Alaska

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VIII. EL ORO

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Al siguiente en la hilera se le daba el nombre de perro de varas y se encargaba de transmitir las decisiones del guía a los que le seguían. Muchas veces, si el guía se moría o estaba demasiado viejo para continuar prestando servicio, era el perro de varas el que le sustituía; eso no ocurriría en el tiro de Sarqaq, pues aunque el de varas era perfecto para su misión, no sería un buen Perro guía, ya que era demasiado fácil de convencer.

Casi tan importante como el perro guía era el último del tiro, el perro de trineo, pues su tarea consistía en cuidar de que los movimientos de los otros perros no pusieran en peligro la seguridad o el avance del vehículo. Un buen perro de trineo podía valer tanto como el resto del tiro, pues se encargaba de que el gran esfuerzo que hacían los animales contribuyera adecuadamente al movimiento del trineo, y Sarqaq tenía uno de los mejores de la zona.

Éstos eran los tres animales más importantes; en cuanto a los otros, simplemente se les ponía junto a ellos para formar el tiro, y a veces parecían hacer el trabajo más duro. Cada perro tenía su nombre, pero Klope sólo podía pronunciar el de Mestizo, porque los demás eran en algún dialecto nativo. Cuando el trineo estaba en marcha, Mestizo no tenía un aspecto demasiado impresionante; en tres ocasiones, Sarqaq dejó que Klope le acompañara en algún corto recorrido por la llanura, y John observó que Mestizo carecía de la rara combinación de cualidades que caracterizaba a los mejores perros: la disciplina y la voluntad de tirar, por pesado que fuese el trineo: Mestizo era otra cosa: era un animal fiero, aunque al mismo tiempo parecía desear la compañía humana, y encontró en John Klope a un hombre que también necesitaba la amistad de un animal. Aquel hombre, que con las personas mantenía un frío y difícil trato, comenzó a cobrar un gran afecto al perro.

Por eso le afligió mucho oír quejarse a Sarqaq, una vez que Mestizo se había equivocado y por su culpa se habían enredado los arneses:

—No buen perro —dijo Sarqaq, enfadado—. Quizá matar.

—¡Espera! —suplicó Klope.

Pero esa noche, cuando volvieron a Fuerte Yukón, otro conductor de trineos que hablaba inglés bastante bien, le explicó:

Husky y

malamute igual. Sólo buenos para tirar trineo. Si no buenos para eso, eliminarlos.

—Pero, ¿tú matarías a uno de tus perros?

—Si no bueno, quizá mejor matar. Perros, toda la vida en camino, tirando. Si dejar este trabajo, quizá perro querer morir.

—¿No te lo quedarías como animal de compañía?

El hombre del trineo, un

atapasco, se echó a reír y anunció a dos compañeros:

—¡Pregunta si perro de trineo animal de compañía!

Los hombres profirieron grandes carcajadas ante esa nueva demostración de que los forasteros nunca comprenderían el Ártico.

En los días siguientes, Klope pasó más tiempo con Mestizo; cada vez estaba más convencido de que el animal era muy cariñoso y estaría dispuesto a compartir la vida con ese hombre que se interesaba por él. Ahora, cuando Klope se acercaba al sitio donde ataban a los perros por la noche (ya que si se les dejara libres, podrían desaparecer todos), Mestizo daba tirones de la cadena que le sujetaba, intentando ir hacia él, y, cuando Klope se le acercaba, el perro le saltaba al pecho, tratando de lamerle la barba. A causa de esta conducta, Sarqaq se aferró a la idea de que el animal no era lo bastante dócil para formar parte de una reata.

Klope no podía comprender que el perro tuviera que ser sacrificado, sólo por no haber obedecido los caprichos de un hombre; varias veces intentó hablar de ello con Sarqaq, que cambiaba desdeñosamente de tema.

