Alaska

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VIII. EL ORO

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Klope, comprendiendo que él sabía bien poco de cómo llevar un tiro de perros, no dijo nada, pero quedó muy desencantado; al parecer, también lo estaba Mestizo, que mostró su descontento al no ser enganchado con sus seis compañeros. Y como a los perros de repuesto se los mantenía unidos por un pequeño arnés aparte, para impedir que se alejaran, Mestizo ni siquiera podía caminar junto a Klope; habría sido difícil determinar cuál de los dos se sentía más desilusionado.

En la primera etapa del viaje, Sarqaq se mantuvo en el río, abriéndose paso entre el hielo abrupto, pero una tarde despejada llegó a un largo tramo de hielo cristalino, tan liso como un espejo: Como era la primera vez que Klope veía este tipo de hielo, el esquimal le invitó a subir a los patines y conducir el trineo; durante casi una hora, mientras Sarqaq quedaba muy atrás, Klope y los siete perros se deslizaron por el hielo, en medio de la belleza de un apacible día ártico. Para Klope fue una sensación inaudita la que le produjo el silencioso movimiento, fuera del tiempo y del espacio, a través de la blancura. Al terminar el trayecto, los perros, sin muestras de cansancio, se echaron felices sobre el hielo; durante un instante, Klope sintió deseos de gritar, pero los gritos no eran muy propios de su carácter.

—Buenos perros —dijo, revolviendo la carga en busca de trozos de salmón para darles.

En el punto en que el Yukón describía una ligera curva hacia el sudoeste, Sarqaq se desvió del camino recto, se apartó del río y continuó hacia el este. Desviarse tenía una sola ventaja: en esa parte los temidos Llanos del Yukón se suavizaban y los perros encontraban un terreno relativamente llano; sin embargo, era absolutamente necesario hacerlo, porque Circle City con su población muriendo de hambre, quedaba justo delante y, si Sarqaq y Klope hubieran intentado pasar junto a esa trampa con el cargamento de provisiones, lo habrían perdido todo. Por eso se alejaron del río, sin detenerse para cazar ni para conceder a los perros el día de descanso que necesitaban.

Al volver al Yukón, al sur de Circle City, la temperatura empezó a descender bruscamente, hasta el punto de que Sarqaq temió no poder continuar avanzando e intentó encontrar sitios en los que la nieve se hubiera acumulado, para que los perros pudieran cavar madrigueras si el frío se hacía insoportable.

Así ocurrió. La temperatura bajó a treinta y cinco grados bajo cero, el punto en que el termómetro de Sarqaq dejaba de registrar; después, a cuarenta, y, finalmente, a cuarenta y cuatro grados bajo cero. De haberse levantado un viento fuerte, probablemente hombres y perros hubieran muerto congelados. Sin viento, el frío era más soportable: si uno se quedaba a la intemperie, con la cara descubierta, corría peligro de perder la nariz o una oreja; pero si se protegía y cuidaba de los perros, resultaba asombrosamente fácil sobrevivir. Klope, en aquel intenso frío, avanzaba con el codo izquierdo apretado contra el cuerpo, porque de este modo podía notar contra la piel el bote de levadura; acabó sintiéndose como uno de esos dioses de los que hablaban sus libros de quinto curso, como el custodio de un fuego sagrado, y la idea le agradó mucho. Quizá la levadura no serviría para nada cuando llegaran a su destino, pero al menos no se habría congelado.

En cuanto a los perros, la supervivencia consistía en enterrarse en la nieve como conejos, hasta que sólo asomaban los hocicos negros; se les podía encontrar al descubrir su aliento helado, suspendido en el aire silencioso e inmóvil. Los hombres actuaron de forma bastante parecida: a cuarenta y seis grados bajo cero, se parapetaron detrás del trineo, amontonaron nieve alrededor para protegerse mejor del viento y se acomodaron como pudieron.

