Alaska

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VIII. EL ORO

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—¡Qué levadura has traído, amigo! —Y le explicó que si se mezclaba una buena pizca de masa vieja, rica en esporas de levadura, con un Poco de harina corriente, azúcar y agua, y se dejaba fermentar la pasta durante toda la noche en un sitio resguardado, se formaba la mejor levadura del mundo y una masa nueva con la que se podían hacer deliciosas tortas—. Me parece que tu masa ha funcionado mucho mejor que la de Ned.

Klope miró las dos cacerolas de masa fermentada y estuvo de acuerdo. Las primeras tortas preparadas con su levadura eran, tal como aseguró enérgicamente, las mejores que había probado nunca: consistentes, sabrosas y riquísimas cuando las untó con el almíbar casi congelado de una lata grande.

—Con mantequilla serían aún mejores —comentó el minero. Pero hasta él debió admitir que, tal como estaban, resultaban muy ricas—. Tienes una buena masa. Te servirá de mucho mientras estés aquí arriba, excavando el pozo.

Después del desayuno reveló a Klope las complejidades de ese tipo de explotación minera:

—En esta colina, lo que hacemos todos es encender una fogata cada noche, desde septiembre, cuando el suelo se congela, hasta mayo, cuando empieza a deshelarse. El fuego ablanda la tierra hasta unos veinte centímetros de profundidad. Por la mañana, se cavan esos veinte centímetros de tierra y se amontonan aquí. A la noche siguiente, como cada noche, se enciende otro fuego. A la mañana siguiente, como cada mañana, se cavan los veinte centímetros de tierra deshelada, hasta que se consigue un pozo de nueve metros de profundidad.

—¿Y qué se hace con la tierra? —preguntó Klope.

Craddick señaló hacia unos cuantos montones de tierra congelada y sólida:

—Cuando llegue el verano, lava toda esa tierra y quizá encuentres oro. —El minero lanzó un grito colina abajo, a un hombre que trabajaba a menor altura—: ¿Podemos ver tu vertedero?

—Bajad, pero sujetad al perro —respondió el hombre, también a gritos.

Klope, Craddick y Mestizo descendieron hasta la otra concesión, más cercana a los ricos terrenos del arroyo, y se quedaron mirando el montón de barro congelado.

—No sé cuánto oro hay —les dijo el propietario—, pero Charlic, tres puestos más abajo, está convencido de que cuando lave su montón de barro encontrará cuarenta o cincuenta mil dólares.

—¿Y cómo lo guarda cuando está abajo, trabajando? —preguntó Klope.

Los dos mineros se echaron a reír.

—Ahora mismo, hay millones repartidos por estas excavaciones. Y tendrán que quedarse donde están, porque si alguno toca una pizca de mi barro congelado, hay cincuenta que le matarán a tiros.

Al subir de nuevo la colina pasaron junto a un hombre canoso, de unos sesenta años, que tenía un gran montón de tierra helada junto a su cabaña.

—Dicen que has encontrado oro de verdad, Louie —comentó Craddick.

—A primera vista me dijeron que unos veinte mil dólares —contó el hombre.

—¿Puedo ver cómo es el oro de verdad? —pidió Klope.

El viejo dio unos cuantos puntapiés a su montón hasta desprender un trozo de tierra congelada; al mirarlo, él y el californiano sonrieron con satisfacción, porque veían que el yacimiento era rico. Klope, en cambio, no vio nada y su cara expresó la desilusión.

—Hijo —advirtió el anciano—, el oro no viene en monedas como las que hay en el banco. Son virutas, pequeñísimas partículas. ¡Por Dios, este yacimiento es bien rico!

Entonces, al mover el terrón a la luz del sol, Klope vio las pizcas de oro, nítidas, sumamente pequeñas. Conque eso era lo que había venido a buscar, esas diminutas y mágicas partículas…

De nuevo en su propia mina, Craddick llevó a Klope a la abertura cuadrada que tan laboriosamente había abierto en el suelo helado; por primera vez en su vida, Klope oyó la palabra

permafrost[8].

—Es nuestra maldición y nuestra bendición. Tenemos que trabajar como animales para cavar. Pero el suelo permanece tan sólido que no hace falta apuntalar el pozo, como hacía mi viejo en California. El pozo que se cava se queda tal como está hasta el Día del juicio, o hasta que haya un terremoto. Y cuando se alcanza el lecho rocoso…

—¿Qué es eso?