Algunos de los supervivientes del Jos. Parker, tras recobrarse de la dura experiencia en los Llanos del Yukón y recuperar el valor, pensaron continuar hacia el sur, hasta su destino; pero los administradores de Fuerte Yukón les disuadieron:

—Son casi quinientos kilómetros, y ahora el frío es más intenso. Tengan en cuenta que perdieron a tres hombres en una travesía de sólo ochenta kilómetros, con un tiempo que no era aún demasiado malo para esta zona.

—Es que si esperamos a que el maldito río se deshiele, no quedará ningún yacimiento bueno.

—Hemos esperado todos los años —replicaron los funcionarios de Fuerte Yukón—. Además, amigo, hace dos años que se concedieron los buenos yacimientos. Para reclamar derechos sobre terreno estéril, tienen ustedes tiempo de sobra. Quédense aquí, donde tendrán una estufa caliente y no les faltará la comida.

El consejo era muy oportuno. Desde el sur, llegó al pueblo un trineo conducido por dos indios, que explicaron una pavorosa historia:

—En Dawson se mueren de hambre. La Policía Montada ha ordenado que la gente se vaya. Llegan a Circle City en estado lamentable. Hay que cortar los dedos de los pies congelados. Manos sin dedos. Un hombre perdió una pierna.

Los viajeros del Parker, al escuchar este relato del estado de las cosas en el sur, se desanimaron y olvidaron el proyecto de continuar hasta el Klondike antes de que el deshielo les permitiera ir en barco. El único que no lo olvidó fue John Klope, al que todavía atormentaba la obsesión por alcanzar el oro que aguardaba escondido. Con cada dificultad se volvía más decidido a vencer las adversidades; por eso, se ofreció voluntario cuando los fugitivos de Circle preguntaron a las autoridades de Fuerte Yukón si se podría organizar algún tipo de misión de rescate, para llevar alimentos a los que habían quedado aislados allí o en Dawson:

—Iré yo —dijo, sin dudarlo ni un momento.

Los indios se echaron a reír. Lo que ellos querían saber era si había algún conductor de trineo en el pueblo que estuviera dispuesto a intentarlo. Dijeron que ellos no pensaban ir, porque tanto ellos como los perros habían terminado agotados después de su travesía desde el sur.

—¿Decir tú ir? —preguntó Sarqaq a Klope, dos días después de que la petición de los indios se conociera en el pueblo.

—Sí.

—¿Tú, yo, puede ser? —Como Klope aceptó entusiasmado el Ofrecimiento, el esquimal agregó—: ¿Tú pagar?

Klope tenía que pensárselo. Intentó explicar que ya había pagado el pasaje al capitán del Jos. Parker e indicó por señas que, si se quedaba esperando en Fuerte Yukón a que el río se deshelara, el Parker estaría obligado a llevarle a Dawson sin cobrarle nada más.

Aunque le resultó difícil dar esta explicación, Sarqaq comprendió finalmente que Klope no pagaría, y no se habló más del asunto en los dos días siguientes. Pero tres días después, en el momento en que Klope, ansioso de oro, se disponía a ofrecer una pequeña cantidad por el viaje, Sarqaq propuso otra cosa: que los dos cargaran el trineo con los víveres que no fueran necesarios en Fuerte Yukón, partieran rápidamente hacia Dawson y los vendieran allí, sacando buenos beneficios. Parecía un negocio sin riesgos: Sarqaq estaba seguro de que sus perros podían hacer el viaje; también sabía que él aguantaría y sospechaba que Klope, pese a ser blanco, tenía tanta resistencia como cualquier esquimal; además, ambos estaban convencidos de que, si conseguían llegar a Dawson con la comida, encontrarían clientes dispuestos a pagar por ella.

