Alaska

Alaska


XII. EL ANILLO DE FUEGO

Página 117 de 123

Los dos hombres (el uno japonés, el otro ruso) no se conocían entre sí y cada uno ignoraba la existencia del otro. Pero ambos tenían en la pared de su estudio un gran mapa donde se veían todas las naciones que rodeaban el Pacífico: desde Chile, en el extremo sudeste, pasando por México y Estados Unidos al este, Siberia y Japón por el oeste, y descendiendo por el sudoeste hasta Indonesia, Australia y Nueva Zelanda. Era un territorio colosal, más aún teniendo en cuenta la proliferación de puntos rojos y negros que sembraban la circunferencia de ese vasto océano. En realidad, el mapa daba la impresión de que cien abejas habían picado sitios como Colombia, Kamchatka y las Filipinas, levantando feas ronchas rojas. Eran los grupos de volcanes, apagados y activos, que encerraban el Pacífico en un anillo de fuego. Eran las altas montañas explosivas, con nombres tan poéticos como El Misto, Cotopaxi, Popocatepetl, Monte Shasta, Fujiyama, Krakatoa, Vulcan y Ruapehu, que delataban el violento carácter de esas zonas.

Los puntos negros, mucho más numerosos, indicaban los sitios en que, en tiempos históricos, la tierra había sido sacudida por desvastadores terremotos; gruesas cruces negras señalaban los temblores que nivelaron sectores de la ciudad de México en 1885, de San Francisco en 1906, de Anchorage en 1914, de Tokio en 1923, de Nueva Zelanda en 1931. Bastaba echar un vistazo a esos mapas para revelar el constante ataque de la lava y los temblores de tierra a lo largo del Pacífico, registro de la fuerza tremenda e implacable de las placas errantes.

Así, cuando la placa de Nazca se retiró bajo la placa continental, los bordes se fragmentaron y partes de la ciudad de México se derrumbaron. Cuando la placa del Pacífico rozó la placa de Norteamérica se produjo el incendio de San Francisco, y cuando el lado opuesto de la placa del Pacífico se retiró bajo la placa Asiática, los edificios de Tokio cayeron hechos trizas. Cuando la parte norte de la placa del Pacífico se abrió paso por debajo del poco profundo mar de Bering, emergió de modo colosal la cadena de volcanes más concentrada del mundo, mientras la familia de terremotos más incesante de la Tierra sacudía el continente y, si se iniciaban debajo del mar, enviaban grandes

tsunamis que se extendían por todo el Pacífico.

Alaska, que ocupaba la corona de ese llameante anillo, tenía una posición de preeminencia, no sólo geográfica, como vínculo entre Asia y América del Norte, sino también económica y militar. En esos últimos años del siglo, al experto japonés le interesaba primordialmente lo económico; al ruso, lo militar.

En una hermosa aldea de montaña, a unos treinta kilómetros de Tokio, en el pequeño río Tama, continuaba sus estudios Kenji Oda, el hábil montañero que había rescatado a Kimiko Takabuki de su caída en la grieta. Tamagata, aldea de graciosas casas de madera y piedra al estilo japonés tradicional, había sido escogida por la poderosa familia Oda como centro de sus operaciones de investigación. La familia tenía muchos intereses comerciales, pero Kenji, el mayor y el más capacitado de los varones de la tercera generación, se había concentrado en las propiedades de pulpa de madera. Para perfeccionar sus conocimientos en esa especialidad internacional, se familiarizó con los bosques de Noruega, Finlandia y el estado de Washington, en Estados Unidos. Mientras se ocupaba de esos intereses papeleros en Washington, escaló el monte Rainier en pleno invierno, con un equipo de aficionados estadounidenses.

Tenía ahora treinta y nueve años; disfrutaba de su retiro en Tamagata, que le proporcionaba un ambiente tranquilo en el que reflexionar a distancia sobre el equilibrio de esos mercados internacionales; además, desde allí tenía fácil acceso a los vuelos internacionales que partían de Tokio casi cada hora, hacia todas las partes del imperio familiar: las fábricas de Sao Paulo, los hoteles recién adquiridos en Amsterdam, los bosques de Noruega y Finlandia. Pero cuanto más estudiaba los problemas que existían mundialmente con el papel y el limitado acceso de Japón a las grandes selvas, veía con más claridad que los bosques de Alaska, casi infinitos, debían convertirse en blanco principal para quien estuviera interesado en la fabricación y distribución de ese elemento.

