombro, dio unas pocas órdenes al timonel, que viró bruscamente el guardacostas y lo hizo chocar con gran estruendo contra el Erebus. La proa del Bear, impulsada por el motor, hizo astillas la cuaderna de su siniestro enemigo y quedó encajada en sus entrañas.

—¡Artilleros, listos para barrer las cubiertas! ¡Marineros, al abordaje! —ordenó serenamente, tal como había ensayado, Mike Healy, el perdedor de tantas batallas anteriores.

Schransky, atónito, anulado por un barco mejor y gobernado por un capitán más astuto, tuvo que rendirse y contemplar en silencio cómo invadían su buque los victoriosos hombres de Healy.

Cuando el Bear abordó el Erebus, Healy saludó al capitán, tal como era acostumbrado; después sonrió fríamente a Schransky mientras le apuntaba con el revólver, y envió a sus marineros al interior del barco capturado. Todas sus humillaciones anteriores quedaban sobradamente vengadas, y ambos capitanes lo sabían.

Los oficiales de Healy encontraron los barriles de ron y melaza; unos marineros encontraron las bodegas llenas de pieles de foca.

—¡Échenlo todo por la borda! —ordenó Healy.

La tripulación de Schransky contempló en malhumorado silencio cómo abrían los toneles y arrojaban el contenido por los imbornales. En cuanto a las pieles de foca capturadas ilegalmente, que valían una fortuna en Cantón, fueron a parar al fondo del mar de Bering.

Sheldon Jackson no se atrevió a dejar el Bear y subir al Erebus hasta ese momento; cuando el capitán Schransky vio al misionero, vestido con su ridículo uniforme de pieles de foca, vociferó:

—¿Quién diablos es éste?

—El hombre que nos ha traído hasta aquí —respondió Healy—, y el primero que les ha visto.

—Pues arrójelo también por la borda —refunfuñó Schransky.

—Mire mi barco, Schransky. —Healy pronunció su ultimátum—. Observe el motor, y la proa que ha abierto un boquete en su embarcación. Empieza una época nueva en Alaska, Schransky. Si le vuelvo a ver por el mar de Bering, le atraparé, le embestiré y le enviaré al fondo del océano, con toda la tripulación.

Mientras se hacía de noche, Healy se quedó de pie, dando órdenes para apartar el Bear del agujero abierto en el Erebus, era cinco centímetros más bajo que el alemán y mucho más moreno, pero hablaba con la autoridad que había alcanzado después de muchos años y muchas derrotas: por fin mandaba él en el mar de Bering, y estaba decidido a que siguiera siendo así. Cuando regresó a su barco, Jackson permaneció en el Erebus, ya que el pequeño Misionero quería endilgar unos cuantos sermones al corpulento y rubio capitán, especialmente sobre las aldeas arrasadas en la isla de San Lorenzo; iba a iniciar su amonestación, pero cuando miró aquella cabezota gigantesca, mucho más alta y dura que la suya, pensó que sería mejor callarse Y, sin decir palabra, atravesó con cuidado la cuaderna destrozada y volvió a su camarote.

La consecuencia del segundo viaje que Jackson realizó con Healy fue que las misiones dejaron de estar instaladas en chozas de barro y se convirtieron en iglesias y escuelas de verdad. El robusto Bear zarpó del estrecho de Sitka lanzando chispas por la chimenea, con la cubierta llena de tablones, Puertas y vigas hasta en el último rincón; además, le seguía una vieja goleta cargada con más material.

Aquel año, el Bear no se detuvo en puertos cómodos, como Kodiak o Dutch Harbor, sino que continuó avanzando por el mar de Bering, entre fuertes tormentas, hasta hacer una primera escala en el cabo Príncipe de Gales, donde un par de misioneros congregacionalistas llevaban dos años intentando sobrevivir en una choza semienterrada. El cuatro de julio, Día de la Independencia, el Bear echó el ancla y los sorprendidos jóvenes vieron bajar del barco tres botes cargados con maderos. Cuando los marineros desembarcaron y descargaron el material, no se limitaron a dejarlo en la playa para que lo tomaran los misioneros, sino que fueron con ellos y esa misma tarde comenzaron a construir una iglesia y una escuela.

Al atardecer, como si viniera a celebrar la festividad, llegó la goleta con la mayor parte de las tablas; a la mañana siguiente, el capitán Healy en persona se unió a los trabajadores, mientras el doctor Jackson corría de aquí para allá y ayudaba a excavar los cimientos de las paredes. Toda la tripulación del Bear, excepto el cocinero, participó en la construcción de la iglesia y, al cabo de ocho días, entregaron a los atónitos misioneros un centro desde el que podían comenzar a evangelizar la región.

El Bear se dirigió a Point Hope, una de las aldeas más aisladas del mundo, y los marineros que desembarcaron para construir la misión conocieron a los mosquitos de Alaska; los había de tres tipos, cada uno más salvaje que el otro, y cada variedad vivía durante tres semanas, a finales de primavera y principios de verano. Llegaban una detrás de otra, como si dijeran: «Enviaremos a los pequeños para poner nerviosa a la gente, después, a los medianos, y tres semanas después, a los más grandes». Eran unos enemigos despiadados, que se colaban entre las aberturas de la ropa y clavaban profundamente el aguijón, hasta volver prácticamente locas a algunas de sus víctimas.