Todo estaba listo, salvo un detalle: Klope tenía que comprar los víveres en el economato de Fuerte Yukón y pagar en efectivo, confiando en que el éxito de la misión le permitiría recuperar el dinero. Durante varios días lo estuvo pensando, pues, a diferencia de Sarqaq, se le ocurrían varias cosas que podrían hacer fracasar el arriesgado negocio; no obstante, al fin accedió a invertir el dinero, porque estaba decidido a llegar a las minas de oro antes que la multitud de personas que acudirían también ese mismo año. El 20 de noviembre de 1897, todo Fuerte Yukón sabía que Sarqaq y el estadounidense iban a intentar la travesía hasta Dawson: quinientos quince kilómetros hacia el sur, por sendas completamente heladas y cubiertas de nieve, a lo largo de un río lleno de bloques de hielo. Si lograban cubrir cuarenta kilómetros diarios y se paraban de vez en cuando para que descansaran los perros, creían poder recorrer esa distancia en dieciocho días, con lo cual estarían en el Klondike mucho antes de Navidad.

El día antes de la partida, dos incidentes hicieron aumentar su nerviosismo. Klope fue a hablar con California, a quien admiraba, y le dijo:

—¿No quieres venir? En la otra travesía fuiste el mejor.

Pero aquel hombre que tan valiente había demostrado ser en el trayecto desde el Jos. Parker aún no había recobrado el coraje; mejor dicho, todo su valor se había agotado en la desastrosa expedición, que sólo gracias a su fuerza de voluntad se había librado de acabar en una absoluta catástrofe. Cuando Klope le propuso repetir la experiencia, no pudo evitar estremecerse. Se encogió de hombros, como si quisiera impedir que Klope descubriera sus sentimientos, y movió la cabeza. Había visto el Yukón en otoño y no podía imaginar cómo sería en invierno.

—Pero las minas de oro estarán ya ocupadas —le advirtió Klope.

—¿Las minas de oro? —preguntó California, mirándole con expresión de asombro.

Cuando el Yukón se deshelara, él pensaba subir a un barco y descender el curso del río, para volver a Saint Michael y Seattle; por ningún motivo continuaría hasta Dawson, ni en primavera, cuando el río volviera a ser navegable, ni en ese momento, cuando estaba completamente helado. Klope, al ver el miedo con que California rechazaba su propuesta, reconoció para sus adentros los peligros del viaje que iba a intentar.

Sarqaq había oído un relato más espeluznante. Los dos conductores de trineo que habían llegado a Fuerte Yukón con noticias de la hambruna de Dawson contaron lo que había ocurrido cuando un barco trató de llevar urgentemente provisiones a la amenazada ciudad:

—Barco llevar mucha leña, más comida. Buen capitán, buen piloto indio para los canales. Todo bueno. Si llegar a Dawson, salvar mucha gente.

—¿Qué pasó? —preguntó Sarqaq.

—Él, yo, llegar a Circle un día antes barco —explicó su informante—. No comida allí, no medicinas. Tiempo infernal, te digo —miró a su compañero y éste hizo un gesto de asentimiento.

—Día siguiente muchos gritos de alegría —continuó el otro—. Llegar barco. Pero capitán decir: «Esta comida para Dawson. En Dawson gente hambre». Pero gente de Circle decir: «Gente hambre aquí también. Nosotros quedar tu comida». Gritos, peleas. Hombres con armas. Capitán decir: «¡Está bien, al demonio! Vosotros tomar comida y los otros morir de hambre». Hombres echar todo de barco, tomar toda comida. Barco allí, vacío. Muy pronto barco encallado en hielo. Nunca ir a Dawson, porque capitán decir: «¡Qué diablos!».

—Sarqaq —advirtió el primer informante—, si tú y perros y comida llegar a Circle, mismos hombres pararos. Hombres quedar también todo. Comida no pasar de Circle, seguro, seguro.

Los tres conductores conversaron durante un rato, analizando qué camino se podría seguir sin que los de Circle descubrieran la presencia de un trineo en los alrededores; la noche anterior a su partida, Sarqaq comunicó su plan a Klope:

—Hombres malos, no; hombres hambrientos. Nosotros ir… —Y, con gestos, indicó que la ciudad de Circle quedaba en la orilla izquierda del río, mientras que el trineo se dirigiría hacia el este, por la ribera derecha.