—De donde el río primitivo arrancó el oro… si es que hubo algún río, o si es que hubo oro. —El californiano suspiró por las ilusiones perdidas y añadió—: Cuando se alcanza el lecho rocoso uno se limita a encender más fogatas, para que ablanden la tierra a los lados, en lugar de cavar hacia abajo; y el

permafrost lo sostiene todo… incluso el techo del túnel.

Cuando el minero dijo esto estaban a unos dos metros de profundidad; Klope miró hacia arriba, preguntando:

—¿Y cómo se lleva hasta el montón la tierra ablandada?

Su compañero se rió con sarcasmo, lleno de amargos recuerdos:

—La cargas en este cubo que te voy a dar y subes por el pozo, llevándote esta cuerda; luego tiras de la cuerda, vacías el cubo, vuelves a bajar, y vuelves a empezar. —Se rió entre dientes—: A menos que puedas enseñar a tu perro a subir el cubo y vaciarlo.

—¿Y todos esos hombres…?

—Así lo hacemos todos —asintió el minero—. Los que están como yo, sin haber encontrado nada, y los afortunados que se llevaron medio millón.

Los dos volvieron caminando a Dawson, seguidos por Mestizo, y a la mañana siguiente se presentaron en el registro canadiense, donde encontraron al sargento Kirby, que estaba presentando un informe.

—He comprado la concesión —informó Klope.

—No se arrepentirá —replicó Kirby.

Momentos después, el estadounidense tenía en sus manos un valioso documento, donde se declaraba que se había efectuado una cesión y que ahora era el propietario de la «Concesión No 87 de la Colina de Eldorado, antes perteneciente a Sam Craddick, de California, y actualmente en poder de John Klope, de Moose Hide (Idaho), a partir de la fecha, 24 de diciembre de 1897, por cincuenta dólares estadounidenses».

Al anochecer, mientras algunos mineros sentimentales recorrían las calles heladas cantando villancicos, Klope se dijo que había descubierto 1 punto clave de la búsqueda de oro en el Klondike: la suerte. «Tuve suerte de llegar vivo hasta aquí. Tuve suerte al encontrar a Sarqaq antes de que fuera demasiado tarde. Tuve suerte al conocer a una mujer hospitalaria como la Yegua. Y tuve una condenada suerte al adquirir una concesión tan buena. Sé que las posibilidades de encontrar oro en ese agujero son de una contra mil, pero ningún sabihondo de Idaho volverá a reírse de John Klope. Nadie podrá decir: “¡Ese granjero idiota! Se fue hasta el Yukón y ni siquiera consiguió una mina”».

El último día de julio de 1897, por las oficinas de Ross Raglan, una de las principales compañías navieras de Seattle, se paseaba un caballero alto, entrado en años, vestido con el uniforme de los generales confederados, con su gran sombrero a la Robert E. Lee y sus botas de montar. Mientras observaba distraídamente a la multitud de aspirantes a buscadores de oro, llegados de todos los rincones del globo, que se apiñaban en el muelle de Schwabacher, su mirada curiosa se fijó en una familia que, evidentemente, provenía del este y, con mayor evidencia aún, demostraba una gran inquietud.

—Éstos huyen de algo —murmuró para sus adentros—. Están nerviosos, pero parecen buena gente.

El marido era un cuarentón delgado que parecía tener poca confianza en sí mismo, como si estuviera esperando órdenes de su jefe. «Un oficinista, quizá», se dijo el curioso. La esposa tenía veintitantos años y era una mujer que no llamaba la atención; el hijo, también de aspecto vulgar, podía tener trece o catorce.

El hombre que les observaba se rió para sus adentros al verles discutir si tenían que entrar juntos en las oficinas o enviar a uno solo. Fue la esposa quien tomó la decisión: puso una mano en mitad de la espalda del marido y le empujó hacia la puerta abierta.

El antiguo confederado se quedó mirando al hombre, que se acercó al mostrador, vacilante. Luego le oyó decir al empleado:

—Tengo que ir al Klondike.

—Como todo el mundo —contestó el empleado—, pero nuestros barcos grandes ya están reservados. No queda ningún pasaje hasta octubre; después, todos los puertos importantes estarán cerrados por el hielo.

—¿Y qué voy a hacer? —preguntó el hombre, desesperado.