—Por muchas razones prácticas —dijo a su grupo de estudio—, las selvas de Alaska están más cerca de Japón que de los centros principales de Estados Unidos. Un fabricante del este estadounidense puede conseguir con más facilidad pulpa de madera en las Carolinas, en Canadá o Finlandia que en Alaska. Nuestros grandes barcos pueden andar en los puertos alaskanos, cargar pulpa y volver a través del Pacífico Norte, hacia nuestras plantas de rayón y papel, aquí en Japón, con mucho menos gasto del que tendrían los estadounidenses si transportaran esa misma pulpa en camiones o por tren.

Un representante de la Compañía Naviera Oda señaló que la distancia marítima entre Japón y Sitka era bastante mayor de lo que Kenji indicaba. Este último rió entre dientes:

—Usted tiene buena vista. Pero si llevamos a cabo esto no iremos a Sitka. He echado el ojo a una isla bastante grande, al norte de Kodiak, a este lado de la bahía.

Y señaló una isla densamente boscosa, que suministraría materia prima a las Papeleras Oda durante los siguientes cincuenta años.

—En nuestros viajes a Denali —explicó a los hombres—, nuestro avión se abrió paso entre las nubes justo aquí; hacia abajo vi esta isla sin aprovechar. Como ya habíamos iniciado el descenso hacia Anchorage, estábamos a baja altura y pude apreciar que era selva virgen; pícea, probablemente, fácil de talar, fácil de reducir a pulpa, fácil de llevar a nuestras plantas en forma líquida.

—¿Hay alguna posibilidad de que consigamos la explotación a largo plazo? No hablo de obtener la propiedad, directamente.

Antes de responder a esa difícil pregunta, Oda tomó una actitud reflexiva. Luego contempló el gran mapa que ocupaba casi toda la pared, frente a los hombres, y señaló Alaska:

—Estratégicamente hablando, esta zona pertenece más a Japón que a Estados Unidos. Todos los recursos naturales de Alaska son más valiosos para nosotros que para Norteamérica. El petróleo de Prudhoe Bay debería estar viniendo a nosotros, directamente por el Pacífico. El plomo, el carbón y, por cierto, la pulpa de madera. Los coreanos no son estúpidos, están metiéndose en todas partes. China va a mostrar un enorme interés por Alaska. Singapur y Taiwan podrían aprovechar los recursos de Alaska con tremendos beneficios.

Cuando las atractivas azafatas interrumpieron la discusión para traer el té de la mañana con galletitas de arroz, Kenji aprovechó la pausa para sugerir que salieran al jardín, donde la belleza del paisaje japonés, tan cuidado en comparación con lo que había visto de Alaska, serenaría a los hombres. Al reanudarse la reunión, dijo:

—Se comprende mejor a Alaska si se la mira como a un país del Tercer Mundo, una nación subdesarrollada cuyas materias primas han de ser vendidas a los países más desarrollados. Estados Unidos jamás aprovechará debidamente Alaska; nunca lo ha hecho y jamás lo hará. Está demasiado lejos, es demasiado fría… Norteamérica no tiene idea de lo que posee y muestra muy poco interés en averiguarlo. Eso nos deja el mercado abierto.

—¿Qué podemos hacer al respecto? —preguntó uno de los hombres.

—Ya lo hemos hecho —replicó Kenji—. La última vez que fui a Denali, a mi regreso inicié negociaciones para alquilar esa isla boscosa. Bueno, la tierra no, ya comprenderán ustedes, porque ellos no lo permitirían. Pero sí el derecho a talar árboles, construir un molino y edificar un muelle para nuestros barcos.

—¿Hubo suerte?

