Alaska

Alaska


VIII. EL ORO

Página 65 de 123

Al mediodía, Missy les preparó una sopa, y Kirby pasó la mayor parte de la tarde en el hoyo. Regresó al día siguiente, para ayudar a Tom a terminar las tablas que tenían que formar la cubierta de la embarcación diseñada por Kernel; esa noche, el sargento se quedó a cenar.

Cuando comenzaron la verdadera construcción del bote, ya con la pesada quilla claramente definida, Kirby aparecía con frecuencia, no sólo para darles consejos, sino también para prestarles su valiosa ayuda a la hora de dar forma a la embarcación. También comía con ellos y les llevaba carne y verduras de sus propias fuentes de abastecimiento. Un atardecer, Missy abordó a Tom con una curiosa petición:

—¿No podrías dormir esta noche en la tienda de los Stanton, Tom?

El muchacho permaneció inmóvil, con las manos en los costados y la cabeza dándole vueltas. Tenía quince años y Missy, veintitrés; bajo ningún concepto hubiera dicho que la amaba, pero muchas veces, en los últimos meses, había tenido que admitir para sus adentros que nunca había conocido a otra mujer como ella. No la veía como a una muchacha, para él, una muchacha era alguien de su edad, y en la escuela había conocido a varias que eran atractivas y prometían volverse aún más atractivas con el correr de los años. Missy era una mujer, había sido la salvación de los Venn en los años de miseria, Y gracias a ella su padre había rejuvenecido. Era una persona maravillosa, valiente, trabajadora y simpática. Los días en que descendían la montaña sobre la pala, él solía aferrarse a ella como si los dos hubieran sido una sola persona enfrascada en una gran aventura. Últimamente, cuando manejaban la sierra, se había dado cuenta de lo agotada que estaba la joven, y le habría gustado poder hacer todo el trabajo él solo. Se había puesto a aserrar con el doble de esfuerzo para ahorrárselo a Missy, y lo había hecho con alegría, porque sentía un afecto indecible por esa testaruda mujer. Formaban un equipo, aunque no se ajustaran a los cánones; eran dos personas fuertes, que compartían un parecido modo de pensar. Querían cortar los tablones, construir una barca Y maniobrarla por los cañones y los rápidos; lo que ocurriera al llegar a Dawson no importaba por el momento. Y ahora ella le pedía que se llevara a otra parte la colchoneta donde dormía; Tom se sintió desplazado.

Pero cuando el sargento Kirby se trasladó a la tienda de Missy, la construcción de la barca dio un salto adelante, porque el policía montado había navegado muchas veces por las agitadas aguas a las que se enfrentarían los buscadores de oro en cuanto abandonaran el tranquilo lago Bennett. Su experiencia originó la primera discusión entre él y Tom. Cuando vio que el muchacho se proponía construir el bote exactamente como le indicaban los planos del Grano del Klondike, preguntó:

—¿Estás seguro de que quieres un barco tan grande? Siendo sólo dos, se puede viajar en una embarcación bastante más pequeña.

—Esto es lo que él dijo. Mira —allí estaban las cifras—: Siete metros de largo y un metro sesenta y cinco en la parte más ancha. Así será la barca.

—El hecho es que hay dos tramos muy peligrosos —explicó Kirby—: el cañón Miles y los rápidos Whitehorse. Allí han naufragado muchas embarcaciones, y también se han perdido muchas vidas.

—Él nos aseguró que con un bote así llegaríamos —insistió Tom, con firmeza, sin aclarar quién era «él».

—No lo dudo. Pero si vuestro bote tuviera la mitad de ese tamaño podríais igualmente embarcar todo el equipo y, al llegar a los tramos malos, contratar a algunos indios para que os ayudaran a llevarlo por tierra. Sé que tenéis dinero para hacerlo.

—El bote tiene que ser así de largo.

Resultaba extraño ver a ese muchacho de ciudad, que no sabía nada de carpintería ni de barcos, fijar los maderos a la quilla y darles forma en la proa. Con la ayuda de Kirby y Missy en las junturas difíciles, consultando sin cesar el dibujo del Grano y usando la escuadra metálica que había comprado su padre, Tom construyó un barco tan bueno como los mejores hechos por expertos.

Al terminar, se enfadó porque vio la cantidad de ranuras que habían quedado entre las tablas, pero Kirby se echó a reír:

—Todos los barcos tienen ranuras, Tom. Para eso está el calafateo.

—¿Qué es eso?

—Estopa.

—¿Y eso qué es?

