Alaska

Alaska


XII. EL ANILLO DE FUEGO

Página 118 de 123

—Está todo aquí, señores, en estos cuadernos. Ustedes pueden publicar una devastadora biografía de De Stoecki cuando gusten. —Rió con nerviosismo—. Les agradecería que me citaran en alguna de las notas a pie de página.

Por fin estaba listo para continuar con uno de los puntos más importantes:

—Tercero, existe ese feo asunto de los doscientos cincuenta mil dólares que faltan: En este segundo par de libretas tengo datos, datos desagradables. He rastreado hasta el último rincón, justificando cada

kopeck o poco menos, el dinero que De Stoecki manejó en esta maloliente cuestión. Sin la menor ambigüedad y sin alterar cifras, he demostrado que De Stoecki tenía en sus manos, no los ciento cincuenta mil dólares que citan los eruditos estadounidenses, sino casi el doble. ¿Dónde fue a parar esa suma? Los historiadores estadounidenses sospechan desde hace tiempo que el barón De Stoecki utilizó ese dinero para comprar votos en el Congreso de Estados Unidos, pero nunca han podido probarlo. Yo sí. Con el mayor cuidado y mucha discreción, he comprado registros de familia, viejas cuentas, sospechas de periódicos y pruebas firmes. Documentos estadounidenses, ingleses, informes del consulado alemán (y esos alemanes son inteligentes, sí) y esta serie de fuentes rusas. Tomadas en conjunto, demuestran sin lugar a dudas que De Stoecki corrompió al Congreso Estadounidense de una manera increíble.

Allí hizo una pausa dramática, sonrió a cada uno de sus visitantes y destacó el punto principal:

—¿Comprenden ustedes lo que significa esto? Que la venta fue un fraude desde el momento en que se acordó en el Congreso. El gobierno estadounidense, en su sabiduría, no quería Alaska. Sabía que esas tierras remotas no formaban parte de su territorio. La votación resultó consecuentemente en contra de comprar nuestras tierras y de pagar por ellas si se las adquiría. Pero De Stoecki, ese maldito aventurero salido de la nada, obligó a Norteamérica a tomarla. Y efectuó esa coerción pagando a los congresistas de Estados Unidos para que votaran en contra del interés nacional. La adquisición de Alaska por parte de Norteamérica fue totalmente corrupta y debe ser rescindida.

En la discusión siguiente, Voronov propuso que algún erudito soviético («Yo no, porque eso podría llamar la atención sobre lo que estoy haciendo») fuera autorizado a publicar un pequeño volumen de mucho impacto, cuyo título podía ser: ¿Qué pasó con los doscientos cincuenta mil? Revelaría los sorprendentes datos acumulados allí, en Irkutsk, daría el nombre de los congresistas que aceptaron los sobornos y establecería, en los círculos internacionales, la sólida base sobre la cual la Unión Soviética podría reclamar después Alaska. Pero el camarada Zelnikov, desde hacía algún tiempo, venía desarrollando su propio escenario para la recuperación definitiva de Alaska, y aconsejó paciencia:

—Le aseguro que despertaría sospechas que los eruditos soviéticos retomaran ese tema ahora. Estoy de acuerdo con usted, Voronov, en que los eruditos internacionales se darían cuenta de los hechos y se crearía una base sólida para reclamaciones posteriores. Pero podríamos perder a largo plazo más de lo que ganaríamos en este momento. Reserve sus cuadernos para el 2030; entonces los usaremos, como todo lo demás, con un efecto devastador.

Maxim Voronov descendía de una familia de luchadores y no estaba dispuesto a aceptar tan fácilmente un revés:

—¿No podríamos alentar a los eruditos extranjeros para que hicieran el trabajo por nosotros?

—No veo cómo. Si hiciéramos algo subrepticio, forzosamente se sabría.

—Pero los estudiosos de Estados Unidos y de Canadá, sobre todo estos últimos, ya están buceando en estas aguas fangosas, para ver si pueden localizar algo en el fondo.

