Alaska

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VIII. EL ORO

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Él era John Klope, ni polaco, ni escandinavo, ni alemán: simplemente estadounidense, y feliz de serlo, como tantos de sus vecinos. En la familia Klope nunca se oía la queja: «Ojalá me hubiera quedado en mi país», porque los vagos jirones de la memoria que se atenían al lugar común no traían recuerdos nada gratos.

Aunque Klope no protestaba por el hecho de que la pobreza le hubiera Privado de educación, pues habría tenido poco éxito en cualquiera de las materias que por entonces se enseñaban, estaba rotundamente en contra del completo dominio que ejercían los bancos y el sistema monetario sobre familias trabajadoras como la suya; de haber vivido en alguna gran ciudad, como Chicago o San Luis, quizá hubiera llegado a defender ideas radicales. A veces, después de cenar, cuando los mozos de Moose Hide charlaban en la esquina, John escuchaba sin decir nada a los que eran más inteligentes que él, que explicaban las dificultades por las que pasaban los granjeros de la zona; después, sin embargo, cuando comenzaban a hablar de mujeres, decía súbitamente:

—¡Quien sea dueño del oro impondrá las reglas!

En 1893, el país pasaba por una desastrosa situación económica y los trenes de la Great Northern llegaban con muy poca carga a Bonners Ferry; la preocupación de Klope por el oro parecía más fundada, porque los vecinos que no habían acabado de pagar sus hipotecas comenzaban a notar los fatales efectos del mal sistema monetario del país. Se subastaba una granja tras otra al vencer los plazos, y muchos jóvenes que habían sido compañeros de escuela de Klope tuvieron que irse a vivir a los suburbios de grandes ciudades como Chicago y San Francisco.

Esta dolorosa emigración tuvo unas consecuencias para Klope que ni siquiera él comprendió por entonces. Durante sus años de escuela se había fijado en una pequeña y alegre campesina llamada Elsie Luderstrom; aunque nunca había hablado con ella y, desde luego, nunca la había acompañado hasta su casa, sabía que la niña le miraba con simpatía y estaba seguro de que, cuando fueran mayores, le gustaría charlar con Elsie. Antes de que pudiera hacerlo, el banco se quedó con la granja de los Luderstrom y la muchacha desapareció en el silencio de la noche, rumbo a Omaha.

Klope nunca volvió a verla, pero con la marcha de la niña se fueron sus oportunidades de llevar una vida normal: un noviazgo adolescente a los diecinueve años, boda a los veintidós, hijos a los veinticuatro y, a los treinta, heredar la granja paterna o la de sus suegros. Sin que él lo supiera, en Elsie Luderstrom estaba la clave de su vida, y esa clave se había perdido.

—Los bancos les han arruinado —se quejó una noche, charlando con los chicos del pueblo.

Desde el momento en que expresó esta seria opinión, que era en parte verdad, empezó a interesarse por la necesidad de que cada persona pudiera controlar sus propias fuentes de riqueza. Una finca no era bastante, y tampoco era suficiente disponer de lo que en ese momento parecía un buen empleo en la Great Northern. Incluso tener un carácter responsable servía de bien poco, pues en todos los Estados Unidos no había mejores hombres que su padre y el de Elsie: habían luchado, ahorrado y vivido austeramente, pero les había vencido la crisis económica del país. Si había algún joven estadounidense que encontrara apremiante la llamada del oro del Clondike, ése era John Klope.

Oyó hablar del descubrimiento la tarde del 20 de julio de 1897. Un viajante de comercio que iba de Seattle a Chicago había hecho transbordo en Spokane y, al llegar a Bonners Ferry, hizo el chiste habitual:

—Y el

ferry ¿dónde está?

—Antes había uno para cruzar el Kootenai —explicaron por enésima vez los viejos del pueblo.