—Cáñamo con brea. Hay que introducirlo a martillazos en las junturas y de este modo se impermeabiliza el bote. De lo contrario os hundiríais.

De pronto, Tom y Melissa cayeron en la cuenta de que iban a confiar sus vidas a esa embarcación llena de grietas, construida por un muchacho de quince años, en un viaje de ochocientos kilómetros por aguas muy peligrosas.

—¿Dónde se consigue la brea y la otra cosa?

—Deberíais haberlo traído con vosotros, pero no lo hicisteis. Tu Grano no podía pensar en todo, ¿verdad? —Pero Kirby tuvo una idea—: Preguntaremos a los que están terminando sus embarcaciones si nos venden el calafateo que les sobre.

De este modo, reunieron una extraña colección de sustitutos del auténtico calafateo: crin, musgo, tiras de lino o arpillera; metieron un poco de todo en las grietas y las sellaron con otra extraña mezcla de cera, grasa de oso, brea y pez. Cuando terminaron el trabajo, el joven Tom Venn pudo enviar la primera carta a su abuela:

Papá se ha matado por culpa de una vara de pícea, que se rompió Y le atravesó. Murió como un valiente. Missy y yo estamos ahora en Canadá, y como aquí nadie puede arrestarnos, me parece que puedo darte nuestra dirección: Dawson City. He construido un bote de siete metros de largo y uno sesenta y cinco de manga; hemos hecho una prueba y flotó como un pato. En cuanto el lago se deshiele navegaremos por el río Yukón; todo el recorrido es bastante fácil. Ojalá Missy se hubiera casado con papá.

El domingo 29 de mayo de 1898, por la mañana, la gruesa capa de hielo que había encerrado durante casi nueve meses al lago Bennett en un frío abrazo empezó a deshacerse y a precipitarse por el estrecho río; al cabo de ciento cincuenta kilómetros, el río entraba en un alto cañón rocoso y luego saltaba en magníficos rápidos, antes de llegar a la relativa calma del Yukón, a punto de deshelarse. Tom, al ver que en la superficie aparecían, como dagas melladas, las primeras aberturas por donde fluía el agua, gritó:

—¡Se está deshaciendo!

Pero Missy y Kirby no le oyeron gritar, porque en todo el enorme campamento la gente se había puesto a chillar y a disparar sus pistolas.

—¡El lago Bennett se está deshelando!

Más de siete mil embarcaciones caseras se acercaron a la orilla, como si todo el mundo quisiera ser el primero en lanzarse al lago y el primero en llegar a las minas del Klondike. Era una flota como nunca se había visto antes, en la que apenas había dos botes iguales, pero todos consiguieron llegar a las gélidas aguas del lago. Los que empujaban y tiraban de las barcas se preguntaban por qué no las habrían construido más pequeñas, para que una persona normal pudiera echarlas al agua sin tanto esfuerzo. Las grandes barcazas se abrían paso a la fuerza. En cuanto a las embarcaciones más pequeñas, para una sola persona, ésas que saldrían del agua antes de llegar al cañón, se las cargaban sus dueños a la espalda. Durante todo ese domingo y los siguientes días, se botaron barcos, se izaron velas y hubo personas que comenzaron a navegar hacia la traicionera cita con los rápidos.

Cada bote que zarpaba, cualquiera que fuese su tamaño, tenía que tener un nombre y un número; en los archivos de la Policía Montada figuraba también una lista de todos los pasajeros, pues se habían ahogado muchas personas durante el año anterior. Cuando llegó el momento de bautizar el bote de los Venn, que sería el número 7023, el sargento Kirby sugirió varias Posibilidades, pero Tom le interrumpió una vez más, dejando claro que el bote era suyo:

—Se llamará Aurora, como la aurora boreal.

No lo botaron junto a los de la primera estampida, ya que Kirby les recordó:

—Vosotros no tenéis que competir para llegar los primeros a las minas de oro; dejad que corran los demás. Podemos bajar a la deriva, a nuestro propio ritmo —añadió, delatándose.

—¿Vienes con nosotros? —preguntó Tom. Por un lado deseaba que la respuesta fuera afirmativa, pues había oído hablar de los peligros del cañón y los rápidos, pero por el otro, deseaba que dijera que no, ya que le molestaba la relación entre Kirby y Missy.

—Quiero asegurarme de que pasáis los tramos malos —respondió Kirby.

