Alaska

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VIII. EL ORO

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Pocos viajeros habían tenido ocasión de ver helarse un río de gran tamaño; aunque el canal en donde estaba varado el Parker no formaba parte de la corriente principal, el proceso era el mismo. Si bien el centro del río no había cambiado y no daba ninguna muestra de estar a punto de congelarse, se había formado una fina capa de hielo en algunos puntos, allí donde el agua tocaba tierra; sin embargo, por el momento estos casos aislados tenían poca importancia, porque no ocupaban mucha extensión ni se adentraban lo bastante en el río como para constituir un peligro. Tampoco se podía caminar sobre la frágil capa de hielo que se había formado.

Pero, mientras Klope estaba mirando, sucedió algo prodigioso: de repente, sin que se oyera ningún crujido o estallido, se congeló todo un tramo a lo largo de la orilla, y así se mantendría hasta el mes de junio.

Los espectadores comenzaron a asustarse; delante del Parker, a cierta distancia, bastante cerca del final del brazo del río, contemplaron otro milagro, de mayor magnitud: los tentáculos helados que surgían de la tierra se volvieron más sólidos; súbitamente, saltaron hacia fuera desde las dos orillas, se unieron en el centro del canal como en un apretón de manos, y en aquel mismo instante se congeló ese trecho del Yukón. El proceso era misterioso, rápido y bello.

Al atardecer, con la temperatura muy por debajo de los veinte grados bajo cero, comenzó a formarse hielo junto a la línea de flotación del Parker. Klope y California contemplaron juntos esos dedos helados que se extendían hacia los que surgían de la orilla, pero se hizo de noche sin que llegaran a ser testigos de la unión.

La mañana del día siguiente, el tres de octubre, la mayor parte de los Llanos había quedado bloqueada por el hielo; incluso comenzaban a formarse los primeros tentáculos en el caudaloso río principal. Al anochecer, ese sector del Yukón dejaría de ser navegable.

—Por eso me desvié hacia aquí —explicó Grimm—. No dije nada porque ustedes no habrían podido creer que el río se congelase tan rápidamente. Si hubiéramos intentado llegar hasta Fuerte Yukón nos habría rodeado una capa de hielo más gruesa, que probablemente habría destrozado el barco al avanzar.

—¿Cuánto tiempo estaremos aquí encallados? —preguntó California.

—Hasta junio —contestó Grimm.

—¡Dios mío! —exclamó Montana.

—No somos los únicos —replicó el capitán—. Anímense, que he elegido uno de los tramos más seguros del río. Aquí hay menos viento. No hay que temer el avance del hielo.

En un invierno benigno, en el Parker se habrían podido refugiar cómodamente, durante ocho meses, unas treinta personas; en cambio, era imposible que los sesenta y tres viajeros estuvieran satisfechos con la situación, por lo que, antes de que terminara el día, algunos de ellos exigieron la devolución de su dinero. Olaf Grimm adelantó la barba, se puso firme y, con una mirada risueña, les dijo la verdad lisa y llana:

—Me comprometí a llevarles hasta Dawson, pero no dije cuándo lo haría. Ahora todos tendrán que explorar el terreno para buscar árboles y traer algo de leña, porque de lo contrario nos moriremos congelados. Yo también voy a ponerme a talar.

Grimm indicó dónde se construirían las letrinas y amenazó con fusilar a cualquiera que no las utilizara. Pidió voluntarios para cazar alces y caribúes y les ordenó que salieran de caza en aquel mismo momento, antes de que llegaran las grandes nevadas.

Al hablar, el enérgico capitán daba la impresión de haberse encontrado antes en situaciones parecidas y parecía decidido a que sus pasajeros sobrevivieran a aquélla. Se mostró conciliador; comprendía la amarga desilusión de los hombres, pero no aceptó excusas ni permitió que nadie se librara del trabajo que era preciso realizar.

—Si usted sabía que íbamos a quedar aislados por el hielo, ¿por qué zarpó de Saint Michael? —protestó California, con bastante razón.

—Porque ustedes querían hacer el viaje —contestó sabiamente Grimm—. Además, habríamos llegado a tiempo si hubiéramos podido comprar leña en el trayecto.

Aquel invierno, once barcos quedaron aprisionados por el hielo, pero ninguno superó la situación mejor que el Jos. Parker. Uno de los pasajeros, que regresaba con la noticia de que había matado un alce, comentó, después de recibir los merecidos elogios:

—Desde que subí a este maldito barco me he preguntado por qué se llamaba Jos. Parker. Hace un momento, al volver, lo he entendido: en la tabla donde se pintó el letrero no había bastante espacio para escribir el nombre de pila completo.