Desde entonces, el bromista habló de: «El no sé qué que cruza Bonners Ferry». Muchos lugareños habrían preferido que esos viajantes se quedaran en su casa, pero éste traía noticias muy interesantes, porque llevaba consigo los periódicos de Seattle; algunos huéspedes de la pensión leyeron los titulares y le preguntaron si les dejaba uno de los diarios.

—Quédense con él —les contestó—. Sin duda los periódicos de Chicago hablarán de la misma historia.

El 20 de julio por la tarde, llegaron las noticias a Moose Hide; John Klope estaba tan excitado que corrió a Bonners Ferry para hablar con el hombre que había traído la información.

—Me han dicho que tiene usted dos periódicos —le dijo al verle—. ¿Me presta uno?

—Tenga: invita la casa. —Entonces el viajante se rió—: Si va a las minas de oro, que tenga suerte.

Mientras volvía a casa, Klope se detuvo tres veces para leer el artículo sobre la tonelada de oro; se entusiasmó tanto que, al llegar a la granja, había decidido marcharse inmediatamente hacia el Klondike. Nada podía disuadirle. De hecho, no se le necesitaba para el cuidado de la finca; entre su padre y su madre podrían haber llevado una propiedad cuatro veces mayor que las pocas hectáreas de las que disponían. A decir verdad, el joven era más bien una carga, y lo sabía. No había intentado aproximarse siquiera a ninguna jovencita, de modo que su partida no echaría a perder ningún posible matrimonio. No tenía amigos de verdad, y hasta los muchachos de la esquina empezaban a considerarle un tipo raro. No es que estuviera decidido a unirse al éxodo hacia el Yukón: es que no tenía más remedio.

Por entonces, si Klope hubiera estudiado geografía, habría visto que las minas de oro del Klondike quedaban tan cerca de donde estaba como de los otros puntos de partida: Seattle, en Washington, o Edmonton, en Alberta. A vista de pájaro, se encontraba a dos mil doscientos kilómetros del Klondike, no mucho más lejos que de Chicago; pero si hubiera intentado recorrer esa distancia habría tenido que atravesar uno de los territorios más inhóspitos de América del Norte. Antes de llegar a casa decidió, prudentemente, ir primero a Seattle y después al Klondike.

—Mañana mismo me voy —explicó a sus padres durante la cena, tras enseñarles el periódico, y sin darles tiempo a asimilar la sorprendente noticia.

—Puedo darte ciento cincuenta —contestó sencillamente su padre, en un gesto característico de la familia Klope.

—Junto con lo que yo tengo, será suficiente —replicó John.

La señora Klope no dijo nada, pero pensaba que ya era hora de que su hijo se fuera de casa y comenzara a vivir por su cuenta.

John no se echó para atrás. No se marchó al día siguiente, como había anunciado, pero lo hizo dos días después. Temprano por la mañana, su padre le acompañó a Bonners Ferry, donde averiguaron que iba a salir un tren hacia el sur, en dirección a Spokane y Seattle. Después de una embarazosa despedida, John dijo:

—Será mejor que vuelvas a casa, papá. Estaré bien.

Y Klope padre se fue, en absoluto descontento de que su hijo hubiera tomado esta decisión.

Cuando Klope llegó a Seattle, encontró la ciudad alborotada pues parecía que toda la población se había concentrado en los alrededores del muelle de Schwabacher, desde donde partían los vapores hacia Alaska; desde los tiempos en que embarcaciones de todo tipo recorrían el Mediterráneo, Pocas veces se había visto en un puerto tan asombrosa variedad de navíos a punto de hacerse a la mar. Había transatlánticos, pero también remolcadores de río equipados a toda prisa para que pudieran efectuar la relativamente tranquila travesía hasta Juneau y Skagway. Había barcos con rueda en la Popa, de los que navegaban por el Mississippi, y grandes y desvencijadas embarcaciones con ruedas laterales, de las que se empleaban como barcas de recreo por las plácidas aguas que rodeaban a Seattle.