Echados de esta forma, sin poder moverse, Sarqaq se reprochó la estupidez de haber vuelto al río:

—Aquí más frío —dijo. Y con las manos enfundadas en guantes hizo un gesto que imitaba el viento.

—Pero no hay viento —observó Klope—. En absoluto.

—No viento —reconoció el esquimal—, pero frío seguir río. —Y señaló con sus guantes la forma en que el intenso frío recorría el Yukón arriba y abajo, como impulsado por algún vendaval.

—¿Cómo es posible? —preguntó Klope.

—Quién sabe —fue la respuesta del esquimal—. Pero hace más frío, ¿verdad? —Y era cierto.

Al amanecer del octavo día de viaje, Klope observó que Sarqaq se había quitado los guantes y estaba tallando un pequeño objeto.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Para ti —contestó el esquimal.

Eran unos anteojos, para protegerse de la ceguera de la nieve: cualquier persona (especialmente un blanco, por tener menos pigmentación) que permaneciera entre la nieve mientras brillaba el sol, podía quedarse momentáneamente ciego, porque sus ojos se enfrentaban a un excesivo resplandor; si el frío era muy fuerte, la ceguera podía llegar a ser permanente. Para evitarlo, los esquimales usaban, desde hacía mucho tiempo, unas protecciones talladas en marfil, hueso o madera, o incluso cortadas en un trozo de cuero de caribú, si no había nada mejor disponible; la protección cubría completamente el ojo, pero tenía una ranura estrecha, de unos seis milímetros en sentido vertical y no más de dos centímetros y medio en sentido horizontal, para que el viajero pudiera ver por dónde iba. Muchas veces los anteojos se pintaban de negro, para reducir en lo posible el resplandor.

—Sol fuerte, no más caza advirtió Sarqaq a su compañero, al entregarle el valioso útil de supervivencia, porque aun así protegido, la exposición continua al sol ártico podía ser peligrosa.

Cuando se suavizó el frío, uno de los más intensos que había vivido Sarqaq, los viajeros retomaron el camino hacia el sur, y el esquimal recibió entonces una lección que le impresionó. Estaba claro que Klope le inspiraba un gran respeto, pues de lo contrario no se habría mostrado dispuesto a viajar con él, pero eso no le impedía sentir cierto desdén por los blancos en general.

—No aguantan tanto como nosotros —decía a sus colegas esquimales y

atapascos—. No saben recorrer la tundra como nosotros. Y se ponen a llorar cuando hace frío. —Dado que todos los nativos tomaban esta opinión por artículo de fe, los conductores de trineo asentían.

Sin embargo, en las últimas etapas de la travesía, en las que el blanco debería estar ya agotado, Klope estaba demostrando un vigor increíble; durante una jornada de cuarenta y tres kilómetros, anduvo en cabeza la mayor parte del camino, no montó en el trineo ni una sola vez y, al terminar el día, se encontraba en mejor estado que el mismo Sarqaq. El esquimal, al ver esto, creyó que era por culpa de algo que él había comido; no obstante, era una teoría poco razonable, pues los dos hombres compartían la misma mala comida. Después de tres días seguidos, durante los cuales Klope avanzó y resistió bastante más que Sarqaq, el esquimal reconoció, admirado:

—Tú, blanco, aguantar bien —lo que era un gran elogio.

Por suerte, iban por el río cuando llegaron a un hermoso trecho en el que corría bordeado de peñascos, a la altura de una antigua colonia minera que algún esperanzado buscador de fortuna había bautizado como Belle Isle, pero a la cual otros que vinieron después, más realistas, dieron el nombre de Eagle, más apropiado. Era un bonito enclave, rodeado de montañas, algunas de las cuales llegaban hasta la misma orilla del río. Había también una isla, que tal vez en verano justificara el calificativo de bella, según reconoció Klope; sin embargo, lo que más le gustó de Belle Isle fue que daba la sensación de ser un mundo aparte; después de ver, en rápida sucesión, un alce, un par de zorros y una hilera de caribúes, pensó que los animales serían de la misma opinión.