Mostró a los hombres cinco o seis publicaciones notables, apenas conocidas en Occidente, donde canadienses y estadounidenses sacaban a relucir algunos de los hechos más evidentes que él había descubierto cuando terminó la segunda guerra mundial. Cualquiera de esos escritores estaba en una elevada plataforma de aprendizaje, desde donde podía partir y alcanzar los niveles más altos ya ocupados por Voronov, pero los cuatro conspiradores no pudieron idear ninguna estrategia por la cual la Unión Soviética pudiera fomentar o suscribir los estudios necesarios.

—Sería demasiado arriesgado —advirtió Zelnikov.

A lo cual Voronov contestó:

—Los rusos no podemos hacerlo y no hay forma de conseguir que lo hagan los canadienses ni los estadounidenses. Por lo tanto, la verdad sólo puede ser revelada muy lentamente. Y tal vez se pierda si pasa demasiado tiempo.

—Con esos cuadernos, no —aseguró Zelnikov—. Quiero llevarme fotocopias a Moscú. Comenzaremos la tarea en cuanto podamos traer un equipo de fotografía del ejército.

—Aquí tenemos buenas fotocopiadoras —objetó Voronov.

Zelnikov sonrió:

—¿Confiaría usted sus cuadernos a cualquiera? Probablemente esas máquinas estén manejadas por la CIA.

Así comenzó a funcionar la bomba de tiempo sobre Alaska, tanto en Irkutsk, donde Voronov iba armando asiduamente los mosaicos de su obra, como en Moscú, donde astutos funcionarios como Zelnikov y Petrovsky estudiaban los movimientos geopolíticos necesarios para reclamar Alaska con éxito. Todos los que trabajaban en ese delicado proyecto tenían en la memoria la frase con que Maxim Voronov había cerrado la reunión de Irkutsk:

—El momento de actuar no madurará jamás a menos que el mundo entero sufra grandes cambios. Pero siglo a siglo, esos cambios se producen. Y cuando llegue el próximo, nosotros deberíamos estar preparados.

Ni él ni Zelnikov creían que Estados Unidos renunciaría a Alaska, de buena o mala gana.

—Esa gente trabajó demasiado para extender su territorio desde el asidero que tenían en el Atlántico hasta el Pacífico. No van ahora a renunciar a nada —predijo Voronov.

Pero Zelnikov le contradijo:

—No serán ellos quienes decidan la renuncia. Lo hará la opinión internacional, las condiciones internacionales, y ellos no podrán negarse a ello.

Existía un tercer experto, pero no en Asia, que mantenía la vista fija en Alaska. Era un vulcanólogo nacido en Italia, que había pasado sus primeros años en una finca a la sombra del Vesubio. Como era un niño precoz, a los catorce años se había convertido casi en un experto en volcanes y terremotos. A los quince se inscribió en la Universidad de Bolonia, donde se destacó en ciencias. A los veinte, en el Instituto de Tecnología de California, obtuvo un doctorado en sismología, su ciudadanía estadounidense y un nombramiento para trabajar en una estación sismológica federal, en la región de Los Ángeles. Allí no tardó en dominar los detalles de la medición, la evaluación y la predicción de un terremoto, siendo los conocimientos de las dos primeras especialidades mucho más complejos que los de la última.

A los cuarenta y un años, Giovanni Spada se encontraba en la pequeña ciudad alaskana de Palmer, el sitio donde LeRoy había pilotado sus primeros aviones. Allí, en una calle tranquila y bordeada de árboles, supervisaba las operaciones en un discreto edificio blanco: el Centro de Investigaciones sobre Maremotos. Por cuenta de los gobiernos de Estados Unidos, Canadá, Japón y la Unión Soviética, Spada estudiaba la conducta de los volcanes, terremotos y devastadores

tsunamis que se originaban en el punto más septentrional del Cinturón de Fuego. Entre otras responsabilidades, tenía la de alertar a las zonas del Pacífico Norte, desde Japón a Hawaii, a México y a todos los puntos del norte, si el volátil arco de las Aleutianas generaba un tsunami que pudiera cruzar el océano con fuerza creciente, rumbo a una costa lejana.