—Así es —confirmó Grimm, que agradecía cualquier distracción—. Se llama como el padre de quien construyó el barco: Josiah Parker. Siempre he pensado que es un bonito nombre.

El cuatro de octubre, John Klope, que seguía ansioso por llegar a las minas de oro, habló con el capitán Grimm:

—Farece que aquí vamos a estar cada vez peor, ¿no?

—Sí —le contestó Grimm.

—¿Podría yo llegar caminando a Fuerte Yukón?

—Son más de ochenta kilómetros, y el trayecto es MUY malo. Tardaría tres o cuatro días.

—Pero ¿está hacia delante, siguiendo el río?

—Claro que sí.

El veterano capitán vaciló, porque no quería que más adelante dijeran que había alentado a los pasajeros, de los cuales se había hecho responsable cuando habían comenzado a remontar el río, para que abandonaran el barco al comienzo de un invierno ártico. Otros capitanes, en otros barcos, se enfrentaban al mismo dilema moral; de una de las embarcaciones partía un hombre, sin más compañía que un tiro de perros, y recorría sano y salvo dos mil kilómetros. De otra salía un viajero aficionado a pintar acuarelas, y moría congelado antes de cubrir trescientos metros.

—Klope, usted y yo podríamos recorrer el trayecto —dijo prudentemente el capitán Grimm—. Le he estado observando. Es usted un hombre disciplinado. Pero yo no lo intentaría con ninguno de los otros. Y no le aconsejo que lo haga. Quédese aquí y viva.

Era un ruego imperioso, una advertencia para que Klope no abandonara la seguridad del Parker, pero era también un desafío, y Klope, sin tener en cuenta lo primero, lo aceptó como lo segundo.

Cuando se supo que intentaría llegar a Fuerte Yukón caminando, once hombres se ofrecieron voluntarios para acompañarle, y algunos de ellos incluso exigieron ir con él; de pronto, Klope se encontró al frente de una expedición. La idea le asustó, pues si bien estaba seguro de que solo conseguiría llegar, dudaba de que pudiera mantener unido a un grupo tan dispar si surgía algún problema, y no quería hacer la prueba. Prudentemente, pasó la responsabilidad sobre la expedición al estentóreo California, al que le gustaba dar órdenes; fue una decisión acertada, porque el minero resultó ser un hombre listo y un buen jefe, aunque un poco mandón, en opinión de Klope.

En la mañana del cinco de octubre, temprano, los doce hombres que pretendían caminar hasta Fuerte Yukón se despidieron del Jos. Parker, varado en el hielo, y partieron bien abrigados. Esperaban cubrir por lo menos veinte kilómetros al día, para llegar sanos y salvos a su destino el día ocho, al anochecer; no oscurecía hasta las cinco y media, por lo que creyeron que dispondrían de bastantes horas de luz. Lo que no habían tenido en cuenta era la extrema dificultad del trayecto que habían escogido.

En el Yukón no se había formado una capa de hielo plana y lisa, como en los lagos que algunos de ellos habían visto congelarse en los Estados Unidos; el proceso de congelación era inesperado y se producía en momentos muy diferentes, por lo que la superficie era desigual, se hundía en algunos puntos y a veces sobresalían bloques de forma irregular.

—¿Qué demonios le ha pasado a este río? —gritó California, preocupado al ver los obstáculos que presentaba el Yukón.

—Se hiela en unos sitios sí y en otros no —explicó Montana, que era un hombre acostumbrado a vivir al aire libre—. El agua sigue corriendo, pasa sobre la superficie congelada y se hiela a su vez. Pasa más agua por abajo, y el hielo se deforma.

Aseguró a California que era posible encontrar un camino recto entre los trozos de hielo, pero éste estaba harto. Dando un puntapié a los bloques, gruñó:

—Salgamos de este maldito río.

Al llevar al grupo hacia otro lado, se encontró con la multitud de lagos y pantanos congelados. La tundra estaba salpicada de unas grandes y enmarañadas matas redondas que en Alaska recibían el nombre popular de «cabezas de negro». Para andar por allí, había que levantar mucho las piernas, pasar de una parte baja del terreno a otra más alta, y luego dar pasos bastante largos hasta llegar a la siguiente mata. Resultaba un trabajo agotador.