Otra razón que convertía en especial esa parte del Yukón era que allí mismo, o muy cerca, acababa el territorio estadounidense y comenzaba el de Canadá. Más allá de Eagle, John Klope entraría en un país extranjero por Primera vez; pero no tenía a nadie con quien comentarlo, porque para Sarqaq no había ninguna frontera entre el Polo Norte y el Polo Sur: era todo tierra, y a toda había que tratarla por igual. Si la temperatura descendía hasta los cincuenta y cinco grados bajo cero, uno se enterraba en la nieve; si Subía hasta unos agradables veintitrés bajo cero, uno adelantaba tanto camino como podía.

A unos sesenta y cinco kilómetros de Dawson les sorprendió de nuevo un frío extremo, acompañado esta vez por un fuerte viento que remontaba el Yukón desde el norte, y no tuvieron más remedio que acampar en un terreno nevado y cubierto de arbustos y árboles bajos. Dispusieron el trineo contra el viento, cortaron ramas para conseguir mayor abrigo y dejaron que los perros se enterraran en los montones de nieve, intentando conservar de esta forma tanto calor como les fuera posible.

Cuando mejoró el tiempo, Sarqaq propuso que los dos salieran a cazar alces o caribúes para llevarlos a la ciudad hambrienta; después de decidir cómo regresarían al río y se encontrarían junto al trineo, se pusieron en marcha: Sarqaq, con dos de los perros de repuesto; Klope, con la ayuda de Mestizo y con correas para arrastrar la carne, si se cazaba algo.

Fue una cacería solitaria y extremadamente fría; tanto el hombre como el perro fueron víctimas del rigor del clima, y, además con un frío tan intenso ningún animal circulaba por la zona. Klope no cazó nada y regresó de mal humor al Yukón, el gran río congelado. Sarqaq no estaba; como en diciembre cada día oscurecía más temprano que en la tarde anterior, era evidente que, si Klope no le encontraba de inmediato, se haría de noche y los dos hombres se verían obligados a pasar unas dieciocho horas separados.

Lo primero que hizo Klope fue encender una fogata, pero la fuerza del viento dispersó muy pronto la columna de humo que hubiera debido servir de señal; no obstante, añadió más leña, con la esperanza de que a Sarqaq le llegara el olor del humo y pudiera seguirle el rastro. Tomando la precaución de recordar cada vuelta que daba, caminó en círculos cada vez más amplios mientras llamaba a gritos a su compañero, aunque sin recibir respuesta; cuando se disponía a desandar lo andado, Mestizo, dotado de un oído más agudo que el suyo, comenzó a gañir, mirando hacia el norte. Tras una penosa caminata, Klope encontró a Sarqaq y a los dos perros, junto a un alce muerto que, en los estertores de su súbita agonía, había destrozado el tobillo izquierdo del esquimal.

Sarqaq le había estado esperando pacientemente, convencido de que, de todos los compañeros de viaje que había tenido, si alguien podía hallarle era el valiente estadounidense.

—Matar alce —explicó, cuando Klope se arrodilló a su lado—. Correr con cuchillo. Cabeza girar, cuerno romper tobillo.

—Te ayudaré a llegar al trineo —le dijo Klope; pero Sarqaq era un hombre de la tundra y no podía permitirlo.

—Si nosotros ir, lobo comer alce. Tú buscar trineo, yo vigilar. —Y se negó a abandonar la presa.

Klope regresó al río, enganchó a los perros y llevó el trineo hasta donde les aguardaba Sarqaq. En la noche cerrada, despedazaron el alce, intentaron curar el tobillo herido, levantaron una protección contra el fuerte viento nocturno y se acomodaron a esperar el alba.