Todas las embarcaciones, fueran del tipo que fuesen, tenían el pasaje completo en el momento que Klope llegó al puerto, dispuesto a embarcarse hacia Alaska. Aunque buscó durante dos días enteros, no encontró ni una sola plaza libre; y, como seguían llegando trenes desde el este, llenos de hombres como él, la situación empeoraba. Desesperado al verse tan cerca del oro pero sin poder alcanzarlo, preguntó en la tienda de Ross Raglan, en la que se abastecían todos los viajeros, y donde él estaba comprando su equipo:

—¿Cómo podría encontrar pasaje para el Klondike?

—Nosotros tenemos un barco —le dijeron—, el Alacrity, pero está todo el pasaje reservado hasta marzo del año próximo.

El dependiente de la tienda, que se había dado cuenta, mientras Klope adquiría su equipaje, de que era un hombre al que no importaba gastar el dinero, añadió al ver su cara de desilusión:

—Vaya usted al final del muelle. Me parece que están reparando un viejo barco ruso. No recuerdo el nombre, pero allí cualquiera podrá indicarle dónde está amarrado.

—¿Y usted cree que no lo tendrá todo vendido? —preguntó Klope.

—Lo dudo —contestó el dependiente.

Cuando localizó el barco ruso, el Romanov, de Sitka, comprendió por qué sus pasajes no habían estado muy solicitados: era uno de los barcos más extraordinarios entre los que pretendían llevar a cabo la travesía. Era un barco ruso de ruedas laterales, construido para navegar por las resguardadas aguas del sudeste de Alaska; había sido adquirido por unos marinos bostonianos en 1867, cuando Rusia abandonó la zona; se había utilizado durante mucho tiempo para el comercio de pieles, y después había ido a parar a Seattle: allí había navegado durante unos años, por las serenas aguas de bahías y ensenadas. Más tarde se equipó con una caldera de carbón adicional Y con una espasmódica hélice que funcionaba junto con las dos ruedas laterales. Por lo tanto, tenía dos sistemas de propulsión totalmente distintos y tres aparatos que le impulsaban a través del mar: dos ruedas de madera en los costados y una hélice metálica, algo torcida.

Este viejo barco tenía varias filtraciones, aunque ninguna tan grave como para hundirse, y se proponía efectuar una travesía de cinco mil kilómetros por alta mar, a través de aguas a menudo turbulentas, hasta Saint Michael, el puerto donde pasajeros y Carga debían embarcarse en los barquitos de vapor que remontaban el Yukón. El pasaje costaba ciento cinco dólares por las tres semanas previstas de viaje, y, en el momento de zarpar, estaría ocupado hasta el último rincón aprovechable de la embarcación. En plena fiebre del oro, esto significaba algo diferente de lo habitual: no es que todos los camarotes estuvieran ocupados, sino que se habrían llenado todos los espacios en los que se pudiera dormir, tanto en la cubierta como en las bodegas. Un barco que en 1860, en su mejor época, podía llevar unos cincuenta pasajeros, se disponía ahora a zarpar con ciento noventa y tres.

Lo paradójico de la situación era que ninguno de los pasajeros estadounidenses hablaba de dirigirse a Alaska. Siempre decían: «¡Vamos al Klondike!». Alaska era un ente desconocido, al que aún no se reconocía como una parte de los Estados Unidos; en cuanto al Yukón, ese gran río que tendrían que recorrer si zarpaban en el Romanov, pocos habían oído hablar de él, y, en todo caso, pensaban que pertenecía a Canadá. John Klope, como la mayoría de pasajeros, iba a adentrarse en una zona de la que nada sabía.

