Alaska

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IX. LAS DORADAS PLAYAS DE NOME

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De todo lo que hicieron el capitán Healy y el reverendo Jackson para mejorar la calidad de vida en Alaska, nada despertó entre sus enemigos tanto desprecio como su intento de importar renos domesticados de Siberia para alimentar a los esquimales durante las hambrunas de invierno. Los tercos bienhechores fueron acusados de idiotas, ladrones y agentes secretos de los rusos: «Espera a que se inspeccionen los libros, ya verás que esos dos robaron cuatro quintas partes del dinero que el gobierno ha puesto en ese plan descabellado». Naturalmente, Jackson fue denunciado, con cierta justificación, por haber entregado la mayor parte de los renos que llegaron a Alaska a sus asentamientos presbiterianos de la costa.

En la primavera de 1897, el Comando del Ejército en Washington despachó a cierto teniente Loeffier, de su Batallón de Aprovisionamiento, para que investigara esos cargos de mal manejo de fondos: «Díganos si la idea es práctica o no». Cumpliendo con sus órdenes, el teniente visitó ocho de los sitios donde el doctor Jackson había tratado de establecer sus rebaños y envió a Washington un resumen exacto de la situación:

Es conveniente que el Ejército manifieste interés en este experimento, pues podría llegar un momento en que nuestras tropas que operan en el Ártico necesitaran de los renos como fuente importante de alimentación.

¿Cómo ha marchado el experimento? Mal. Muchos de los animales importados al principio murieron durante la travesía desde Siberia o muy poco después, porque los esquimales de Alaska no tenían idea de cómo criarlos. Los renos, acostumbrados a la esmerada atención recibida en Siberia, donde se los trataba como en Iowa al ganado valioso, fueron puestos en libertad como si se tratara de caribúes silvestres; como resultado, muchos volvieron a la vida salvaje sin que se los volviera a ver, mientras que otros morían por falta de cuidados y de la comida habitual.

¿El resultado? Todos los renos transportados a las Aleutianas han muerto o desaparecido; ese experimento fue un desastre. La mayor parte de los desembarcados en asentamientos de la costa marítima septentrional han tenido poca suerte, de modo que debemos considerar esa empresa como de MUY Pobre resultado. El Ejército haría mal si confiara en los renos domésticos como fuente principal de alimentos, en un futuro previsible.

Pero para hablar con justicia, el teniente Loeffier informaba de Cierto establecimiento donde los renos importados por Healy y Jackson desde la región siberiana de cabo Dezhnev habían prosperado. Sin duda le gustó lo que veía, pues escribió de eso con evidente entusiasmo:

Sin embargo, encontré un sitio donde, debido a una serie de circunstancias, el experimento de los renos dio resultado. En el extremo occidental de la península Seward, en un desolado sitio que recibe el nombre de Puerto Clarence hay un asentamiento llamado Teller Station; allí, un noruego llamado Lars Skjellerup, de treinta y tres años, soltero, ha organizado un equipo de tres ayudantes que parecen saber cómo manejar a los renos. Cuando Skjellerup llegó a Alaska, traía consigo un lapón bajo y recio, llamado Mikkel Sana, que sabe pensar como los renos. Debido a que prevé lo que los animales van a hacer, los guía con serenidad, pero también con firmeza, haciéndoles cumplir con sus propósitos.

El segundo ayudante me causó problemas. Es Arkikov, sin nombre de pila, traído desde Siberia por el capitán Michael Healy, del afamado guardacostas Bear. Ese esquimal

chukchi puede conocer a los renos, pero es bastante hosco, poco dado a obedecer indicaciones y difícil de disciplinar. Sin embargo, cuando pregunté a Skjellerup por qué lo soportaba, me respondió: «Arkikov es un hombre; en este trabajo, de vez en cuando hacen falta hombres». El tercer ayudante es un tímido esquimal de diecinueve años, de poca estatura y cara redonda y morena. Skjellerup me dijo: «Ootenai es especial. No tiene familia, pues la perdió durante una de las hambrunas, por eso considera que nuestro proyecto es su única posibilidad de vivir bien. Uno de estos días será eljefe de este establecimiento».

Y bien: allí están. Si el Ejército necesitara alguna vez trabajar con renos en Alaska, recomiendo que nuestros oficiales pasen por alto las otras colonias y recurran directamente a Teller.