Hicieron planes en medio de un frío cruel. Sarqaq, que andaba cojeando y con grandes dolores, actuaba como si no hubiera sufrido más que un ligero golpe:

—Nosotros enganchar todos los perros, también Mestizo.

Cuando hubieron acabado de engancharlos con improvisados arneses, Sarqaq insistió en cargar los trozos buenos del alce en el trineo, donde había espacio para hacerlo, ya que los perros se habían terminado las provisiones de salmón seco. Después, Klope y él soltaron a los perros y les dejaron hartarse con las vísceras y los despojos.

Entonces tomaron una sorprendente decisión. Klope había creído que Sarqaq viajaría en el trineo, sobre la carga, y que los perros de repuesto ayudarían a tirar, para poder arrastrar también al hombre y la carne del alce; pero el esquimal, que nunca olvidaba a sus perros ni la finalidad del viaje, se negó a montar en el vehículo. Apoyó una mano en el trineo y, con la ayuda de un palo, se propuso recorrer caminando los kilómetros que faltaban para llegar al pueblo de Dawson. Valientemente se puso en marcha, marcando el paso de una forma que asombró a Klope.

—¿Si yo estar solo? ¿No ayuda? Yo caminar igual —comentó el esquimal.

Recurriendo al vigor heredado de sus antepasados, el que les había acompañado en la travesía del mar de Bering y les había permitido sobrevivir en el territorio más inclemente del mundo, Sarqaq mantuvo durante una hora el mismo ritmo; sin embargo, en cuanto estuvieron de nuevo a salvo en el Yukón, su impresionante determinación flaqueó, y el hombre perdió el sentido.

Klope detuvo a los perros y le subió como pudo al trineo; después de atarlo, gritó a los animales: «¡Ya!», y se pusieron en camino.

Pasaron las dos últimas noches en el río, con frío y asustados por lo que pudiera pasar con la pierna de Sarqaq, pero a la mañana siguiente, después de un corto recorrido, divisaron Dawson, esa turbulenta ciudad en la que se apiñaban miles de personas, entre la montaña y el río. Klope hizo parar a los perros, se inclinó sobre los asideros del trineo y bajó la cabeza, agotado. Había conseguido finalizar uno de los viajes más duros del mundo: casi seiscientos cincuenta kilómetros en tren, hasta Seattle; cinco mil por mar, hasta Saint Michael; ciento treinta a través del mar de Bering, hasta el Yukón, y unos dos mil doscientos sobre este terco río hasta Dawson. Se había ganado el derecho a hacerse un sitio en la ciudad y buscar fortuna en las minas de oro.

Al entrar en Dawson, entre disparos de los desesperados habitantes a modo de bienvenida, Klope se comportó con decisión: vendió por una pequeña fortuna el cargamento de comida, incluida la carne del alce; convenció a Sarqaq para que le regalara a Mestizo (el esquimal aceptó, sabiendo que ese perro cruzado, tan inútil para tirar, le había salvado la vida), y corrió al Klondike, donde se enteró de que hasta el último centímetro de las orillas del Bonanza y Eldorado estaban adjudicados desde hacía tiempo. Algunos de los que habían ya registrado sus propiedades le dijeron, entre risas, que Podía quedar terreno libre a unos seis kilómetros de distancia, donde no había oro; entonces Klope volvió rabioso al pueblo, dispuesto a luchar a brazo partido por una concesión.

Quienes llevaban un par de años en las minas habían aprendido a apartarse de los advenedizos como Klope, a los que la desilusión volvía muy agresivos; este individuo, en particular, iba acompañado por un gran perro esquimal que enseñaba los dientes, de modo que se mantuvieron a bastante distancia. Los buscadores con más experiencia opinaban que el hombre no tardaría en acabar con una bala en el pecho.