—¡Sí! Tengo el placer de informarles que, tras varios meses de dificilísimas negociaciones… Los alaskanos distan de ser estúpidos. Creo que aprecian su situación tan claramente como nosotros. Se saben huérfanos en su propia tierra. Saben que deben cooperar con los mercados asiáticos. Y saben… al menos las personas con que traté sabían lo profundo que sería su vínculo con China y con Rusia. No pueden escapar. Por eso no tuve problemas para que me prestaran atención. Creo que preferían comerciar con Japón, vendiéndonos la madera, el petróleo y los minerales por lo que nosotros podamos suministrarles a cambio.

Casi todos los miembros del grupo habían llegado a Tamagata en coche, antes del desayuno; ahora descansaban al sol, masticando

senbei[15] y bebiendo té. Uno de ellos, que enseñaba geografía como consejero a media jornada en una universidad, dijo:

—No quiero pasar por el gran experto en geopolítica, pero ese mapa, allí dentro… ¿No podríamos echarle otro vistazo?

Cuando estuvieron sentados como antes, continuó:

—Nosotros y China tenemos una afortunada ventaja en nuestros posibles acuerdos con Alaska. Pero ¡miren ustedes qué cerca está Alaska de la Rusia Soviética! En estas dos pequeñas islas, que no figuran en este mapa, las dos superpotencias están separadas por dos kilómetros. Si se permitiera el viaje aéreo comercial entre las dos zonas… aquí arriba, donde sobresalen las dos grandes penínsulas, separadas por unos noventa kilómetros, se podría cubrir la distancia en unos diez minutos.

—¿Adónde quiere usted llegar? —preguntó Oda.

Y el hombre dijo:

—Creo poder predecir que Alaska y la Unión Soviética siempre tendrán sospechas mutuas. No hay comercio ni amistad posible. Además, lo que Alaska tiene, Siberia lo tiene también, de modo que no son socios comerciales por naturaleza. Por el contrario, lo que tiene Alaska es lo que nosotros necesitamos, lo que necesitan Taiwan y Singapur, por no mencionar a China.

—¿Su conclusión?

—Construyamos la planta de pulpa. Enviemos nuestros barcos de carga a… ¿Cómo se llama la isla?

—Kagak. Antigua palabra

aleuta, según creo, que significa algo así como horizontes magníficos.

—Enviemos nuestros buques a Kagak. Pero mientras tanto, no olvidemos las minas de cobre, ese petróleo que, según el sentido común, debería venir a nosotros, y cualquier otra cosa que ese gran territorio desierto pueda proporcionarnos en el futuro.

Oda tomó entonces la palabra:

—Desde hace algún tiempo tengo muy claro que el papel de las naciones del Tercer Mundo es proporcionar materias primas a buen precio a las naciones tecnológica y culturalmente más avanzadas. Que los países como Japón y Singapur apliquen la inteligencia y la habilidad mecánica a esos materiales; luego pagarán por ellos enviando a los países del Tercer Mundo sus productos terminados, sobre todo aquellos que por falta de habilidad, no podrán inventar ni fabricar por sí mismos.

Varios jóvenes, bien informados sobre el comercio internacional, señalaron que ese tipo de intercambio quizá no fuera posible indefinidamente. Oda indicó la calculadora que había estado usando su experto en finanzas:

—Watanabe-san, ¿cuántos botones tiene su calculadora? Como ustedes pueden ver, no es más grande que un naipe.

Watanabe tardó más de un minuto en resumir la intrincada y maravillosa capacidad de las treinta y cinco teclas de su calculadora manual:

—Diez teclas para los dígitos y el cero. Veinticinco más para diversas funciones matemáticas. Pero muchas de las teclas operan hasta tres funciones diferentes. En total: treinta y cinco teclas visibles, más sesenta y tres funciones variables ocultas, suman noventa y ocho opciones.

Oda sonrió:

—Cuando compré el predecesor de ese milagroso artefacto de Watanabe, me ofrecía diez numerales y las cuatro funciones aritméticas. Era tan simple que cualquiera podía manejarla. Pero cuando se añaden ochenta y ocho funciones adicionales, se la pone por encima de la capacidad de la persona no preparada. Y casi todos los habitantes del Tercer Mundo están en esa categoría. Tendrán que dejar que nosotros nos ocupemos de pensar, inventar y fabricar.