Una vez presentado su informe, en la primavera de 1897, Loeffier volvió a sus funciones regulares en Seattle. Allí, a principios de otoño del mismo año, recibió un telegrama urgente despachado desde Washington:

DOCENAS DE BALLENEROS ESTADOUNIDENSES ATRAPADOS EN HIELO PUNTA BARROW —STOP— RACIONES ESCASAS —STOP— SIN MEDICAMENTOS —STOP— EVALÚE OPERACIONES RESCATE E INFORME INMEDIATAMENTE —STOP.

Como Loeffier había estado en Punta Barrow no hacía mucho, se le nombró subcomandante del grupo de estudio. Pasó los tres primeros días en el puerto de Seattle, tratando de averiguar todas las vías por las que un grupo de balleneros varados frente a Punta Barrow podrían haber avisado a la capital de su aprieto. Así supo que los propietarios de ciertos navíos, al no regresar éstos a puerto, habían deducido que debían de estar atrapados en el hielo. Los funcionarios canadienses de Prince Rupert habían llegado a conclusiones similares, pero lo más importante eran las peticiones de ayuda entregadas por mensajeros con tiros de perros que viajaban desde Barrow hacia el sur.

Loeffier informó a su grupo:

—Esto es una crisis. Probablemente los balleneros ya están aislados por el hielo; no habrá forma de liberarlos hasta principios del verano próximo. —Luego añadió un comentario inquietante—: Como no pueden tener comida suficiente para nueve meses, se hace necesaria una operación de rescate.

Los oficiales del Ejército, con asistencia de la Marina y de empresas navieras privadas, como Ross Raglan, comenzaron a estudiar las posibles maniobras, sin que ninguna les pareciera demasiado descabellada como para descartarla de inmediato. Un militar dijo:

—Siempre he oído decir que Siberia y Alaska están a pocos kilómetros de distancia. ¿No podríamos telegrafiar a los rusos y pedirles que…?

Un hombre de la Marina intervino:

—Al sudeste de Barrow, es así, pero ¿qué distancia cree usted que hay a la altura de Barrow?

Un exballenero, que conocía bien los océanos del norte, informó:

—Unos setecientos sesenta kilómetros.

Desde Canadá, el rescate era igualmente imposible: unos novecientos kilómetros hasta el primer puesto, que no tendría ninguna posibilidad de proporcionarles alimentos ni medicinas en cantidad suficiente.

El grupo quedó en silencio. Luego todos se volvieron hacia Loeffier, que dijo en tono vacilante:

—He estudiado todas las posibilidades. Hay casi ochocientos kilómetros hasta el más cercano de los campamentos mineros. Para cubrir esa distancia habría que usar trineos de perros y ¿de dónde sacaríamos comida para alimentar a los perros en el trayecto? ¿Y qué campamento minero tendría provisiones suficientes para veinte barcos?

—¿Qué alternativa sugiere usted? —preguntó el presidente. Loeffier tosió varias veces antes de atreverse a revelar el plan que germinaba poco a Poco en su mente. Por fin, con la ayuda de un mapa grande, dijo:

—Aquí, en la bahía de Puerto Clarence, en el extremo más alejado de la península Seward, vive un noruego, llamado Lars Skjellerup, que cuenta con el apoyo de tres hombres capaces y recios: un siberiano, un lapón y un esquimal.

El presidente interrumpió:

—¿Qué pueden ofrecer ellos? ¿Un tiro de perros especiales?

Y un marinero veterano señaló:

—Para cuando pudiéramos cargar un barco aquí en Seattle, ese lugar estaría cercado por el hielo.

Pero Loeffier dijo, sereno:

—¿Preguntan ustedes qué tienen ellos allá arriba? —Después de hacer una pausa, respondió—: Renos.

La palabra provocó una explosión en el grupo de estudio:

—Hemos oído hablar de ese fiasco.

—¿Cuántos quedan vivos? ¿Seis o siete?

—Ese misionero estuvo en Seattle un año y nos dio una conferencia sobre el reno, que iba a resolver todos los problemas de Alaska. ¿Qué ha sido de ese pequeño estafador?

Antes de que Loeffier pudiera explicarse, los otros acordaron por unanimidad que los pocos renos diseminados por Puerto Clarence no eran ninguna solución.