—Podría conseguirle pasaje en un remolcador adaptado para el viaje —le dijo el empleado—. Son setecientos dólares; aproveche la ocasión, porque mañana costará ochocientos. —Al ver que el hombre hacía una mueca, el empleado demostró un poco de compasión y continuó—: Que quede entre usted y yo, amigo: el precio es demasiado alto. Nuestros barcos grandes son para ricos. Puede usted tomar uno de los barcos pequeños de R R hasta Skagway y atravesar las montañas por el puerto de Chilkoot. Ahorrará muchísimo.

—Tendré que discutirlo con mi esposa —contestó el hombre al empleado, al verse enfrentado a una decisión complicada.

Cuando iba a salir de las oficinas, sintió que un desconocido le sujetaba por el brazo; al levantar la vista se encontró ante la cara sonriente de un oficial confederado; Éste le preguntó:

—¿Por casualidad está usted pensando seriamente en ir hasta las minas de oro en una de esas cacerolas agujereadas?

Sobresaltado por el aspecto del general y por su pregunta, el hombre asintió; entonces el desconocido le dijo:

—Le voy a dar un consejo de inestimable valor, créame usted: vale más que todo el oro que se pueda encontrar en el Klondike.

Se presentó como el Grano del Klondike y sacó tres recortes de periódicos de Seattle, donde se informaba de que ese honorable veterano de un regimiento de Carolina del Norte, que había combatido con Lee y Stonewall Jackson, había sido buscador en el Yukón desde 1893 hasta 1896, el momento de los mayores descubrimientos y había vuelto al sur en el Portiand «con un talego de lingotes de oro, tan pesado que dos miembros de la tripulación tuvieron que ayudarle a llevar la carga hasta un coche de alquiler, que le condujo, junto con el oro, al despacho del quilatador». Los periódicos decían que el Grano del Klondike, apodo por el que le conocían sus compañeros de fortuna, se negaba a dar su verdadero nombre «porque los parientes codiciosos caerían sobre mí como una bandada de buitres»; pero sus buenos modales atestiguaban que había recibido una buena educación en Carolina del Norte.

El Grano del Klondike tenía ganas de charlar. Después de haber pasado tanto tiempo encerrado en cabañas solitarias, y de perder tantos años en una búsqueda infructuosa, antes de descubrir una fortuna en la «Cuarenta y tres Abajo» del Bonanza, ahora estaba deseoso de compartir sus conocimientos asesorando a otras personas.

—¿Ha dicho usted que son tres en su familia?

—Yo no lo he dicho —aclaró el hombre, visiblemente nervioso.

—Le he visto hablar con su esposa y su hijo —explicó el Grano—. Bonita familia. —Entonces añadió, con una amplia sonrisa—: Será mejor que me los presente usted, para que todos comprendan bien cuál es la situación.

—Venimos de San Luis —dijo el hombre, cuando se reunieron en la calle con su familia.

—Señora —saludó el Grano efusivamente, con una reverencia—, qué joven es usted para tener un hijo tan mayor.

—Es un buen muchacho —aseguró ella.

—Queridos amigos —les tranquilizó el Grano—, no tengo nada que vender. No pretendo llevarles a una tienda para que me paguen una comisión. He recorrido todo el Yukón, de un extremo al otro, y no hubo un momento en que no disfrutara. Sólo quiero contarles mis experiencias para que ustedes no cometan los mismos errores.

—¿Por qué se fue de allá? —preguntó el marido, a la defensiva.

—¿Ha visto usted el Yukón en invierno?

—Pero si tiene tanto dinero, ¿por qué no vuelve a su casa?

—¿Ha visto usted Carolina del Norte en verano?

Les dijo que, si le escuchaban, se ahorrarían dinero y dolores de cabeza. Fue tan convincente, y la manera en que parecía querer protegerles era tan amable, que la familia aceptó una invitación a almorzar. La esposa pensó que les llevaría a algún restaurante de lujo y tenía muchas ganas de ir, Porque durante el viaje hasta el oeste no había podido comer bien; en los trenes los precios eran demasiado altos.

—Suelo almorzar en una pequeña taberna, algo más allá. Sirven una comida excelente por sólo veinte centavos. —Se detuvo en medio del muelle y añadió—: Vivo como viviría cualquier pobre veterano de guerra en un pueblecito de Carolina, en el año 1869, que fue un año muy malo. Aún no puedo creer que tenga oro en el banco. Estoy seguro de que me voy a despertar y que todo esto habrá sido un sueño.