Entre el irregular hielo del río y la desigual superficie del pantano congelado, la improvisada expedición avanzaba a duras penas; a ese paso no cubrirían veinte kilómetros al día, como habían previsto, sino apenas doce. Por lo tanto, el viaje requeriría seis días en vez de cuatro; se sintieron desanimados, puesto que se habían equipado pensando en una sencilla caminata de cuatro días, a través de caminos nevados como los que habían recorrido en Dakota o en Montana.

Por suerte, aún no hacía demasiado frío y no soplaba el viento, de modo que hasta los más débiles consiguieron aguantar; al anochecer, estaban absolutamente cansados, aunque no tan exhaustos como para dejar de cuidarse.

Para dormir, habían planeado amontonar nieve a su alrededor para que les sirviera de abrigo, porque desviaría el viento y les ayudaría a conservar el calor corporal. Comieron poco, ya que sólo llevaban provisiones para los cuatro días previstos.

—Comer menos no le hará daño a nadie —dijo California—. Además, vamos a llegar pronto.

La primera noche descansaron poco tiempo, porque les resultaba difícil dormir en aquellas camas de nieve; aunque no les faltaba ropa, no iban vestidos como para pasar la noche a la intemperie. Al alba, a eso de las seis y media, estaban ansiosos por reanudar la marcha y, como ya llevaban un día de práctica, avanzaron con más destreza por el difícil terreno. Ahora bien, cuando California les llevaba hasta el río, ellos querían caminar entre los lagos, y, si les hacía caso, en seguida querían volver al río.

—Ayer todavía estábamos aprendiendo. Hoy andaremos veinticinco kilómetros —pronosticó uno al amanecer. Sin embargo, apenas recorrieron la mitad de esa distancia.

La segunda noche, Klope durmió profundamente. Había observado que la fila avanzaba más lentamente si no marcaban el paso Montana o él; Por eso anduvo en cabeza casi todo el tiempo, excepto cuando Montana le veía cansado y ocupaba su puesto. Ninguno de los dos habló sobre lo que estaban haciendo, y no mencionaron su creciente sospecha de que algunos no llegarían a Fuerte Yukón.

El cuarto día tampoco se cumplieron sus esperanzas; tres de los hombres estaban ya muy débiles y casi no podían levantar las piernas para andar sobre las matas; por la noche, Klope decidió que era preciso tomar medidas de urgencia y lo consultó con California y Montana.

—Tendrá que ir uno de nosotros en la retaguardia —propuso Montana—. De lo contrario, vamos a perder a alguno de los de atrás.

—Pueden seguir el rastro que dejemos —dijo California. Pero Montana no aceptó esta solución:

—El problema es el frío. El último de la fila puede pensar: «Voy a echarme un minutito», y ya no volvemos a verlo. Se queda congelado allí mismo.

Klope se ofreció a cerrar la marcha; fue una suerte que lo hiciera, Pues los que estaban más débiles comenzaron a retrasarse peligrosamente, y él tuvo que pasar todo el día animándoles a continuar. En dos ocasiones, el resto del grupo se adelantó a bastante distancia, y Klope se vio obligado a gritar cuanto pudo para que aminoraran la marcha a fin de que los tres más fatigados pudieran alcanzarles. Al anochecer, otros dos habían quedado rezagados; California, gracias a cuyo brío y valentía se había mantenido unido el grupo, habló del problema con sus dos lugartenientes.

—No sé si voy a conseguir que aguanten otro día más —explicó Klope.

Para empeorar las cosas, esa noche la temperatura descendió bruscamente.

—Será mejor que caminemos —dijo California poco después de medianoche, tras despertar a los que dormían, protegidos por la nieve.

Bajo el débil resplandor de la luna menguante, emprendieron lo que más adelante recordarían como la peor jornada de sus vidas.

El sexto día decidieron quedarse en el río y abrirse camino lentamente entre los bloques salientes de hielo. John Klope, que cerraba la marcha, tenía a veces la sensación de que las calladas siluetas que avanzaban delante suyo eran como hormigas sobre una manta blanca; pero olvidó sus poéticas comparaciones cuando uno de los rezagados se desplomó y no volvió a levantarse, a pesar de los ruegos de Klope.

Los que corrieron a ayudar comprobaron, horrorizados, que el hombre no se había desmayado, sino que estaba muerto. En efecto: en el río Yukón, a pocos kilómetros del fuerte salvador, un empleado de banca de Arkansas había muerto de agotamiento. Después de cubrir el cuerpo con una capa de nieve, los once restantes, serios y asustados, reanudaron la lenta marcha.