En el verano de 1986, con el deseo de hacer notar a un nuevo grupo de colaboradores, recién asignados al Centro, la posibilidad que los terremotos tenían de generar enormes perturbaciones marinas, llevó a su equipo hasta la bahía Lituya, unos setecientos veinte kilómetros hacia el sudeste. Desde allí los guió hasta un punto de las montañas circundantes, desde donde se veía la hermosa bahía:

—Observen ustedes que es una bahía larga y estrecha, de laderas empinadas y una angosta abertura al Pacífico.

Cuando sus jóvenes colegas se hubieron familiarizado con el terreno, les contó algo que los dejó atónitos.

—El nueve de julio de 1958, a ciento cincuenta kilómetros de aquí, en la zona de Yakutat, se produjo un terremoto que registró una intensidad de ocho en la escala de Richter. La sacudida fue tan fuerte que, de esa pequeña montaña, en el extremo de la bahía, se desprendieron unos cuarenta millones de metros cúbicos de roca y tierra, que se precipitaron al mismo tiempo en la bahía. El chapuzón resultante provocó la ola más grande que el mundo haya visto en la historia conocida. Pueden ver ustedes con sus propios ojos la magnitud de la devastación que produjo.

Al mirar hacia abajo, los jóvenes comenzaron a notar que esa ola, cercada como estaba en la estrecha bahía, había alcanzado una altura tremenda, arrancando todos los árboles a su paso. Spada sugirió:

—Alguien que tenga experiencia en mediciones, ¿puede calcular hasta qué altura se elevó la ola por las laderas de la montaña?

Un muchacho de la Escuela de Minería de Colorado fue marcando los estratos con los dedos, desde el nivel del mar hasta la línea de denudación. Al cabo de un rato exclamó, con voz sobrecogida:

—¡Por Dios, son más de trescientos metros de altura!

Spada apuntó, serenamente:

—En realidad, esa ola subió quinientos veintidós metros. Es el tipo de tsunami que un terremoto submarino puede generar en un área cerrada.

En Palmer, con su batería de delicados sismógrafos sondeando la corteza terrestre y con comunicación abierta con estaciones similares de Canadá, California, Japón, Kamchatka y las Aleutianas, Spada controlaba las inquietas placas que entrechocaban entre sí muy por debajo de la superficie oceánica, ya avanzando, ya sumergiéndose, ya fracturándose y, con frecuencia, deslizándose una contra la otra, para producir los terremotos submarinos que daban nacimiento a los devastadores

tsunamis. Tenía la responsabilidad de comunicar cualquier tsunami que se originara en las Aleutianas, pues habían demostrado ser capaces de destruir grandes ciudades y aldeas a lo largo de la costa, a miles de kilómetros. Cuando el estilo de sus sismógrafos se estremecía, indicando que algo se había deslizado en algún sitio, él alertaba a unas sesenta estaciones de todo el Pacífico, advirtiéndoles que podía haber un tsunami en marcha. Pero Spada controlaba también los terremotos que no eran submarinos y los que transmitían su potencia directamente a sectores interiores del continente. De ese modo, en 1964 había detectado los primeros estremecimientos del violento sismo que atacó Anchorage, hundiendo algunas zonas de la ciudad unos doce metros, elevando otras y provocando el caos en una zona muy amplia. Se perdieron más de ciento treinta vidas en ese terremoto, que se registró en la escala Richter con una intensidad de 8.6, aunque más tarde se calculó que había alcanzado 9.2, la mayor registrada jamás en América del Norte. Fue diez veces más potente que el terremoto que destruyó San Francisco en 1906.