El almuerzo se prolongó cuatro horas; el Grano aseguró más de una vez a sus invitados que le estaban haciendo un favor:

—Me gusta conversar, siempre me ha gustado; en los peores días de la guerra, era la manera en que conseguía animar a mis hombres a continuar.

—¿Era usted general? —preguntó el marido, sin poder resistirse al encanto del amable caballero.

—Nunca pasé de sargento. Pero era yo quien iba a la cabeza de los soldados.

A partir de la segunda hora de conversación, comenzó a explicar a sus invitados qué encontrarían en las minas de oro. Dio cinco centavos de propina al camarero, le pidió lápiz y papel y se puso a dibujar con singular habilidad un mapa detallado del camino que, partiendo del embarcadero de Skagway, cruzaba las montañas y seguía los meandros del Yukón:

—Tienen que entender dos cosas, queridos amigos. En Alaska el barco no le deja a uno en el muelle, porque no hay muelles en los que desembarcar. El barco echa el ancla junto a una extensión de arena. Hay que esforzarse como una mula para llevar las cosas a tierra antes de que la marea se las trague.

»Luego hay que cargarlo todo, bulto por bulto, a lo largo de quince kilómetros por caminos que apenas se pueden llamar senderos. Al fin se llega a una montaña muy escarpada, por la que ni siquiera los caballos pueden trepar; hundiéndose en la nieve, hay que cargar con todos los kilos de equipaje por esa montaña. —Les asustó al decirles el ángulo de la pendiente—: Treinta y cinco grados. Es inhumano.

—Si fuera un poco más empinada no se podría subir con nieve —dijo el muchacho, mirando el dibujo.

—Tal como es —explicó el Grano—, hay muchos que no pueden. —Cuando le pareció que sus oyentes habían quedado suficientemente impresionados, les preguntó—: ¿Y cuánto peso van a transportar por esa montaña? Cada uno de ustedes, quiero decir. Usted, señora… Disculpe, pero no oí bien el apellido. —La mujer no le dio ninguna respuesta, pero él encajó el desaire—: ¿Cuántos kilos de equipaje cree usted que tendrá que llevar hasta el otro lado de la montaña, con sus frágiles brazos? —Dirigió una mirada sombría a cada uno de los viajeros; luego dijo, lentamente—: Una tonelada, Cada uno de ustedes tendrá que llevar una tonelada al otro lado de las montañas. Usted, señora, tendrá que levantar una tonelada y llevarla por una pendiente como ésta, cubierta de nieve.

Con sus invitados boquiabiertos, se levantó y comenzó a recorrer la taberna, pidiendo cortésmente a distintos hombres que le prestaran un momento el equipo; en pocos minutos había formado un pequeño montón, mientras los dueños de las cosas le observaban, rodeándole. El hombre ató juntos varios de los objetos que le habían prestado y dijo:

—Calculo que esto pesa unos veinticinco kilos, ¿no?

Algunos, con experiencia en estos asuntos, reconocieron que sí, que los bultos pesaban en total unos veinticinco kilos.

He puesto veinticinco como ejemplo, porque es lo máximo que un hombre puede cargar por esa montaña. Si es preciso acarrear una tonelada…

—¿Por qué tanto? —preguntó uno de los espectadores.

—Hijo —contestó el Grano, volviéndose hacia él—, en la cumbre de la montaña hay un puesto de la Policía Montada; no le permiten a uno entrar en su país a menos que lleve una tonelada de provisiones.

—¿Por qué?

—Porque no quieren que uno se muera de hambre en Dawson. Allá yo pasé seis días sin comer, y hubo algunos que pasaron más tiempo. A ésos les enterramos. —Se dirigió al niño—: ¿Sabes dividir una tonelada entre veinticinco kilos, jovencito?

—¿Cuánto es una tonelada?

—Señora —dijo el Grano, mirando a la madre del muchacho—, ¿no le enseña usted nada a este niño?

La mujer no se dejó intimidar por el barbudo desconocido, pues se había dado cuenta de su tendencia irrefrenable a conversar y relatar sus experiencias; él la desafió en voz más alta, para impresionar a los espectadores:

—Apuesto a que usted, señora, no sabe cuánto es una tonelada.

—En cualquier caso, sé que es mucho —dijo ella, echándose a reír.

—Son mil kilos, jovencito. Ahora bien: a veinticinco kilos por carga: ¿cuántos viajes a través de la montaña tienes que hacer para acarrear una tonelada de provisiones?