—Un momento —protestó uno del equipo—. En nuestro último viaje visité la Universidad de Alaska, en Fairbanks. Allí tienen veintenas de estudiantes de ingeniería que pueden manejar ordenadores más grandes que la calculadora de Watanabe.

—¡Exacto! —concordó Oda—. Pero cuando se gradúen buscarán trabajo en lo que ellos llaman «Los cuarenta y ocho de abajo». Sin ellos, Alaska seguirá siendo una nación del Tercer Mundo. No lo olvidemos. Cortesía, ayuda, actitud modesta; escuchemos en vez de hablar y proporcionemos, en toda ocasión, la asistencia que Alaska necesita. Porque nuestra relación con ese gran depósito no utilizado puede ser una magnífica ayuda para ambas naciones.

Según estos principios, Kenji Oda y su esposa, Kimiko, que conocía profundamente Alaska, se trasladaron a la isla de Kagak, al norte de Kodiak, para establecer la gran Compañía Unida de Pasta de Papel de Alaska. Era significativo que la palabra «japonesa» no apareciera ni en el nombre ni en el material impreso de la firma. Tampoco participarían trabajadores japoneses en la construcción de la complicada planta, que reduciría las píceas de Kagak a pulpa líquida, para ser llevada por el Pacífico hasta Japón. Y cuando la planta estuvo lista para operar, no apareció ningún japonés para talar los árboles. Sólo tres ingenieros nipones se establecieron en Kagak, para supervisar la compleja maquinaria.

Kenji y Kimiko, sí. Instalaron su residencia en una modesta casa de la isla y alquilaron en Kodiak una oficina, también modesta, a la que llegaban de vez en cuando técnicos altamente especializados de Tokio, para inspeccionar y supervisar los procedimientos. Al cabo de algunos meses, en una empresa en la que se habían invertido unos diecinueve millones de dólares, sólo había seis japoneses en escena y de los barcos que llevaban la pulpa a Japón, al menos la mitad navegaban bajo una bandera distinta de la del Sol Naciente, pues los grandes industriales de Japón estaban decididos a ocuparse de la explotación y aprovechamiento de la materia prima alaskana, pero no deseaban que ello fuera demasiado evidente para no generar así animosidades locales.

A ese respecto, el comportamiento de los Oda era ejemplar. Kenji no hacía nada que atrajera sobre él las críticas adversas, pero sí muchas cosas que aumentaban su reputación en la comunidad de Kodiak. ¿Se quería traer de Seattle a un cuarteto de cuerda? Él contribuía apenas un poquito menos que los tres ciudadanos principales. ¿Los talentos literarios del lugar producían un buen espectáculo al aire libre, sobre Baranov y la colonización rusa de las Aleutianas y Kodiak? Como experto en papel, él corría con todos los gastos de la impresión de programas. En dos ocasiones invitó a los principales funcionarios de Kodiak a pasar las vacaciones con él y Kimiko, en su boscosa aldea de Tamagata; y una vez pagó los gastos de dos profesores de la Universidad de Alaska en Anchorage, para que asistieran a un congreso internacional en Chile, sobre el anillo del Pacífico. Como resultado de estas contribuciones, él y Kimiko eran conocidos como «esos simpáticos japoneses, que tienen un interés tan creativo por Kodiak y Alaska». Entre quienes escuchaban esa evaluación, alguno añadía: «Y los dos escalaron el Denali; es más de lo que pueden decir los estadounidenses de por aquí».