Spada lo registraba todo en un mapa, donde se podía ver con gran detalle la supuesta estructura de la cadena Aleutiana. Cada vez que se producía un sismo en esa región, rellenaba con un lápiz rojo esa porción del arco aleutiano. Cuando el mapa quedó completo, dijo a sus asistentes:

—Gradualmente, desde 1850, hemos ido anotando las zonas donde las placas se han movido. —Señaló nueve arcos diferentes que llenaban espacios en su mapa—. En cada uno de estos sitios se ha producido un terremoto. Las placas se han reajustado. —Después de dar tiempo a sus asistentes para que asimilaran los datos, añadió—: Por lo tanto, en estos tres blancos…

No necesitaba decir más.

Desde la isla de Lapak al oeste, donde se unía a Tanaga, hasta Gareloi, se veía un pulcro arco de puntos rojos. A principios de siglo, el movimiento de esas placas había provocado allí un gran sismo, pero al este de Lapak, hasta Adak y Gran Sitkin, el mapa permanecía cadavéricamente blanco. Eso significaba que aún no se había producido el gran reajuste de las placas en ese lugar. Un hombre nuevo en el Centro preguntó:

—¿Cabe esperar que haya allí un gran terremoto, un día de éstos?

Y Spada respondió:

—Cabe.

Aquella noche del 19 de septiembre de 1985, al deslizarse violentamente la placa de Nazca, él estaba de guardia, solo. Su vista captó la vigorosa actividad del brazo trazador antes de que sonaran las señales audibles. «Ése es bastante grande», se dijo, y al consultar con los sismógrafos de referencia emitió un silbido: «¡Siete punto ocho! ¡Eso va a tener consecuencias!».

Por entonces, sus ayudantes, alertados por las señales electrónicas que se encendían en sus dormitorios, corrieron al Centro.

—¿Hay alguna posibilidad de que se produzca un movimiento al norte? —preguntó un novato.

—Con siete punto ocho puede repercutir en cualquier parte.

—¿Dónde está el epicentro? —preguntó el joven.

—Todavía no podemos determinarlo.

Pero entonces los informes de otras diez o doce estaciones de control le permitieron triangular la dirección y localizar el foco, con bastante exactitud, en un punto del océano Pacífico, al sudeste de México.

—Está bastante lejos de la costa; no presenta peligros a las zonas continentales —dijo, con cierta confianza—, pero toda la costa del Pacífico podría verse afectada por un tsunami.

Sin embargo, a los pocos minutos llegaron informes de que un tremendo terremoto había asolado la ciudad de México. Spada se horrorizó:

—¡Tal potencia a tanta distancia del deslizamiento! Tiene que haber sido de una intensidad muy superior a siete punto ocho.

Después de reunir datos de todo el mundo, fue el primero en calcular que el deslizamiento de Nazca había producido un sismo de 8.1 en la escala de Richter, mucho más potente de lo supuesto en un principio.

En esa ocasión no se produjo ningún tsunami; sólo el interior de México sufrió la plena potencia de esa titánica alteración. Aun antes de que se conocieran las bajas de la capital, Spada advirtió a su equipo:

—Habrá muchos muertos.

Hubo más de diez mil. Pero tres días después su atención se desvió a la casi imperceptible actividad del volcán Qugang, en la isla de Lapak, una zona que generaba perturbaciones de uno u otro tipo. Despachó un avión para inspeccionar la situación y se tranquilizó al llegar el informe:

—Hemos pasado seis veces a niveles diferentes. No hay señales de actividad mayor ni indicaciones de que pueda producirse algo importante.

Spada despertaba en sus superiores respeto y a la vez simpatía. Tenía una percepción misteriosa en lo que se refería a volcanes, terremotos y

tsunamis, como si sus experiencias infantiles junto al Vesubio le hubieran acostumbrado a prever el comportamiento de los volcanes. Era valiosísimo para rusos, japoneses y canadienses, por la minuciosidad de su vigilancia en esas fronteras. Como humanista (su padre había sido profesor de latín y de mitología romana), creía que el mundo antiguo relacionaba los fenómenos naturales con toda una serie de causas primordiales, mientras que después los hombres se dejaron llevar demasiado por las particularidades.