—Cuarenta.

—Aprobado. Calificación: regular. —Dicho esto, levantó el bulto que había formado, pidió prestada una correa y lo ató a la espalda de la mujer—: Y ahora, muchacha, quiero que salga por esa puerta, camine hasta la esquina y vuelva —y le dio un empujón.

Cuando la mujer regresó, ya no sonreía. Por primera vez desde la partida se había formado cierta idea sobre la aventura en la cual se habían embarcado.

—Pesa mucho. No creo que pueda trepar por una montaña cargada con esto.

—¿Y tú, hijo?

El veterano ató la carga a la espalda del niño y le envió a la esquina. El chico también volvió asustado y con ganas de saber más cosas.

—No voy a pedirle a usted que vaya, señor… ¿Cómo dijo que se llamaba? Porque si no puede acarrear veinticinco kilos por la ladera de la montaña, no tiene derecho a salir de Seattle.

Durante la tercera hora, el caballero les explicó los secretos de la supervivencia:

—Además de la comida, es preciso llevar dos cosas esenciales: una buena sierra para cortar troncos, lo que les hará falta para construir una embarcación en el lago Bennett… Tiene que ser de la mejor calidad, porque aserrar troncos en cabrilla es el peor trabajo del mundo.

La mujer preguntó en qué consistía, y él pidió más papel, dio otra propina al camarero y se puso a dibujar un excelente esbozo de un tronco sin corteza, visto en perspectiva. Estaba apoyado sobre un hoyo, dentro del cual había un hombre sujetando el extremo de una sierra de tres metros de largo; por encima de él, sobre una plataforma baja, estaba su compañero, con el otro extremo.

—Hay que aserrar arriba y abajo. El hombre de arriba se queja de que el de abajo no tira fuerte del serrucho; el del fondo maldice a su compañero, convencido de que es él el que no se esfuerza. —Se volvió hacia la pareja—: Espero que el sacerdote que les casó a ustedes les atara con un lazo bien fuerte, porque se pondrá a prueba cuando se pongan a aserrar las tablas que necesitan para el bote.

—¿Cuál era la otra cosa esencial? —preguntó la mujer.

—Una pala para carbón —contestó el Grano—. Porque después de trepar cuarenta veces por la montaña, cosa que tendrán que hacer, tendrán que seguir otro camino paralelo, mucho más empinado. Cuando tengan toda la mercancía en lo alto de la montaña…

—¿Quién vigilará las cosas? —preguntó la mujer.

—Nadie —le contestó el hombre—. Se amontonan en la cima y se pone una señal: un palo, una bandera, unas piedras, cualquier cosa. Eso indica que les pertenece, y, mientras se siga trepando, el equipaje está a salvo, aun cuando se quede abandonado en lo alto porque uno está en el pie de la montaña.

—Pero habrá ladrones.

—De vez en cuando. Muy de vez en cuando.

—¿Y qué se hace en ese caso?

—En mis tiempos se les mataba. Podía haber quince o dieciséis mineros en una cabaña. El hombre a cargo de todo decía, por ejemplo: «Este tipo, el que llaman Whiskey Joe, robó los víveres de Ben, que estuvo a punto de morir. ¿Cuál es vuestro veredicto?». Y todos decíamos: «Hay que matar a ese hijo de puta. ¡Robarle los víveres a un compañero!». Dos minutos después, el ladrón caía muerto de un disparo.

—Lo que cuenta es verdad —dijo uno de los hombres que se habían acercado a la mesa y estaban escuchando la conversación.

—¿Usted mató a algún ladrón? —preguntó el chico.

—No —contestó el Grano—, pero voté a favor de que se hiciera y después ayudé a enterrar el cadáver. Mira, hijo, puede que alguna vez robaras algo en tu pueblo, pero no lo hagas en el Yukón o te matarán de un disparo.

—¿Para qué es la pala? —preguntó la mujer.

—Gracias, señora —asintió el minero, rozando la mesa con las barbas—. A veces me voy por las ramas. Compren la pala más ligera que Puedan encontrar. Llévenla hasta la cima cada vez que suban. Porque después de amontonar las Provisiones arriba… Es preciso recordar que allí puede haber mil montones más. Aquello parecerá un mercado persa en un día ajetreado. Y cuando empieze a nevar, todo quedará cubierto con un manto blanco de dos metros de profundidad.

—Para eso se necesita la pala.