Pero cuando se ausentaba de la planta de Kagak, cuando no estaba de vacaciones en Tamagata ni en Chile, asistiendo a algún congreso, Oda se dedicaba a investigar discretamente las partes remotas de Alaska, buscando sitios como Bornite, donde se podía hallar cobre, o Wainwright, que tenía ricas minas de carbón. Cierta vez oyó hablar de una lejana ladera del noroeste del ártico, que podía contener promisorias concentraciones de zinc. Después de enviar a Tokio muestras del material tomado en varios puntos de la zona, acordó un derecho de explotación por noventa y nueve años, sobre una vasta zona. En su siguiente visita a Tamagata, cuando se le interrogó sobre eso, dijo francamente y con tanta sinceridad como pudo:

—Japón no quiere «apoderarse de Alaska», como sugieren algunos críticos. Sólo queremos hacer con otras materias primas lo que ya estamos haciendo tan bien con la pulpa de madera. Permítanme destacar, por si surge el tema cuando yo no esté presente, que Alaska se beneficia tanto como nosotros con nuestro acuerdo. Podríamos decir que es la relación perfecta. Ellos venden una materia prima que no pueden aprovechar por falta de capital, y nosotros obtenemos los materiales que podemos procesar y que nos son de una gran utilidad.

—¿Podemos hacer lo mismo con el plomo, el carbón y el zinc de Alaska?

—Mejor aún. Tienen menos volumen; las ganancias potenciales son mayores.

Los sabios japoneses estudiaron eso por algunos minutos, pues así funcionaba su imperio isleño: falta de materias primas, exceso de mano de obra, superexceso de cerebros. El único anciano, que había experimentado el gran rechazo experimentado por el mundo hacia un Japón similar, en la década de 1930, preguntó serenamente:

—Pero ¿cómo es posible que Estados Unidos nos permita obrar de este modo?

Y Oda le dio la única explicación sensata:

—Porque así lo han hecho desde 1867, cuando compraron Alaska con la idea de que era una zona inútil. Durante los primeros cincuenta años de posesión ignoraron totalmente lo que tenían, incapaces de percibir su verdadero valor. Aún persisten esos conceptos erróneos, que contaminan los procesos mentales de una nación. Y pasará buena parte del próximo siglo antes de que los líderes estadounidenses se den cuenta de lo que tienen en su «nevera». Mientras tanto, es preciso pensar en Alaska como si formara parte de Asia, y eso la pone limpiamente en nuestra órbita.

Ese mismo día, mientras los japoneses preparaban planes de largo alcance para utilizar las desaprovechadas riquezas de Alaska, otros industriales en Corea, Taiwan, Hong Kong, y Singapur llegaban a la misma conclusión y daban pasos similares para llevar a Alaska hacia su propia órbita.

El segundo intelectual asiático que, en esos días, contemplaba Alaska con asidua atención, era un hombre de sesenta y seis años que vivía en una pequeña aldea, al sur de Irkutsk, cerca del lago Baikal. Allí había reunido un tesoro de documentos familiares y estudios imperiales relacionados con la colonización y ocupación rusa de Alaska. Con el apoyo del gobierno soviético, se estaba convirtiendo en la indiscutible autoridad mundial sobre el tema.

Era Maxim Voronov, heredero de esa distinguida familia que había proporcionado a la Alaska rusa hombres y mujeres capaces, incluido el gran eclesiástico Vasili Voronov, que tomó como esposa a la

aleuta Cidaq y la abandonó para convertirse en metropolitano de todas las Rusias.

Ahora, a una edad avanzada, aún delgado y erguido, pero con una abundante melena blanca que peinaba hacia atrás con los dedos, este Voronov se había retirado a la Irkutsk de sus antepasados, donde tenía la colección de documentos más destacada de Rusia sobre el descubrimiento de las Aleutianas y el gobierno colonial de Alaska. Puesto que conocía estos asuntos mejor que cualquier otro ruso, sabía ciertamente más que ningún estadounidense. En el curso de sus laboriosos análisis de registros históricos, después de haber dedicado a eso los años comprendidos entre 1947 y 1985, llegó a ciertas conclusiones interesantes que comenzaron a despertar el interés del liderazgo soviético. Durante el verano de 1986, cuando el clima en el este de Siberia era casi perfecto, un equipo de tres expertos rusos en política exterior pasaron dos semanas de prolongadas discusiones con Voronov, en las que Alaska fue el centro del debate. Los tres eran más jóvenes que Maxim y respetaban su edad y su erudición, pero no su interpretación de los datos.