Pero entonces, con una paciencia que conquistó el respeto de sus superiores, el joven teniente desarrolló su plan:

—En realidad, en Puerto Clarence hay un enorme rebaño de renos. Bajo la guía profesional de Skjellerup, los esquimales de la zona han adquirido o criado bien más de seiscientas bestias sanas. Algunas están tan domesticadas que reemplazan a los perros en los trineos. ¿Comprenden ustedes lo que eso significa? Si aprovechamos los renos, no tendremos que llevar alimento para los animales.

—¿Por qué no?

—Los perros comen carne. En abundancia. Los renos se alimentan con los musgos y líquenes durante la marcha. —Les dio tiempo para que captaran ese dato importante; luego añadió—: Y no tendríamos que llevar comida. Porque al llegar a Barrow, el tiro de renos sería sacrificado para alimentar a los hombres hambrientos.

Sus argumentos fueron recibidos en silencio, pero entonces un secretario interrumpió la reunión con el último telegrama de Washington:

INFORME INMEDIATAMENTE PLANES PARA RESCATAR BALLENEROS APRESADOS HIELO —STOP— PERIÓDICOS NACIONALES EXIGEN ACCIÓN

Todos los miembros del grupo se volvieron hacia Loeffier, quien dijo:

—Lo único práctico, me parece, es decirles que partiré inmediatamente hacia Alaska con medicamentos, para organizar un tiro de perros y viajar de prisa por tierra hasta Teller Station, donde Skjellerup y sus hombres partirán de inmediato hacia Punta Barrow, con un rebaño de cuatrocientos renos o más.

—¿Qué distancia tendrán que recorrer?

—Unos novecientos kilómetros.

—¡Por Dios! Siberia está más cerca. Y Canadá también.

—Pero allí tenemos renos…, y hombres para trasladarlos.

Con una cautela nacida de la larga experiencia en el Ártico, uno de los armadores preguntó:

—¿Y esa operación es práctica?

Loeffier respondió:

No puedo asegurarlo, pero estoy convencido de esto: allí hay más de trescientos marineros estadounidenses que morirán si no hacemos algo. Y esto nos ofrece la mejor oportunidad. Hagámoslo.

Se despachó un telegrama a la Casa Blanca y esa misma tarde llegó la respuesta a Seattle:

PROCEDA CON RENOS Y QUE DIOS GUÍE SUS ESFUERZOS —STOP LA NACIÓN NOS OBSERVA

Sólo a mediados de enero pudo el teniente Loeffier llegar a la costa sur del estrecho Norton. Cuando sus perros entraron en el primitivo asentamiento de Stebbins, se enfrentó a una travesía de unos ciento cuarenta y cinco kilómetros hasta la costa norte, desde donde se podía llegar por tierra al criadero de renos de Teller. La perspectiva de aventurarse hasta el otro lado sobre el hielo, de cuya consistencia no se podía estar seguro, lo asustaba tanto que estuvo a punto de recorrer todo el extremo oriental del estrecho para mantenerse en tierra. Pero un esquimal de edad avanzada, que conducía un trineo de perros, le aseguró:

—Todo helado. No problema. —Y como Loeffier aún dudaba, añadió—: Yo voy también.

En la temporada en que el sol apenas asomaba a mediodía, los dos se pusieron en marcha, viajando tanto de día como de noche.

Cuando llegaron a la costa norte, el viejo aceptó el pago que Loeffier le ofrecía e inició el largo regreso por el hielo, mientras el joven oficial apuraba a sus perros para cruzar los ciento ochenta kilómetros restantes hasta Teller. Al aproximarse al sitio donde calculaba que debía de estar el criadero, pues anteriormente había llegado por mar, un esquimal de buena vista lo vio venir y dio la alarma. Cuando sus perros entraron gozosamente en el criadero, cuatro hombres resueltos, a los que él ya conocía, le estaban esperando.

El lapón Mikkel Sana fue el primero en saludarle con un vigoroso apretón de manos; luego, el hosco siberiano Arkikov; después, el joven esquimal Ootenai y, por fin, el noruego, alto e increíblemente flaco: Lars Skjellerup.

—¿Cómo es que viene con ese tiro de perros? —preguntó este último.

Loeffier se sintió obligado a dar la noticia rápida y sencillamente:

—El gobierno quiere que usted lleve un rebaño de trescientos a cuatrocientos renos hasta Punta Barrow. Una veintena de balleneros quedaron varados allí. Trescientos tripulantes están pasando hambre.