Klope partió de Seattle el 27 de julio de 1897, con la idea de llegar a Saint Michael al cabo de tres semanas (lo que habría sido tiempo suficiente para uno de los vapores grandes) y, una vez allí, remontar enseguida el Yukón en un barco más pequeño, para desembarcar en el Klondike a principios de septiembre, a lo sumo. Durante la travesía no trabó amistad con nadie (algo muy indicativo de su actitud ante la vida). No era una persona inaccesible: si algún desconocido se hubiera molestado en entablar relación con él, el joven habría respondido; pero debido a su carácter no era dado a entablar conversación ni a hacer confidencias o asociarse con nadie. Él era John Klope, sin linaje conocido y sin especiales cualidades: era solamente un hombre alto, un poco delgado y de hombros caídos, bien afeitado, de maneras dignas, y que prefería mantenerse al margen.

El Romanov surcaba aquellas aguas que conocía bien a una velocidad algo menor que la prevista; en realidad parecía arrastrarse, como si sus diversos medios de propulsión se anularan unos a otros. Un vapor moderno y bien gobernado tendría que haber efectuado la travesía de cinco mil kilómetros en diecinueve días, cosa que varios barcos habían hecho; pero el Romanov avanzaba a duras penas, a una velocidad que le obligaría a retrasarse un mes, como mínimo. Uno de los viajeros, que entendía de barcos, explicó:

—No recorremos más que ciento sesenta kilómetros al día. Si nos topamos con mal tiempo, podríamos tardar cinco semanas.

Cuando el Romanov consiguió por fin llegar a Saint Michael, el 25 de agosto de 1897 (tres días antes de lo previsto), Klope y el resto de pasajeros descubrieron lo que significaba viajar por Alaska: no había un puerto esperándoles, ni siquiera un muelle. El Romanov, como los demás navíos que habían llegado hasta allí, tuvo que andar a un kilómetro y medio de la costa y esperar a que se le acercaran unas grandes barcazas en las que desembarcaron los pasajeros, el equipaje y la carga. Pero cuando esas barcazas llegaban finalmente a tierra, se detenían a unos metros de la orilla, de modo que los pasajeros tenían que vadear hasta lugar seguro; algunas mujeres desembarcaron a hombros de los varones, que tuvieron que hacer de improvisados estibadores.

En tierra, los del Romanov se encontraron en una situación apurada, que afectó también a los pasajeros que llegaron después, en mejores navíos. No había ninguna barca para recorrer el largo trayecto aguas arriba del Yukón, y era bastante probable que ninguna de las que ya habían partido regresara lo bastante pronto como para emprender otro viaje antes de que el río se congelara.

—¡No es posible! —protestaron algunos pasajeros del Romanov.

No obstante, cuando hablaron con los oficiales descubrieron que la situación era verdaderamente desesperada:

—El Yukón no es un río como los demás. Fluye al norte del Círculo polar Ártico, como saben. Y cada tramo se hiela en un momento diferente.

—¡Pero no puede congelarse en septiembre!

—En ciertos puntos, sobre todo en septiembre. Y cuando se ha congelado en determinado lugar, es evidente que se interrumpe el tránsito.

—¿Y en qué momento de la primavera se deshiela?

—En mayo, con suerte. Con más seguridad, en junio. El año pasado, a principios de julio.

—¡Por Dios! Entonces, sólo es navegable… ¿Durante cuánto tiempo? ¿Tres meses?

—Tres meses y medio, si hay suerte.

—¿Y suele haber suerte?

—Pocas veces.

Una ráfaga de viento helado comenzó a castigar al grupo de buscadores de oro aislados en Saint Michael. El tiempo no era todavía muy frío, pero el hielo amenazaba con acercarse cada vez más. Klope se enteró de que el Romanov se disponía a regresar inmediatamente a Seattle, para no quedar atrapado entre los hielos del Ártico que ya descendían hasta el mar de Bering.

—¿Eso significa que aquí se congela todo el mar? —preguntó.

—Por supuesto —contestaron los del pueblo—. Los capitanes que en septiembre todavía no se han marchado se arriesgan a quedarse encallados, y si están aquí en octubre seguro que el hielo les atrapará.

—¿Y qué hacen?

—Bueno, si tienen suerte se quedan nueve meses varados frente a la orilla, desde donde podemos verles. Si no, el hielo les rodea hasta aplastar el barco y hacerlo astillas, como a los de allá.