El día dos de junio pidió ayuda a otros tres policías montados destacados en el lago Bennett y, dándose ánimos a fuerza de gritos, porque el barco de Tom pesaba mucho, botaron el Aurora; después colocaron el mástil, aparejaron la vela y encajaron en la ranura la larga espadilla que Kirby iba a manejar desde la popa.

—¡Buen viaje! —gritaron los compañeros de Kirby—. ¡Que encontréis una mina de oro!

Faltaban cuarenta kilómetros para la salida del lago Bennett; el Aurora, a pesar de su ancha vela y del profesional manejo del timón por parte de Kirby, no alcanzó ese punto hasta que una suave penumbra, como una cálida manta, se instalaba ya sobre el agua. Kirby no quería arriesgarse a avanzar de noche por las aguas turbulentas y prefería partir temprano por la mañana; por eso llevó el Aurora hasta la orilla derecha, echó una amarra a tierra y pidió a Tom que la sujetara bien.

Esa noche durmieron en el bote; a la mañana siguiente, temprano, salieron del lago Bennett y emprendieron el largo trayecto hasta el tramo más peligroso del viaje: un escenario de tragedia en el que se mataban las personas atrevidas o imprudentes, sin un conocimiento seguro de lo que estaban haciendo. Cuando el sol de junio, alto ya, derretía la nieve de las montañas de alrededor, Kirby condujo el Aurora a un pequeño arroyo formado por el agua de deshielo que descendía desde las cumbres, y describió a sus compañeros lo que les esperaba:

—En el curso de cuatro kilómetros ocurren tantas cosas y tan rápido, que a nadie se le puede criticar si pierde el valor.

—¿Qué es lo que hay? —preguntó Missy, sabiendo que, por ser mujer, le correspondería tomar la decisión.

—Primero, un cañón profundo y de corriente muy precipitada. En el centro, el agua es dos metros más profunda que en los lados. Es para quitar el aliento. Después vienen un par de rápidos llenos de rocas.

—¿Qué hay más adelante?

—Más adelante, un apacible descenso hasta Dawson.

—¿Has pasado ese tramo en barca alguna vez?

—Sí.

—¡Vamos, pues! —exclamó Tom.

—No —le frenó Kirby—. Antes de tomar esta decisión, tenéis que verlo con vuestros propios ojos.

—¿Y si nos entra miedo? —preguntó Missy.

—¡No pasa nada, mujer! —Kirby dio un respingo, como si le hubieran golpeado—. Algunos de los tipos más valientes de Canadá y los Estados Unidos han echado un vistazo al cañón y han dicho: «No, gracias». Y no porque sean cobardes, sino porque han tenido la sensatez de reconocer que no saben ni un comino de botes. —Fulminó a Tom con la mirada—. ¿Sabes tú algo de botes?

—Nosotros no, pero tú sí —respondió Missy.

Impresionados por la gravedad de aquello a lo que iban a enfrentarse, los tres tripulantes del Aurora navegaron velozmente aguas abajo hasta la entrada del cañón Miles, la primera dificultad, pero al acercarse, unos hombres que estaban en la orilla derecha les gritaron:

—¡Es mejor que no entréis en el cañón con un bote como ése! ¡Seguro que se hunde!

Tom, que maniobraba en la parte del río más navegable, se dirigió a la orilla; los hombres, al ver a una mujer en el bote, trataron de asustarla:

—No se le ocurra arriesgarse por el cañón en ese bote, señora.

Kirby, al comprender que esos hombres criticaban todas las embarcaciones que pretendían entrar en el cañón, levantó la voz:

—¿Qué sugieren ustedes?

—Nosotros tenemos práctica. Les haremos pasar sanos y salvos.

—¿Por cuánto?

—Sólo cien dólares.

—Demasiado caro —exclamó Tom.

—En ese caso vayan por tierra —vociferaron ellos en respuesta—. Los indios cargarán con la barca por doscientos.

—¡Gracias! —gritó Kirby—. Creo que nos arriesgaremos.

—¡Señora! Antes de hacerlo, vaya a la otra orilla, deje el bote y suba a esa loma para ver lo que le espera en el cañón. Luego venga, nos paga noventa dólares, y nosotros la haremos pasar sana y salva, como le hemos dicho.

Kirby tomó la espadilla y, una vez lejos de tierra, se dirigió hacia la otra orilla, tal como habían sugerido esos hombres.

—Pensaba hacerlo de todos modos. Quiero que veáis lo que os espera.