Klope no se afligió demasiado por su muerte. Sabía que las personas morían de forma imprevista: en una finca vecina, un conocido suyo había muerto estrangulado cuando su caballo se encabritó y las riendas se le enredaron en el cuello; una vez, estando en la estación de Bonners Ferry, oyó gritar a unos hombres y vio que a un trabajador le estaban aplastando dos vagones. De modo que pudo superar la impresión de la muerte. Sin embargo, al mediodía, cuando el grupo se detuvo para distribuir las raciones de comida, oyó algo que le inquietó muchísimo.

—Eran ochenta kilómetros en total, y calculo que hemos recorrido sesenta y siete —les animó California, intentando aliviar la tristeza que se había apoderado de ellos.

—Oí decir al capitán Grimm que faltaban de ochenta a noventa y cinco kilómetros para llegar a Fuerte Yukón —replicó uno de Ohio.

Klope se espantó ante la posibilidad de que se añadieran quince kilómetros a una travesía ya de por sí horrorosa; como iba el último de la fila, podía observar mejor que nadie que los más débiles del grupo se encontraban completamente agotados. California, tras discutirlo con los tres más fuertes, se hizo cargo de la situación con una energía que impresionó a Klope:

—Nosotros cuatro tenemos que comprometernos a no adelantarnos demasiado, abandonando a los demás. Tenemos que quedarnos junto a ellos y llevarlos hasta Fuerte Yukón.

—Pero ¿y si ocurre que uno de nosotros tiene que separarse para ir en busca de ayuda? —preguntó Montana.

—Lo echáis a suertes vosotros tres. Yo me quedo.

—¿Podrían ser noventa y cinco kilómetros? —preguntó Klope.

—¡No! —dijo California.

Esa tarde, la temperatura descendió hasta los veintitrés grados bajo cero, pero el frío, afortunadamente, no llegó acompañado de viento; sin embargo, otro hombre, que caminaba no muy lejos de Klope, cayó al suelo y murió, aunque no de inmediato, como el anterior, sino que tardó cuarenta minutos en hacerlo, entre fuertes y exasperantes dolores.

Después de que Klope lo enterrara, comenzó el auténtico horror de la desesperada travesía: el Yukón se volvió demasiado abrupto, y los pantanos casi no podían franquearse, defendidos por los arbustos. A las cuatro y media, la escasa luz del día ártico comenzó a menguar, y los expedicionarios se encontraron ante la amenaza de una noche larga e intensamente fría, sin contar con la protección adecuada.

Klope no perdió el valor, nunca lo perdería, mientras avanzara atraído por el oro. No obstante, observando las fuerzas cada vez más escasas de los rezagados, comprendió, con grave preocupación, que durante las próximas horas podían llegar a morir hasta tres de ellos; entonces llamó a sus compañeros mas vigorosos.

—¿Qué vamos a hacer? —les preguntó.

—Seguir avanzando —respondió California—. Durante toda la noche. De lo contrario podríamos morir todos.

—¿Y si ésos…?

California miró hacia el patético grupo de hombres ateridos sentados en medio de la nieve, los cuales ignoraban (o quizá no le concedían importancia) que se estaba hablando de sus vidas.

—Haz que continúen mientras puedan. Si mueren, no te detengas a enterrarles —dijo entonces. Y volvió a encabezar la fila, para alentar a sus compañeros.

Un Poco antes del anochecer de aquel terrible día, uno de los caminantes más debilitados divisó algo asombroso y llamó a Klope:

—¡Un tiro de perros!

Al norte, avanzando con cautela por los pantanos helados de los Llanos, dirigiéndose claramente hacia Fuerte Yukón, había un hombre que llevaba un trineo tirado por siete perros grandes y robustos. Vestía como los esquimales, con la cara descubierta, rodeada por una capucha forrada de Pieles, Y con el cuerpo envuelto en prendas muy gruesas, de tal modo que Parecía una bola. No había visto aún a aquellos hombres que avanzaban con tanta dificultad; como era posible que pasara de largo sin detenerse, Klope dio un fuerte grito y echó a correr hacia el nordeste, con la esperanza de cruzarse en su camino.

Los otros, al oír sus gritos, se volvieron y divisaron el veloz trineo. Sin vacilar ni un momento, California también echó a correr y, como estaba en mejor ángulo, el conductor del trineo le vio a él primero. Hizo parar a los perros y se acercó a los desconocidos; nada más ver a ese grupo de hombres exhaustos que se habían sentado a descansar en la nieve, el hombre supo que estaba ante unos novatos en peligro.