Junto a la costa, desierta y sin vegetación, Klope pudo ver los restos de varios barcos destrozados por la inhumana violencia del hielo; se decidió entonces a marcharse de Saint Michael y remontar el Yukón antes de que el hielo le atrapara a él también, pero no encontró ni una sola embarcación con la cual emprender el viaje. Aunque partieron tres barcas mientras él buscaba alguna, iban todas repletas: había hombres viajando de pie junto a la borda y no cabía ni uno más.

Parecía que los pasajeros del Romanov tendrían que quedarse inmovilizados en Saint Michael, un pueblo que tenía apenas doscientos habitantes, la mayoría de los cuales eran esquimales; pero Klope oyó hablar de un tal capitán Grimm, un hombre que conocía bien el Yukón y tenía una embarcación estropeada, con la cual pretendía navegar si encontraba suficientes pasajeros dispuestos a pagar por anticipado, de modo que él pudiera costear la reparación de una caldera, sin la cual su vieja barca no podría avanzar ni un palmo.

Al principio, Klope dudó de que eso fuera un buen negocio, porque sospechaba que el capitán era un hombre malvado, tal como indicaba en inglés su apellido. Pensó que sería una especie de banquero, aunque con otro uniforme; sin embargo, como no tenía alternativa, tuvo que aceptar la oferta de Grimm. Como de costumbre, le resultó difícil hablar de ello con otras personas, pero, afortunadamente, algunos de los posibles pasajeros sí lo hicieron. Un simpático muchacho californiano, que había estado en varias minas, preguntó ciertos datos importantes a los escasos lugareños y después informó a los buscadores de oro:

—Todo el mundo dice que Grimm es de fiar. También es verdad que necesita dinero. Su barco no puede navegar a menos que la caldera funcione.

Tras recibir la información, los viajeros animaron al minero, a quien todos llamaban California, para que prosiguiera con sus investigaciones, y éste les aseguró algo muy interesante:

—Dicen que Grimm es uno de los mejores capitanes que han navegado por el Yukón. Conoce todas las curvas y meandros. También dicen que las curvas tienen mucha importancia cuando se recorre el Yukón.

Aunque no se votó, los náufragos decidieron, por unanimidad, conceder al capitán Grimm la suma que necesitaba; a Klope se le encargó vigilar que el dinero se destinaba sólo a las reparaciones. Él mismo trabajó con los tres diestros esquimales contratados por Grimm, y en dieciséis días dieron un repaso completo al barco. El 13 de septiembre, el vapor Jos. Parker, al mando del capitán Grimm, salió de Saint Michael con sesenta y tres pasajeros (que habían pagado ya todo el viaje), a pesar de que en circunstancias normales sólo podía llevar treinta y dos. Había tanto equipaje y provisiones que fue preciso construir unos estantes provisionales de madera en la cubierta de proa; la mitad de los viajeros dormían sobre esta carga.

Para ir desde Saint Michael hasta la desembocadura del Yukón había que navegar ciento veinte kilómetros por el mar de Bering: se hizo de noche y amaneció de nuevo antes de que la pequeña embarcación hubiera llegado al extraordinario delta. Una vez allí, Klope descubrió que, en realidad, el gran río Yukón no tenía una auténtica desembocadura, sino que las aguas llegaban al mar en unos cuarenta puntos diferentes, a lo largo de una extensión de aproximadamente ciento cincuenta kilómetros.

—La gracia está en encontrar el camino —comentó el capitán Grimm, mientras maniobraba el barco.

Los pasajeros, atónitos, contemplaron cómo el capitán se abría paso entre el laberinto de marismas, afluentes y canales sin salida. Por fin encontró el único canal de la zona que se podía remontar hasta llegar a las minas de oro.