California y Montana se levantaron temprano para colaborar en los preparativos de última hora; cuando llegó el alba, casi todo Fuerte Yukón se había reunido allí y estaba haciendo predicciones:

—Nunca lo conseguirán.

—Ningún blanco puede ir hasta tan lejos en invierno.

—Si alguien puede lograrlo, ése es Sarqaq.

Klope, que con cada retraso se volvía más impaciente, quiso escapar a toda prisa, pero una anciana, hija de uno de los primeros mineros canadienses y de una india

atapasca, fue a hablar con él y le detuvo una vez más. Llevaba un objeto que, evidentemente, tenía mucho valor para ella: una vasija de barro, en el interior de la cual había algo envuelto en un paño húmedo. La mujer, que era viuda, trabajaba como cocinera en uno de los albergues para comerciantes. Al entregar su tesoro a Klope, habló con la sabiduría adquirida a lo largo de varias décadas de vida en el norte:

—Esto no puede faltar en ninguna casa. Dios no lo permitiría.

Klope pensó que el regalo sería una Biblia, aunque no comprendía por qué había que guardarla en una vasija mojada.

—¿Qué es? —preguntó.

La mujer, con dedos deformados por el trabajo, apartó orgullosamente el paño; en el interior de la vasija, Klope sólo acertó a ver una temblorosa bola blanda de algo muy parecido a la masa con la que su madre preparaba galletitas al estilo alemán.

—¿Qué es? —repitió.

—Levadura —respondió la vieja—. Que no se enfríe. Llévatela. Hará que la vida sea… —vaciló, pues no se le ocurría ninguna palabra para expresar la diferencia, entre disponer de un buen fermento y no tener ninguno.

Su masa fermentada se remontaba a 1847, a la época en que los de la Fludson’s Bay habían construido el fuerte, donde su abuela había trabajado de cocinera. La masa había llegado al Yukón después de un peligroso viaje desde la costa oriental del Canadá, adonde había llegado la levadura original tras un viaje similar desde Vermont, ciudad en la que se había mantenido fermentada la pasta durante cuarenta años, desde 1809. La anciana estaba entregando a Klope un regalo cargado de antigüedad, civilización y amor, y que, al mismo tiempo, era una responsabilidad. En vasijas como ésa, envuelta también en paños húmedos, las mujeres de Vermont, Quebec y Fuerte Yukón habían conservado activa la levadura; ahora, la anciana encargaba la tarea a otra persona.

—No puedo ir hasta Dawson cargado con esto —dijo Klope, sujetando el cacharro con ambas manos.

—El oro viene y va —advirtió la mujer. Señaló con un gesto de la mano a toda la población de Fuerte Yukón—. Buscan y buscan. Y si encuentran algo, lo pierden en el juego o se lo gastan con mujeres bonitas. —Devolvió la vasija a manos de Klope, mientras añadía—: En cambio, la buena levadura… eso dura eternamente.

En el mundo que la anciana había conocido en aquel solitario fuerte del río Yukón, el oro tenía muy poca importancia; pero los hogares con una buena pasta de levadura estaban más cerca de la felicidad.

Aunque la vasija pesaba demasiado para cargarla hasta Dawson, Sarqaq, que sentía un profundo respeto por todo lo relacionado con el fermento, solucionó el problema. Pidió que alguien fuera a buscar uno de los botes de cristal en los que los agricultores de California envasaban hortalizas cocidas, metió en él la pasta y sugirió a Klope que lo llevara guardado cerca del cuerpo, para que la valiosa levadura no se helara.

Con la bendición de la anciana y los vítores de sus compañeros, los dos audaces viajeros se pusieron en marcha; mientras salían del fuerte, la imagen de cada uno de ellos ofrecía un marcado contraste con la del otro. Klope era alto y delgado, e iba vestido como la versión estadounidense de un explorador del Ártico, es decir, con un atuendo muy parecido al de un granjero de Idaho: prendas gruesas, pesadas botas de cuero y una gorra gruesa, con orejeras. Llevaba ropa buena, muy adecuada para una dura jornada de trabajo en época de frío, y tenía un aspecto impresionante cuando andaba detrás del trineo. Cualquiera que lo mirase habría dicho que con una persona así no se jugaba. No obstante, no se podía saber cómo quedaría la ropa de Klope después de dieciocho días de viaje, teniendo en cuenta que no iba a Poder quitársela por la noche.