La novedad era tan dramática que, de los cuatro hombres de Teller, ninguno supo qué decir. Al cabo de un momento, Loeffier añadió:

—Son órdenes. Del presidente mismo. ¿Cuándo podemos partir?

Una vez que captaron la realidad de la situación, los cuatro criadores se mostraron ansiosos por aceptar el desafío. Pues conocían bien los escándalos que circulaban por Alaska y Estados Unidos con respecto al comportamiento de ellos y de otros lapones y siberianos vinculados a los renos. Skjellerup, que tenía el mando en la zona, estaba especialmente deseoso de demostrar las posibilidades de sus animales.

—¿Cuántos kilómetros calcula usted?

—Más de novecientos —respondió Loeffier.

—¿Puede usted cubrirlos en sesenta días?

—En cincuenta, quizás. Si vamos, iremos rápido.

Consultó con sus hombres y Arkikov dijo:

—Más rápido. Reno guía siberiano, no de los tuyos.

Se refería al reno lapón, menos recio, que Skjellerup había importado por barco desde su país. El noruego pasó por alto ese implícito desdén, pues estaba habituado a Arkikov y a su convicción de que sólo el reno y los rebaños de Siberia tenían valor.

Loeffier quedó encantado ante el cálculo de que los alimentos y las medicinas se podían entregar en menos de cincuenta días. Pero su entusiasmo se esfumó cuando Skjellerup dijo:

—Partimos dentro de tres días.

—¡Un momento! Yo preparé mi equipo en media hora para viajar hasta aquí. Me parece que ustedes…

Skjellerup razonó serenamente:

—¿Alguna vez trató usted de reunir a cuatrocientos renos, sacándolos de sus cómodos alojamientos de invierno, que ellos no quieren abandonar?

En los dos días siguientes, Loeffier descubrió cuántos gritos y empellones se requerían para eso. Pero el miércoles por la mañana, 19 de enero de 1898, el rebaño estuvo reunido, los dos trineos cargados de medicamentos y provisiones para el viaje y el equipo listo para la sobrecogedora carrera hacia el norte. Loeffier, que presenciaba la partida, les repitió el mensaje recibido de Washington:

—Dice el presidente: «Dios guíe vuestros esfuerzos. La nación observa».

En la media hora siguiente, los renos, los cuatro encargados, los tres ayudantes esquimales y los trineos se perdieron en el horizonte del este. Viajarían unos trescientos kilómetros en esa dirección antes de poder virar hacia el norte, para la verdadera travesía hacia Barrow, donde aguardaban los marineros hambrientos.

Fue una carrera heroica, pues por la noche hacía un frío intenso, los vientos eran más fuertes de lo habitual y, en varias ocasiones terroríficas, los renos no pudieron hallar líquenes ni musgos al escarbar con sus afilados cascos. Sana advirtió:

—Debemos hallar musgo. Quizás allí… ¿quizás allí? Paramos un día.

Eso hicieron. Entonces los animales hallaron líquenes y se pudo reanudar el viaje.

Cuando el camino se abría colina abajo, los hombres instaban a los renos a correr libremente. Pero Sana y Arkikov, dos de los mejores pastores del mundo, estaban siempre alerta a cualquier grieta; al terminar el galope, hombres y animales iniciaban el sofocante ascenso hasta la cresta de la colina siguiente. Cuando describieron el gran giro, cambiando el rumbo este por el nornordeste, tuvieron la sensación de estar, por fin, en la parte principal del viaje: la larga travesía hasta Barrow, encaramada en el borde del mundo. Los hombres solos no habrían podido hacer ese viaje penoso. Tampoco había perros capaces de viajar tan implacablemente como los renos; por cierto, los perros no podían alimentarse solos. Tan sólo los renos podían llevar esa carga de provisiones por ese terreno y a tanta distancia.

Cuando se aproximaban a los setenta grados de latitud, muy Por encima del Círculo Polar Ártico, se encontraron con un clima tan frío y ventoso que el termómetro descendió a cincuenta y dos grados bajo cero. Aquélla fue la verdadera prueba de lo que podían hacer los renos. Cuando los soltaron, al terminar una carrera de cuarenta y cinco kilómetros, escarbaron en la nieve hasta descubrir alimento, pastaron durante media hora, con la grupa vuelta contra el viento, y luego se enterraron en la nieve hasta formar montículos protectores a su alrededor.