—¿Cuáles serían sus conclusiones, camarada Voronov, en cuanto a las fechas practicables?

—Lo que voy a decir debería ser de importancia crucial para sus ideas, camarada Zelnikov.

—Por eso hemos venido a verlo. Continúe, por favor.

—A menos que se produzcan alteraciones imprevistas de la mayor magnitud, no veo ningún momento propicio antes del año 2030. Es decir: dentro de cuarenta y cinco años. Naturalmente, podría ser más.

—¿Qué piensa usted?

—Primero: es probable que Estados Unidos siga siendo fuerte entonces. Segundo: la Unión Soviética no habrá adquirido aún suficiente superioridad, ni en poderío ni en liderazgo moral, como para que la acción sea posible. Tercero: Alaska tardará todos esos años en retrasarse hasta tal punto que nuestra acción le parezca a un tiempo sensata y tentadora. Y cuarto: el resto del mundo requerirá de ese tiempo para adaptarse a la justificación histórica y a la factibilidad de nuestra medida.

—Sus estudios, es decir, los trabajos básicos ¿estarán en mejores condiciones hacia el 2030?

—Yo no estaré aquí, por supuesto, pero quien me sustituya habrá podido perfeccionar mis estudios.

—¿Ha pensado en algún sucesor?

—No.

—Sería conveniente que buscara uno.

—Eso significa que ustedes están dispuestos… Es decir, que Moscú da a esto suficiente importancia…

—Es vital. La cuestión está lejos, pero es preciso mantenerla en lenta ebullición. En el 2030 el camarada Petrovsky podría estar vivo aún. Y si no lo está, será otro.

Petrovsky sonrió, diciendo:

—Supongamos que por entonces aún estoy vivo. ¿Qué secuencia de pensamientos debería seguir entretanto?

Lentamente, con paciencia y gran convicción, Maxim Voronov detalló su visión de las relaciones futuras entre la Unión Soviética y Alaska. Mientras hablaba, sus visitantes moscovitas comprendieron que, en ocho generaciones, los Voronov de Irkutsk no habían dejado de pensar en las Aleutianas y en Alaska como una parte más del Imperio Ruso.

—Comenzaremos por un hecho que no es suposición. Alaska pertenece a Rusia por los tres derechos sagrados de la historia: descubrimiento, ocupación, gobierno establecido. Y por el derecho geográfico, porque Alaska era tanto parte de Asia como lo era de América del Norte. Y por el hecho de que, mientras la zona estuvo en poder de Rusia, ésta le dio un gobierno responsable, mientras que los estadounidenses, al ocupar la región, no lo hicieron. Y lo más convincente: nosotros hemos demostrado que podemos desarrollar creativamente nuestra Siberia, mientras que Norteamérica está muy por detrás de nosotros en su desarrollo del norte de Alaska.

»En sus análisis del futuro, los estadounidenses han inventado una palabra muy adecuada: “escenario”, tomada del teatro. Significa esquema ordenado, que indica cómo podrían desarrollarse las cosas. Lo que necesitamos ahora es un escenario soviético por el cual podamos recuperar la Alaska que nos pertenece por derecho, y hacerlo con un mínimo de trastorno en las relaciones internacionales.

—¿Puede existir un escenario semejante? —preguntó Zelnikov.

Voronov aseguró a sus visitantes que no sólo podía existir, sino que tenía un plan para devolver a Alaska a la órbita rusa.

—Usaremos dos grandes conceptos: Rusia, en el pasado histórico, y la Unión Soviética en el presente, sin que haya discontinuidad entre ambas. Son una entidad moral y ninguna está en conflicto con la otra. Utilizaré la palabra «Rusia» cuando me refiera al pasado, y «Unión Soviética», al hablar del presente o del futuro. Nuestra misión consiste en devolver a Alaska al seno de la Rusia atemporal; nuestra Unión Soviética es el agente mediante el cual debemos trabajar. El escenario es simple, las reglas que lo gobiernan, implacables.