Era Sarqaq, medio esquimal, medio

atapasco, y conducía un trineo procedente de Fuerte Yukón. Hablaba mal el inglés, pero comprendía bastantes palabras.

—¿Fuerte Yukón? —preguntó a California, y entendió la respuesta.

—¿Qué distancia? —preguntó California.

—Mañana —contestó Sarqaq, enseñando un dedo.

—¿Mañana tú o mañana nosotros? —preguntó entonces California, pero Sarqaq no le comprendió.

Klope solucionó el problema: puso la mano sobre uno de los perros, un hermoso ejemplar de color blanco, el quinto del tiro, e imitó con los dedos el rápido movimiento de las patas del animal. Después dio él mismo unos lentos pasos hacia adelante.

—¿Perro un día? ¿Hombre cuánto?

Sarqaq, que tenía una cara morena y redonda como si estuviera dibujada con compás, se echó a reír, enseñando la blanca dentadura:

—YO ahora. Vosotros mañana.

—¡Gracias a Dios! —suspiró Klope, aunque no era en absoluto religioso.

Tanto él como California y los que todavía conservaban las fuerzas podrían sobrevivir hasta la noche siguiente; en cuanto a los más débiles, tal vez podrían ir en el trineo hasta una cama abrigada. Tomó al conductor por el brazo y señaló hacia los hombres que descansaban:

—Dos, tres, pueden morir —imitó con gestos una muerte por agotamiento.

Sarqaq le entendió en seguida: sin dudarlo ni un momento, supo lo que tenía que hacer. Comenzó a sacar con furia del trineo los montones de pieles y la carne de caribú que llevaba a Fuerte Yukón; cuando estaba claro que lo estaba descargando para que hubiera espacio donde acomodar a los expedicionarios en peligro, Klope le dijo:

—Voy a buscarlos.

—Ir yo —le detuvo Sarqaq.

Con secas órdenes hizo dar la vuelta a los perros y se acercó rápidamente a la fila, donde le recibieron con débiles gritos de alegría.

—¿Quién ir? —preguntó, sacándose uno de los guantes, que le protegían del congelamiento, y enseñando tres dedos.

Los hombres aguardaron a que Klope decidiera quiénes eran los tres que estaban en peores condiciones; cuando terminó, los elegidos, apenas conscientes de lo que ocurría, fueron cargados en el trineo.

A eso siguieron unos momentos de dolorosa incertidumbre, porque los siete restantes no podían saber qué iba a ocurrir. ¿Se salvarían únicamente esos tres? ¿Era cierto que Fuerte Yukón estaba sólo a un día de camino? ¿Lograrían sobrevivir una noche más con aquel frío espantoso?

Sarqaq, que imaginó sus temores, sonrió con su cara de luna:

—Vigilar carne. Lobos —le dijo a Klope—. Cortar carne. Masticar. Tapar con pieles. Yo volver. Muchos trineos —dijo a los pasajeros del Parker. Y partió velozmente en la noche, cada vez más oscura.

Alrededor de las cuatro de la madrugada, uno de los viajeros, que se estaba paseando para mantenerse con vida, oyó ladridos, en dirección este. Aguzando el oído para comprobarlo antes de alertar a sus compañeros, percibió el inconfundible sonido de gritos humanos alentando a tiros de perros.

—¡Ya llegan! —chilló—. ¡Han vuelto!

Los supervivientes, dondequiera que estuvieran durmiendo, se levantaron de un salto e intentaron ver algo a la luz de la luna. Lentamente, como en un sueño hipnótico, en el Yukón fueron apareciendo trineos tirados por perros, con sus conductores; a medida que la visión iba cobrando realidad, los ateridos viajeros comenzaron a dar gritos de entusiasmo y se echaron a llorar.

En 1897, Fuerte Yukón había dejado de ser un fuerte, pero cuando se construyó medio siglo antes, era una fortaleza bastante impresionante. En un dibujo hecho por el intrépido explorador inglés Frederick Whymper en 1867 aparecían aún los cuatro imponentes fortines, en cuya plaza interior se apiñaban algunas viviendas y dos enormes almacenes en los que se guardaban las pieles que compraba y las mercancías que vendía la Hudson’s Bay Company, la cual se había atrevido a instalar este puerto comercial, el más apartado de todos.