En su tiempo libre escalaba las montañas de Talkeetna o exploraba el fascinante glaciar de Matanuska con su esposa estadounidense. A veces se sentaban en una colina a beber té con hielo y a comer bocadillos; entonces contemplaba la violencia que caracterizaba al Pacífico Norte:

—Grandes láminas de hielo avanzan montaña abajo. Los mares se congelan y arrojan enormes bloques de hielo hacia arriba. Hay volcanes como el Qugang que entran en erupción, vomitando millones de toneladas de lava y cenizas. Hay terremotos que destruyen ciudades enteras y, en el fondo del mar, se desatan

tsunamis capaces de barrer una población en su totalidad.

Un día, su esposa respondió a esas reflexiones argumentando en voz alta.

—Y mientras tanto, en los polos, el hielo empieza a acumularse y los glaciares se extienden implacablemente, hasta que se traguen todo lo que hemos hecho. —Y añadió, sirviendo más té—: Cuando se vive en Alaska, se vive con el cambio. —Ella misma se rió de su pomposidad—. Dentro de veinte mil años, cuando el puente de tierra haya vuelto a abrirse en el estrecho de Bering, ¿no sería gracioso que todos volviéramos caminando a Asia?

Así continuaban las especulaciones. Kenji Oda, en Tamagata con sus visitantes, hacía conjeturas sobre el futuro económico de Alaska. Maxim Voronov, en su cabaña de Irkutsk, trataba de prever cuándo su bienamada Rusia, soviética o no, sería lo bastante fuerte para recuperar Alaska. Giovanni Spada, en su austero edificio blanco de Palmer, rastreaba la conducta de volcanes, terremotos y

tsunamis. Y en el corazón del Océano Glacial Ártico, en la isla flotante T-7, Rick Venn luchaba por ayudar a Estados Unidos en el intento de ponerse a la par de otras naciones con un amplio conocimiento de los mares septentrionales y los movimientos del fondo oceánico, en el que se estaban construyendo mundos nuevos, las placas errantes que algún día construirían una Alaska modificada, el Cinturón de Fuego que ordenaba la vida en el Pacífico y los casquetes polares en lento avance, por el sur y por el norte, que con el tiempo envolverían buena parte del mundo en otra glaciación.

—Hay tanto que aprender —dijo a Afanasi, mientras estudiaban las estrellas polares—, tanto que ordenar…

Sin que lo supieran estos genios de Japón, Siberia y Alaska, en la jurisdicción de esta última, existían tres grupos poderosos, cuya misión consistía en controlar todo lo que ocurriera en las zonas áridas. Desde la Base Aérea de Elmendorf, cerca de Anchorage, y en Eielson, cerca de Fairbanks, dos de las más poderosas del mundo, los pilotos despegaban noche y día para vigilar los movimientos aéreos de los rusos. De vez en cuando, estos centinelas enviaban mensajes codificados: «Dos invasores sobre cabo Desolación». Y los aviones de combate estadounidenses partían para hacer saber a los rusos que estaban bajo vigilancia. Desde luego, los aviones rusos mantenían una guardia similar desde bases secretas instaladas en Siberia.

Y en la distante isla de Lapak, donde se había desarrollado tanta historia desde la llegada de hombres y mujeres, doce mil años atrás, se elevaba un alto edificio negro, sin ventanas, con una altura de diez pisos. Contenía artefactos secretos, que sólo sabían manejar unos cientos de expertos en todo Estados Unidos (más unos veinte inteligentes analistas de Moscú), y que eran el principal escudo intelectual de Norteamérica contra un ataque comunista por sorpresa. Si la antigua momia hubiera ocupado aún su cueva de Lapak, habría disfrutado con ese gran edificio negro, aprobando el novedoso uso que se estaba dando a su isla.