—¡Será mejor que nosotros también nos protejamos! —exclamó Skjellerup, al arreciar el vendaval.

Sana y Arkikov pusieron los trineos como baluarte. El viento aullaba contra ellos, pero se desviaba; los siete hombres se acurrucaron allí, dejando que la nieve fuera formando montículos arriba.

Así permanecieron dos largos días, con el cuerpo abrigado y seco gracias al atuendo casi perfecto que usaban; hasta los pies se mantenían cómodos dentro de las gruesas botas de piel de caribú; las pieles de puercoespín les cubrían la cabeza y las maravillosas puntas de pelo de glotón alrededor de la cara rechazaban el frío y el hielo. No muchos podían resistir ese ataque, pero esos hombres habían sido preparados desde la infancia para sobrevivir en el Ártico. Un hecho curioso, que llamaba la atención del lapón y el siberiano, era que el blanco Skjellerup fuera tan versado en las tradiciones del Ártico como ellos, que se habían criado allí. Era un hombre imponente y los otros lo trataban, no con reverencia, pues eran sus iguales, pero sí con respeto por su destreza.

Cuando la tempestad cesó, los hombres se alegraron como niños. Barrow estaba ahora a sólo ciento cincuenta kilómetros; con buen tiempo y comida adecuada para los renos, casi parecía que podrían cubrir esa pequeña distancia en un solo día. En realidad hicieron falta varios, por supuesto, pero el 7 de marzo, alrededor de las diez de la mañana, participaron en un momento de tal belleza que ninguno de ellos lo olvidaría. Desde el norte, provenientes de Barrow, venían tres tiros de perros a gran velocidad, arrastrando trineos vacíos. Desde el sur llegaban cientos de renos, avanzando a velocidad pareja; durante más de media hora cada grupo pudo ver al otro y calcular su velocidad o su modo de viajar.

Skjellerup gritó a sus hombres:

—Deben de haber llegado a la desesperación. ¡Iban a tratar de abrirse paso!

Y los hombres de los perros se gritaron entre sí:

—¡Gracias a Dios! ¡Miren esos renos!

Los dos grupos se acercaban cada vez más. Por fin, los hombres de cada grupo pudieron distinguir las facciones de los del otro. Pronto hubo vítores, abrazos y sollozos. Mientras tanto, los potentes y estupendos perros jadeaban en la nieve y los renos buscaban líquenes entre los montículos formados por el viento.

Ese viaje de rescate, a lo largo de mil ochocientos kilómetros, cobró importancia en la historia de Alaska, no por el heroísmo de los renos ni por el diverso origen de los guías, sino por una conversación casual que tuvo lugar durante el regreso: Skjellerup y Ootenai, el muchacho esquimal, conducían uno de los trineos vacíos, mientras Arkikov y Sana viajaban en el otro, tirado por el reno siberiano. Fue Arkikov (de esto podemos estar seguros, porque años más tarde ambos lo atestiguarían así) quien abordó el tema.

—Recuerda primavera pasada. Mí hace viaje al este… lleva ciervos Council city de mineros… conoce muchos hombres.

—¿Qué estaban haciendo?

—Buscando oro.

—¿Dónde?

—Este.

—¿Hallaron algo?

—Todavía no. Pronto quizá.

—¿Cómo buscan el oro?

—Ríos… arroyos. Saca arena. Lava. Encuentra.

Ésa fue la primera conversación. En los días siguientes, a medida que avanzaban en dirección sur o sursudoeste y luego se desviaban hacia el oeste, los dos hombres se las arreglaron para viajar juntos; Arkikov quería hablar de los buscadores de oro, esos hombres que parecían hechizados y rondaban los arroyos. Por fin Sana empezó a sospechar que los hombres comunes, como Arkikov y él mismo, bien podían tener una posibilidad de hallar oro. Sin embargo, suspicaz como buen lapón, desechó la idea.

Sin embargo preguntó:

—¿De qué arroyo sacan arena?

—Cualquier arroyo. Mí oye hombres decir Klondike… todo arroyo.

—¿Del río, quieres decir? ¿Como el Yukón, río grande?

—¡No! Río pequeño… quizás salta y cruza.

Por sus conversaciones con los buscadores, el siberiano se había hecho una idea bastante acertada de lo que era buscar oro; obviamente, estaba fascinado por la posibilidad de hallar oro en algún arroyo, a lo largo del trayecto.