Sarqaq era un hombrecito rechoncho, vestido en la forma que había ideado su raza a lo largo de miles de años de vida en el Ártico. No usaba ropa gruesa, sino que iba cubierto con varias prendas superpuestas, hechas con el cuero más fino y ligero que se podía conseguir. Llevaba botas de piel de caribú perfectamente curtida, forradas con pieles de cría de foca, que pesan muy poco. Los pantalones eran extraordinariamente ligeros y resistentes; en el momento de ponérselos estaban tiesos, pero en cuanto empezaba a moverse se volvían flexibles. Llevaba puestas cinco camisas y chaquetas, a cual más fina, y una capucha que era una maravilla: una especie de enorme caverna en la que su cabeza se escondía de la nieve y el granizo, y cuyos bordes le protegían y abrigaban al mismo tiempo, porque estaba ribeteada con pelo de glotón americano, que tiene una misteriosa propiedad: impide que se forme escarcha encima.

El atuendo ártico de los esquimales tenía otra importante ventaja: era totalmente impermeable; si alguien vestido de esa forma se caía de repente en el mar o en el río, conseguía aguantar seco durante una hora entera. Era una fantástica vestimenta, que permitía trabajar todo el día y dormir toda la noche con el mayor grado posible de comodidad que se podía alcanzar en el Ártico. Como Sarqaq iba mucho mejor vestido, conocía mejor la ruta y sabía conducir el trineo, se podría creer que aventajaba en todo a Klope; no era así, sin embargo, porque el hombretón sabía sacar partido de sus posibilidades y, tal como él decía, «hacer de tripas corazón».

Con siete buenos perros, los esquimales tenían dos maneras de formar un tiro: a algunos conductores les gustaba distribuirlos en tres yuntas, con los perros de cada pareja uno al lado del otro y con el perro guía adelante, sujeto a la correa que iba por el centro del tiro y se fijaba al trineo. Si alguien tenía ocho o nueve perros muy bien adiestrados y acostumbrados a esta formación, solía hacerlo así, aunque enganchar a los perros de esta forma tenía también algo de ostentación.

Otros conductores más prácticos, que preferían cargar el trineo al máximo, uncían sus siete perros uno detrás de otro, atando cada uno a los arreos del siguiente. La ventaja de esta distribución era que los tres perros más importantes (el primero, el segundo y el último) rendían más y podían emplear todas las habilidades en las que habían sido adiestrados. A Sarqaq, que había viajado muchas veces a las regiones fronterizas con los Llanos del Yukón, le gustaba más esta formación en hilera y sabía sacarle el mejor partido.

Fuera cual fuese el tiro elegido por el conductor, los perros arrastraban el mismo tipo de trineo. Si se hacía un recorrido de exhibición, o había que llevar a unas muchachas o a un matrimonio adinerado, el vehículo era parecido a los usados normalmente en Rusia y en los Estados Unidos: con un asiento para dos personas, grande y bien tapizado, y, en la parte trasera, unos largos patines a los que se subía el conductor cuando el trineo avanzaba rápidamente y un pasamanos para que se sujetara en esos momentos. Pero cuando el trineo tenía que ir totalmente cargado, como en los viajes de Sarqaq, se utilizaba un vehículo bajo y sólido, sin adornos, con patines anchos y resistentes; no tenía costados, pues la carga se sujetaba mediante varias correas de piel sin curtir.

Para conducir cualquiera de esas maravillosas máquinas (que aprovechaban la energía como pocas) se necesitaban unas condiciones especiales. Cuando se circulaba por nieve en la que aún no se hubiera marcado ningún sendero, el encargado de llevar el trineo tenía que ir delante, con raquetas de nieve para abrir el camino, cosa que no podían hacer los perros, porque hubieran agotado sus fuerzas intentando abrirse paso entre la nieve, tan profunda en algunos tramos que les llegaba hasta el hocico. El conductor del trineo tenía que ocuparse de eso.