»En primer término: en las décadas venideras no debemos revelar nuestro objetivo, ni verbalmente ni en nuestros hechos, ni siquiera con el pensamiento más intrascendente. Si el gobierno estadounidense descubre nuestros propósitos, actuará para impedirlos. Yo no discuto estos planes con nadie, motivo por el cual no he señalado a ningún sucesor. Ustedes tres deben mantener sus planes también en secreto.

»En segundo término: no debemos hacer prematuramente una sola tentativa. Será el estado del mundo, no nuestras esperanzas, el que indique cuándo habrá llegado el momento de hacer conocer nuestras intenciones y nuestros reclamos. No sería demasiado esperar durante ochenta años el momento propicio, pues estoy seguro de que, a su debido tiempo, llegará.

»Tercero: la señal significativa será el declive del poderío estadounidense y, más importante aún, el gradual decaimiento de la voluntad estadounidense.

—¿Podemos esperar ese declive? —preguntó Zelnikov.

Y Voronov replicó:

—Es inevitable. Las democracias se desgastan. Pierden impulso. Preveo el momento en que quieran liberarse de Alaska. —Hizo una pausa—. Tal como nosotros quisimos deshacernos de ella en 1866 y 1867.

Este paréntesis le llevó a su estrategia principal:

—Ahora olvidémonos de Rusia y concentrémonos totalmente en la Unión Soviética. Nuestro argumento debe ser, invariablemente, que quienes entregaron tan miserablemente a Alaska no tenían autoridad para hacerlo. No hablaban por el pueblo ruso. No representaban en modo alguno el alma de Rusia. La venta fue corrupta desde el momento de su concepción. No tenía la menor validez. No transfirió ningún derecho a Norteamérica; sus condiciones serán anuladas por cualquier corte internacional imparcial o por la sabia comprensión del resto del mundo. La venta de Alaska fue fraudulenta, carente de base moral, y está sujeta a anulación. Alaska fue, es y será rusa. Así lo exige toda la lógica de la historia mundial.

Los tres visitantes, que no conocían suficientes detalles históricos para juzgar los fundamentos de esta pretensión, pidieron que la explicara. Entonces él citó las tres bases sólidas que la Unión Soviética tenía para reclamar Alaska:

—Esto es una advertencia para ustedes, señores, y para los que ocupen SU lugar. He redactado mi memorándum justamente sobre este punto, y Ustedes deben mantenerlo en los archivos, para sus sucesores y para el mío. Hay que basar nuestro reclamo sobre principios legales, nunca en la fuerza, y les aseguro que nuestro derecho legal es irrefutable. Tiene que imponerse en el tribunal de la opinión pública mundial.

»Primero: el gobierno ruso existente por entonces no tenía competencias para hablar por el pueblo ruso. Era una tiranía corrupta, de la que la inmensa mayoría del pueblo ruso quedaba excluida. Puesto que no poseía autoridad, sus actos eran ilegales, sobre todo los referidos a la disposición de territorios sobre los que no ejercía ningún control moral. La transferencia se tornó ilegal en el momento de la venta, que fue en sí totalmente venal y, por lo tanto, carente de legitimidad.

»Segundo: el agente que logró la venta, la persona sin cuya infame participación no se habría llevado a cabo, no era ruso; no estaba formalmente autorizado a efectuar negociaciones, no es posible afirmar que actuara en nombre del pueblo ruso. El barón Edouard De Stoecki, como gustaba llamarse, no tenía derecho al título que ostentaba. Era un aventurero griego o un lacayo austríaco, que se entrometió en las negociaciones sabe Dios cómo, si se me permite esta vieja expresión popular. En la mayor parte de este asunto actuó sólo por su cuenta, sin consultar con San Petersburgo. La venta la hizo él, no Rusia.

Llegados a este punto, Maxim mostró a los hombres venidos de Moscú tres estantes de libros, en siete u ocho idiomas diferentes, que trataban del barón Edouard De Stoecki, más dos cuadernos en los que él mismo había registrado la vida de ese hombre misterioso, mes a mes, por un período de casi cuatro décadas. Pero mucho tiempo antes había decidido que la publicación de ese material, por el momento, no ayudaría a la reclamación de la Unión Soviética sobre Alaska:

Ir a la siguiente página

Report Page