—Cuando sol más alto… no nieve… arroyos pequeños corre agua… tú, mí, busca oro.

—¿Cómo, sin papeles… sólo un lapón, un siberiano?

Esos asuntos prácticos, para un lapón metódico como Sana, bastaban para desechar toda la empresa. Pero para un siberiano no tenían sentido; eran una irritación pasajera que se podía descartar.

—Tú, mí… dinero… vamos… encuentra oro… seguro.

Arkikov hacía ademanes tan exagerados al hablar que Skjellerup, aunque viajaba en el otro trineo, no pudo dejar de verlos. Cuando se detuvieron para comer preguntó:

—¿Qué pasa? ¿Ustedes dos están riñendo?

Arkikov miró a Sana como para preguntar: «¿Se lo digo?». Ante un gesto afirmativo del lapón, las palabras fatales fueron pronunciadas:

—Council City… Todos los hombres buscando oro… pequeños arroyos… ¿si buscáramos nosotros también?

El corpulento noruego miró a sus compañeros como si estuvieran locos. Arkikov añadió en tono persuasivo:

—Los tres… si encontramos oro… compramos muchos renos.

Lo dijo con tanta confianza, con una sonrisa en la cara redonda, como si ya tuviera el oro en sus manos. Skjellerup no pudo por menos de impresionarse ante la posibilidad y se descubrió diciendo:

—Bueno, tenemos dinero como para un año, quizá dos. No necesitamos papeles de inmigración. —Luego se impuso su sagaz pragmatismo—. Todos vinimos aquí por invitación del gobierno de Estados Unidos. Y los contratos nos permiten quedarnos.

Antes de terminar con la apresurada comida, ya estaba planeando cómo harían, él y los otros dos, para dejar el criadero e iniciar una gira de exploración. Llegó a entusiasmarse tanto ante la perspectiva de ganar enormes fortunas que dijo a los otros:

—Ootenai, ve con Arkikov. Quiero hablar con Sana. —Hecho el cambio, preguntó—: Tú no tienes esposa, Mikkel, yo tampoco. ¿Estarías dispuesto a abandonar el criadero y los renos… para ir a buscar oro?

—¡Sí! —dijo el otro con tono convencido.

—¿No te preocupa abandonar Laponia?

—¿Te preocupa Noruega?

—En absoluto. —Lo pensó por un momento antes de añadir con firmeza—: Me gusta Alaska. Me gustó este viaje. Tal vez tú… yo… él… —Al decirlo miraba hacia el otro trineo; lo que vio le puso furioso—. ¡Para, para!

Cuando el trineo se detuvo, corrió hacia allí, bramando:

—¿Qué has hecho con ese ronzal?

Arkikov señaló su arnés, puesto al estilo siberiano, con el ronzal descendiendo directamente entre las patas delanteras.

—¡Te dije que así no! —añadió el noruego, levantando la voz—. ¡Cómo se debe!

—Pero éste… reno siberiano… gusta mi modo. Más fuerte ahora que al principio.

Y como había verdad en lo dicho, Skjellerup se tranquilizó.

—Está bien. Por el resto del trayecto.

Pero su mente estaba aún con el oro. Una vez que se puso en manos del siberiano, todo estuvo perdido.

—¡Señor Skjellerup! Tú… mí… él… buen equipo. Buscamos todo arroyo. Cavamos toda arena.

Era obvio que Arkikov había interrogado a los buscadores al entregar los renos en Council City; deseaba desesperadamente estar con ellos, buscando algo más ventajoso que los pocos dólares que ganaba cuidando renos.

Siguiendo el impulso del momento, el noruego ordenó parar por un día, para asombro de Ootenai, que esa misma mañana había sido instado a avanzar rápidamente para concluir el viaje en dos días. Ahora Skjellerup Sólo quería conversar; mientras Ootenai atendía a los renos, mantuvo una larga discusión con Sana y Arkikov.

—¿Dices que había hombres buscando oro?

—Muchos… Diecisiete, quizá dieciocho.

—Pero ¿habían encontrado algo?

—Allí no. Pero río Koyukuk, sí. Yukón, sí.

—¿Quién les da permiso para buscar? —preguntó Sana.

El siberiano se había convertido en experto.

—Mí pregunta hombres… «¿Mí debe pedir este hombre, ese hombre… venir a tierra suya?».

—¿Y qué dijeron?

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