El Yukón tiene cosas extrañas. Nace bastante al sur, en las montañas, a Unos cuarenta y cinco kilómetros del acceso al paso interior; sin embargo, en vez de desembocar en el mar en esa zona, prefiere recorrer tres mil ciento setenta kilómetros antes de adentrarse en las aguas congeladas del mar de Bering.

Al principio de su curso se dirige hacia el norte, como los otros grandes ríos del Ártico (el Ob, el Yeniséi, el Lena y el Kolimá en Siberia, y, en el Canadá, el mayor de todos: el río Mackenzie), pero, a diferencia de éstos, no desagua en el océano Glacial Ártico ni en ninguno de sus mares. Tras atravesar el Círculo Polar Ártico en Fuerte Yukón, parece como si le intimidara el norte congelado: se desvía bruscamente hacia el oeste, huye del Ártico y avanza, a veces sin rumbo claro, hacia el mar de Bering.

El Yukón tiene otra interesante peculiaridad: en gran parte de su curso, el río se separa en diversas corrientes entrelazadas que serpentean aquí y allá, de manera que en algunos tramos no hay un solo Yukón, sino veinte o treinta; sólo un buen capitán o un indio que conozca bien el río consiguen abrirse camino sin perderse. En estos tramos, los forasteros tienen grandísimas dificultades para navegar por el Yukón.

A este formidable río quería enfrentarse el capitán Grimm con su Jos. Parker, siempre contra corriente, a lo largo de dos mil doscientos kilómetros, cada vez con más frío. Puesto que el Parker podía recorrer unos ciento treinta kilómetros al día, si a lo largo del trayecto conseguía cargar suficiente leña, en diecisiete días se podría completar la travesía; ahora bien cuando el barco llegó a Nulato, la población donde se habían instalado antes los rusos, la situación se complicó y los pasajeros comprendieron que el viaje probablemente iba a alargarse.

Cuando el Parker se acercó a la orilla, en el lugar donde se había levantado la antigua empalizada, el capitán Grimm vio con alegría que había aguardándole unos cincuenta metros cúbicos de leña.

—Sería suficiente —explicó a los pasajeros— para llegar a Chicago, si el Yukón se dirigiera hacia allá. Quizá lo haga un día de éstos, si se le mete la idea en la cabeza.

Sin embargo, cuando quiso comprar la leña que necesitaba, le informaron de que la mayor parte de los montones estaban reservados para los barcos de la Compañía de Comercio de Alaska, de Seattle; el resto lo habían encargado los barcos de Ross Raglan, de la misma ciudad.

—¿No puedo adquirir ni siquiera un par de metros cúbicos, sólo para llegar hasta el próximo puerto?

—Está todo reservado.

—¿Puedo contratar a alguien que corte leña para nuestro barco?

—Todo el mundo está contratado.

Era evidente que los pasajeros del Jos. Parker tendrían que cortar leña ellos mismos si querían llegar a Dawson antes de que el río se helara, de modo que se organizaron grupos y los viajeros recorrieron aquellas tierras yermas, en busca de algún árbol. Con cuatro días de retraso, el barco pudo continuar aguas arriba, aunque en el puesto siguiente la historia se repitió.

—Nunca pensé que tendría que abrirme camino a hachazos para llegar al Klondike —protestó Klope esta vez, al bajar del barco.

Pero Klope tuvo que seguir dando hachazos, en tanto que el viaje hasta el oro, que tan rápidamente había esperado realizar, se volvía interminablemente largo. Se acercaba el fin del mes de septiembre, y el hombre al que llamaban California planteó la cuestión:

—A este ritmo, ¿podremos llegar a Dawson antes de que el río se Congele?

Cuando California y otro a quien apodaban montana formularon la pregunta al capitán Grimm, éste sonrió para tranquilizarles y les dijo:

—De eso me encargo yo.