De esa manera silenciosa e inquieta continuaba el duelo perpetuo de mentes brillantes: japonesas, coreanas, chinas, rusas, canadienses y, a veces con la mayor efectividad, estadounidenses, todas ellas empeñadas en el provocativo juego de adivinar: «¿Qué será lo próximo que ocurra en el Ártico?».

Fue en otoño cuando LeRoy Flatch experimentó una pasajera pérdida de conciencia que le asustó, pues duró varios segundos. Por suerte no iba pilotando su Cessna cuando ocurrió eso, pero al reponerse exclamó:

—¡Cristo! ¿Y si hubiera estado tratando de aterrizar?

Cuando contó el incidente a su esposa, ella dijo con firmeza:

—Es hora de que no vueles más, LeRoy. —Y comenzó a averiguar quién tenía interés en comprar un Cessna— 185. Ese año, LeRoy había cumplido los sesenta y siete y no tenía muy buena salud. Algunos de los viejos pilotos rurales volaban hasta los ochenta años o más, pero eran hombres delgados y fibrosos, que habían cuidado su propio físico; de lo contrario, los aviones se estrellarían constantemente. Flatch no era de ésos; le gustaba la cerveza y la grasienta comida mexicana, por lo que no podía mantener un peso normal, y los excesos añadían quince años a su aspecto. Por eso escuchó el consejo de su esposa y hasta consultó con posibles compradores para su avión.

Pero se vio obligado a postergar la venta de lo que su esposa llamaba «tu trampa mortal», por dos hechos que no parecían guardar relación entre sí y que le llevaron a pilotar de nuevo. A principios de octubre se supo en Talkeetna de un extraordinario descubrimiento, próximo a una excavación arqueológica llamada Sitio del Abedul; allí, un cazador solitario que bajaba en canoa por el río vio sobresalir en la orilla, a la altura de su vista, el colmillo pardo y manchado por el agua de un mamut, que debía de haber quedado atrapado allí doce o trece mil años atrás. El cazador había estudiado dos años en la Universidad de Fairbanks y, después de asistir a un par de cursos de geología, conocía la importancia de semejante hallazgo. Por lo tanto, marcó cuidadosamente el punto en su mapa, continuó viaje en su canoa y corrió a Talkeetna, donde se puso en contacto con la universidad:

—No soy ninguna autoridad en el tema, pero después de haber revuelto el cieno creo que éste aún tiene casi todo el pellejo y el pelo intactos.

La reacción no se hizo esperar. Dos equipos de investigadores volaron a Talkeetna, buscando pilotos independientes para que les llevaran a ese sitio. De ese modo, LeRoy Flatch volvió a su avión para llevar a los profesores con su carga a noventa y tres kilómetros de distancia, hasta la ribera donde, con desacostumbrada celeridad para escapar del congelamiento, los científicos desenterraron el cadáver completo de un mamut. La prueba del carbono 14 lo fechó en doce mil ochocientos años antes de nuestra era. Desde luego, los restos no se parecían a los de un mamut vivo y erguido, pues los siglos pasados bajo tierra habían comprimido el cuerpo, convirtiéndolo en una masa plana como una tortilla, empapada en lodo. Pero el entusiasmo fue grande cuando hasta los novatos pudieron ver que el animal estaba entero, con los órganos vitales en su lugar, de modo que los investigadores pudieron averiguar qué había estado comiendo en las horas previas a su muerte.

Flatch se sintió serenamente complacido de que los científicos eligieran su avión para transportar el mamut a Talkeetna. Cuando el precioso cuerpo estuvo bien sujeto, pues sólo se habían encontrado unos pocos ejemplares en esas condiciones, tanto en Alaska como en Siberia, el piloto murmuró para sus adentros, preparándose para despegar: «No vayas a desmayarte ahora».