Cuando estaban en lo alto de las rocas, contemplando el turbulento cañón en el fondo, hasta Tom se asustó, a pesar de las ganas que tenía de atravesarlo, porque más abajo corrían las aguas heladas que llegaban a torrentes de los lagos y que allí se agitaban con un gran estruendo, arrojando espuma.

—¡Oh! —exclamó Missy.

Sus compañeros miraron lo que ella señalaba y vieron, en el otro extremo del cañón, una serie de rocas escarpadas que apenas sobresalían en la superficie del agua, con tres o cuatro barquitos encallados. La carga se había hundido en la rápida corriente, aunque, al parecer, los pasajeros se habían salvado aferrándose a las rocas.

Missy y Tom perdieron de pronto sus deseos de arriesgarse por el cañón, pero en ese momento se acercó un bote muy parecido al suyo, tripulado por dos mineros barbudos cuyas caras no se veían con claridad. Igual podían tener unos veinte años que ser unos curtidos veteranos de cuarenta. Los guías voluntarios de la orilla les detuvieron; se produjo la misma discusión Y también rechazaron la oferta de cien dólares. Los dos hombres se aventuraron a entrar en el cañón, confiando en su propia habilidad.

No llevaban ninguna espadilla en la popa, pero parecían ser buenos remeros: mientras su embarcación saltaba hacia las aguas arremolinadas donde el cañón se estrechaba y aumentaba la velocidad de la corriente, ellos remaban furiosamente y con destreza. Tom, que nunca había visto un bote conducido por alguien experimentado, sintió un escalofrío al ver que la embarcación se acercaba a un peligroso peñasco, pero los remeros, heroicamente, la hicieron virar y pasaron de largo. En menos de un minuto Y medio, el bote salió por el otro extremo del cañón y el muchacho lanzó gritos de júbilo.

Ahora, sin embargo, la barca tenía que pasar entre las rocas donde habían fracasado otros intentos anteriores; instintivamente, Tom gritó:

—¡Cuidado!

Como si obedecieran a su advertencia, los hombres remaron más de prisa que antes y pasaron rozando las rocas a las que se aferraban los mineros encallados. El pesado bote cabeceó y continuó el viaje, como si fuera un pájaro que rozara las tranquilas aguas de un lago y no un barquito atrapado en una corriente turbulenta. Habían maniobrado magistralmente, y tanto Tom como Missy estaban deseosos de imitarles.

—¿Listos? —preguntó Kirby.

—¿Podemos hacerlo tan bien como ellos? —preguntó Missy a su vez.

—Para eso he venido con vosotros —respondió Kirby. Y le dijo a Tom—: Tú eres el capitán. El bote es tuyo.

—¡Vamos!

—Si pasamos, como creo que haremos, ¿quieres ir directamente hacia los otros rápidos?

—Sí —el muchacho estaba seguro de que su padre, de seguir vivo, habría decidido lo mismo.

Los tres bajaron de la loma, regresaron al bote y partieron, mientras los de la otra orilla les gritaban:

—¡Buena suerte! ¡Ojalá que pasen!

La travesía del Aurora fue casi una réplica de la que habían hecho los dos hábiles remeros. Kirby se quedó en la popa para manejar la espadilla, en tanto que Missy y Tom se colocaban en la proa, con sendos remos; apenas llevaban unos metros en el cañón cuando asomó amenazadoramente, desde el lado de Tom, una roca que no habían visto antes. Instintivamente, el muchacho sacó el remo y se dio impulso empujándolo contra la roca; al hacerlo, el remo se arqueó, y Missy lanzó un chillido para advertirle, pero él consiguió apartar el palo sin que ocurriera ningún percance.

Hubo otra diferencia. Cuando el Aurora salió del cañón y se acercó a las rocas donde se arracimaban los náufragos, el sargento Kirby, en cumplimiento de su deber, giró el timón y se acercó a ellos todo lo posible, hasta pasar frente a esas personas aterrorizadas, aunque el barco avanzaba con tanta rapidez que no era posible rescatarles.

—¡Volveremos a buscarles! —gritó—. ¡Policía Montada!

En toda la travesía del Yukón no podía haber palabras más tranquilizadoras; cuando el Aurora pasó junto a ellos, los hombres abandonados saludaron con la mano y lanzaron gritos, pues ahora estaban seguros de que se salvarían.

Mientras Kirby les llevaba por la última serie de impresionantes rápidos, la espuma saltaba sobre la proa y los botes naufragados parecían guiñarles un ojo como advirtiéndoles: «¡Un solo movimiento en falso de la espadilla y estaréis con nosotros!». El policía montado dirigió el bote rumbo al lago Laberge, donde debía dejarles; cuando la proa del Aurora tocó tierra firme, el sargento dijo, con gesto de aprobación:

—Has construido un buen bote, Tom.