—No. Cuando nieva, con unos cuantos empujones y puntapiés se sacan fácilmente los bultos;'si se han envuelto bien, estarán como nuevos. La pala señora, es para volver a bajar. Uno camina unos cincuenta metros desde el sitio en donde ha dejado el equipaje y se encuentra con una ladera muy escarpada, por la que resultaba muy difícil trepar. Tampoco es posible descender caminando. Lo que se hace es sentarse uno en la pala, con las piernas a lado y lado del mango; se impulsa uno con una mano y ¡zas!: un viaje estupendo por la ladera de la montaña.

—¿Pueden ir dos montados en una misma pala? —preguntó el niño.

—Siempre que los dos sean hábiles —contestó el Grano.

Envió a uno de los curiosos en busca de una pala; como había en la vecindad quince o veinte establecimientos especializados en equipos para futuros mineros, pronto apareció una pala ancha.

—Es demasiado pesada, pero está bien de tamaño. Usted se sienta delante, señora, con las piernas recogidas, si puede. Tú, hijo, acomodas esta tabla bajo el trasero de tu madre, dejando que sobresalga un poco por atrás. Siéntate encima. —Una vez que los dos estuvieron precariamente encaramados a la pala, les dio un empujón imaginario y gritó—: ¡Zaaaaas! ¡Allá vamos! —Devuelta la pala, continuó—: Son aconsejables otras dos cosas. Una buena escuadra: no pesa casi nada, y será necesaria para construir la embarcación. Y tres buenos libros por cabeza, cuanto menos. Se les pueden arrancar las cubiertas para que pesen menos, pero hay que llevarse libros interesantes para los largos días de espera. Un libro largo da mucho de sí.

Con la habilidad que había demostrado antes, trazó un dibujo del bote que tendrían que construir en las orillas del lago Bennett. La mujer le elogió:

—Dibuja usted muy bien.

—El general Lee decía que yo debería haber entrado en el batallón de Ingenieros, pero no tenía estudios.

—Habla tan bien… Tiene mejor vocabulario que yo.

—En el Yukón se lee mucho —comentó el antiguo confederado—. Llegué a recorrer sesenta kilómetros a pie para intercambiar libros, y el que recibía mi visita se moría de alegría al verme. Uno tenía un diccionario y me lo cambió por una novela de Charles Reade. Un diccionario puede ser muy interesante cuando la noche dura seis meses.

—¿Cuánto mide ese bote que está usted dibujando? —preguntó el marido.

El Grano anotó las dimensiones de un bote que había utilizado en una ocasión: siete metros de largo, y un metro setenta centímetros de manga.

—Puede llevar tres personas y tres toneladas. Francamente, señora, usted es muy delgada para tener un hijo tan grande y fuerte como éste.

En la cuarta hora llegó a lo más interesante de sus consejos. Apartando la silla, preguntó:

—Amigos míos, ¿comemos algo mientras consideramos el verdadero problema? —Y encargó otras cuatro comidas de veinte centavos.

—¿Algo de beber? —preguntó el camarero.

—Nunca bebo —respondió el Grano, aunque los platos eran abundantes y ricos.

—En el menú de veinte centavos entra también la bebida —explicó el camarero.

—Sirve cuatro cervezas a esos hombres y otras cuatro, por las del almuerzo, a los de allá —dijo el Grano. Luego se volvió solemnemente hacia sus invitados y, cuidando sus palabras, expuso las posibilidades que tenían—: Supongo que, por lo que he dicho hasta ahora, habrán quedado dos cosas claras; una es realista, la otra es cruel.

—¿Cuáles son? —preguntó la mujer inclinándose hacia delante.

Como al veterano le gustaba esa terca mujercita, se dirigió a ella para explicárselo:

—La primera es que, si se embarcan ahora mismo hacia Alaska, vayan a donde vayan, a Saint Michael o a Dyea, no podrán llegar a las minas este año. El tramo inferior del Yukón estará helado, de modo que navegar será imposible. Y en caso de que lograran atravesar el puerto de Chilkoot antes de las nevadas fuertes, cosa que dudo, se encontrarían con todos los lagos, entre ellos el lago Bennett, congelados; por lo tanto, tendrían que refugiarse en algún sitio para pasar el invierno, y perderían el tiempo, la salud y la paciencia. —Hizo una pausa para dejar que surtiera efecto esa cruda verdad.

—¿Eso es lo realista o lo cruel? —preguntó la mujer.

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