No sabían que John Klope era de un tipo muy distinto; no tenía intención de morir en algún violento tiroteo en uno de los tramos del Yukón. No guardaba rencor contra los hombres que se habían apoderado de los mejores sitios, sino contra sí mismo, por haber llegado tan tarde. No se le ocurría pensar que, desde el momento en que se enteró de lo del Klondike, el 20 de julio de 1897, hasta el 16 de diciembre de ese mismo año, apenas había perdido un día. El retraso de Seattle había sido mínimo; la espera en Saint Michael mientras se reparaba el Jos. Parker, inevitable, y la estancia en Fuerte Yukón había sido necesaria para llevar a cabo los preparativos con Sarqaq. Aun así, maldecía su suerte.

Su problema actual consistía en encontrar un sitio donde dormir. La respuesta no era fácil, ya que la mayor parte de la ciudad se albergaba en tiendas de campaña, en las que por la noche la temperatura podía descender hasta cuarenta grados bajo cero. Pocas veces habían vivido tantas personas en una penuria igual; no encontró a nadie que quisiera alojarle, a pesar de que su cargamento de comida había salvado varias vidas.

La calle principal de Dawson (todo aquello había sido pantano desierto hasta apenas un año y medio antes) era una alegre avenida llamada Front Street, con tabernas a montones, un teatro, un dentista, un fotógrafo y otros cuarenta establecimientos por el estilo, dispuestos a dejar a los mineros sin su oro. En Front Street no había alojamiento para Klope y su perro; pero en sentido paralelo a ésta corría otra calle, nada más que una hilera de tugurios, llamada Paradise Alley; allí vivían, en destartalados burdeles, las mujeres que habían ido a la ciudad para entregarse a los mineros.

Unas habían atravesado las montañas por el puerto de Chilkoot; otras habían remontado el Yukón con sus chulos, en el Jos. Parker, y algunas eran actrices, costureras o aspirantes a cocineras en el momento de llegar a Dawson. Si no encontraban el empleo al que aspiraban, terminaban en Paradise Alley, en cualquier cuarto miserable que hubieran podido conseguir ellas o sus chulos.

En uno de los burdeles más grandes vivía una belga corpulenta, gritona y ordinaria, de treinta y pocos años. Formaba parte de un grupo de once prostitutas profesionales que habían sido reclutadas en el puerto de Amberes, y habían atravesado el océano y el territorio de los Estados Unidos para ejercer en las minas de oro. Según se contaba en la ciudad, las había importado un emprendedor hombre de negocios alemán que sabía lo que se necesitaba en plena fiebre del oro; en el Klondike, esas mujeres eran de las personas que más trabajo tenían.

La jefa del mayor burdel de todos era muy conocida: se apodaba la Yegua Belga; cuando Klope se quejó en la taberna de que no había obtenido ninguna concesión ni había encontrado un sitio donde dormir, un estadounidense le dijo:

—Yo pasé cuatro noches en casa de la Yegua Belga. Tiene una cama para alquilar.

De manera que Klope se dirigió a Paradise Alley, en busca del tugurio de la yegua, a quien, en efecto, le sobraba una cama y tenía por costumbre alquilarla. Claro que como las habitaciones estaban separadas por delgados tabiques, la persona que alquilaba el cuarto prácticamente tenía que tomar parte en la animada y reincidente profesión de la Yegua; pero Klope, que seguía siendo un solitario, podía negar la evidencia de las ocupaciones de la mujer.

De cualquier modo, Klope quedó muy agradecido a la Yegua por su generosidad y por la buena voluntad que demostró, ya que, aunque la mujer no hablaba inglés, se esforzó en hacerle sentir cómodo, tal como hacía con todos los hombres. Una mañana en que él la había invitado a desayunar fuera (tortas y empanadas de carne de alce), conoció a un hombre cuya propiedad acabaría heredando. Era Sam Craddick, un ceñudo minero de California, cuyo padre había ganado una pequeña fortuna en la auténtica Fiebre del Oro, la de 1849, la que se escribía con mayúsculas. Craddick había ido a Alaska pensando que encontraría el oro en filones, como en California, y se enojaba al pensar que tenía que lavar toneladas de arena para obtener sólo unas partículas.