—He pasado miedo —reconoció el muchacho—. En el cañón no, porque si uno se mantiene en el centro, donde hay más agua, se puede pasar. Además, dura muy poco; sólo hace falta valor. Pero en esos rápidos hay que saber lo que se hace. Yo solo no lo habría conseguido.

—Bueno —comentó Kirby—, creo que has dicho la cosa más sabia de todo este viaje: valor en el cañón, experiencia en los rápidos. —Hizo una pausa, guiñó un ojo a ese jovencito, que prometía convertirse en un gran hombre, y preguntó—: ¿Qué opinas, Missy? ¿Qué es lo más importante?

—No creo que se consiga experiencia de verdad si no se tiene valor, para empezar.

—Cualquiera puede tener valor —opinó Tom—. Es cuestión de apretar los dientes. Pero para manejar un bote o una pistola, o para tratar a alguien como Soapy Smith… para eso uno tiene que saber lo que se hace.

—Tampoco hay que exagerar —aconsejó Kirby—. Mucha gente pasa por el cañón y los rápidos.

—Y mucha gente se queda allí —añadió Tom, recordando los naufragios.

El muchacho confiaba en que seguiría viendo a ese hombre excepcional, que sabía cómo hacer frente a las situaciones inesperadas. Después de pasar a toda velocidad por los últimos rápidos, con el Aurora casi vertical en el aire, Kirby lo viró tranquilamente y luego gritó a los dos policías montados que comprobaban los números de los botes en la salida:

—¡Hay náufragos en el extremo del cañón! Enviad un barco resistente desde el lado opuesto.

Nada de heroísmo ni de discursos. Simplemente, buscaron un barco fuerte y se pusieron en marcha. Tom imaginó el rescate: el bote pasaba junto a las rocas, se arrojaba una cuerda, más abajo se sujetaba un extremo en la orilla, se tensaban las dos puntas y la gente asía la cuerda para llegar a tierra.

—Sería divertido hacer de piloto en estas aguas —dijo el muchacho.

—Hace tres años no pasaban ni seis canoas al año —replicó Kirby—. Dentro de tres años no pasarán ni siquiera siete.

—¿Crees que el Klondike se agotará?

—Todo se agota.

TOM comprendió que a Kirby y Missy les costaría separarse, y por eso salió del bote y se puso a caminar por la orilla mientras ellos se decían adiós. El sargento explicó a Missy que tenía esposa y un hijo en Manitoba. Le recordó que Tom era un muchacho extraordinario y prácticamente le ordenó que cuidara de él. Dijo que, en cierto sentido, Dawson era peor que Skagway, pero que podrían contar siempre con el comisario Steele. También la retó a que buscara un empleo decente:

—Uno de estos días voy a ir a Dawson y no quiero verte hundida en el fango.

Entonces le dijo cuánto la quería y cuánto sentía que hubiera perdido a Buck Venn, que le parecía uno de los mejores hombres que habían cruzado el paso de Chilkoot; le deseó buena suerte y que se cumplieran todas sus ilusiones, fueran las que fuesen, y terminó con una declaración que ella no olvidaría jamás:

—Eres una mujer fuerte. Eres como los cuervos.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Missy.

—Los cuervos sobreviven. Incluso en las zonas más terribles del Ártico, consiguen sobrevivir.

Sin decir nada más, se fue rápidamente, para no verse obligado a hablar otra vez con Tom.

Por fin consiguieron descansar. En Chicago no pudieron hacerlo, por miedo a los abogados de la madre de Tom; en Seattle tampoco, pues estuvieron todo el tiempo pendientes de si les había seguido algún detective. En Skagway les asustó Soapy Smith, y en el paso de Chilkoot temieron por todo. Después se encontraron con la muerte, con las dificultades de la sierra, con el cañón y con los rápidos. Ahora, por fin, navegaban por las plácidas aguas del Yukón deshelado, en uno de los mejores barcos del río, y estaban tranquilos.

A Tom le encantaba estar a solas con Missy, como si el viaje a las minas de oro marchara otra vez según lo previsto. Una tarde, mientras pasaban junto a la desembocadura del Pelly, un gran río que llegaba desde el este, preguntó bruscamente a la joven:

—¿Sabías que el sargento Kirby tenía un hijo en Manitoba?