Por supuesto, si tenía la suerte de recorrer un río cuya superficie hubiera adoptado al congelarse la lisura del vidrio (algo que, incluso en el Yukón, ocurría algunas veces), podía conducir montado en el trineo varias horas seguidas, porque a los perros les encantaba correr cuando el vehículo se deslizaba frenado únicamente por una leve fricción. Lo más habitual, sin embargo, era que en una travesía normal, de cuarenta kilómetros diarios, el hombre tuviera que pasar por lo menos treinta deslizándose sobre la nieve con sus grandes raquetas.

Cada perro pesaba unos treinta kilos, y eran animales musculosos que podían arrastrar unos cincuenta kilos de carga si el terreno no era excesivamente abrupto: por lo tanto, los siete perros de Sarqaq tendrían que poder arrastrar trescientos cincuenta kilos en total. Ahora bien, teniendo en cuenta que el propio trineo, sin añadir nada más, pesaba cuarenta y cinco kilos, el peso neto de las provisiones para la hambrienta ciudad de Dawson tendría que ser de unos trescientos kilos, menos los de la comida para los dos hombres y los animales.

En la primera hora de viaje, Sarqaq estableció las normas que deberían seguir:

—Siempre hacia allí —dijo, señalando al sudeste—. Partir antes de amanecer, parar cuando no haber luz. —Lo que significaba doce horas diarias, cuanto menos—. Intentar cuarenta kilómetros al día, con paradas, descanso —esto lo explicó con gestos y usando los dedos para indicar los números—. Cinco días, parar un día, perros dormir —porque los perros no aguantaban tanto como los hombres—. Tú, yo, caminar. Si buen tiempo, montar. —De hecho, la mayor parte del tiempo irían al pasitrote, como solía decir Klope de niño—. ¿Comer? Tú, yo, ésto. —Sarqaq señaló los alimentos secos que llevaban en el trineo, entre los que había tortas preparadas con carne desecada de caribú, alce u oso—. ¿Comida perros? —Ése era el problema más grave.

La tarea de los perros de Sarqaq era extremadamente dura y los animales pasaban hambre todo el tiempo, pero, según la tradición, sólo se les podía dar comida por la noche. Klope tenía la impresión de que la cuarta parte de la carga consistía en salmón seco del verano anterior. Con tres cuartos de kilo de este nutritivo alimento, muy graso, un perro grande podía mantenerse con vida y en condiciones de trabajar; además, si se le añadía un poquito de avena o de harina, el salmón proporcionaba a los animales más energía de la necesaria.

El salmón no se ponía rancio porque el tiempo era muy frío, y los perros no se cansaban de comerlo: engullían grandes pedazos sin masticar, aunque el pescado tenía unas agudas espinas que hubieran podido causar la muerte a otros animales menos fuertes. Parecía un poco absurdo que tanta parte de la carga se destinara sólo al alimento de los perros; pero no lo era del todo, pues sin perros las personas no hubieran podido circular Por los vastos territorios del Ártico.

Para acompañar el salmón seco, que los perros nunca rechazaban comer, Sarqaq estaba siempre alerta por si veía huellas de animales: si conseguía matar un caribú o un alce, o incluso un oso que anduviera cerca del lugar donde hibernaba, podría dar de comer otra cosa a los perros durante dos o tres días, lo que sería más sano para ellos y permitiría ahorrar algo del pescado. Al cabo de algunos días de viaje, Klope comprendió que Sarqaq no había cargado suficiente salmón para los dieciocho días previstos, Porque confiaba en añadir a la dieta algún que otro caribú. Por eso, ambos se mantenían atentos a cualquier señal de caza; Sarqaq incluso estaba dispuesto a interrumpir la marcha un día entero e ir tras el rastro de algún animal, pues sabía que, si conseguía cazar algo, aumentarían las posibilidades de llevar a buen término la larga y peligrosa empresa.