Hizo el viaje sin inconvenientes. El cuerpo fue transbordado a un avión mucho más grande, que lo llevaría a Fairbanks, y Flatch intercambió una respetuosa despedida con los científicos. Ya de nuevo en Talkeetna dijo a su esposa:

—No todos los días tienes la ocasión de transportar una carga de carne de catorce mil años de antigüedad.

Y ella insistió:

—Quiero que te deshagas de ese avión antes de Año Nuevo.

No pudo ser así. Cuando la prensa se enteró del notable descubrimiento, los periodistas llegaron en tropel a Talkeetna, pidiendo a LeRoy que los llevara a ese sitio. En noviembre estuvo muy ocupado haciendo vuelos con patines al Sitio del Abedul. Pero al transportar a tres periodistas científicos de Los cuarenta y ocho de abajo, estuvo a punto de perder el sentido; dominó sus nervios y aterrizó en Talkeetna con un escaso margen de seguridad. Luego volvió la espalda a su avión y caminó hasta su oficina sin hablar con nadie, pero sentía en el pecho la advertencia de que podía volver a desmayarse. Ya dentro de su atestada oficina, Flatch se quitó la gorra de piloto y la colgó en el muro por última vez. LeRoy era uno de los pilotos solitarios que moriría en la cama.

Como Rick Venn estaba en la T-7, Jeb Keeler tenía el campo libre cada vez que iba a Desolation por asuntos de la empresa. Demostró ser un pretendiente tenaz: visitaba a Kendra llevándole flores, una apreciada rareza en el Ártico, e insistía para que se casara con él, señalando lo que ella ya sabía:

—Rick podría pasar allí tres o cuatro años. ¿Y qué sería de ti?

No obstante, por atractivo que fuera Jeb Keeler, ella no podía borrar de su mente la imagen de Rick Venn deslizándose entre la nieve a lo largo de mil seiscientos kilómetros hacia la meta de la Iditarod. Cada vez que le recordaba comprendía que, fundamentalmente, deseaba dos cosas: pasar sus años creativos en el Ártico y compartir su vida con Rick Venn.

Por fin, en lo más profundo del invierno, redactó un extraordinario mensaje que envió a la T-7 por la radio abierta que Afanasi tenía en su cocina. Había llegado a un punto en el que ya no le importaba quién se enterase del texto:

Rick Venn, T-7, Océano Glacial Ártico. Me caso en junio. Ojalá sea contigo. Kendra.

El impacto fue extraordinario. En Barrow, alguien que controlaba las comunicaciones por radio con la T-7 quedó tan fascinado con ese extraño telegrama que lo pasó a un periódico de Seattle. Los periodistas, alertados por el apellido Venn, lo transmitieron por cable. De ese modo, toda la nación conoció la propuesta de la audaz Kendra Scott a un joven muy adinerado, escondido en una isla de hielo. El resultado fue otro telegrama:

Rick Venn, T-7, Océano Glacial Ártico. Si has tenido la suerte de conseguir a una muchacha como ésa, ve allí en junio. Yo te sirvo de padrino. Malcolm Venn.

Fue una boda memorable, que se celebró en el gimnasio de la escuela, en presencia de todos los habitantes de Desolation y buena parte de los de Barrow y Wainwright. La señora Scott, acompañada por su esposo, llegó en avión desde Heber City y quedó atónita al descubrir quién era Rick y lo admirable de su carácter. Sin embargo dejó bien sentado ante las mujeres esquimales con las que se sentó durante la ceremonia:

—Dios no aprueba el divorcio.

Les dijo varias cosas más sobre las cuales Dios tenía firmes opiniones. Una anciana, cuyos hombres habían cazado ballenas y morsas durante generaciones enteras, comentó con su compañera de asiento:

—Parece misionera.

Malcolm Venn, que llevaba sesenta años tratando con Alaska en casi todos los aspectos imaginables, no había estado nunca al norte del Círculo Polar Ártico. Hizo llevar en avión kilos y kilos de helado y varias docenas de rosas amarillas; según lo prometido, fue el padrino de la boda.

Ir a la siguiente página

Report Page