—Sí —le contestó ella—, y también una esposa, si eso es lo que te preocupa.

—Mira, Missy —dijo el muchacho, después de cavilar algunos minutos—, si insistes en enredarte con hombres casados no vas a encontrar marido.

—¿Qué te ha cogido ahora, Tom?

—Estaba pensando en lo bueno que sería para todos si pudieras casarte con el sargento Kirby. —Como ella no hizo ningún comentario, Tom añadió—: Así podríamos estar juntos los tres.

Sólo entonces comprendió Missy que al muchacho le preocupaba no saber qué harían al llegar a Dawson.

—No sé qué haremos al llegar, Tom —le confesó—. Me preocupa tanto como a ti. Recuerda una cosa: somos un equipo y no vamos a separarnos.

—Ojalá que no.

—Tú cuidas de mí, Tom, y yo cuido de ti.

—¿Lo sellamos con un apretón de manos?

Se estrecharon la mano, y Missy dijo:

—Mejor aún, lo sellaremos con un beso. —En el bote a la deriva, se inclinó y dio a Tom un beso en la frente.

En los últimos días de la primavera, ya sin hielo en los ríos, recorrieron esa serie de arroyos cuyas aguas se reunían para formar el gran Yukón: el White, el Stewart y el Sixtynnie; Tom, al pensar en lo vasto que tenía que ser el territorio Cuyas aguas desembocaban en tales ríos, se dio cuenta de la inmensidad de aquella zona canadiense. Cuando Buck, Missy y él habían atravesado en tren los Estados Unidos, le había parecido una nación grande, pero las distancias eran abarcables, porque a lo largo del camino encontraban Pueblos y grandes ciudades. Desde Dyea, que era un pueblucho, hasta Dawson City, que tres años antes no existía, no había nada: ni una aldea, ni un tren, ni una carretera.

Algunas noches llevaban el bote hasta la orilla derecha del Yukón y montaban una tienda, sobre todo si querían cocinar algo; otras noches se limitaban a continuar bajando a la deriva bajo la luz plateada, pues a medida que avanzaban hacia el norte las noches eran más cortas y los crepúsculos duraban más tiempo, hasta el punto de que a veces parecía no haber noche: sólo sombras más profundas por las que volaban los eternos cuervos. Mientras se dejaban llevar por la corriente, en ocasiones les adelantaban otros barcos cuyos pasajeros, ansiosos de llegar al Klondike, remaban enérgicamente en medio de la neblina del Ártico.

—¿De dónde sois? —preguntaba una voz.

—¡Chicago! —gritaba Tom.

—¡Minnesota! —replicaba la voz.

Por alguna razón, ese simple intercambio de nombres representaba mucho para los viajeros.

Por fin, el Aurora, sin apenas filtraciones, dio la vuelta a un recodo del río y sus propietarios vieron frente a ellos, a la derecha, la desdibujada silueta de una población formada por tiendas de campaña, mucho más pequeña de lo que pensaban que sería Dawson. Después de la primera desilusión, Tom consultó el mapa que les había dado el Grano.

—Esto tiene que ser Lousetown. Aquí es donde desemboca el Klondike. Dawson City está más adelante.

En efecto, allí estaba ese lugar fabuloso, con más de mil botes en la orilla del río, indicando su situación. Era una ciudad de sueños, erigida sobre la nada; o quizá una ciudad de pesadilla, con más de veinte mil residentes y unos cinco mil en las excavaciones. Tanto Missy como Tom sintieron que se les aceleraba el corazón cuando el Aurora se acercaba al final de su viaje; estaban nerviosos ante la inminencia de la decisión que deberían tomar dentro de poco, pero también por las ilimitadas posibilidades.

—¡Lo hemos conseguido, Tom! —exclamó súbitamente Missy, mientras el muchacho acercaba el bote a la orilla y buscaba sitio en el desembarcadero—. ¡Mañana iremos a buscar al comisario Steele y comenzaremos nuestra nueva vida! —La joven no parecía albergar ninguna duda respecto al éxito de su empresa.

Pasaron tres días llenos de incertidumbre antes de encontrar el cuartel de Steele, y entonces se enteraron de que estaba en Circle, a más de trescientos kilómetros río abajo. Una mujer, en el cuartel de la Policía Montada, aseguró a Missy que, efectivamente, el comisario le había advertido de la llegada de la señorita Peckham y que, en efecto, su dinero estaba a salvo. El comisario se lo entregaría en cuanto regresara.

Ir a la siguiente página

Report Page