Cada vez que él o Klope salían de cacería, tenían en cuenta dos cosas: el cazador se llevaba a los perros de repuesto para que arrastraran las presas hasta el trineo; si no había regresado al cabo de tres horas, su compañero encendía una fogata, para que el humo indicara el punto donde estaba parado el trineo, por si el cazador no tenía ni idea de donde se encontraba o donde estaba el vehículo.

En aquellas tierras del norte, en las que no hacía viento y apenas se veían árboles, una fogata humeante enviaba una señal que alcanzaba una altura increíble, de casi ochocientos metros: una columna muy recta, sin ninguna ondulación. El humo quedaba suspendido en el aire, quieto, hasta que paulatinamente se disipaba. Muchas veces los viajeros podían saber si al otro lado de una colina vivían personas, por la columna de humo que pendía sobre el edificio de los baños; la señal se divisaba a kilómetros de distancia.

Durante una de las incursiones en busca de carne, a Klope se le ocurrió algo que ocasionó cambios en el viaje: cuando se disponía a salir tras un alce cuyas huellas se veían junto al río, preguntó si podía llevarse, en vez de a los perros de repuesto, a Mestizo, que estaba echado con los arreos puestos, como los otros seis componentes del tiro.

—Tal vez bueno —dijo el esquimal; de modo que Klope partió con la única compañía de Mestizo, y dejó a los perros de repuesto.

Klope jamás olvidaría ese día: el cielo, de color azul grisáceo; el sol, poco brillante, a baja altura; la nieve resplandeciente, aunque sin llegar a deslumbrar; la posibilidad de atrapar un alce y la alegría con que le seguía el perro. A Mestizo le encantaba cazar, estaba bien adiestrado y respondía a la menor señal de Klope; el perro también participaba en la cacería y deseaba abatir un alce, para alimentarse él y los compañeros del tiro. Entre Klope y el animal se creó, ya desde el primer día, una estrecha colaboración. Hacia el crepúsculo, que llegó a hora muy temprana, se acercaron a la presa. Después de tomar posición, Mestizo se puso al lado de Klope Y, cuando éste disparó el rifle, saltó como una bala y asió al alce por una pata, por miedo a que estuviera sólo herido.

El problema era cómo arrastrar el pesado cuerpo del animal hasta el trineo; además, había que localizar el vehículo. Klope escudriñó el horizonte antes de que se hiciera del todo oscuro y logró ver la columna de humo; enganchó a Mestizo a un arnés y rodeó el cuello del alce con el extremo libre. Parecía complicado que el perro lograra tirar de una carga tan pesada, de unos doscientos kilos, pero con la ayuda de un empujón de Klope, el animal abatido comenzó a avanzar y, gracias al excepcional esfuerzo de Mestizo, se deslizó por la nieve.

—Sabe que está volviendo con algo importante —murmuró Klope para sus adentros, contemplando admirado la escena.

Efectivamente, eso parecía, ya que el perro caminaba erguido, con el arnés tirante, los oídos alerta, mirando a lado y lado con sus ojos oscuros y abriéndose camino con el hermoso cuerpo de color gris pardo. El regreso fue triunfal, y Klope, al divisar el trineo, casi de noche, disparó un tiro exultante que resonó en el aire helado.

—En seguida se oyeron sonidos de entusiasmo en el campamento: el ladrido de los otros perros, el grito de bienvenida de Sarqaq; después vino el trabajo de trocear la carne y arrojar los despojos a los perros hambrientos, y la agradable sensación de estar de nuevo en casa al final del día. Por la mañana, sin embargo, ocurrió algo más triste: Klope vio que Sarqaq no había incluido en el tiro a Mestizo, que quedaba relegado a mero perro de repuesto.

—Aquí está Mestizo —dijo Klope, empujando el perro hacia delante.

—No bueno, ¡mierda! —rezongó Sarqaq, y excluyó a Mestizo del tiro.

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