En 1869, Fuerte Yukón constituyó un extraordinario ejemplo de la buena y sensata relación de vecindad entre Canadá y Estados Unidos: ese año, el joven Otis Peacock, con una patrulla militar, demostró que los almacenes de la Hudson’s Bay canadiense estaban dentro del territorio de los Estados Unidos. En lugar de enzarzarse en una disputa, Estados Unidos y Canadá, muy diplomáticamente, trasladaron el puesto comercial. Tuvieron que hacerlo en dos ocasiones, porque después de la primera mudanza todavía Ocupaban suelo estadounidense.

Fuerte Yukón había sido durante algunos años un próspero pueblecito de ciento noventa habitantes, que vivían modestamente comprando pieles a los indios y reparando los barcos que se detenían a veces por allí, como el Jos. Parker. Pero con el descubrimiento de oro en el Klondike, la ciudad había crecido rápidamente y había aumentado la población.

Ocurrió algo curioso cuando Sarqaq el esquimal (como le llamaban, pese a ser también medio

atapasco) y los otros conductores de trineos dejaron en Fuerte Yukón a los diez blancos. California, el principal responsable de que los viajeros hubieran continuado avanzando, perdió el valor súbitamente: cuando un tercer hombre murió en el fuerte, se sintió culpable. Pasó tres días sentado en un estado de estupor, sobrecogido por la tragedia que había vivido.

Pero él no podía aceptarlo; se sentía responsable de la muerte de sus tres compañeros, y de que los demás hubieran estado a punto de perecer.

Al decir que gracias a California se había salvado la expedición, Klope no era del todo sincero. Tanto él como Montana sabían que también ellos habían contribuido a mantener el equipo unido y que, a no ser por Klope, habrían muerto muchos más. Pero no iba en busca de elogios por haber hecho lo que consideraba su deber; en lugar de eso, iba en busca de Sarqaq, el hombre que les había rescatado, y pasaba horas enteras con los diez perros del esquimal.

A Sarqaq le llamaban el esquimal porque era más fácil nombrarlo así que decir que era medio esquimal y medio

atapasco; además, tenía el típico aspecto de los esquimales: constitución robusta, cara redonda y facciones marcadamente asiáticas. Era un hombre cordial, muy dado a sonreír, lo que hacía resplandecer su rostro de luna llena; le gustaba que Klope se interesara por sus perros.

Tenía diez animales, aunque prefería utilizar sólo siete con el trineo; pensaba incluir a los otros tres en el tiro cuando sus componentes envejecieran o se volvieran desobedientes. Por ejemplo, pocas veces había incluido en el grupo al perro que ocupaba el quinto lugar cuando Sarqaq encontró a los expedicionarios en los Llanos. A Klope le había gustado el animal ya en aquel primer momento; instintivamente, se había fijado en el único perro que no era de pura raza

husky, como si hubiera observado algo distinto en su carácter.

—No

husky —dijo Sarqaq—. Quizá medio.

Un blanco, el anterior propietario del perro, le había dado el nombre de Mestizo, aludiendo a su mezcla de razas; al enterarse de que el animal era cruzado, Klope pensó que eso explicaba las diferencias que había observado.

Mestizo parecía un perro

husky, tenía blanca una parte de la cara, unos pelos negrísimos en la punta de las orejas, el pelaje espeso y unas robustas patas delanteras. Era de color blanco alrededor de los ojos y tenía también una fina raya blanca en mitad del testuz. Tenía el cuerpo de color gris parduzco y mantenía una actitud alerta. Su punto débil era que no se entendía con los otros perros; si no se corregía pronto, Sarqaq tendría que sustituirlo, porque bastaba un solo perro para echar a perder un tiro.

Klope pasó aquellos días de octubre con los perros y poco a poco comenzó a conocer a esos extraordinarios animales, tan diferentes de los que estaba acostumbrado a ver en Idaho. En un tiro, el animal más importante era el perro guía, el que iba en primer lugar; el de Sarqaq era increíblemente inteligente y le encantaba avanzar a través de la nieve delante de los otros seis perros, casi tan listos como él. El perro guía mandaba a los otros perros, tiraba de los arreos con toda su fuerza, hacía avanzar el trineo y marcaba el camino. Estaba atento a las órdenes de Sarqaq e incluso se anticipaba a él algunas veces; no podría decirse que quisiera a su amo, ya que, con las personas, solía guardar las distancias, pero estaba muy claro que le encantaba dirigir el tiro y defender el pesado trineo.

—Gracias a ti conseguimos seguir andando —le decían Klope y los demás.

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