Los viajeros olvidaron temporalmente su preocupación cuando estaban a punto de entrar en los famosos Llanos del Yukón, un territorio desolado e impresionante, que se extendía a lo largo de unos trescientos kilómetros, en el cual el Yukón forma un complicado laberinto, como una niña caprichosa que se enredara el pelo a propósito. Los Llanos ocupan unos ciento diez kilómetros de ancho y se extienden a ambos lados del río, cubriendo más de treinta mil kilómetros cuadrados: es decir, seis veces más que la superficie de Connecticut.

A primera vista, la zona no tenía nada que la hiciera atractiva: pocos árboles, ninguna montaña en los alrededores, sin arroyos ni aldeas al borde del río. Los implacables Llanos del Yukón no eran más que una interminable extensión de terreno pantanoso. John Klope, que como buen granjero sabía cuándo una tierra era buena, estaba horrorizado. Sin embargo, los que conocían los Llanos terminaban cobrándoles afecto; había una increíble cantidad de pájaros, y los cazadores, de Dakota del Norte hasta la ciudad de México, estaban en deuda con aquel territorio pues allí criaban en verano muchas de las aves que cazaban, que no habrían podido reproducirse en ningún otro lugar. Abundaban los patos y los gansos. Proliferaban los más valiosos animales salvajes: martas, visones, armiños, linces, zorros, desmanes, además de otros animales que Klope no era capaz de nombrar. Había también caza mayor: alces de enormes cornamentas, caribúes en invierno, osos en la orilla, y millones de feroces mosquitos.

Pero el orgullo de los Llanos eran los innumerables lagos, algunos poco más grandes que una mesa, otros del tamaño de un condado. El propio Yukón se ensanchaba en un punto y formaba un lago de tamaño enorme, y en algún tramo había hasta cincuenta o sesenta lagunas unidas por pequeños riachuelos, formando un collar cuyas perlas resplandecían bajo la fría luz del sol. ¿Cuántos lagos había en los Llanos? Un explorador que había recorrido los dos afluentes más importantes del Yukón, que se unían al río en aquella zona —el Chandalar, en el oeste, y el Porcupine, que llegaba tras un largo paseo a través del Canadá—, calculaba que en total debía de haber cuanto menos treinta mil lagos diferentes y bien delimitados.

—Lo que más me extrañaba era el exagerado número de lagos en forma de herradura, formados cuando un tramo casi circular queda separado de la corriente principal, sin entrada ni salida, como una prueba de que en el pasado alguna inundación alteró el curso de uno de los arroyos, con lo que el río acabó perdiendo uno de los meandros.

Los capitanes que navegaban por el río tenían una opinión menos entusiasta sobre los Llanos; ya lo dijo el capitán Grimm:

—Si se toma el brazo de río equivocado, se puede viajar un día entero y encontrarse uno luego en un callejón sin salida. Entonces se pierde un día más para retroceder hasta el canal principal, si es que uno es capaz de encontrarlo.

El primero de octubre de 1897, el capitán Grimm se perdió, al parecer, en uno de esos brazos sin salida. Después de navegar desorientado durante la mayor parte de una mañana larga y fría, reconoció ante los pasajeros:

—Parece que nos hemos perdido.

Les informó de que faltaban todavía unos ochenta kilómetros hasta Fuerte Yukón, donde podrían conseguir otro cargamento de leña. Algunos protestaron, y cuando Grimm decidió permanecer donde estaban y pasar la noche varados junto a la orilla en vez de desandar el trecho, dos de los viajeros estuvieron a punto de amenazarle; otros les aconsejaron un poco de prudencia y, al final, no hubo amenazas. Klope no tomó partido en la discusión, ya que, a pesar de que deseaba con desesperación llegar a las minas de oro, creía que el capitán Grimm sabía lo que estaba haciendo.

Esa noche hizo muchísimo frío; por la mañana, los pasajeros se despertaron al oír los gritos de Montana, que explicaba lo que estaba ocurriendo en el callejón sin salida:

—¡Mirad esas puntas de hielo!

Klope se asomó a la baranda y vio unos finos tentáculos helados que se extendían desde la orilla, a medida que el agua más fría comenzaba a congelarse.

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