—¿Tienes una concesión? —le preguntó Klope.

—El verano pasado, cuando llegué, todos los sitios buenos estaban ocupados —le contó el hombre—. Conocí a la Yegua de la misma manera que tú.

—¿Y no registraste ninguna concesión?

—Una sí, ¡qué demonios! Pero no en los arroyos, donde está el oro, sino bastante más arriba, en una colina desde la que se ve Eldorado.

—¿Y por qué la registraste allí?

Mientras la Yegua se zampaba las tortitas (era una increíble glotona), Craddick, sobre la mesa de caballetes en la que estaban desayunando, explicó a Klope ciertos conceptos teóricos de la explotación de las minas:

—Ahora sí que se encuentra oro en los riachuelos de ahí abajo. Y es el único sitio donde puede encontrarse, suponiendo que a uno le sobre el tiempo, si no es en un filón, como en California.

—¿Piensas que el filón más importante está en las colinas?

—No. No creo que haya un filón importante en todo el Canadá, ni tampoco en Alaska.

—Entonces, ¿por qué reclamaste una concesión en la montaña?

—El oro actual sí que está aquí abajo —contestó el minero—, en la corriente de los arroyos. Pero en cuanto al oro de hace tiempo, que quizá sea la cantidad mayor. ¿Por dónde corría el arroyo que lo arrastró?

—¿Quieres decir que pudo existir otro río? Eso es lo que dicen los expertos.

—Pero ¿no estaría más abajo, en vez de más arriba?

—Si fuera un río de hace diez años estaría más abajo. Ahora bien, pongamos un millón de años atrás. ¿Quién demonios sabe por dónde andaba?

—¿O sea, que pudo haber estado a mucha más altura que el río de ahora? —preguntó Klope.

—¿Has visto alguna ilustración del Gran Cañón?

—Como todo el mundo.

—Ten en cuenta que ese riachuelo excavó un cañón tan profundo. Una vez aquí ocurrió algo parecido. —Craddick miró a Klope y, bruscamente, preguntó—: ¿Quieres comprar mi concesión? ¿Toda esa mierda?

—¿Por qué quieres venderla?

—Porque estoy harto. Esto es el infierno comparado con California.

Klope pensó: «Es lo que decía aquel tipo de California. Tal vez el Clondike es demasiado duro para esta gente». Y preguntó en voz alta:

—¿Cuál es el tamaño de tu propiedad?

Craddick, consciente de que tenía en el anzuelo a un comprador al que podía endosar la mina, contestó con sinceridad:

—De tamaño medio: quinientos metros a lo largo del río, y la distancia normal a este y a oeste.

—¿Este hombre es buena persona? —Klope interrumpió a la belga, que no había terminado de comer las tortas.

—¡Es un buenazo! —exclamó la mujer, echándose a reír y abrazando a Craddick.

Llamó a algunos de los que estaban en la cantina para que lo confirmasen; les hizo la pregunta por medio de gestos, y los hombres estuvieron de acuerdo con su opinión:

—Es honrado y tiene una propiedad legítima en las montañas que quedan sobre Eldorado.

Cuando la Yegua se ponía a defender la reputación de algún hombre de cuya honestidad no le cabía duda, resultaba difícil detenerla. Salió de la cantina, se plantó en medio de la calle helada y, llevándose a los labios los dedos de la mano derecha, soltó un agudo silbido. De una tienda situada un poco más abajo, salió un joven vestido con el uniforme rojo y azul de la Policía Montada del Noroeste. Al ver, tal como esperaba, la robusta silueta de la Yegua Belga, se acercó tranquilamente para averiguar qué pasaba esta vez.