—¿Qué se hace cuando atacan estos bichos? —preguntó un marinero al misionero solitario.

—Dar gracias por que sólo duren nueve semanas —respondió.

—¡Quiero volver al cabo Gales, a la civilización! —sollozó el marinero.

El segundo día que llevaban anclados allí, Healy y Jackson se reunieron con los que trabajaban en tierra, y, a pesar de los mosquitos, muy pronto construyeron otra robusta iglesia; pero la madera más resistente la guardaron para la siguiente escala, en la lejana Barrow, allí donde se termina el mundo, donde el océano Ártico permanece nueve meses al año cubierto de hielo, donde el sol se queda tres meses completamente oculto y apenas se asoma en cinco meses. Los marineros conocieron en ese lugar a un misionero que se esforzaba por poner en práctica la idea de Jackson sobre el avance de la civilización, que consistía en llevar los Evangelios hasta los rincones más remotos del mundo.

Gracias a la convincente intervención del capitán Healy, se les permitió utilizar provisionalmente como escuela y misión parte de un edificio del gobierno, hasta que los marineros levantaron una construcción normal, aunque con la solidez necesaria para soportar el rigor del clima de Barrow.

Aquel año, ninguna casa asomaba más de un metro por encima de la superficie. Healy y su tripulación trabajaron con especial cuidado para que el edificio de la misión presbiteriana pudiera resistir durante décadas la atmósfera del Ártico. Al cabo de once días dejaron en manos del joven misionero una obra maestra de la arquitectura rural, una iglesia que iluminaría la aldea cuando llegaran en junio los barcos balleneros, a los que atraparía el hielo si en octubre seguían allí.

Poco después de salir de Barrow, tras disparar una salva para despedirse de la nueva iglesia, que sobresalía entre las chozas de la aldea como si fuera un hermoso volcán, el Bear viró en dirección a la costa y ancló frente al ventoso Pueblecito de Desolation, cuyos habitantes se apiñaron en la playa para saludar al capitán que tanto había hecho por la seguridad y la prosperidad de su población. Healy les saludó a todos con la mano, pero al no ver a cierto individuo preguntó:

—¿Dónde está Dmitri?

—Ahora es el padre Dmitri —contestó un aldeano—. Ahí viene.

Dmitri, al considerar la posibilidad de que, a causa de su terquedad, la aldea se quedara sin aquellos bonitos edificios que tanta falta hacían, se Sintió muy afligido y quiso consultarlo con su madre. Se sorprendió cuando la mujer sacó, de entre las cosas de valor que guardaba envueltas en una tela, detrás de una de las tablas de la choza excavada, la medalla que el capitán Healy había regalado a su hijo varios años antes:

—Te la dio porque te comportaste como un valiente. Tienes que seguir siendo valiente, sin dejar que ese pequeñajo te obligue a renunciar a la religión de tu padre.

Ante su insistencia, Dmitri esperó a que el reverendo Jackson estuviera ocupado con los planos de la escuela, pues pensaba construirla, a pesar de sus amenazas, convencido de que Dmitri acabaría por apreciar las enormes ventajas de convertirse en presbiteriano, tanto para sí mismo como para la aldea. Tras asegurarse de que Jackson no le veía, Dmitri subió al pequeño

umiak en el que navegaba el día que llegó el Bear, y no tardó en llegar al barco. Pidió permiso para hablar con el capitán, y le hicieron pasar al camarote de Healy; se sorprendió mucho al ver el loro, así como al comprobar que el capitán estaba casi borracho. Pero Healy, que era un buen católico, al enterarse de lo que pretendía su buen amigo el misionero (que un devoto ortodoxo ruso se convirtiera al presbiterianismo), recobró de inmediato la sobriedad, subió al

umiak de Dmitri y ordenó al joven sacerdote, o postulante, que le llevara a tierra. Una vez allí, corrió al sitio donde se estaba construyendo la escuela y asió a Jackson por las pieles de foca que le envolvían el cuello.

—¿Qué demonios pretende que haga el chico, Sheldon? —quiso saber.

Jackson intentó explicarse confusamente; la señora Afanasi, que llegó a toda prisa, le acusó de secuestro, y Dmitri, que no esperaba semejante incidente, se sintió avergonzado por la situación.

Durante dos días se prolongó la agotadora discusión entre Jackson y Healy: el misionero argumentaba que, ya que había traído él la madera para las construcciones, tenía derecho a decidir el tipo de edificio que albergarían. El capitán contestaba, con igual convicción, que, puesto que el material había llegado en el barco que estaba a su cargo, le correspondía a él el privilegio de decidir cómo se utilizaría. Por desgracia, no conocía muy bien el funcionamiento del sacerdocio en la religión ortodoxa rusa, y se quedó perplejo, el segundo día, al enterarse de que Dmitri pensaba casarse con una muchacha esquimal que era pagana, por no decir algo peor. Sus hermanos, que ocupaban altos cargos en lo que él consideraba la verdadera iglesia católica, no pensaban en casarse; tampoco sus hermanas, que eran monjas. Se dijo que una religión que permitiera casarse a los sacerdotes tenía que estar completamente equivocada.

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