Era un oficial apuesto, de veintiocho años, sin barba ni bigote y con una actitud franca que revelaba su procedencia de algún pueblecito canadiense. El sargento Will Kirby era más alto y más delgado que la mayoría de los miembros del distinguido cuerpo policial al que pertenecía. Debido a su trabajo, había aprendido francés, de modo que pudo hablar sin problemas con la belga, quien le explicó que Klope el americano pedía referencias sobre Craddick, de quien ella sabía que era un hombre de confianza.

Kirby hizo salir a los hombres de la cantina, porque sus superiores no le permitían pisar las tabernas ni los burdeles; en seguida reconoció al minero:

—Sam Craddick es un buen hombre. Hace más de un año que le conozco.

—Si estaba aquí hace un año, ¿por qué no se quedó con una buena concesión? —preguntó Klope.

—Hace un año ya era demasiado tarde —contestó Kirby.

Aunque el oficial no sospechaba que Craddick estuviera tratando de hacer algo ilegal, pues sabía que era un hombre honrado, le pareció que sería mejor averiguar qué estaba pasando:

—¿Quiere venderte su propiedad?

—Sí.

—¿Y dónde está? —preguntó Kirby a Craddick.

—En la colina de Eldorado —respondió el minero.

—Es un buen sitio —opinó Kirby, con cauteloso entusiasmo—. Ha habido cosas interesantes por allí. —No quiso saber cuánto pedía el vendedor, pero al oír la cifra de cincuenta dólares, dio un silbido y le dijo a Klope—: Si no la compra usted, me la quedaré yo —dicho esto, saludó a la Yegua y se marchó.

Klope tenía el dinero necesario y ardía en deseos de ser dueño de una mina de oro, del tipo que fuera; por eso dijo que la compraría, pagando en efectivo, si el minero le mostraba el sitio y firmaba un documento de cesión en la oficina del gobierno canadiense.

Ansioso por desprenderse de algo que no le había causado más que molestias, el minero explicó:

—También te quedas con una cabaña, aunque no está del todo terminada. Va incluida en el precio.

—Vamos a verlo ahora mismo.

Klope pagó el desayuno de la Yegua, desató a Mestizo y se fue con el minero; después de recorrer a pie los veinte kilómetros que les separaban de Eldorado, Klope comprobó que todo lo dicho era cierto. El hombre tenía una concesión en lo alto de una colina. Había comenzado a cavar profundamente en la tierra congelada. Además, había llegado a construir las tres cuartas partes de una cabaña. Tal como dijo el propio minero, era la mejor compra que se podía hacer en el Yukón.

—No creo que aquí haya ni gota de oro, pero es una auténtica concesión, en auténtico terreno minero.

Se estaba acercando el anochecer del día veintidós, y ninguno de los dos tenía ganas de repetir la caminata hasta Dawson, de modo que el minero propuso:

—¿Por qué no pasamos la noche aquí?

Montaron unas toscas camas en la cabaña a medio terminar. A punto ya de acostarse, el hombre exclamó de repente:

—¡Mierda! ¡Casi me olvido! Tienes que preparar la masa por la noche si quieres comer tortitas por la mañana —explicó, ante la extrañeza de Klope. Se levantó de la cama y comenzó a revolver las provisiones, en busca de harina.

—¿Pones levadura en la masa? —le preguntó Klope.

—No hay otro modo de hacerlo.

—Traje un poco de masa de levadura desde Fuerte Yukón y no sé si aún servirá se atrevió a proponer Klope, vacilante.

—Pruébala un día de éstos y verás.

—¿Y si la probáramos ahora?

Craddick consideró la propuesta y contestó, juiciosamente:

—La mía se terminó. Ned, el de más abajo, me prestó un poco. Sé que ésta es buena. Si probamos la tuya y resulta que no sirve, nos quedaremos sin desayuno.

—¿Por qué no probamos las dos? —propuso Klope a su vez, tras pensárselo un momento.

—Eso sí que es una buena idea —reconoció el minero.

Por la mañana se levantó antes que Klope, a quien despertó con buenas noticias:

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